II

En fila y en posición de firmes, la compañía aguardaba en el exterior, frente al cuartel. Era éste un gran pabellón de madera y techo de papel embreado. Frente a ellos se extendía un grupo de árboles no demasiado bien cuidados de tronco tan blanco que a la brillante luz del sol casi parecían de marfil. En el camino se veía una larga hilera de camiones franceses, con la parte superior gris y abultada como el lomo de un elefante. Más allá, otros árboles y una nueva fila de cuarteles con techos de papel embreado, ante los cuales otras compañías aguardaban también en posición de firmes.

A lo lejos sonó un toque de corneta.

El teniente se puso rígido. Los ojos de Fuselli recorrieron su figura, desde la punta reluciente de sus botas hasta los galones de la manga.

—¡Descansen ar… mas! —gritó el teniente con voz apagada.

Manos y pies se movieron al unísono.

Fuselli pensaba en el pueblo cercano. Después del toque de retreta podría atravesar la calle irregular sembrada de pedruscos que conducía desde el viejo lugar en donde estaba situado el cuartel hasta una plazuela en medio de la cual había una fuente de piedra gris y una taberna en donde sentarse ante una mesa de roble, y en la cual hasta se conseguía a veces cerveza, huevos y patatas fritas, servido todo por una muchacha de mejillas rojas y brazos gordezuelos y apetitosos.

—¡Fir… mes!

Manos y pies se movieron de nuevo al unísono. Apenas podían oír el lejano toque de la trompeta.

—Muchachos, tengo que comunicaros algunos ascensos —dijo el teniente. Se había situado frente a ellos, y, adoptando un tono casual, casi indiferente, añadió—: Habéis hecho un buen trabajo en el almacén, muchachos. Estoy orgulloso de teneros a mis órdenes. Espero que me sea posible gestionar muchos ascensos.

Fuselli tenía las manos heladas. Su corazón latía aceleradamente. Sus oídos zumbaban de tal forma que apenas podía oír.

—Los siguientes soldados pasan a ser de primera —dijo el teniente en tono completamente rutinario—: Grey, Appleton, Williams, Eisenstein, Porter… Eisenstein será escribiente de la compañía.

Fuselli estuvo a punto de echarse a llorar. Su nombre no figuraba en la lista.

Tras una pausa, se oyó la voz del sargento, suave como el terciopelo, que decía:

—Olvida usted a Fuselli, mi teniente.

—¡Oh! Es cierto —dijo el teniente con una risita seca—. Fuselli…

«Tengo que escribir hoy mismo a Mabe —se dijo Fuselli—. ¡Se sentirá tan orgullosa cuando lo sepa!»

—¡Rompan fi… las! —gritó el sargento. Y añadió después con voz suave:

¡Oh, mademoiselle de Armentières!

Parlevú?

¡Oh, mademoiselle de Armentières!

La taberna estaba abarrotada de soldados. Sus uniformes lo cubrían todo: los viejos campos de madera de roble, el borde de las mesas cuadradas y los ladrillos rojos del suelo. Se agrupaban alrededor de las mesas, en donde brillaban botellas y vasos entre una espesa cortina de humo de tabaco. Otros bebían vino junto al mostrador, riendo y restregando los pies en el suelo. Una muchacha gruesa, de mejillas rojas y brazos blancos y gordezuelos, se movía constantemente entre ellos, retirando botellas vacías, llenando otras llenas, cobrando y llevando el dinero a una vieja de aspecto desagradable, piel cetrina y ojos negros como el azabache, la que a su vez miraba con atención las monedas, las tocaba una por una y por último las hacía desaparecer en el fondo de un cajón.

En un rincón estaban el sargento Olster, muy sofocado, el cabo que estuvo en el campamento de Red Sox y otro sargento de alta estatura y cabello y bigote negros. Junto a ellos, con expresión respetuosa y diligente, se agrupaban Fuselli, Bill Grey, Meadville, el cowboy y Earl Williams, un muchacho rubio y de ojos azules que fue en otro tiempo dependiente de una droguería.

¡Oh! Los yanquis no lo pasan muy bien.

Parlevú?

Con las botellas que había sobre la mesa siguieron el ritmo de la canción.

—Es un buen asunto —dijo de pronto el sargento interrumpiendo la canción—. Podéis estar tranquilos, muchachos. Ya me he ocupado de que lo fuese. En cuanto a eso de marchar al frente, no debéis preocuparos, porque todos nos encontraremos allí un día u otro. Dicen que esta guerra durará diez años.

—Espero que para entonces seamos generales, ¿verdad, sargento? —dijo Williams—. En todo caso preferiría estar en la tienda preparando potingues.

—Será una vida magnífica, si no perdemos el ánimo y la confianza —murmuró Fuselli maquinalmente.

—Admito que la mía empieza a flaquear —dijo Williams—. Siento nostalgia de mi casa, no me importa confesarlo. Quisiera marchar ahora mismo al frente y acabar de una vez.

—¡Vamos, vamos, ánimo! Lo que necesitas, muchacho, es un buen trago —dijo el sargento golpeando la mesa con el puño cerrado—. ¡Oiga, mamselle…!

—No creí que supiera usted francés, sargento —dijo Fuselli.

—¡Qué francés ni qué diablos! —respondió el sargento—. Williams es el único que sabe hablarlo.

Voulez-vous coucher avec moi? Eso es todo lo que sé decir en francés.

Todos se echaron a reír.

Mamselle! —gritó de nuevo el sargento—. Voulez-vous coucher avec moi? Nosotros…, nosotros… champaña.

Todos volvieron a reír estruendosamente.

La muchacha hizo un ademán con la cabeza. Parecía comprensiva y, desde luego, no estaba enfadada.

En aquel momento, un individuo entró en la taberna produciendo mucho ruido. Era de alta estatura, tenía los hombros muy anchos, y vestía uniforme inglés. Al andar se contoneaba, y a su paso vacilaban las botellas que había sobre las mesas. Canturreaba, y en su rostro ancho y colorado había una mueca burlona. Se acercó a la muchacha e intentó besarla. Ella se echó a reír y le dijo unas frases en francés.

—Ahí está el loco de Dan Cohan —murmuró el sargento de pelo negro—. Oye, Dan…

—Diga, sargento.

—Ven a echar un trago con nosotros.

—Nunca en mi vida rehusé esa oferta. —Le hicieron sitio en el banco—. A decir verdad, oficialmente estoy arrestado esta noche —prosiguió—. Y aquí me tienen… —Se echó a reír e inclinó la cabeza hacia un lado, con un ademán característico en él. Luego añadió—: Compris?

—¿No tienes miedo de que te atrapen? —preguntó Fuselli.

—¿Atraparme a mí? No pueden hacerme nada. He pasado ya por tres consejos de guerra y creo que éste va a ser el cuarto. —Inclinó la cabeza hacia un lado y se echó a reír—. Tengo influencia. Mi antiguo amo es ahora capitán, y se ocupará de solucionar este asunto. En otro tiempo, moi hasta se había metido en política, compris?

Llegó el champaña, y Dan Cohan, con sus dedos rojizos, sin duda alguna diestros en la materia, hizo saltar el tapón, que rozó el techo.

—Me preguntaba precisamente quién iba a invitarme a unas cosas —dijo—. La verdad es que no cobro mi paga desde que Cristo andaba por el mundo. Hasta he llegado a olvidar cómo es.

El champaña burbujeaba en los vasos de cerveza.

—Esto es vivir —dijo Fuselli.

—Tienes razón, muchacho, siempre que no te dejes agarrar —dijo Dan.

—¿Qué ha sido esta vez, Dan? ¿De qué te acusan?

—De asesinato.

—¿De asesinato? ¡Diablos! Pero ¿cómo…?

—Es decir, si el individuo muere.

—Eso es serio.

—La culpa la tuvo ese maldito convoy de Nantes. Bill Rees me acompañaba. Nos llamaban fuerzas de choque. ¡Eh, Marie! Encoré champagne, beaucoup. Estaba entonces en el Servicio de Ambulancias. (Sólo Dios sabe dónde estoy ahora.) Nuestra sección estaba en repos, pero nos enviaron a unos cuantos a Nantes para conducir un convoy de coches hasta Sandrecourt. Empezó la carrera. Llevábamos los chasis nada más, savez? Bill Rees y yo íbamos a la cola del maldito desfile. A la cabeza marchaba un perfecto imbécil que ni siquiera sabía si iba o venía.

—¿En dónde diablos está Nantes? —preguntó el sargento con repentina curiosidad.

—En la costa —respondió Fuselli—. Lo he visto en el mapa.

—Yo diría que, esté donde esté, se halla en el camino del infierno —dijo Dan Cohan tomando un sorbo de champaña, que retuvo en la boca haciendo una serie de ruidos, como un rumiante—. Como Bill Rees y yo íbamos a la cola de la columna, y había muchos cafés y tabernuchos en el camino, nos deteníamos de vez en cuando para decir bonjour a las chicas y charlar con la gente. Luego teníamos que correr como alma que lleva el diablo para cogerlos… Hasta que al fin… No sé si corrimos demasiado o si fueron ellos los que se desviaron, pero el caso es que no volvimos a ver el maldito convoy. Pensamos que, ya que lo habíamos perdido, era conveniente visitar un poco los contornos, compris? Y, ¡vive Dios!, eso hicimos. Llegamos a Orleans sin gasolina y calados hasta los huesos y, por si fuera poco, con un policía militar pegado al estribo.

—¿Fue entonces cuando te echaron el guante?

—¡Qué disparate! —repuso Dan Cohan inclinando la cabeza—. Nos dieron gasolina y provisiones y nos ordenaron salir por la mañana. Claro que nuestro discurso fue una maravilla, compris? Luego fuimos a un estupendo restaurante. Llevábamos uno de esos malditos uniformes británicos que nos entregaron cuando el policía militar no pudo discernir qué clase de pájaros éramos. Encargamos una buena comida y vino tinto y vino blanco en abundancia. Bebimos unas cuantas copas de coñac. Antes de que nos diéramos cuenta, estábamos sentados a la mesa con dos capitanes y un sargento. Uno de los capitanes estaba borracho. Nunca he visto un hombre tan borracho como él. ¡Buen chico! Comimos juntos. De pronto, a Bill Rees se le ocurrió decir: «¿Vamos por ahí a dar una vuelta?» Los capitanes dijeron que sí, y lo mismo habría dicho el sargento, pero estaba tan borracho que ni siquiera podía hablar. Salimos de allí y… ¡oh, muchachos, qué sed tengo! Habrá que pedir otra botella.

—Naturalmente —asintieron los demás.

Bonsoir, ma chérie.

Comment allez-vous?

Encore champagne, Marie gentille.

—Pues bien, salimos de allí a toda marcha —continuó Dan—. Todo iba hasta entonces bastante bien. Pero de repente se le ocurrió a uno de los capitanes emprender una carrera. La emprendimos… Compris? Los chicos se portaron bien, pero lo peor del caso es que, entusiasmados con la carrera, olvidamos al sargento. Debió de caerse del coche sin que nadie se diera cuenta. Nos detuvimos al fin ante una tasca, y uno de los capitanes va y dice: «¿Dónde está el sargento?», y el otro contesta: «¿Qué sargento? Yo no recuerdo a ningún sargento». Bebimos una copa a su salud. Mientras tanto, uno de los capitanes seguía diciendo: «Es pura imaginación. Nunca ha existido este sargento. Yo no me exhibiría por ahí con un sargento, ¿verdad, teniente?» Desde el principio se empeñó en llamarme teniente. Resumiendo, éste fue el principio del fin. Alguien debió de recoger al sargento en bastante mal estado. Sufre conmoción cerebral, y si se muere… sólo el diablo sabe lo que puede sucederme a mí. Compris? En cuanto a los dos capitanes… Se habían emperrado en marchar a París. Nosotros les dijimos que sí, que nosotros mismos los llevaríamos. Pusimos en nuestro coche la gasolina del suyo y nos lanzamos a toda velocidad por los caminos. Todo habría ido bien de no haberme yo puesto bizco de la manera más inesperada. A los pocos momentos chocábamos contra un hermoso poste, en plena carretera. Uno de los capitanes se fracturó el brazo. Fue peor aún que haber perdido al sargento. Echamos a andar. Antes de que nos diésemos cuenta era de día y habíamos llegado a no importa qué maldito pueblecillo donde ya nos esperaban los policías militares. Compris? Como comprenderéis abandonamos a nuestros amigos los capitanes en cuanto pudimos. Les dimos esquinazo en cierto callejón y entramos en un cafetucho donde tomamos un horrible café au lait que no nos sentó del todo mal. Fue entonces cuando dije a Bill: «Bill, hemos de presentarnos en el cuartel y notificar el accidente casual antes de que la policía nos tome la delantera». Bill me respondió: «Tienes mucha razón».

»Pero en aquel momento vi por una rendija de la puerta que un policía se acercaba al café. Ni que decir tiene que echamos a correr en dirección al jardín y que quisimos saltar la tapia; logramos nuestro propósito, aunque dejé atrás una buena parte de mis pantalones. Pero también allí había policías, y por cierto armados hasta los dientes. Aún recuerdo cómo vi a Bill Rees por última vez. Había cerca una mujer que lavaba la ropa en una tina. Era muy gorda y llevaba un traje rosado. El pobre Bill tropezó con ella y en un decir Jesús se encontraron los dos dentro del agua. Así fue como lo cogieron. Yo logré escapar. Aún recuerdo a Bill Rees dentro del agua, chapoteando como si fuera a nadar, y a su oronda compañera, sentada en el suelo, amenazándole con el puño. Bill Rees fue siempre para mí un buen camarada.

Hizo una pausa. Se sirvió el resto de champaña que quedaba en la botella y se enjugó el sudor de la frente con una mano grande y roja.

—No nos estarás tomando el pelo, ¿verdad? —preguntó Fuselli.

—Podéis preguntar al teniente Whitehead, mi defensor en el consejo de guerra que me han formado. Él os dirá si miento. He estado en primera línea, muchacho, y nadie que haya estado allí es capaz de mentir.

—Sigue, Dan —dijo el sargento.

—Desde entonces no he sabido nada de Bill Rees. Creo que le enviaron a las trincheras, en donde pronto le liquidarán. —Hizo otra pausa para encender un cigarrillo y prosiguió—: En cuanto a mí… Uno de los policías militares me persiguió disparando. Eché a correr como si me hubiesen nacido alas. Confieso que tenía mucho miedo. Pero tuve suerte. Un camión conducido por un francés pasó cerca. Salté a él y le dije al conductor que me perseguían los gendarmes. El pobre hombre se puso pálido, aceleró, y como el tráfico era muy intenso, porque nuestras fuerzas acababan de iniciar un endiablado ataque, pronto nos perdimos de vista. Así llegué a París. Todo habría marchado perfectamente de no haber tropezado en mi camino con Jane, una muchacha a quien conocía. Me quedaban todavía quinientos francos, y lo pasamos muy bien hasta que un día, en el Café de París, no pude pagar la cena. Jane escapó, pero a mí me atrapó un policía militar y me fastidió. Compris? Me encerraron en la Bastilla. ¡Magnífico lugar! Luego me enviaron a un maldito campamento a hacer la instrucción durante una semana. Luego nos metieron en un tren (éramos un grupo numeroso de desertores) y nos mandaron al frente. El final de Dan Cohan pareció inminente esta vez. Pero al llegar a Vitry-le-François, tiré mi rifle por la ventanilla, salté por otra y cogí el primer tren para París. Una vez allí me presenté en el Cuartel General y expliqué mi accidente y mi encarcelamiento en la Bastilla. Naturalmente, se pusieron furiosos. Me enviaron a una sección, en donde no lo pasé del todo mal, hasta que al fin fui destinado a este campamento. Si he de decir la verdad, no sé lo que piensan hacer conmigo.

—¡Diablos!

—Es una guerra estupenda, sargento. Le aseguro que es una guerra estupenda. Por nada del mundo quisiera perdérmela.

Alguien cantaba al otro extremo de la habitación.

—Vamos, muchachos, a coro… —gritó el sargento.

¡Oh, mademoiselle de Armentières!

Parlevú?

—Bien, tengo que marcharme —dijo Dan Cohan después de una pausa—. Estoy comprometido. Me espera… otra Jane. Compris?

Salió de allí canturreando:

Bonsoir, ma chérie.

Comment allez-vous?

Si vous voulez

coucher avec moi…

La puerta se cerró tras él, y la habitación quedó silenciosa.

Muchos hombres salieron. Madame cogió su labor de punto, y Marie, la joven de los brazos gordezuelos, se sentó a su lado, apoyando la cabeza en las botellas que formaban hileras tras el mostrador.

Fuselli observó una de las puertas que había a ambos lados del mostrador. Uno tras otro, varios hombres la abrían, lanzaban una extraña mirada a la habitación que había al otro lado, y volvían a cerrar la puerta. De vez en cuando, alguno, al abrirla, sonreía, entraba arrastrando los pies y la cerraba cuidadosamente.

—Me pregunto qué habrá ahí dentro —dijo el sargento, que hacía rato que también miraba la puerta—. Tenemos que saberlo. —Y con la risa característica del beodo, repitió—: Tenemos que saberlo.

—No tengo la menor idea —dijo Fuselli, que sentía el champaña zumbándole en la cabeza, como una mosca cuando vuela junto al cristal de una ventana. Se sentía valiente e importante.

El sargento se levantó inmediatamente.

—Cabo, queda usted al mando del pelotón —dijo, y se dirigió hacia la puerta. La abrió con cuidado, miró al interior de la habitación, hizo un guiño a sus amigos, entró y cerró la puerta tras de sí.

El cabo siguió su ejemplo, dejando la puerta de par en par. Ésta fue inmediatamente cerrada desde dentro.

—Vamos, Bill. Tenemos que saber qué diablos guardan ahí dentro —dijo Fuselli.

—Vamos, muchacho —repuso Bill Grey.

Ambos se acercaron a la puerta, y Fuselli fue el primero en abrirla y mirar al interior. Inmediatamente lanzó un prolongado silbido.

—¡Diablos! Entremos, Bill —dijo sonriente.

La habitación era de pequeñas dimensiones. Una mesa cubierta con un tapete rojo casi la llenaba por completo. Sobre la repisa de la chimenea, que estaba apagada, había candelabros de cristal que a la luz de la lámpara lanzaban destellos rojos, amarillos y purpúreos. Había un espejo roto que parecía una ventana que comunicase con la habitación vecina. Los efectos de la humedad eran visibles en las paredes, pues el papel estaba despegado en algunos sitios. Olía a yeso, y ni la cerveza ni el humo del tabaco lograba ahogar del todo el desagradable olor.

—Mírala bien, Bill. ¿Verdad que tiene carácter? —murmuró Fuselli.

Bill Grey asintió.

—Oye, ¿crees que la Jane de que nos habló aquel individuo sería como ésta?

A un extremo de la mesa se hallaba una mujer con la cara apoyada en ambas manos. Tenía el cabello corto, rizado y negrísimo, los ojos oscuros y los labios gruesos y rojos. Miraba con aire de desafío a todos los hombres allí reunidos, unos de pie, apoyados en las paredes, y otros sentados ante la mesa.

Los hombres, por su parte, la contemplaban en silencio. El que estaba más próximo a ella, un muchacho de alta estatura, cabello rojo y mandíbulas cuadradas, se le acercaba cada vez más. Alguien dio un puñetazo en la mesa, y las botellas y los vasos de licor que había en ella vacilaron.

—Te digo que no puede ser limpia. Tiene el pelo demasiado rizado —dijo el individuo que estaba junto a Fuselli.

La mujer pronunció unas palabras en francés.

Sólo uno de los presentes las entendió, y se echó a reír. Su carcajada sonó cavernosamente en el silencio de la habitación, y el hombre se calló de pronto.

La mujer estudió por espacio de algunos minutos las caras de los que la rodeaban. Se encogió de hombros y optó por poner en orden las cintas del sombrero que tenía sobre las rodillas.

—¿Cómo diablos ha podido llegar hasta aquí? Creí que la policía las había hecho marchar a todas en cuanto llegamos —dijo uno de los presentes.

La mujer seguía ocupada en arreglar las cintas de su sombrero.

Venez-vous de Paris? —preguntó un muchacho de ojos azules y voz suave que estaba sentado cerca de ella. Su cutis, fino, aunque algo tostado por el sol, resaltaba entre el conjunto de caras rojas y morenas.

Oui, de Paris —repuso ella tras una pausa, mirando al muchacho con inesperada fijeza.

—Puedo asegurarte que es una embustera —dijo el del cabello rojo, acercando la silla a la de la mujer.

—Le has dicho a uno que vienes de Marsella y a otro que vienes de Lyon —dijo sonriendo el muchacho del cutis fino—. Vraiment d’où venez vous?

—Vengo de todas partes —repuso ella, echándose el pelo hacia atrás.

—¿Has viajado mucho? —preguntó el muchacho.

—Un individuo me dijo en cierta ocasión que conoció a una mujer de esta clase que había estado en Turquía y en Egipto. Apuesto cualquier cosa a que ésta también ha corrido mundo.

Súbitamente, la mujer se levantó de su asiento lanzando un pequeño grito de furor. El hombre del cabello rojo se apartó asustado, levantó sus manos grandes y sucias y exclamó:

—¡Atiza!

Pero nadie rió. La habitación estaba silenciosa. Sólo se percibía de vez en cuando el ruido de unos pies al golpear el suelo.

La mujer se puso el sombrero. Del bolso que tenía en la falda sacó una polvera y comenzó a empolvarse mirándose en un espejo que sostenía en la otra mano.

Los hombres no dejaban de contemplarla.

—Tal vez crea que es la Reina de Mayo —dijo uno de ellos levantándose. Se acercó a la chimenea y escupió en el hogar apagado—. Me marcho al cuartel —añadió, y, dirigiéndose a la mujer, exclamó casi con odio—: Bon soir!

La mujer parecía muy ocupada en guardar la polvera en su bolsa. Ni siquiera le miró. La puerta se cerró violentamente.

De pronto, la mujer echó con decisión la cabeza hacia atrás y dijo:

—Bueno, a ver si terminamos de una vez. A todos os llegará el turno. ¿Por quién empiezo?

Nadie respondió. Todos la miraron en silencio. Durante un buen rato sólo se oyó el repetido ir y venir de los pies.