III

Era un sábado por la mañana. Tres soldados, que vestían mono azul barrían la calle flanqueada por los diversos pabellones del cuartel, para dejarla limpia de hojas. Un cabo dirigía la Operación. Era italiano, llevaba bandas arrolladas a los tobillos y, a pesar del obligado régimen alimenticio del cuartel, olía siempre ligeramente a ajo.

—Sois más lentos que las tortugas. ¡Vamos! Dentro de veinticinco minutos empieza la inspección —gritó el cabo.

Los soldados continuaron barriendo obstinadamente, sin prestarle atención.

—Veo que os importa un comino lo que, digo. Si no está todo listo para la inspección, soy yo y no vosotros quien paga el pato. ¡Vamos, ánimo! ¡Eh, tú, ven acá y recoge esas malditas colillas!

Andrews disimuló una mueca y se inclinó para recoger las asquerosas colillas. Al hacerlo, su mirada tropezó con la del soldado que, en igual posición, trabajaba junto a él. Los oscuros ojos del muchacho reflejaban una cólera intensa. Y su rostro casi infantil estaba rojo de furor.

—No me enrolé en el Ejército para que un cochino como ése me dé órdenes… —murmuró.

—Poco importa quién dé la orden. La cuestión es que siempre hay que obedecer —respondió Andrews.

—¿De dónde eres, amigo?

—De Nueva York. Pero mi familia procede de Virginia —repuso Andrews.

—Yo soy del estado de Indiana, la tierra de los tornados. Continuemos trabajando. Ese cochino cabo viene por la esquina del pabellón.

—No es necesario que las cojáis una a una. Mejor será barrerlas —gritó el cabo.

Andrews y el muchacho de Indiana cogieron una escoba y un cubo y dejaron el suelo limpio de colillas, pedazos de tabaco masticado y papeles sucios.

—¿Cómo te llamas? Mi nombre es Chrisfield, pero todos me llaman Chris.

—El mío es Andrews, John Andrews.

—Mi padre tenía un jornalero que se llamaba Andy. Murió el verano pasado. ¿Crees que tardaremos mucho en salir para ultramar?

—¿Cómo diablos puedo saberlo?

—Tengo ganas de conocer aquellas tierras.

—¿De veras?

—¿Tú no?

—Y que lo digas.

—Pero ¡por todos los demonios!, ¿qué estáis haciendo? ¡Vamos! Vaciad de una vez los cubos de basura. ¡Pronto! —gritó el cabo, contoneándose junto a ellos para lucir las bandas de las piernas. Luego se dijo en voz alta, mientras contemplaba la larga hilera de pabellones que formaban el cuartel—: ¡Diablos! Es casi la hora de la inspección. ¡Maldita sea! Esta vez sí que me la cargo.

Su rostro cambió súbitamente de expresión, hasta adoptar una respetuosa inmovilidad. Se llevó la mano al borde de la gorra y se cuadró. Un grupo de oficiales pasó junto a él y penetró en el edificio más próximo.

John Andrews, que volvía de vaciar unos cubos de basura, se dirigió a la puerta trasera del cuartel.

—¡Fir… mes! —gritó una voz al otro extremo. Andrews se quedó rígido, con el cuello y los brazos tensos.

En el silencio absoluto del cuartel distinguíase claramente el crujir de las pisadas de los oficiales que estaban llevando a cabo la inspección.

Andrews se encontró frente a un rostro cetrino, de ojos hundidos y mandíbulas casi cuadradas. Le miró fijamente, y vio que el oficial tenía unos pelillos rojos sobre la nuez y una insignia flamante a ambos lados del cuello.

—Sargento, ¿quién es este hombre? —preguntó el oficial de rostro cetrino.

—No lo sé, señor. Un nuevo recluta. Cabo Valor!, ¿quién es este hombre?

—Se llama Andrews —dijo en tono obsequioso el cabo italiano.

El oficial se dirigió a Andrews y dijo con voz recia:

—¿Cuánto tiempo hace que estás en el Ejército?

—Una semana, señor.

—¿Acaso no sabes que para la inspección del sábado debes estar limpio y afeitado a las nueve de la mañana?

—Estaba limpiando los pabellones, señor.

—Para enseñarte a no contestar cuando un oficial te dirige la palabra… —comenzó a decir el oficial con lentitud, como si quisiera recrearse en la frase. Pero al darse cuenta de que el comandante que se hallaba a su lado no parecía complacido, cambió de actitud y de tono y añadió—: En todo caso, puedes estar seguro de que si esto se repite serás castigado según el reglamento. ¡Fir… mes! —gritó al ver que al otro extremo del cuartel un soldado había hecho un movimiento.

La inspección continuó. De nuevo, en medio del silencio absoluto, sonaron claramente las pisadas de los oficiales al alejarse.

—Y ahora, muchachos, todos a una —gritó el individuo de la Y. M. C. A.[3] con los brazos abiertos. Se había situado ante la pantalla cinematográfica.

El piano empezó a tocar, y los soldados que llenaban el recinto cantaron:

¡Salve! Aquí estamos todos

para coger al Káiser,

para coger al Káiser,

para coger al Káiser,

ahora mismo.

Sus voces atronaron el espacio. En la cara del individuo de la Y. M. C. A. se pintó una extraña expresión.

—Alguien ha querido tomarme el pelo y cambiar la letra diciendo: «¿Qué diablos nos importa?», pero me consta que es sólo una broma. Sé perfectamente que sí os importa, ¿no es verdad, muchachos?

Se oyó un ligero rumor de carcajadas.

—Ahora, otra vez —gritó el hombre—. Con ánimos… Como si al decir «Káiser» estuviésemos realmente acabando con él. Vamos… A coro.

La película había empezado. John Andrews miró furtivamente alrededor. Vio detrás de él al muchacho de Indiana con los ojos fijos en la pantalla. Y vio también muchos rostros curtidos y morenos, muchas cabezas iguales que surgían del uniforme caqui.

A la pálida luz que se reflejaba en la pantalla podía ver de vez en cuando los ojos brillantes de algún espectador, y también escuchar las exclamaciones y las risas que sonaban ocasionalmente. Todos los muchachos eran iguales; tan iguales, que John llegó a creerlos una sola persona. Eso era precisamente lo que había buscado al alistarse. Fue en aquel obligado anónimo donde quiso hallar refugio, huyendo del vendaval del mundo. Estaba harto de luchar, harto de pensar, harto de llevar a cuestas, como un pesado estandarte en una manifestación, el sentido de su propio individualismo. Era mejor así. Era mejor olvidarlo todo, hasta su loco impulso de compositor, y hundirse en el fango de la esclavitud. Aún se sentía furioso. No había olvidado las palabras que el oficial pronunció aquella mañana: «Sargento, ¿quién es este hombre?» El oficial le había mirado como suele mirarse un mueble, un objeto.

—¿Verdad que es una gran película? —dijo Chrisfield volviéndose hacia él sonriente. Su sonrisa borró en Andrews toda huella de cólera, al hacerle partícipe de tan agradable camaradería.

—Ahora viene lo mejor —dijo el individuo que estaba sentado al otro lado de Andrews—. La he visto en San Francisco. Hay que reconocer que, después de verla, odia uno mucho más a los alemanes.

El hombre que estaba sentado al piano aprovechó el descanso entre una y otra parte de la película para seguir tocando alegremente.

El muchacho de Indiana se apoyó en el respaldo de la silla y Andrews puso un brazo sobre los hombros de éste y murmuró dirigiéndose al otro individuo:

—¿Eres de San Francisco?

—Sí.

—¡Estupendo! Tú, de la costa; éste, de Nueva York, y yo del centro, de la antigua Indiana.

—¿A qué batallón te han destinado?

—A ninguno todavía… De momento, éste y yo estamos sin destino.

—Os compadezco… Mi nombre es Fuselli.

—Yo me llamo Chrisfield.

—Y yo, Andrews.

—¿Cuánto tiempo se tarda en salir de aquí?

—¡Cualquiera sabe! Unos dicen que tres semanas y otros que seis meses. Puede que te destinen a nuestra división. Hace unos días se licenciaron a varios soldados, y el cabo dice que han de reemplazarlos nuevos reclutas.

—¡Maldita sea! Lo que yo quiero es marchar pronto a ultramar.

—Allí todo es maravilloso, magnífico, pintoresco… Eso al menos he oído decir. Las gentes van vestidas de aldeanos. Un tío mío me contaba siempre cosas de allá. Era de Turín.

—¿Hacia dónde cae eso?

—No sé. Creo que está en Italia.

—¿Y cuánto tiempo se tarda en llegar a ultramar?

—Una o dos semanas —dijo Andrews.

—¿Tanto?

La segunda parte de la película había empezado.

Era una sucesión de escenas en las que aparecían grupos de soldados de casco puntiagudo entrando en pequeños pueblecillos belgas. Mujeres ancianas, vestidas con trajes típicos, y algunos carretones cargados de leche y tirados por perros, cruzaban las calles. De vez en cuando se veía una bandera alemana, y los gritos de «¡Abajo!» y «¡Muera!» atronaban el local. Al contemplar el avance de las tropas y ver cómo los soldados hundían sus bayonetas en los cuerpos de la inocente población civil —hombres que vestían los pantalones bombachos holandeses y mujeres tocadas con el típico gorro almidonado—, los espectadores lanzaban juramentos e improperios. Andrews observó que el odio cobraba vida propia y se adueñaba por completo de los corazones de cuantos le rodeaban. Se sintió como perdido en aquel odio, arrollado, igual que si estuviera en medio de un rebaño salvaje que huyese a la desbandada. Sintió miedo, como si unas manos terribles apretasen cruelmente su: garganta. Miró los rostros de quienes le rodeaban y los vio enrojecidos y sudorosos, porque el calor era allí agobiante.

Al salir al exterior, arrastrado por una masa de soldados que, como él, se dirigían a la puerta, oyó que una voz decía:

—La verdad es que nunca se me ocurrió la idea de violar a una mujer. Pero ¡por Dios vivo!, he cambiado de modo de pensar. Daría cualquier cosa por poder violar a una de esas malditas mujeres alemanas.

—También yo las odio —dijo el otro—. A las mujeres, a los hombres y a los niños, antes y después de nacer. Voy creyendo que los alemanes, o son completamente estúpidos, o están locos. Tal vez, como a sus jefes, se les haya subido a la cabeza la fiebre del poder. En caso contrario, no comprendo cómo se dejan gobernar por un hatajo de guerrilleros que no están en sus cabales.

—Me gustaría agarrar a un oficial alemán. Primero le obligaría a lustrar mis botas, y después le pegaría un tiro y acabaría con él para siempre —dijo Chris a Andrews, mientras recorrían la distancia que les separaba de su cuartel.

—¿De veras?

—Claro que, a decir verdad, tal vez me decida a terminar con alguien a quien conozco —murmuró Chris apasionadamente— y a quien tengo mucho más cerca. Te juro que lo haré, si ese individuo no deja de mortificarme como ha venido haciendo últimamente.

—¿De quién estás hablando?

—De Anderson, de ese grandullón que ayer, durante la instrucción, estaba junto a mí. Según parece, cree que porque es muy alto y yo muy bajo puede hacer conmigo lo que le venga en gana.

Andrews se volvió sorprendido y miró el rostro de su compañero. El tono áspero del muchacho le había impresionado. No estaba acostumbrado a nada parecido. Siempre había creído poseer un carácter apasionado, pero nunca sintió la tentación de matar a un hombre.

—¿Hablas en serio? ¿Sientes realmente deseos de matarle?

—En este momento, no. Pero cuando empieza a burlarse de mí, pierdo los estribos y entonces… Ayer estuve a punto de clavarle un cuchillo. Tú no estabas presente. ¿No te diste cuenta durante la instrucción, de mi agitación?

—Sí, pero… Vamos a ver, Chris, ¿qué edad tienes?

—Veinte años. Tú eres mayor que yo, ¿verdad?

—Sí. Tengo veintidós.

Se habían apoyado en uno de los muros del cuartel, y contemplaban el cielo cuajado de estrellas.

—Oye, ¿sabes si las estrellas son en ultramar tan brillantes como éstas?

—Supongo que sí —repuso Andrews riendo—, aunque la verdad es que nunca he estado allá para poder comprobarlo.

—No estoy muy instruido —admitió Chris—. A los doce años hube de dejar la escuela. La verdad es que hacía pocos progresos, y, además, mi padre se emborrachaba a menudo y me necesitaban en la granja.

—¿Qué cultiváis en tu tierra?

—Maíz, y también algo de trigo y de tabaco. Además, criamos ganado, y… A propósito, tal vez sea mejor que te diga que ya una vez estuve a punto de matar a un hombre.

—Cuéntame.

—Estaba borracho. Los chicos de Tallyville éramos una plaga. Trabajábamos sólo para ganar dinero y gastarlo armando jaleo, jugando a las cartas y bebiendo whisky. Lo que voy a contarte sucedió en la época en que desgranábamos las mazorcas. No sé siquiera lo que pudo originar la discusión, pero de pronto me hallé peleando con un muchacho de quien hasta hacía poco había sido buen amigo. Él me dio un puñetazo. No sé lo que hice después. Antes de que me diera cuenta me hallé amenazándole con el cuchillo que tenía en la mano. ¿Sabes cómo son esos cuchillos? Te aseguro que una herida de ellos ha de ser terrible. Cuatro hombres se abalanzaron sobre mí y me sujetaron, pero no pudieron evitar que le alcanzase y le hiciera una rozadura en el pecho antes de que me obligasen a soltar el cuchillo. Estaba borracho como una cuba, lo confieso. Bueno, ¿para qué hablar de lo que sucedió después? Tenía el traje destrozado y la camisa hecha jirones. Al dirigirme a casa caí en una zanja y allí permanecí toda la noche. Cuando desperté era de día. Estaba cubierto de fango de la cabeza a los pies. Te aseguro que desde entonces no he vuelto a beber.

—Veo que tienes prisa en marchar a ultramar, Chris. Lo mismo que yo.

—Pero te advierto que si me toca viajar junto a ese cochino de Anderson pienso arrojarlo al mar —dijo Chrisfield riendo. Hizo una pausa y añadió pensativo—: De todos modos, hubiese sido horrible que matara a aquel chico. Te digo honradamente que me hubiera arrepentido toda la vida.

—Violinista… Eso sí que es un buen oficio —dijo una voz.

—Estáis equivocados —murmuró un individuo alto y delgado, de voz melancólica, que se hallaba sentado con la cara apoyada entre las manos y los brazos sobre las rodillas—. Da para comer y nada más… Para comer y nada más.

Había muchos hombres reunidos en aquel rincón del cuartel. De allí partían las largas filas de camastros, iluminados por unas bombillas de poca potencia, que morían a la misma puerta de entrada, junto al lugar en que se hallaba colocada la mesa del sargento.

—Van a licenciarte, ¿verdad? —preguntó un hombre con acento irlandés. Tenía la cabeza de un gorila y la cara de un color rojo subido, pero de expresión muy jovial. Sin duda había sido camarero en otro tiempo.

—Sí, Flannagan, en efecto —dijo tristemente el individuo melancólico.

—Qué mala suerte, ¿verdad? —murmuró otra voz con ironía.

—Sí, muy mala suerte, amigo —dijo el individuo melancólico, mirando a los que le rodeaban con ojos hundidos—. Siempre la he tenido. Ya lo veis… Podría ganar cuarenta dólares a la semana, y aquí me tienes, conformándome con siete, y en el Ejército por añadidura.

—Al hablar de mala suerte me refería a tu licenciamiento, al hecho de que abandones este maldito Ejército.

—El Ejército, el Ejército, el Ejército democrático —cantó alguien en voz baja.

—Sin embargo, a mí no me desagrada marchar a ultramar y echar un vistazo a los alemanes —dijo Flannagan, que hablaba de una manera muy extraña, combinando el acento irlandés con la jerga de los barrios bajos londinenses.

—¿A ultramar? —le interrumpió el individuo melancólico—. Si yo hubiese podido estudiar allí, tal vez ganase ahora lo mismo que Kubelik. Puedo aseguraros que tengo madera de gran artista.

—Entonces, ¿por qué no vas ahora? —preguntó Andrews, que se hallaba cerca, junto a Chris y a Fuselli.

—Porque no me dejan. ¿Es que no te has fijado en mi aspecto? Estoy tuberculoso —dijo el individuo melancólico.

—Pues lo que es yo, confío en que me envíen pronto para allá —dijo Flannagan.

—Debe de ser divertido no entender lo que dice la gente. Según parece, dicen «nosotros» cuando deberían decir «sí»[4].

—Puede uno hablar por señas, ¿no os parece? —dijo Flannagan—. Y estoy seguro de que un irlandés puede hacerse entender en todas partes. Además, no es hablar precisamente lo que queremos hacer con los alemanes, ¿verdad? Por otra parte, pienso establecerme en cuanto llegue. ¿Qué os parece? —Todos rieron la ocurrencia—. Será magnífico. Abriré una taberna irlandesa en el propio Berlín. Llenaremos la ciudad de O’Casey, O’Ryan, O’Reilly y O’Flarrety… Y tal vez el propio rey de Inglaterra visite mi establecimiento y obligue a beber un trago a ese endiablado Káiser.

—No te preocupes, Flannagan… Para entonces, el Káiser habrá sido colgado del palo mayor…

—Tendrían que hacer algo más. Torturarle y lincharle, como hacen con los negros en algunos lugares del Sur.

Sonó un toque de corneta en la lejanía, seguramente en el patio del cuartel. Todos guardaron silencio repentinamente y cada cual se dirigió a su camastro.

John Andrews se tumbó y arregló las mantas para estar lo más cómodo posible. Había decidido meditar antes de conciliar el sueño. Tenía necesidad de hallarse echado en el catre, despierto, en la noche silenciosa, pensando… Era el único sistema de no dejar que se truncase para siempre el hilo de su vida, de aquella vida que un día u otro tendría que ser suya otra vez. Desechó la idea de la muerte. No la hallaba lo suficientemente interesante. Morir no le importaba, pero le hubiese gustado tocar el piano otra vez, componer alguna melodía. No debía permitir que el ambiente le ahogara, que su nueva personalidad de soldado ganase por completo la partida. Era un deber conservar el dominio de su voluntad.

Mas no era en esto en lo que se había propuesto pensar. ¡Pensar en sí mismo era tan aburrido! Tenía que hacer lo imposible por olvidar a John Andrews. Desde su primer año de estudios no había hecho sino eso: pensar en sí mismo, hablar de sí mismo… Sólo en aquel lugar, en la más abyecta degradación, en la más desoladora esclavitud, podía llegar a olvidar su personalidad e intentar reconstruir su vida siguiendo cauces más humanos. El trabajo, la camaradería, el desdén… El desdén, sí. Eso era lo que más profundamente necesitaba.

La vida que había llevado antes de la semana que acababa de transcurrir le parecía un sueño, o, mejor aún, una novela, o un cuadro contemplado en cualquier escaparate… ¡Tan distintas eran, ésta y aquélla! ¿Acaso era posible que ambas vidas perteneciesen al mismo mundo? No. Tal vez estuviese en otro; tal vez hubiese muerto y no lo supiera; quizás hubiese nacido por segunda vez en aquel infierno… Su vida había transcurrido en un caserón arruinado, rodeado de castaños y de viejos robles, y situado junto a un camino por donde apenas pasaban algunos calesines y carretas de bueyes. Nada turbaba la armonía de los surcos que surgían dulcemente de los campos verdes. Por entonces le gustaba soñar. Tumbado bajo un macizo de arrayán, al extremo del jardín, se pasaba el tiempo pensando en los bellos atardeceres de Virginia, mientras los moscardones zumbaban al sol, como adormilados. Soñaba en el mundo en que tendría que vivir, cuando se hiciese hombre. ¡Había hecho tantos planes! Pensó en ser general, como César, y en conquistar el mundo para morir después asesinado en un vestíbulo de mármol. También pensó ser trovador, y caminar de un lado a otro por diversos países, cantando siempre, gozando de interminables aventuras. O en ser un músico genial, sentarse ante el piano y tocar, como Chopin, hasta hacer llorar a hermosas mujeres y obligar a muchos caballeros a esconder la cara entre las manos. Sólo en una cosa no soñó: en la esclavitud. Hacía demasiados años que su raza dominaba el mundo. Y al fin y al cabo, ¿qué es el mundo, sino una larga y variada serie de esclavitudes?

John Andrews siguió tumbado en su camastro, mirando al techo, mientras los que le rodeaban dormían y roncaban en la oscuridad del dormitorio. Sintió como un extraño y súbito terror. En una semana, toda la estructura de su romántico mundo, un mundo lleno de colorido y de armonía, que subsistió a sus años de estudiante y aun de principiante en Nueva York, cuando luchaba por el éxito, se había desplomado en torno suyo todo quedó hecho trizas. Estaba vencido.

«Es completamente estúpido —pensó—, porque éste, mi mundo de ahora, no es sino el mundo corriente y normal de la mayoría de los hombres. Es lo que pudiéramos llamar la mitad inferior de la pirámide.»

Pensó en sus amigos, en Fuselli, en Chrisfield y en Eisenstein, aquel hombrecillo tan divertido. Parecían felices en su nueva vida. No les preocupaba la pérdida de su libertad. Claro que ninguno de ellos vivió en otro mundo más brillante y hermoso. Quiso otra vez sentir desdén. Quiso despreciarlos, y no pudo. Los recordó cantando a coro, dirigidos por el miembro de la Y. M. C. A.:

¡Salve! Aquí estamos todos

para coger al Káiser,

para coger al Káiser,

para coger al Káiser,

ahora mismo.

Pensó en sí mismo y en Chrisfield. Se vio junto a éste recogiendo colillas y escuchando el rumor de muchas pisadas en el patio de instrucción. ¿Dónde estaba la lógica? ¿Acaso era todo aquello poco más que locura? Llegar de mundos tan distintos, para unirse en aquello… ¿Qué pensaban de su situación todos los seres que en aquellos momentos dormían en torno suyo? ¿Es que de niños y de muchachos no soñaron también? ¿O es que sus familiares les prepararon para pasar lo que estaban pasando, para vivir únicamente aquella vida?

Pensó en sí mismo… Se vio tumbado bajo el macizo de arrayán, en el anochecer cálido y rumoroso, mientras contemplaba unas flores de color pálido que resaltaban en el verde césped.

Al verse envuelto en unas mantas, tumbado en su camastro, entre tantos hombres dormidos, sintió un lacerante dolor en los músculos y un loco deseo de saltar y de huir, de salir a respirar un aire más puro. De pronto, la oscuridad envolvió su mente.

Despertó sobresaltado. Acababa de oír un toque de corneta en el exterior.

—¡Vamos, vamos, deprisa! —gritaba el sargento.

Había que enfrentarse con un nuevo día.