El rancho caía pesadamente sobre las cazuelas. Fuselli tenía los ojos todavía adormilados. Se sentó en un banco sucio y grasiento y bebió unos sorbos de café, que olía a trapos de cocina, lo cual bastó para espabilarlo. En el comedor reinaba el silencio. Los hombres, que quince minutos antes y al toque de corneta habían tenido que abandonar las mantas, estaban ahora sentados en hilera, comiendo, unos retraídos y otros haciéndose guiños al amparo de la penumbra. Se oía claramente el rumor de las pisadas sobre las cenizas del suelo, el entrechocar de los platos y, aquí y allá, la tos de algún hombre. Cerca del mostrador en donde se servía el rancho, uno de los cocineros juraba y se lamentaba sin cesar.
—Oye, Bill —dijo Fuselli—, me pesa la cabeza.
—No me sorprende —repuso Bill Grey—. Tuve que traerte a rastras al cuartel. Estabas empeñado en volver para hacer el amor a aquella endiablada chica.
—¿De veras? —dijo Fuselli riendo.
—No fue tan fácil hacerte pasar sin que la guardia te viera.
—Dadme un poco de coñac. Estoy malísimo —dijo Fuselli.
—Que me ahorquen si resisto esto mucho tiempo más.
—¿El qué?
Estaban lavando sus respectivas cazuelas en un gran barreño de agua caliente, sobre la cual flotaba una espesa capa de grasa, restos de las cien cazuelas que pasaron por allí antes que las suyas. Se hallaban en el exterior, frente al comedor. Una bombilla eléctrica iluminaba débilmente el tronco húmedo de un plátano, el agua en la que flotaban restos de rancho y posos de café, los cubos de basura con los letreros: «Basura seca» y «Basura mojada», y la fila de hombres que aguardaban turno para llegar hasta allí.
—¡Esta cochina vida! —gritó salvajemente Bill Grey.
—¿De qué estás hablando?
—De esto, de lo que hacemos durante todo el día: meter vendas en una caja y sacar vendas de otra. Voy a volverme loco. He intentado emborracharme, pero no da ningún resultado.
—Me sigue doliendo la cabeza —dijo Fuselli.
Bill Grey pasó una de sus manos fuertes y musculosas sobre la espalda de Fuselli, y ambos echaron a andar en dirección al cuartel.
—Oye, Dan, he decidido desertar.
—No debes hacer eso, Bill. Piensa que podemos prosperar si seguimos portándonos bien.
—Me importa un pepino. ¿Por qué crees que me alisté en este maldito Ejército? Sólo porque pensé que el uniforme me favorecería.
Bill Grey se metió las manos en los bolsillos y escupió ante él.
—Bill, ¿no comprendes que te cogerían y podrías cargártela?
—Lo que yo comprendo es que quiero irme al frente. Y que no quiero quedarme aquí hasta volverme loco y hacer que me formen consejo de guerra. ¿Por qué no me acompañas, Dan?
—Pero, Bill, eso no es posible. Seguramente hablas en broma. Ya nos enviarán un día u otro al frente, tal vez demasiado pronto. Yo quiero ir como cabo —dijo ensanchando el pecho—, para que vean lo que soy capaz de hacer. ¿Comprendes, Bill?
Sonó una corneta.
—Toque de faena. Y todavía no me he hecho la cama.
—Yo tampoco, Dan. No dejes que te dominen así. No te darán nada, Dan.
Se pusieron en fila. El camino estaba oscuro, y sus pies se hundían en el barro. En los surcos de agua cenagosa brillaba la luz de unas distantes bombillas eléctricas.
—Todos a trabajar en el Almacén A —exclamó con su voz triste y sombría el sargento que fue predicador—. Dice el teniente que para el mediodía debe estar todo listo, pues hoy mismo debe salir el material para el frente.
Uno de los soldados dejó escapar cierto significativo silbido de sorpresa.
—¿Quién hizo eso?
Nadie respondió.
—Rompan filas —dijo el sargento algo escamado.
Las figuras se perdieron en la oscuridad, en dirección a una de las luces. Los pies chapotearon en los charcos.
Fuselli se acercó al centinela que se hallaba a la entrada del campamento. Había cogido una fina ramita de pino con la cual se hurgaba pensativamente los dientes.
—Oye, Phil, ¿puedes prestarme medio dólar?
Fuselli se detuvo, se metió las manos en los bolsillos y miró atentamente al centinela. La ramita seguía entre sus labios, en un ángulo de la boca.
—Lo siento, Dan —respondió el centinela—. No tengo un centavo. Estoy así desde Año Nuevo.
—Me pregunto por qué diablos no nos pagan.
—¿Firmasteis ya la hoja de haberes?
—Naturalmente. Hace bastante tiempo.
Fuselli avanzó por el camino oscuro, hacia el poblado. El fango se había helado en los hondos surcos. El pueblo, con sus casas pequeñas de fachada agrietada y llena de manchas verdes y grises a causa de la humedad, sus techos de ladrillo rojo y sus callejas estrechas llenas de guijarros, que zigzagueaban por entre altos muros ornados de balcones, seguía siendo extraño para él. Cuando las sombras de la noche invadían el poblado y la oscuridad era completa, salvo en los lugares en que la luz de una ventana o el rayo luminoso que surgía del interior de un café o una tienda iluminaban el suelo mojado, ni siquiera parecía real.
Fuselli se dirigió a la plaza principal, en donde cantaba la fuente. Se detuvo en medio de la plaza, indeciso. Llevaba la guerrera desabrochada y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, en donde sólo podía hallar tela. Durante un buen rato escuchó el rumor de la fuente y el ruido de los trenes que se movían junto a los cobertizos.
«Y esto es la guerra —pensó—. ¿No es extraño? La noche es aquí más tranquila que en mi propio hogar.»
Al final de la plaza, donde la calle terminaba, surgió una faja de luz blanca y brillante, sin duda producida por los faros de algún automóvil militar. Fueron esos faros como dos ojos que le mirasen con fijeza en la oscuridad, cegándole. El coche pasó rápidamente por su lado, dejando tras de sí un intenso olor a gasolina y el rumor de unas voces. El haz luminoso iluminaba a su paso las fachadas, mientras el vehículo avanzaba hacia la carretera principal. El poblado volvió a quedar oscuro y silencioso.
Atravesó la plaza en dirección al Cheval Blanc, el gran café frecuentado por los oficiales.
—¡Abróchate la guerrera! —gritó una voz severa.
Vio ante él una figura alta y erguida. Llevaba al cinto una pistola que colgaba sobre su muslo como un jamón de reducidas proporciones. Era sin duda un policía militar. Fuselli se abrochó la guerrera y se alejó rápidamente del lugar.
Se detuvo ante otro café, en cuya piedra podía leerse el siguiente letrero escrito con pintura blanca: Huevos con jamón.
Alguien que se había situado detrás de él le tapó los ojos con las manos. Fuselli hizo lo posible por librarse de ellas.
—¡Hola, Dan! —exclamó—. ¿Cómo no estás en chirona?
—Soy un buen chico, amigo mío —respondió Dan Cohan—. ¿Tienes dinero?
—Ni un cochino centavo.
—Entonces estás igual que yo —dijo Cohan—. De todos modos, entremos. Trataré de arreglarlo con Marie.
Fuselli le siguió no muy convencido. Dan Cohan le daba un poco de miedo. Recordó que la semana anterior habían formado consejo de guerra a un individuo por el simple hecho de salir de un café sin pagar la consumición.
Se sentó a una mesa próxima a la puerta. Dan había desaparecido en la trastienda. Fuselli recordaba con profunda nostalgia su hogar y a los suyos. Hacía mucho tiempo que no recibía carta de Mabe.
«Tal vez tenga otro novio», pensó amargamente.
Se esforzó en recordar sus facciones, pero tuvo que sacar el reloj y mirar la fotografía que llevaba en su tapa para convencerse de si la nariz de Mabe era recta o chata.
Guardó el reloj en el bolsillo y levantó la cabeza. Marie, la muchacha de los brazos blancos, se acercaba riendo. Acababa de salir de la trastienda. Sus firmes y amplios senos se agitaban al reír, a pesar de que la blusa ajustada los oprimía. Tenía muy rojas las mejillas. Un mechón de cabello castaño le caía sobre los hombros. Mientras avanzaba, lo recogió rápidamente y lo fijó al moño con una horquilla. Dan Cohan, que la seguía, miró a Fuselli con una mueca burlona y dijo:
—Perfectamente, amigo. Le dije que pagarás cuando puedas. ¿Has tomado kummel alguna vez?
—¿Qué es eso?
—Ahora vas a verlo.
Se sentaron a la mesa del rincón —mesa privilegiada, en donde algunas veces, si madame no miraba, se sentaba también Marie—, ante una fuente de huevos fritos. Fueron muchos los que acercaban sus sillas, porque Dan Cohan tenía siempre auditorio.
—Parece que va a empezar otra ofensiva en Verdún —dijo Dan.
Alguien hizo un vago comentario sobre la situación. Otro observó:
—Es curioso que sepamos tan poca cosa de lo que en realidad ocurre en el frente. Sabía más de la guerra cuando estaba en mi casa, en Minneapolis, que ahora que estoy aquí.
—De todos modos —dijo Fuselli con alto sentido patriótico—, creo que les daremos una paliza.
—¡Bah! Esta época del año no es muy propicia para combatir —dijo Cohan, mientras en su cara ancha y roja se dibujaba una mueca burlona—. La última vez que estuve en el frente, los boches dieron un golpe de mano y capturaron una línea de trincheras.
—¿Qué trincheras?
—Americanas, de las nuestras.
—¡Diablos!
—Eso es una cochina mentira —gritó un individuo de pelo muy negro y cara sin afeitar, que acababa de entrar—. Los americanos no se dejan capturar así como así. Nunca lo han permitido y nunca lo permitirán.
—¿Has estado mucho tiempo en el frente, muchacho? —preguntó fríamente Cohan—. ¿O tal vez acabas de llegar de Berlín?
—Repito que el que diga que un americano es capaz de dejarse atrapar por un maldito alemán es un embustero indecente —dijo en tono airado el hombre sin afeitar, mirando en torno suyo.
—Será mejor que no digas eso delante de mí —dijo Cohan riendo y contemplando uno de sus puños, rojo e imponente.
En el rostro de Marie se dibujó una ligera expresión de ansiedad. Miró el puño de Cohan, se encogió de hombros y se echó a reír.
Un nuevo grupo acababa de entrar en el café.
—Que me ahorquen si no es el loco de Dan. ¡Hola, muchacho! ¿Qué tal estás?
—¡Hola, Dook!
Un individuo de corta estatura, que llevaba una guerrera de corte tan perfecto que casi parecía un oficial, estrechó efusivamente la mano de Cohan. Llevaba galones de cabo y casquete de aviador británico.
—¿Qué haces en este agujero, Dook?
El llamado Dook apretó los labios, y su bigote negro formó una línea oblicua.
—G. O. 42 —dijo después.
—¿Batalla de París? —dijo Cohan amablemente.
—Batalla de Niza. Vuelvo enseguida a mi división. De haber seguido en ella nunca me hubieran formado consejo de guerra. Pero estuve en el Hospital número 15, con pulmonía…
—Mala suerte.
—Sí, mala suerte.
—Oye, Dook, tu división operaba conjuntamente con la nuestra en Chamfort, ¿verdad?
—¿Te refieres a cuando evacuamos el hospital?
—Sí. Fue algo infernal —dijo Cohan bebiéndose de un trago medio vaso de vino tinto. Luego hizo un ruido con sus gruesos labios y empezó a hablar con su habitual tono de orador—. Nuestra división acababa de llegar de Verdún, donde pasamos tres semanas terribles. En la carretera de Bras había un pequeño montículo. Al llegar allí teníamos que bajar a cada momento de los coches para empujarlos, porque el fango se oponía a nuestro avance. ¡Maldita sea! Aquello apestaba a demonios, porque las granadas, al estallar, removían el terreno lleno de mackabbies; como le llaman los poilus. Oye, Dook, ¿tienes dinero?
—No mucho —repuso Dook sin entusiasmo.
—Lo digo porque aquí sirven un estupendo champaña, y como soy el amo en este tabernucho te harían un buen descuento.
—Perfectamente.
Dan Cohan se volvió para decir unas palabras a Marie, quien desapareció riendo tras la cortina.
—Volviendo a lo de Chamfort, aquello fue mucho peor. Reinaba un nerviosismo general, porque se había recibido un mensaje de los alemanes avisando que nos daban tres días de tiempo para evacuar el hospital, transcurridos los cuales sembrarían el terreno de bombas.
—¿Eso hicieron los alemanes? ¡Bah! Estás bromeando —dijo Fuselli.
—Lo mismo hicieron en Souilly —afirmó Dook.
—¡Diablos, ya lo creo! Fue realmente cómico lo que sucedió allí. El hospital en cuestión estaba instalado en un gran edificio que parecía un hotel de Atlantic City. Teníamos la costumbre de dejar el coche en la parte trasera y dormir dentro de él. A ese hospital conducíamos a aquellos que sufrían de shell-shock[5]. Casi todos eran muchachos asustados que temblaban continuamente y gritaban como locos. Otros estaban casi paralizados. Recuerdo a uno, que dormía en el ala opuesta al lugar ocupado por nuestro coche, a quien le dio por reír. Bill Rees estaba conmigo. Un día tendimos las mantas en el interior del vehículo y nos tumbamos. Pero de vez en cuando él o yo nos veíamos obligados a decir: «Es lo que llamo una broma pesada». Porque aquel hombre no cesaba un momento de reír, como si hubiese oído un chiste tan divertido que no le permitiese reprimir la carcajada. No era una risa de loco. Cuando la oí por primera vez creí que era un hombre normal, y su risa debió de ser contagiosa, pues reí también. Sólo que él dejó de reír. Bill Rees y yo seguíamos tumbados en el interior del coche. Estábamos temblando, porque en la lejanía se oía claramente el fuego de barrera, así como también el estruendo de alguna bomba de aviación. Y, dominando cualquier ruido, la risa incesante de aquel individuo, como si todo tuviese muchísima gracia. —Cohan bebió otro trago de champaña, inclinó la cabeza hacia un lado y añadió—: Aquella condenada risa duró hasta el mediodía siguiente. Para entonces, los practicantes del hospital se encargaron de acabar con él. Creo que le estrangularon.
Fuselli miraba hacia el otro extremo de la habitación. El individuo moreno que iba sin afeitar había iniciado un murmullo de protesta, apoyado por sus compañeros.
Fuselli pensaba que no le convenía la compañía de Cohan, un hombre que explicaba que los alemanes advertían con anticipación que iban a bombardear un hospital para que fuese posible la evacuación, un hombre a quien había juzgado un consejo de guerra. Podía comprometerle. Salió del café y se perdió en la oscuridad. Un airecillo húmedo soplaba por la calle y agitaba el reflejo de la luz en los charcos, produciendo un continuo rumor que no se sabía de dónde procedía.
Fuselli se dirigió de nuevo a la plaza principal. Miró con envidia al ventanal del Cheval Blanc, y vio cómo en su interior, en una habitación bien iluminada y pintada de blanco y dorado, unos oficiales jugaban al billar. Una muchacha que lucía una blusa de color de frambuesa estaba sentada en un alto taburete, tras el mostrador. Fuselli recordó al policía y se alejó apresuradamente. En cierta calleja, al otro lado de la plaza, se detuvo ante el escaparate de una pequeña tienda de comestibles y miró hacia dentro, teniendo buen cuidado de apartarse de la luz que iluminaba los guijarros cubiertos de hierba de la calle y el verde y el gris de las paredes de enfrente. Junto al mostrador había una muchacha. Apoyaba los pequeños pies calzados con zapatos negros en ambos lados de un cajón lleno de rojas remolachas. Era baja y delgada. La luz de la bombilla brillaba sobre su negra cabellera. Fuselli no podía distinguir su rostro, que se hallaba en la sombra. Unos soldados se apoyaban torpemente en el mostrador y en el quicio de una puerta, sin dejar de mirar a la muchacha. Seguían sus movimientos, con los ojos, como un perro que mirara un plato de carne que alguien llevase de un lado a otro en el interior de una cocina.
Poco después, la muchacha enrolló su labor de punto y se puso en pie. Al hacerlo, la luz dio en su rostro. Éste era ovalado y muy blanco, con largas pestañas oscuras y una boca provocativa. Contempló a los soldados que la rodeaban, esbozó una sonrisa burlona y desapareció en la trastienda.
Fuselli anduvo hasta el final de la calle, en donde había una especie de riachuelo cruzado por un puente. Se apoyó en la fría barandilla de piedra y miró hacia abajo. El agua apenas era visible, pero se la oía deslizarse por entre el hielo de ambas orillas.
«¡Qué vida más cochina!», se dijo.
El aire frío le hizo estremecerse, pero siguió apoyado en la barandilla, mirando hacia abajo. A lo lejos resonaba el rumor incesante del tren, un rumor que infundía la más desoladora sensación de lejanía. Dieron las ocho en el reloj del pueblo. El toque de la campana resultó musical, como el sonido suave de una cuerda de guitarra. En la oscuridad, Fuselli creyó ver la cara de la muchacha, la mueca burlona de sus labios provocativos. Pensó en el cuartel, en tantos y tantos hombres sentados o tumbados sobre sus camastros. Le era imposible volver, al menos en aquellos momentos. Desde lo más íntimo de su ser deseaba tranquilidad, dulzura, sensaciones suaves… Volvió sobre sus pasos, y de nuevo recorrió la calle. Iba profiriendo juramentos con la más triste monotonía. Se detuvo ante la tienda de ultramarinos. Los soldados se habían marchado ya. Ladeó un poco su gorra, de forma que un mechón de su abundante pelo rizado le cayese sobre la frente, y entró decidido. Al abrir la puerta sonó una campanilla. La muchacha salió de la trastienda y le tendió una mano con indiferencia.
—Comment ça va? Yvonne? Bon? —dijo Fuselli.
Resultaba cómica su manera de chapurrear el francés. La muchacha esbozó una sonrisa que puso al descubierto unos dientecillos que parecían perlas.
—Bien —respondió en inglés.
Ambos rieron como niños.
—¿Me quieres por novio, Yvonne?
Ella le miró a los ojos y se echó a reír.
—Non compris —dijo luego.
—Yo… Yo… Voulez-vous être ma fille?
Ella se echó a reír y le dio unos golpecitos en la mejilla.
—Venez —dijo todavía riendo.
Fuselli la siguió. En la trastienda había una larga mesa de roble rodeada de sillas. A un extremo de la misma estaba sentado Eisenstein, que charlaba animadamente con un soldado francés; ni siquiera se dio cuenta de quien entraba. Yvonne cogió al francés por los cabellos, le atrajo hacia sí y, riendo aún, repitió las palabras de Fuselli. El francés también se echó a reír. Luego, volviéndose a Fuselli, le dijo en inglés:
—Cuidado con tus palabras, muchacho.
Molesto, Fuselli adoptó una actitud ofendida y se sentó a un extremo de la mesa, sin apartar los ojos de Yvonne. La muchacha sacó del bolsillo del delantal su labor de punto, la cogió cómicamente con dos dedos, miró a un rincón oscuro de la habitación, en donde dormitaba una anciana tocada con una cofia de encajes, y se dejó caer sobre una silla exclamando:
—¡Patapum!
Fuselli rió hasta que se le saltaron las lágrimas. Ella le imitó. Se sentaron, sin dejar de mirarse y sonreír, mientras Eisenstein y el francés seguían charlando. De pronto escuchó Fuselli una frase que le sorprendió:
—¿Qué haríais vosotros los americanos si en Francia estallase una revolución?
—Sólo lo que ordenase el Alto Mando —murmuró Eisenstein con amargura—. Al fin y al cabo, no somos más que una manada de esclavos.
Fuselli observó que la cara cetrina de Eisenstein enrojecía y que en sus ojos brillaba una extraña luz que nunca había visto hasta entonces.
—¿Qué es una revolución? —preguntó Fuselli sorprendido.
El francés volvió sus ojos negros y escrutadores hacia él.
—Me refiero a acabar de una vez con ésta carnicería, a derrocar al gobierno de capitalistas, a hacer la revolución social.
—Tengo entendido que en Francia existe ya la república.
—Una república como la vuestra.
—Hablas como un socialista —dijo Fuselli—. En América fusilan a quien se atreve a hablar así.
—¿Lo estás viendo? —dijo Eisenstein dirigiéndose al francés.
—¿Todos piensan igual?
—Menos unos cuantos. Créeme, esto no tiene arreglo —dijo Eisenstein escondiendo la cara entre las manos—. Algunas veces me dan tentaciones de pegarme un tiro.
—Siempre es mejor pegárselo a otro. Da resultados más positivos —repuso el francés.
Fuselli se estremeció en su silla.
—¿De dónde sacáis todas esas tonterías? —preguntó, mientras se decía mentalmente: «Un judío y un francés… Bonita combinación».
Miró a Yvonne, y ambos se echaron a reír. Yvonne le tiró el ovillo de lana, que cayó bajo la mesa, y ambos se agacharon para buscarlo debajo de las sillas.
—En dos ocasiones creí que estaba a punto de estallar la revolución —dijo el francés.
—¿En qué ocasiones?
—Hace poco, cuando salió una división para París, y cuando estaba en Verdún. ¡Bah! Estoy seguro de que estallará. Francia es el país de las revoluciones.
—Siempre estaremos aquí nosotros para sofocarla —dijo Eisenstein.
—Espera a que hayas estado en el frente. Un invierno en las trincheras predispone maravillosamente a un Ejército para hacer la revolución.
—Es imposible para nosotros llegar a conocer la verdad. Además, en la forzada tiranía del Ejército, un hombre se convierte en bestia o en el simple engranaje de una máquina inmensa. Recuerda que vosotros tenéis más libertad. Nosotros estamos todavía peor que los rusos.
—Es curioso. Siempre creí que erais la esencia de la civilización. He oído decir que los americanos son independientes y libres. ¿Por qué se dejan conducir pasivamente al matadero?
—No lo sé —repuso Eisenstein levantándose—. Bien, debemos volver al cuartel. ¿Vienes. Fuselli?
—Creo que sí —repuso Fuselli con indiferencia, sin levantarse.
Eisenstein y el francés salieron a la tienda.
—Bonsoir —dijo Fuselli dulcemente, apoyándose en la mesa para acercarse a la muchacha—. Adiós, nena.
Luego se inclinó sobre la mesa para llegar hasta ella, la abrazó y la besó. Toda sensación de prudencia había desaparecido ante la intensidad de su deseo.
Ella le apartó con un movimiento de sus pequeños y fuertes brazos.
—Cuidado —dijo en inglés, señalando con un movimiento de cabeza a la anciana que dormitaba en un rincón de la habitación. Por un momento quedaron inmóviles, el uno junto al otro, escuchando el jadeante ronquido de la durmiente.
Fuselli la abrazó otra vez y la besó largamente en los labios.
—Demain —dijo después.
Y ella asintió.
Fuselli salió al exterior. Andaba rápidamente por la oscura calleja. Sentía que la sangre corría con más fuerza por sus venas. Era feliz. Por fin alcanzó a Eisenstein.
—Oye, Eisenstein —dijo en tono de amable camaradería—, creo que no deberías hablar como lo dices. Te vas a meter en un lío de los gordos cualquier día de éstos…
—No me importa.
—Pero, chico, no creo que te interese una complicación de este estilo. Por decir menos de lo que tú has dicho hoy, han fusilado a muchos.
—Bueno. Que me fusilen.
—¡Por Cristo! ¡No seas idiota, hombre! —exclamó Fuselli nervioso.
—¿Qué edad tienes, Fuselli?
—Veinte años.
—Yo, treinta. Como ves, he vivido mucho más que tú. Sé lo que es bueno y lo que es malo. Y ésta carnicería me desagrada.
—Lo comprendo perfectamente. Es horrible. Pero ¿quién es responsable de ella? Si alguien hubiese matado al Káiser…
Eisenstein se echó a reír con amargura. A la entrada del campamento, Fuselli se detuvo un momento para ver cómo la pequeña figura de Eisenstein se perdía entre las sombras, con su peculiar modo de andar.
«Tendré que andarme con mucho cuidado al seleccionar mis compañías —se dijo—. Ese maldito judío, puede ser un espía alemán o un agente secreto.»
Se estremeció de miedo y olvidó su anterior sensación de dicha. Al andar, sus pies se hundían en los charcos y quebraban la capa de hielo que se había formado sobre ellos. Sintió como si muchas personas le espiasen entre las sombras, o como si le arrastrase un ser gigantesco que, con un puño cerrado sobre su cabeza, amenazase destrozarle.
—Oye, Bill, creo que he hecho una conquista en el pueblo.
—¿De quién se trata?
—De Yvonne… Pero guarda el secreto.
Bill Grey lanzó un leve y significativo silbido.
—Picas alto, Dan.
Fuselli produjo un ruido con los labios.
—Merezco lo mejor de lo mejor.
—Bien, lo que es yo, me voy —dijo Grey.
—¿Cuándo?
—Muy pronto. No puedo soportar esta vida. Y no comprendo cómo puedes soportarla tú.
Fuselli no contestó. Se agitó entre las mantas tibias y agradables, pensando en cuando fuese cabo y… en Yvonne.
A la luz vacilante de la única bombilla, que formaba un pequeño círculo rojizo en el salón de la estación, Fuselli miró su permiso. Desde el toque de diana del día 4 de febrero hasta el toque de diana del día 5 del mismo mes, podía considerarse un hombre libre. Tenía los ojos todavía velados por el sueño, mientras caminaba de un lado a otro por el frío andén de aquella estación. Durante veinticuatro horas no tendría que obedecer órdenes de nadie. A pesar de su soledad, a pesar de tomar un tren en una noche fría y en un país extraño, Fuselli era feliz. Hizo sonar las monedas que llevaba en el bolsillo.
Súbitamente apareció sobre la vía una luz roja que fue acercándose paulatinamente. Se oyó el ronco trepidar de la máquina, que pasó lentamente junto a Fuselli, luciendo sus brillantes curvas. En la garita del maquinista, un hombre con los brazos desnudos y negros de carbón miró hacía fuera. La plataforma estaba iluminada por una luz amarillo rojiza que procedía del interior. Desfilaron los vagones de carga repletos de fusiles con los cañones hacia arriba, como los hocicos de los perros de caza. De vez en cuando surgía entre ellos la cabeza de un hombre. El tren casi se había detenido. Los vagones crujieron al chocar levemente unos contra otros. Fuselli vio frente a él un par de ojos y una mano saludándole.
—Adiós, amigo —murmuró una voz juvenil—. No comprendo qué diablo estás haciendo aquí, pero, de todas formas, adiós, y buena suerte.
—Adiós —repuso Fuselli—. ¿Vais al frente?
—¡Por todos los diablos, que has acertado! —murmuró otra voz.
El tren volvió a emprender la marcha. Cesó el entrechocar de los vagones, y pocos momentos después Fuselli los perdía de vista. La estación quedó otra vez oscura y vacía. Vio cómo la luz roja se iba haciendo cada vez más pequeña hasta desaparecer por completo en la oscuridad.
Cuando Fuselli bajó aquella tarde las escalinatas del palacio y se encontró en la calle bañada de sol, se sentía maravillado. En su mente se confundían la extraña visión de los brocados de oro, las sedas verdes y purpúreas y los complicados dibujos de amorcillos desnudos y rosados. El recuerdo de unos nombres —Napoleón, Josefina, el Imperio…—, que en otro tiempo nada significaron para él, brillaba fantásticamente en su imaginación como si fueran estatuas vivientes en el escenario de un teatro de vaudeville.
—Sin duda, esa gente debió de ser muy rica —dijo un soldado de aviación que estaba a su lado—. ¿Echamos un trago?
Fuselli estaba silencioso, absorto en sus pensamientos. Cuanto acababa de ver era como un suplemento obligado a sus antiguas visiones de gloria y de poder de las que en otro tiempo, al contemplar el ir y venir de los grandes transatlánticos, radiantes de luces, por la Golden Gate, hablaba con su amigo Al.
—No parecían tener reparo en rodearse de mujeres desnudas, ¿verdad? —dijo el soldado de aviación, un individuo de cara desagradable y peor conversación, que en otro tiempo trabajó en el ramo de la lana.
—¿Encuentras eso reprochable? —preguntó Fuselli.
—No, no, claro que no… —repuso el otro—. Según dicen, esa gente era inmoral —añadió vagamente.
Recorrieron con aire indiferente las calles de Fontainebleau; contemplaron los escaparates, miraron a las mujeres y se sentaron en los bancos del parque. En el atardecer, los rayos del sol, al filtrarse por entre las ramas de los árboles, formaban encajes purpúreos, carmesíes y amarillos que proyectaban sombras grisáceas en el asfalto.
—¿Echamos otro trago? —preguntó el soldado de aviación.
Fuselli miró el reloj. Aún faltaban algunas horas para coger el tren. Una muchacha que llevaba una blusa arrugada y sucia pasó un trapo sobre la mesa.
—Vin blanc —pidió el compañero de Fuselli.
—Même chose —dijo éste.
Su cabeza estaba llena de molduras doradas y verdes, de sedas, de terciopelos purpúreos y de complicados dibujos, entre los que sobresalían amorcillos de carne rosada en atrevidas posiciones.
«Algún día —pensó Fuselli— ganaré mucho dinero y podré vivir en una casa así, con Mabe… No, con Yvonne… o con otra cualquiera.»
—Ciertamente, aquella gente no sabía lo que era moralidad —dijo el soldado de aviación mirando a la muchacha de la blusa sucia.
Fuselli recordó una escena de cierta película titulada Quo vadis?, que representaba una bacanal. Muchas personas vestidas como si acabaran de salir del baño, con grandes copas en la mano, se movían de un lado para otro, volcando a su paso mesas cubiertas de manjares.
—Coñac, beaucoup —pidió el soldado de aviación.
—Même chose —dijo Fuselli.
—Hola, Fuselli —murmuró una voz junto a él.
Se hallaba de nuevo en el tren. Le zumbaban los oídos y le parecía que una tira de hierro oprimía sus sienes. Una pequeña bombilla que pendía del techo era lo único que iluminaba el lugar.
En el primer momento creyó Fuselli que la bombilla, que oscilaba ligeramente, era una carpa dorada metida en una pecera. Pero, naturalmente, se equivocaba. Era una bombilla que se movía en el techo.
—¡Hola, Fuselli! —dijo Eisenstein—. ¿Cómo te sientes?
—Perfectamente —repuso Fuselli con voz recia—. ¿Por qué no?
—¿Qué te pareció la casa?
—¡Por todos los diablos, no sé qué responder! Tengo sueño —murmuró Fuselli.
Su cabeza era un caos. Recordaba amplios salones, sedas verdes y doradas y grandes lechos con una corona en los que durmieron Josefina y Napoleón. ¿Quiénes habrían sido estas dos personas? ¡Ah, sí! El Imperio. ¿O tal vez la Abdicación? Seguía viendo guirnaldas de flores, de frutas y de amorcillos, un corredor oscuro, una escalera que olía a humedad y en la que cayeron él y el sargento de aviación… Aún no se había borrado de su memoria la impresión que sintió al rozar la roja alfombra que había en la escalera, ni la visión de las mujeres semidesnudas… ¿O es que éstas no existieron más que en los cuadros de la pared? Recordaba también un lecho rodeado de espejos. Abrió los ojos lentamente. Eisenstein le estaba hablando tal vez desde hacía rato.
—Mi opinión es que un hombre necesita un poco de eso si quiere mantenerse en buena salud. Ahora bien, si es abstemio y tiene cuidado de…
Fuselli se quedó dormido. De pronto le despertó una idea: tenía que pedir prestado a alguien aquel pequeño libro azul que contenía el reglamento del soldado. Siempre le sería útil conocerlo, por si algo sucedía. El cabo que estuvo en el campamento de Red Sox había sido trasladado a un hospital, porque, según el sargento Olster, estaba tuberculoso. Tendrían que nombrar un nuevo cabo. Contempló fijamente la bombilla que oscilaba en el techo.
—¿Quién te facilitó el permiso? —preguntó Eisenstein.
—¡Oh! El sargento se las ingenió para conseguirlo —respondió Fuselli con aire de misterio.
—Te llevas muy bien con el sargento, ¿verdad? —preguntó Eisenstein. Fuselli sonrió—. ¿Conoces a un muchacho llamado Stockton?
—¿El jovencito de rostro pálido que presta servicio en las oficinas instaladas al otro extremo del cuartel?
—Él mismo —respondió Eisenstein—. Me gustaría hacer algo por ayudarle. No puede soportar la disciplina. Tendrías que ver su rostro cuando el sargento pelirrojo que allí tienen empieza a chillar. El muchacho parece más enfermo cada día.
—Pues su enchufe no es tan malo que digamos —dijo Fuselli.
—Crees que es muy sencillo, ¿verdad? Anteayer trabajé doce horas redactando informes —dijo Eisenstein indignado—. Pero el caso de ese muchacho es distinto. Todos se meten con él por un motivo u otro. La verdad es que no puedo soportar más tiempo el espectáculo. Debería estar en su casa, por no decir en la escuela.
—No le queda más remedio que aguantarse.
—Espera a que estemos en las trincheras y sepas lo que es ésta carnicería. También tendrás que aguantarte tú —dijo Eisenstein.
—¡Idiota! —murmuró Fuselli, y de nuevo se dispuso a dormir.
El sonido de la corneta hizo que Fuselli, todavía medio dormido, saltase del camastro.
—Bill, me duele la cabeza otra vez.
Bill no respondió. Sólo entonces notó Fuselli que en el camastro vecino no había nadie. Las mantas estaban cuidadosamente dobladas a los pies. Sintió un súbito pánico. Estaba seguro de que no podría acostumbrarse a la ausencia de Bill. ¿Con quién salir en adelante? Miró fijamente el camastro vacío.
—¡Fir… mes!
La compañía entera había formado en la oscuridad. Los pies se hundían en el fango. El teniente pasó revista. La parte trasera de su abrigo oscilaba al andar. Llevaba en la mano una linterna con la cual iluminaba los troncos húmedos de los árboles, las caras de los soldados, sus pies y los charcos del suelo.
—Si alguno de vosotros conoce el paradero del soldado de primera William Grey, que lo diga. De otro modo nos veremos obligados a declararle desertor. ¿Sabéis lo que eso quiere decir?
El teniente habló haciendo pequeñas pausas entre las frases, que resultaban glaciales. Al final, cada una se truncaba duramente, como cortada con un hacha.
Nadie respondió.
—Tal vez tenga permiso… —dijo alguien que estaba detrás de Fuselli.
—Además, he de daros otra noticia —dijo el teniente con naturalidad—. Fuselli, soldado de primera hasta hoy, queda ascendido a cabo.
Fuselli sintió que le temblaban las rodillas. Tenía ganas de cantar y de bailar. Se alegró de que aún fuese de noche, porque así nadie podría ver lo nervioso que estaba.
—Sargento, puede dar orden de que rompan filas —dijo el teniente recuperando su habitual tono militar.
—¡Rompan fi… las! —gritó jovialmente el sargento.
En grupos, hablando en voz baja, comentando animadamente los últimos sucesos, la compañía avanzó por el camino sembrado de charcos que conducía al comedor.