Cuando Fuselli, medio dormido todavía, salió al exterior, en el cielo brillaban todavía las estrellas. Temblaban en el firmamento oscuro y aterciopelado como minúsculos pedazos de brillante jalea. Fuselli sintió como si algo temblase también de emoción en su interior.
—¿Sabe alguien dónde está el interruptor? —preguntó el sargento, que sin duda estaba de muy buen humor—. Aquí está —añadió.
La bombilla colocada a la puerta del pabellón se encendió e iluminó la cara redonda y jovial y el bigotillo rubio del sargento. Tenía entre los labios un cigarrillo todavía sin encender. Los soldados que formaban la compañía se agruparon en torno suyo. Llevaban puestos capotes y gorras, y todos apoyaban la mochila en sus rodillas.
—Bien. Alineaos.
Muchos ojos curiosos se fijaron en Fuselli, que se había apresurado a obedecer la orden. Había sido destinado a aquella compañía la noche anterior.
—¡Firmes! —gritó el sargento. Luego frunció levemente el ceño para estudiar con detención el papel que llevaba en la mano, mientras los soldados a sus órdenes le miraban con afecto—. El que oiga su nombre debe limitarse a decir «Presente». Allan…
—¡Sí! —repuso una voz chillona al extremo de la fila.
—Anspach…
—¡Presente!
Entretanto, del exterior llegaba el rumor de unas voces que gritaban unos nombres. Sin duda también pasaban lista.
Súbitamente se oyó a lo lejos un alegre «¡Viva!».
—Bueno, muchachos, creo que ya es hora de que os dé la noticia —dijo el sargento en tono de tranquila suficiencia, cuando hubo terminado de pasar lista—. Salimos para ultramar.
Todos lanzaron exclamaciones de alegría.
—¡A callar! ¿Queréis que nos oigan los alemanes?
La compañía entera prorrumpió en una carcajada, mientras la cara redonda del sargento se iluminaba con una amplia sonrisa.
—Parece que tenemos suerte con el sargento —dijo Fuselli al individuo que estaba junto a él—. Es simpático.
—Más que eso. Es estupendo —repuso el otro con voz que denotaba afecto y devoción—. Te aseguro que nuestra compañía es algo serio en todos los aspectos.
—Y que lo digas —murmuró el soldado que le seguía—. Nuestro cabo estuvo en el campamento de Red Sox.
En el área luminosa que la luz de la bombilla proyectaba en la parte exterior del cuartel, apareció la figura del teniente. Era un muchacho de cara sonrosada. Su gabardina le estaba un poco grande, pero era completamente nueva, y tan tiesa que debía de molestarle al andar.
—¿Todo en orden, sargento? ¿Todo en orden? —preguntó una y otra vez. Se había detenido y se apoyaba primero en un pie y luego en otro.
—Listos para partir, señor —respondió el sargento con entusiasmo.
—Perfectamente. Dentro de pocos minutos daremos la orden de marcha.
Fuselli sintió un extraño zumbido en los oídos, debido tal vez al nerviosismo que sentía. Aquellas frases: «Partir», «Orden de marcha», eran sinónimos de acción. Trató de imaginar la sensación que experimentaría al hallarse en las trincheras y saberse expuesto al fuego enemigo. Recordó las escenas de guerra que había visto en películas.
—¡Voto al diablo! Estoy loco de alegría al pensar que salimos de este maldito agujero —dijo al individuo que tenía a su lado.
—Quizás el próximo en que caigas sea todavía más agujero y más maldito —dijo el sargento, que seguía caminando de un lado a otro con su andar majestuoso y confiado.
Todos rieron la ocurrencia.
—Nuestro sargento es un tío —dijo el hombre que se hallaba junto a Fuselli—. Tiene talento. ¡Vaya si lo tiene!
—Ahora pueden romper filas —siguió diciendo el sargento—, pero debo hacer constar que si alguien se atreve a salir del cuartel quedará automáticamente arrestado, y estará encerrado hasta que… hasta que le haya crecido la barba.
Todos rieron otra vez. Fuselli observó, con disgusto, que el individuo alto que había respondido el primero cuando el sargento pasaba lista no se dignaba ni sonreír. En vez de eso, escupió con desprecio e hizo una mueca.
«Siempre ha de haber una nota discordante», pensó Fuselli.
Amanecía, y el cielo iba aclarando gradualmente. Fuselli empezaba a cansarse de estar de pie. Le dolían las piernas. En el patio, y ante los diversos pabellones del cuartel, distinguió el mismo espectáculo: filas y filas de soldados, que aguardaban.
El sol salió e iluminó con sus cálidos rayos el cielo sin nubes. Algunos gorriones se posaron sobre las planchas de zinc que servían de techo a los pabellones.
—Todavía no partimos.
—¿Por qué? —preguntó furiosamente una voz.
—Porque las tropas salen siempre de noche.
—¡Maldita sea!
—Ahí viene el sargento.
Todos volvieron la cabeza en la dirección indicada.
El sargento se acercó. Sus labios esbozaban una sonrisa casi misteriosa.
—Quitaos los capotes y que cada uno saque su cazuela.
Los soldados obedecieron. Se oyó el entrechocar de las cazuelas, que poco después relucían y brillaban al sol.
Los soldados se dirigieron al lugar donde servían el rancho y regresaron. Luego formaron de nuevo en fila, con la mochila a cuestas, y aguardaron una vez más.
La espera empezaba a cansarlos. Todos parecían impacientes. Fuselli no cesaba de preguntarse en dónde estarían sus amigos, los muchachos de la compañía a la que había pertenecido hasta el día anterior. Eran buenos chicos. Chris, sobre todo. Y aquel otro, Andrews, tan culto y educado. Fue mala suerte que no pudieran ser trasladados con él.
El sol seguía elevándose en el firmamento. Los soldados entraron de uno en uno en el cuartel y se dejaron caer sobre los desmantelados camastros.
—¿Qué os apostáis a que tardamos todavía una semana en salir de aquí? —preguntó una voz.
A mediodía volvieron a alinearse y de nuevo fueron a comer. Lo hicieron deprisa y hasta de mala gana. Cuando salía del comedor, tabaleando sobre la cazuela de aluminio, Fuselli tropezó con el cabo, que le dijo en voz baja:
—Limpia bien la cazuela, muchacho. Tal vez tengamos inspección antes de marchar.
El cabo era un individuo delgado, de cara pálida y piel rugosa a pesar de su evidente juventud. Tenía una boca extraña que al abrirse y cerrarse formaba como un arco, lo mismo que esas bocas de papel que suelen hacer los niños.
—Bien, cabo —respondió Fuselli en tono optimista, porque quería causar buena impresión. Entretanto pensaba: «Pronto podrán decir los muchachos esta frase: "Bien, cabo”, refiriéndose a mí». Se le ocurrió una idea que al instante se esforzó en desechar: que el cabo aquel no parecía muy fuerte y que tal vez no viviera mucho en ultramar. Imaginaba a Mabe escribiéndole y dirigiendo la correspondencia al «Cabo Dan Fuselli, O. A. R. D. 5».
Cuando la tarde declinaba, el teniente se presentó inesperadamente en el cuartel. Estaba sofocado, y su gabardina parecía más tiesa que antes.
—Sargento —exclamó con voz entrecortada—, puede alinear a sus hombres.
En el patio comenzaban a agruparse los soldados, en filas y por compañías. Partían en columnas de a cuatro, deteniéndose de vez en cuando. Cada hombre llevaba su correspondiente mochila. En el atardecer, todo adquirió un tono ambarino. Tocaron a retreta. El cerebro de Fuselli trabajaba activamente. El sonido de la corneta y de la banda de música, que tocaba la marcha La bandera sembrada de estrellas, fue como un símbolo para él, el símbolo de lo que iba a ser su vida en aquel otro mundo a que se dirigían. Se vio a sí mismo en un lugar lleno de ancianas y de campesinas, como en la canción Cuando florecen los manzanos en Normandía, mientras unos hombres que llevaban cascos puntiagudos —más que soldados, parecían bomberos— se lanzaban al ataque. Eran como misteriosos afiliados al Ku-Klux-Klan, de aquéllos que algunas veces salían en las películas. Avanzaban a lomos de sus caballos, asaltaban, incendiaban y arrasaban, como verdaderos salvajes, ensartando a inocentes criaturitas en sus largas espadas… Eran los hunos.
Pero de repente vio unas banderas que ondeaban al viento y escuchó las notas de una banda militar. Llegaban los yanquis… Luego, la escena se perdía en una sucesión de imágenes completamente cinematográficas, en las que abundaban los regimientos vestidos de caqui que avanzaban con gran rapidez. Imaginando el ruido que armaría el público al contemplar esa escena, Fuselli dejó incluso de meditar.
«No obstante —murmuró para sí—, los fusiles no estarán precisamente silenciosos.»
—¡Fir… mes!
—¡De frente! ¡Mar… chen!
El eco interminable de las pisadas se dejó oír en el patio del cuartel, que muy pronto quedó desierto.
Al atravesar la verja de entrada, Fuselli distinguió a Chris. Estaba de pie junto a Andrews, con un brazo apoyado en su hombro. Los dos le saludaron. Fuselli esbozó una sonrisa y ensanchó el pecho. Estaba orgulloso de marchar a ultramar mientras sus dos amigos se quedaban allí como simples reclutas.
La mochila pesaba más de la cuenta y hacía el avance más difícil y fatigoso. Llegó a creer que las suelas de sus botas eran de plomo.
Gruesas gotas de sudor cubrían su cabeza rapada y tocada con la gorra del uniforme, le llegaban a los ojos y bajaban por ambos lados de la nariz. Entre el ruido de las pisadas oyó el rumor confuso de unos «¡Vivas!», lanzados por el público congregado a ambos lados de la calle. Ante él, sólo le era posible distinguir el mismo espectáculo: la espalda de muchos cuerpos, las mochilas al hombro, las figuras, cada vez más empequeñecidas por la distancia, que avanzaban manzana tras manzana, calle arriba. Sobre sus cabezas ondeaban banderas en la oscuridad. El peso de la mochila obligó a Fuselli a bajar la cabeza, hasta el punto de no distinguir más que las suelas de las botas, las bandas de las piernas y las correas de la mochila del soldado que marchaba ante él. La mochila era muy pesada; tanto, que su peso bastaba para obligarle a seguir avanzando por el asfalto de la calle. El rumor de las pisadas y el tintineo producido por el chocar de los utensilios que llevaba encima era lo único que podía oír en torno suyo. Estaba bañado en sudor. Creyó percibir el vapor que emanaba de todos los cuerpos que se movían junto a él. Pero gradualmente lo fue superando lodo, olvidándolo todo, menos la mochila que pesaba sobre sus espaldas y que casi le hacía arrastrar muslos y tobillos; el ritmo monótono de sus pies al crujir sobre el pavimento, y, delante y detrás, por todas partes, el pesado e interminable crujido de otros pies.
El tren olía a uniformes nuevos, a sudor y a tabaco barato. Fuselli se despertó sobresaltado. Se había dormido con la cabeza apoyada en el hombro de Bill Grey. Era ya de día. El tren avanzaba lentamente por un laberinto de vías en los suburbios de alguna ciudad. Abundaban los almacenes cubiertos de hollín. Los vagones de carga formaban una hilera interminable. Más allá se divisaban algunas extensiones de tierra húmeda y oscura, y otras de agua gris como la pizarra.
—¡Por todos los diablos! Eso debe de ser el océano Atlántico —gritó Fuselli en el colmo de la excitación.
—¿Eso? ¿Acaso lo habías visto nunca? Es el río Perth —murmuró Bill Grey con cierta acritud.
—¿Cómo quieres que lo haya visto? Soy del otro lado de la costa. De San Francisco.
Los dos sacaron la cabeza por la misma ventanilla. Estaban tan cerca que sus mejillas se tocaban.
—¡Cielos! Mira lo que hay allí… Faldas, si no me equivoco —dijo Bill Grey.
El tren se había detenido. Junto a la vía, dos desaliñadas muchachas de cabello rojo saludaban moviendo las manos.
—¡Dadnos un beso! —gritó Bill.
—Desde luego —repuso una de las muchachas—. Nuestros soldaditos lo merecen todo.
Se irguió cuanto pudo sobre la punta de los pies, y Grey hizo un esfuerzo para sacar más aún la cabeza y rozar con sus labios la frente de la joven.
Fuselli se estremeció, como sacudido por una furiosa ráfaga de deseo.
—¡Que me ahorquen si dejo de besarla! —gritó.
Sacó el cuerpo por la ventanilla, extendió los brazos, sujetó a la muchacha por los hombros cubiertos por un modesto traje de color de rosa, la levantó en vilo y la besó salvajemente en los labios.
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —gritó ella.
Los soldados que estaban asomados a las otras ventanillas empezaron a gritar y a aclamar a su camarada.
Fuselli la besó otra vez. Luego la soltó.
—Creo que eres demasiado impetuoso —dijo muchacha enfadada.
Desde una ventanilla cercana, un soldado gritó burlonamente:
—Se lo diré a mamá…
La risa fue general. El tren se puso en marcha. Fuselli miró a cuantos le rodeaban. Se sentía orgulloso de sí mismo. La imagen de Mabe, que le entregaba al despedirse una caja de bombones de cinco libras, acudió un momento a su imaginación.
—¡Bah! —dijo en voz alta—. Sólo ha sido una broma. No hice nada malo.
—Espera a que lleguemos a Francia. ¡Lo que nos vamos a divertir con las madimerzels! ¿Eh, muchacho? —gritó Bill Grey golpeando las rodillas de su compañero.
Hermosa Katy,
Ka… Ka… Ka… Katy,
eres la única que adoro.
Y cuando la luna brille
sobre el establo
yo te esperaré a la puerta
de la co… co… cocina.
La canción se hizo general. El chirriar de las ruedas sobre los rieles les servía de acompañamiento. Fuselli contempló a los muchachos de su compañía, tumbados sobre pertrechos y mochilas, en aquel vagón lleno de humo.
—Ser soldado es algo maravilloso —le dijo Bill Grey—. Puede uno hacer cuanto le viene en gana.
—Esto es sólo un campamento provisional —dijo el cabo, mientras la compañía penetraba en el interior de un cuartel idéntico al que habían abandonado dos días antes—. Embarcaremos pronto… Sólo que, a la verdad, me gustaría saber hacia dónde nos dirigimos. —Quiso sonreír, pero su sonrisa resultó forzada. Después gritó en tono casi lúgubre—: Tocan a rancho.
En aquella parte del campamento reinaba una profunda oscuridad. Las bombillas eléctricas eran escasas, y apenas iluminaban una pequeña área con su luz débil y rojiza. Fuselli escudriñaba el paisaje con ojos ansiosos, esperando distinguir los mástiles de una embarcación. Los muchachos se acercaron al pabellón en donde iba a servirse la comida. Alguien llenó sus cazuelas de un rancho no demasiado apetitoso. Tras las cocinas pudieron ver a las clases: el sargento, tan jovial; el otro sargento, más serio, que tenía aspecto de capellán, y el cabo del rostro arrugado y marchito que había estado en el campamento de Red Sox. Todos comían buenos filetes. El olorcillo a carne frita llegaba a los soldados y hacía que el pobre rancho fuera todavía más insípido.
Fuselli miró en aquella dirección con evidente envidia. Se consoló pensando en el día en que también él fuera oficial. «Tengo que espabilarme», se dijo gravemente. En ultramar, o, mejor aún, en primera línea de fuego, tendría ocasión de demostrar a todos cuánto valía. Se complació en imaginar escenas heroicas. Se vio a sí mismo llevando sobre los hombros a un capitán herido, perseguido por feroces soldados de largas patillas y cascos puntiagudos como los de los bomberos.
El rasguear de una guitarra sonó de una forma extraña en el recinto oscuro del cuartel.
—Según parece, tenemos concierto —dijo Bill Grey, que, cabizbajo y con las manos en los bolsillos, se hallaba junto a Fuselli.
Salieron a la puerta del cuartel. Un grupo de soldados rodeaba a una pareja de negros. Éstos eran de alta estatura y sus rostros y sus pechos brillaban a la pálida luz como si fueran de azabache.
—Vamos, Charley, canta otra —dijo alguien.
¿Lo tomo ahora o espero un poco?
Uno de los negros había empezado a cantar, acompañado a la guitarra por el otro.
—No. Ésa no. Canta la del Titanic.
El rasguear de la guitarra se hizo cada vez más sincopado.
Éste es el himno del Titanic
que cruza el mar…
La guitarra siguió sonando. En la voz del negro había tal emoción que el rumor de las conversaciones cesó en torno suyo. Los soldados le miraron con intensa curiosidad.
Como el Titanic chocó con aquel helado iceberg,
como el Titanic chocó con aquel helado iceberg en medio del mar.
Su voz era suave, dulcísima. El acompañamiento de guitarra, todavía sincopado, parecía un lamento. Verso tras verso, la voz fue creciendo de tono, y el rasguear de la guitarra se hizo más rápido.
Del Titanic, que se hundía en el profundo azul,
que se hundía en el profundo azul, profundo azul,
que se hundía en el mar.
¡Oh! Las mujeres y los niños flotaban en el mar.
¡Oh! Las mujeres y los niños flotaban en el mar
alrededor del helado iceberg,
y cantaban: «Hacia ti vamos, Señor»;
cantaban: «Hacia ti vamos, Señor.
Hacia ti…»
La guitarra seguía atacando los compases del himno. El negro cantaba aún. Tenía tensos los nervios del cuello, y casi parecía sollozar.
El individuo que estaba junto a Fuselli suspiró. Luego escupió en un cubo de aserrín que había en medio del círculo de soldados inmóviles.
El compás de la guitarra se animó otra vez. Ahora parecía casi burlón. El negro cantó en tono bajo y confidencial:
¡Oh! Las mujeres y los niños se hundían en el mar.
¡Oh! Las mujeres y los niños se hundían en el mar
alrededor de aquel frío iceberg.
Antes de que acabase la canción, una corneta sonó a lo lejos. El grupo se disolvió.
Fuselli y Bill Grey entraron de nuevo en el cuartel.
—Debe de ser horrible ahogarse en el mar —dijo Grey arropándose con las manos—. Si uno de esos malditos submarinos…
—Me importan un comino los submarinos —dijo Fuselli.
Pero más tarde, tendido en el camastro, en medio de la oscuridad, sintió que le invadía una repentina sensación de pánico. Por un momento pensó en desertar, en fingirse enfermo, en hacer cualquier cosa que le impidiera embarcar.
¡Oh! Las mujeres y los niños se hundían en el mar
alrededor de aquel frío iceberg.
Sintió como si estuviera hundiéndose en el agua helada.
«Tiene muy poca gracia que envíen a uno tan lejos con peligro de ahogarse…», se dijo. Pensaba en las calles empinadas de San Francisco, en la gloriosa puesta de sol en los muelles, en los barcos que entraban y salían por la Golden Gate. Su mente fue oscureciéndose gradualmente, y quedó dormido.
La columna era como una extraña alfombra de color caqui que cubría las calles en toda su extensión visible. La compañía de Fuselli estaba inmóvil. Los hombres, impacientes, se apoyaban ora en un pie, ora en otro, y murmuraban para sí: «¿A qué diablos aguardamos ahora?»
Junto a Fuselli se hallaba Bill Grey, con los hombros curvados hacia delante, como para contrarrestar el peso de la mochila. Habían hecho un alto en el cruce de dos caminos, y como el terreno era bastante elevado podían distinguir los diversos pabellones del cuartel, que se extendían en todas direcciones, formando manzanas y manzanas, separadas tan sólo por el borrón grisáceo de los campos de instrucción. Frente a ellos, la columna cubría el camino hasta perderse tras una pequeña colina en la que abundaban las casas de color amarillo de mostaza, sin duda viviendas suburbanas.
Fuselli estaba muy nervioso. No podía dejar de pensar en lo ocurrido la noche anterior. El sargento le había pedido que le ayudase a distribuir las raciones de emergencia. Habían tenido que cargar cajas y cajas de pan duro, y contarlas sin cometer un error. Estaba lleno de buenos deseos. Quería hacer muchas cosas, demostrar que podía ser útil.
«Esta guerra ha sido una suerte para mí —se dijo—. A no ser por ella estaría aún en la R. C. Vicker Company, y allí me quedaría sin lograr un aumento en cinco años. En cambio, en el Ejército, ¡tengo tantas oportunidades de triunfar!
A lo lejos, la vanguardia de la columna comenzó a moverse. En la clara atmósfera de la mañana sonaron unas voces fuertes que gritaban órdenes. Fuselli oyó también el desenfrenado galope de su corazón. Estaba orgulloso de sí mismo y de la compañía a que pertenecía. «La mejor compañía del Ejército.»
Pronto les tocó a ellos avanzar.
—¡De frente! ¡Mar… chen!
El monótono ruido producido por los pies de los soldados al avanzar apagó el rumor de sus pasos.
Nubes de polvo cubrían el camino. Por él, arrastrándose como un inmenso gusano oscuro, la columna seguía avanzando.
Los sorprendió un desagradable olor cuyo origen desconocían.
—¿Para qué nos meten aquí?
—¡Maldito si lo sé!
La bodega del barco se abría ante ellos como un tenebroso agujero. Algunos soldados habían empezado a bajar. Todos llevaban en la mano una tarjeta azul con el número correspondiente. Llegaron por fin a un recinto oscuro y vacío, que parecía un almacén. El sargento dijo:
—Según parece, es aquí donde tenemos que alojarnos. Procuremos sacar todo el partido posible de la situación —y desapareció.
Fuselli miró en torno suyo. Se había sentado sobre una litera, sobre la cual había dos más. Eran todas de rústica construcción, a base de listones de madera de pino.
Aquí y allá unas bombillas iluminaban el lunar con una leve claridad rojiza. Sólo junto a las escalerillas, las bombillas, mucho más potentes, brillaban intensamente. El ruido de las pisadas y el producido por las mochilas al caer sobre las literas apagaba cualquier otro rumor.
Mientras tanto, seguían bajando soldados por las escalerillas, en un desfile interminable.
En el pasillo sonó la voz de un oficial, que gritaba a sus hombres:
—¡Vamos, vamos, deprisa!
Fuselli se acomodó en su litera y contempló la confusión que le rodeaba. Estaba asombrado; y humillado a la vez. ¿Cuántos días tendrían que permanecer en aquel horrible agujero? Sintió una repentina cólera. Nadie tenía derecho a tratar así a un ser humano. Era un hombre, y no una bala de heno que se puede transportar de un lado a otro.
—Si torpedean el barco, no creo que tengamos oportunidad de subir a cubierta y salvarnos —dijo en alta voz.
—Han colocado centinelas para evitar que lo hagamos —afirmó otro.
—¡Así revienten! Nos tratan como si fuésemos cabezas de ganado que llevaran al matadero.
—Pues no creas que van muy descaminados. Yo diría que somos carne de cañón.
El que acababa de hablar era un hombre pequeño de rostro cetrino. Estaba tumbado en una litera de la fila más alta. Tenía una expresión extraña, contraída, como si aquellas palabras se hubiesen escapado de sus labios a pesar de hacer esfuerzos por retenerlas.
Todos le miraron con enojo.
—Es Eisenstein. ¡Maldito judío!
—¡Tendremos que encerrar al toro rebelde! —gritó Bill Grey en tono festivo.
—¡Idiotas! —murmuró Eisenstein, dándole la espalda y escondiendo la cara entre las manos.
—No comprendo por qué huele tan mal aquí abajo —murmuró Fuselli.
Fuselli estaba tendido sobre cubierta, con los brazos cruzados detrás de la cabeza. Si miraba hacia lo alto, sólo distinguía un mástil de color plomizo que se balanceaba en un cielo sembrado de nubes, unas claras, grises y plateadas, y otras oscuras, casi moradas, con extraños bordes amarillos. Si volvía un poco la cabeza podía ver también la cara descolorida, las facciones vulgares de Bill Grey, el pelo oscuro, que le cubría la barbilla, porque no se había afeitado, y la boca contraída, porque sostenía en ella un cigarrillo apagado.
Más allá sólo distinguía cabezas y cuerpos, una masa confusa de figuras envueltas en capotes de color caqui y salvavidas. Cuando las olas se estrellaban contra el barco y éste se balanceaba, veía también el mar, unas olas rizadas de color verdoso, un barco gris y blanco en lontananza, la línea oscura y tensa del horizonte, rota sólo por las olas.
—Creo que voy a morirme —dijo Bill Grey, contemplando con aire vengativo el cigarrillo que acababa de quitarse de los labios.
—Pues yo no estaría tan mal si esto no apestase tanto. Siento incluso ganas de vomitar —dijo Fuselli en tono lastimero, mirando la punta del mástil que parecía un lápiz oscilando sobre el papel inmenso que era el cielo sembrado de nubes.
—¿Te duele la barriga otra vez? —preguntó un individuo que se hallaba tumbado al otro lado de Fuselli. Tenía la cara redonda, la piel morena, las cejas espesas y negras, de cabello rizado y crespo y la frente cubierta de arrugas.
—¡Vete al diablo!
—Debes de estar muy grave, muchacho —dijo el individuo. Su tono era cordial y su expresión simpática—. Es curioso. Si estuviese en mi pueblo y alguien se hubiera atrevido a mandarme al diablo, habría sacado la pistola y…
—Es natural que esté furioso —dijo Fuselli en tono todavía irritado—. ¿Crees que es agradable pertenecer a la K. P.?
—Pues lo que es yo, hace tres días que no pruebo bocado. Me extraña, porque, siendo de donde soy, un lugar que no es precisamente montañoso, el agua debía ser mi elemento. No obstante, confieso que no me gusta el mar.
—¡Diablo! Hay que ver la cara de esos infelices a quienes tengo que servir el rancho —dijo Fuselli más animado—. No comprendo por qué están así. Los muchachos de nuestra compañía son más valientes. ¿Te has fijado en los otros, Meadville? Parecen temer siempre que alguien los ataque.
—¿Y qué se puede esperar de unos pobres muchachos que han vivido siempre en la ciudad, que no ven la diferencia que existe entre la culata y el cañón de un fusil y que no saben lo que es la silla de un caballo, pues sólo han montado sobre una escoba? Es natural que parezcáis corderos y que os traten como a un rebaño de terneras.
Dicho lo cual, Meadville se levantó y se acercó a la borda, avanzando con paso inseguro por entre los grupos de hombres que llenaban la segunda cubierta. Tenía las piernas arqueadas del cowboy.
—Entiendo perfectamente por qué obligan a los muchachos a quedarse en aquel horrible agujero —dijo una voz nasal.
Fuselli se volvió y vio que era Eisenstein el que acababa de hablar. Había ocupado el sitio que Meadville dejó vacante.
—¿De veras?
—Sí. Es parte del sistema. Hay que convertir a los hombres en bestias, si se quiere lograr que se comporten después como bestias. ¿Has leído alguna vez a Tolstoi?
—No, pero… ¿Sabes que puedes buscarte un disgusto charlando por ahí de ese modo? Deberías tener más cuidado —dijo Fuselli bajando la voz, como quien quiere hacer confidencias—. He oído decir que en el campamento de Merrit fusilaron a un muchacho por irse de la lengua.
—No me importa morir. Estoy desesperado —respondió Eisenstein.
—¿Y mareado? ¿No estás mareado? Porque lo que es yo me siento morir… ¡Hola, Meadville! Supongo que has cambiado la peseta.
—¿Por qué diablos no podemos hacer la guerra a caballo? Pero, escucha, si mal no recuerdo, ése era mi sitio.
—Lo encontré vacío y me lo apropié —dijo Eisenstein inclinando la cabeza con sombrío ademán.
—Te doy tres segundos para que lo abandones —dijo Meadville, irguiéndose y ensanchando el pecho.
—Bueno, eres más fuerte que yo —murmuró Eisenstein levantándose.
—¡Voto al diablo! No me acostumbro a estar sin un fusil —dijo Meadville tumbándose de nuevo—. ¿Sabes, muchacho? Cuando me notificaron que había sido destinado al Cuerpo de Sanidad tuve un disgusto terrible. La verdad es que me alisté pensando en los tanques. Es la primera vez en mi vida que me encuentro sin un arma. Creo que cuando estaba en la cuna ya tenía un fusil al lado.
—Es curioso —dijo Fuselli.
De pronto apareció el sargento en medio del grupo. Estaba sofocado.
—Muchachos —dijo en voz baja—, hay que bajar inmediatamente y arreglar las literas. Pero, ¡por todos los diablos!, daos prisa. Tenemos inspección. Es lo que yo llamo una gran sorpresa.
Todos se lanzaron rápidamente escalera abajo hasta llegar a aquel antro apestoso, iluminado por la escasa y rojiza luz de unas bombillas de poca potencia.
Apenas había hallado cada cual su litera cuando alguien gritó: «¡Fir… mes!», y tres oficiales penetraron en el recinto. Su porte, debido al vaivén del barco, no era demasiado marcial. Con la cabeza erguida, recorriendo el lugar de uno a otro extremo, revisando litera por litera. Sus miradas eran escrutadoras y crueles. Parecían gallinas que buscasen gusanillos.
—Fuselli —dijo el brigada—, lleve el Libro Registro a mi camarote. Número 213, cubierta inferior.
—A sus órdenes —dijo Fuselli con presteza. Admiraba al brigada. Deseaba ardientemente poseer su soltura, su jovialidad, su aire dominante.
Era la primera vez que iba a la parte superior del barco. Le pareció un mundo distinto. Los largos corredores ornados de rojas alfombras, la pintura blanca, las molduras doradas de las paredes, los oficiales que cruzaban por aquí y por allá… De pronto, todo aquello hizo que acudiera a su memoria el recuerdo de los grandes transatlánticos que entraban y salían por la Golden Gate, aquellos barcos en los cuales algún día, cuando fuese rico, embarcaría con destino a Europa. ¡Oh! ¡Pensar que sólo con llegar a ser brigada podría hacer suyo todo aquel esplendor! Encontró el camarote que buscaba y llamó a la puerta. En el interior se oían vocea y carcajadas.
—Un momento —gritó una voz desconocida.
—¿Está aquí el sargento Olster?
—¡Oh! Es de mi compañía —oyó que decía la voz del sargento—. Podemos dejarle pasar. Estoy seguro de que no va a delatarnos.
Por fin se abrió la puerta. Fuselli vio al sari gento Olster y a dos suboficiales jóvenes. Estaban cómodamente sentados, con los pies apoyados en las tablas pintadas de rojo que sostenían las literas. Charlaban alegremente, y sostenían unas copas en las manos.
—Os digo que París es algo serio —decía uno de los suboficiales—. Me han asegurado que las chicas abrazan a uno en medio de la calle.
—El Libro Registro, sargento —dijo Fuselli cuadrándose lo mejor que supo.
—¡Oh! Gracias. Puedes retirarte —dijo el sargento en tono más jovial que de costumbre—. Pero procura no caerte por la borda, como le ocurrió hace poco a un muchacho de la compañía C.
Fuselli se echó a reír. Luego, al cerrar la puerta, quedó súbitamente serio. Había visto que uno de los jóvenes allí reunidos llevaba la insignia dorada de alférez.
«¡Atiza! —se dijo—. Debía haber saludado.»
Esperó unos momentos junto a la puerta cerrada del camarote, escuchando las charlas y las risas y deseando encontrarse allí para hablar de mujeres y de París. Empezó a cavilar y a hacer cálculos. Estaba seguro de ascender tan pronto llegaran a ultramar. En pocos meses llegaría a cabo. Si comprobaban su buena voluntad, podría hacer una brillante carrera.
«Tengo que esmerarme si quiero ascender. Tengo que esmerarme», se dijo al bajar la escalera para hundirse de nuevo en el agujero. Pero pronto olvidó sus ilusiones. En cuanto aspiró el fétido olor que allí reinaba volvió a sentirse mareado.
La cubierta oscilaba, formando unas veces pendiente y otras una cuesta. Oleadas de agua sucia invadían el corredor de un extremo a otro. Cuando Fuselli llegó hasta la puerta se detuvo vacilante. Puso la mano en el picaporte y aguardó durante un buen rato. En realidad, el rugido del viento, al filtrarse por las rendijas de la puerta, le había impresionado. Cuando al fin se decidió a abrirla, se encontró a merced del viento. La cubierta estaba desierta. El viento movía a sus anchas las jarcias, que chorreaban agua. El rumor de las olas que chocaban contra la embarcación y levantaban montañas de blanca espuma llegó a hacerse estruendoso.
Fuselli avanzó por la cubierta, sin cerrar la puerta tras de sí, agarrándose lo mejor que sabía a la baranda. Entre las sombras, y, a veces por encima de la espuma, veía constantemente como una procesión de gigantescas olas verdosas.
El rugido del viento le confundía y le aterrorizaba. Le pareció que tardaba siglos en llegar a la puerta del otro corredor, que olía a drogas y a medicamentos. Había una larga hilera de hombres esperando para entrar en la enfermería. El balanceo del buque los lanzaba a unos contra otros.
—¿Enfermo? —preguntó uno de ellos a Fuselli.
—No. Estoy perfectamente. El sargento me envía a buscar sus medicinas para unos muchachos que están demasiado enfermos para venir.
—Hay muchos enfermos a bordo…
—Sí. Esta mañana murieron dos en ese camarote —dijo otro en tono solemne, señalando con un dedo—. Todavía no han podido echarlos por la borda. Hace mal tiempo…
—¿De qué han muerto? —preguntó Fuselli ansiosamente.
—¡Qué sé yo! Algo de la espina dorsal.
—Meningitis —dijo una voz desde el otro extremo de la fila.
—¡Atiza! Eso es grave, ¿verdad?
—Bastante.
—¿Y cuáles son los síntomas? —preguntó Fuselli.
—Pues… se hincha el pescuezo, y después se queda uno tieso —repuso el que había hablado al extremo de la fila.
Hubo una pausa. De la enfermería salía un hombre con un paquete de medicamentos en la mano y se alejó en dirección a la puerta.
—¿Hay muchos hombres ahí dentro? —preguntó Fuselli en voz baja, cuando el hombre pasaba por su lado.
—Bastantes… —repuso éste. Pero el resto de la frase se perdió entre el furioso rugido del viento cuando abrió la puerta.
Cuando la puerta volvió a cerrarse, el muchacho que estaba junto a Fuselli empezó a hablar de nuevo. Era de alta estatura y anchos hombros, y tenía las cejas negras e hirsutas. Hablaba precipitadamente, como si dijera frases que durante mucho tiempo se había esforzado en retener.
—No sería justo que ahora enfermara y muriese… No sería justo… Tengo novia en el pueblo, y hace dos años que ni siquiera he tocado a una mujer. Todo por ella. Eso no es corriente.
—¿Por qué no te casaste antes de marchar? —preguntó alguien burlonamente.
—Porque ella no quiso ser eso que llaman «una novia de guerra». Dijo que soltera me esperaría mejor. —Muchos se echaron a reír—. Repito que no sería justo que ahora enfermara y muriese después de haberme portado tan bien con ella. No sería justo —repitió el muchacho como si hablara sólo con Fuselli.
Pero Fuselli pensaba en otra cosa. Creía verse a sí mismo tendido en su litera, con el pescuezo hinchado y los brazos y los pies tiesos, tiesos…
Otro individuo de cara roja que se hallaba en la mitad del pasillo, dijo de pronto:
—Cuando pienso en lo mucho que me necesitan los míos llego incluso a creer que nada malo puede sucederme. No sé por qué estoy seguro de que nada me ocurrirá —y rió jovialmente.
Nadie le imitó.
—¿Es contagiosa esa enfermedad? —preguntó Fuselli al individuo que estaba a su lado.
—Casi todas las enfermedades son contagiosas —respondió éste en tono solemne.
—Lo peor de todo —decía otro hombre con voz chillona e histérica— es tener que servir de pasto a los tiburones. ¡Diablos! No tienen derecho a hacerlo aunque estemos en guerra. No tienen derecho a tratar a un cristiano como si fuese un perro.
—Tienen derecho a hacer lo que quieran, muchacho —respondió el hombre de la cara roja—. Me gustaría saber quién puede evitarlo.
—Bueno, si el muerto fuese un oficial, no lo echarían al agua sin contemplaciones —dijo el individuo de la voz histérica.
—¡A callar! Es idiota complicarse la vida por irse de la lengua.
—¿Crees que es peligroso estar tan cerca del lugar donde guardan los cadáveres? —preguntó Fuselli al hombre que estaba a su lado.
—Supongo que sí —respondió éste sombríamente.
—Dejadme salir, muchachos. Voy a cambiar la peseta —gritó mientras pensaba: «¡Diablos, Diré que la enfermería estaba cerrada, pero yo me voy de aquí. No creo que venga nadie parí comprobar la mentira».
Abrió la puerta. Se vio a sí mismo arrastrándose hacia el camastro, con el pescuezo hinchado y las manos ardorosas de fiebre, con los brazos y piernas muy tiesas, hasta que todo en torno suyo quedaba velado por las sombras de la muerte.
Pero el rugido del viento y el rumor de las olas, que levantaban montañas de espuma al chocar contra el buque, borraron de su mente todo otro temor.
Fuselli y otro muchacho cargaron con el cubo de la basura y subieron la escalerilla. El cubo olía a grasa rancia, y de llevarlo tenían ambos las manos sucias de un líquido untuoso y de posos de café. Por fin llegaron a cubierta, el donde soplaba la fresca brisa de la noche. Se acercaron a la borda y volcaron el cubo. El ruido quedó amortiguado por el batir de las olas y el rumor de las aguas a ambos lados de la barca. Fuselli se apoyó en la borda y contempló el mar. Una leve fosforescencia era la única luz que aparecía en la oscura superficie. Nunca hubiera creído que existiera una oscuridad tan profunda. Crispó los puños, porque se sentía como perdido y terriblemente atemorizado ante aquella oscuridad. El rugir del viento y el ruido del agua no hicieron sino acrecentar su temor. Pero la única alternativa que le quedaba era permanecer soportando el hedor de aquel temible agujero.
—Yo me encargo de bajarlo, muchacho. Vete tranquilo —le dijo a su compañero, tabaleando al mismo tiempo en el fondo del cubo.
Siguió escudriñando la oscuridad. Pero las sombras que invadían hasta sus mismas pupilas parecían cegarle.
De pronto oyó unas voces. Dos hombres hablaban cerca de él.
—Nunca había visto el mar. No sabía que fuese así.
—Hemos entrado en zona peligrosa.
—Eso quiere decir que pueden hundirnos de un momento a otro.
—Sí.
—¡Cielos! ¡Qué oscuridad! Sería horrible ahogarse en una noche tan oscura.
—Pronto será de día.
—Oye, Fred, ¿has tenido alguna vez tanto miedo como hoy?
—Y tú, ¿tienes miedo?
—Coge mi mano, Fred. No… Aquí está… ¡Dios! Está todo tan oscuro que ni siquiera puede uno ver su propia mano.
—Hace frío. Pero ¿por qué tiemblas tanto? Daría cualquier cosa por echar un trago.
—Nunca había visto el mar. No sabía que fuese así…
Fuselli oyó claramente cómo los dientes del muchacho castañeteaban en las sombras.
—Muchacho, recóbrate. Anímate. No es posible que estés tan asustado.
—¡Oh, Dios!
Siguió una larga pausa. Durante un rato Fuselli sólo oyó el rumor del agua al chocar con la embarcación y el rugido del viento…
—Nunca había visto el mar, Fred. Casi no puedo resistirlo… Por si eso fuera poco, ¡hay tantos enfermos! Ayer echaron tres cadáveres por la borda.
—No pienses más en eso, muchacho.
—Bueno, Fred, pero… Oye, si tú te salvas y yo muero, ¿me prometes que les escribirás a los míos?
—Claro que lo haré. Pero sé positivamente que nada va a ocurrimos ni a ti ni a mí.
—No digas eso. Y no olvides escribir también a la chica cuya dirección te di.
—Lo mismo debes prometerme tú.
—¡Oh, no, Fred! Nunca llegaré a tierra con vida. Es inútil. Estoy malo. Y no quiero morir. No puedo morir así.
—Si al menos no estuviese todo esto tan endiabladamente oscuro…