John Andrews se hallaba desnudo en el centro de una habitación de techo, paredes y suelo de tablas de madera de pino sin pulir. Hacía mucho calor, y la atmósfera era agobiante. En una mesa situada en un rincón una máquina de escribir tecleaba espasmódicamente.
—Dígame, joven, ¿sabe usted deletrear la palabra «imbecilidad»?
John Andrews se acercó a la mesa del que escribía, deletreó la palabra y añadió después:
—¿Es que van a someterme a un examen?
Sin responder, el hombre continuó tecleando, mientras John Andrews, con los brazos cruzados y una expresión mitad divertida, mitad furiosa, balanceaba el cuerpo ligeramente en el centro de la habitación. Seguía escuchando el ruido de la máquina y la voz del que escribía en ella, el cual leía en voz alta el informe que redactaba.
«Licenciamiento recomendado… Clic, clic, clic… (¡Maldita sea esta estúpida máquina!) Soldado Coe Elbert… Clic, clic, clic… (¡Malditas sean todas las endiabladas máquinas del Ejército!) Motivo: Deficiencia mental. Historial del caso…»
En aquel momento entró de nuevo el sargento de Reclutamiento.
—Si no tienes listo ese informe dentro de diez minutos, Bill, temo que el capitán Arthur se ponga furioso. ¡Por lo que más quieras, termina de una vez! Le oí decir que si no podías cumplir con tu obligación habría que buscar al alguien capaz de hacerlo. Supongo que no querrás perder tu puesto, ¿verdad? —Se interrumpió, miró a John Andrews y añadió—: ¡Hola! Te había olvidado, muchacho. Vamos a ver, corre un poco por la habitación. No, no tanto… Es para comprobar el perfecto funcionamiento del corazón. ¡Dios, qué fuertes son estos reclutas!
John Andrews permitió dócilmente que le examinaran. Se sentía como un caballo premiado en una feria. Siguió escuchando la voz del individuo que escribía a máquina, el cual decía con voz monótona:
—No existen… indicios de depravación… (¡Diablos, esta goma es una porquería!), depravación sexual… ni de alcoholismo. Juventud normal, transcurrida en una granja. Apariencia también normal…, aunque algo raquítica. (¿Cómo se escribirá esta última palabra?)
—Puedes vestirte —dijo el sargento de Reclutamiento—. No pienso perder todo el día contigo. ¿Cómo diablos te han enviado solo?
—Mis papeles estaban equivocados —respondió Andrews.
—Diez años en… prueba B —siguió diciendo el individuo que escribía a máquina—. Sen…, digo men… mentalidad infantil, igual a la de un niño de ocho años. Al parecer, no sabe ni… (Es lo que yo llamo una letra endiablada… ¿Cómo voy a copiarlo si ni siquiera entiendo lo que dice?)
—Perfectamente. Quedas aceptado. Claro que aún hay ciertos requisitos que cumplir. Ven conmigo.
Andrews siguió al sargento de Reclutamiento hasta una mesa situada en el extremo opuesto de la habitación. El clic, clic, clic de la máquina de escribir era desde allí menos perceptible, y la voz enojada del hombre que escribía parecía menos estridente.
… olvida al instante las órdenes recibidas. No responde a ninguna forma de persuasión… Memoria, nula…
—Bien. Preséntate en el cuartel B, cuarto pabellón a la derecha. ¡Chócala, muchacho! —dijo el sargento de Reclutamiento.
Andrews aspiró a pleno pulmón el aire puro del exterior. Por unos momentos se detuvo en los escalones de madera que daban acceso al departamento que acababa de abandonar, y contempló la fila de pabellones que formaban el cuartel, todos construidos con demasiada prisa. Muchos de ellos estaban pintados de verde; otros eran de madera blanca, y algunos tan sólo el esqueleto del edificio. Sobre su cabeza, unas nubes rosadas cruzaban lentamente el ancho espacio. Contempló unos árboles muy altos, que el otoño había hecho casi amarillos, más allá de los límites del campamento, hasta que, por último, fijó los ojos en el lugar donde terminaba la fila de edificios que formaban el cuartel, en la verja de entrada y en el centinela que se movía sin cesar, arriba y abajo, abajo y arriba… Por un momento frunció el entrecejo. Después, adoptando un aire bravucón, se encaminó hacia el cuarto pabellón a la derecha.
Subido a una escalera, John Andrews estaba limpiando ventanas. Vestido con un mono azul bastante sucio, frotaba con un paño mojado los pequeños cristales de las ventanas del cuartel. Hasta su nariz llegaba el olor inconfundible del polvo mezclado al del jabón de mala calidad.
En otra escalera parecida, y siguiendo el mismo itinerario, un individuo de corta estatura, que tenía un lado de la cara más rojo e hinchado que el otro (estaba mascando tabaco), pasaba un trapo seco por los cristales que Andrews había mojado antes, hasta dejarlos limpios y relucientes, reflejando el cielo salpicado de nubes.
Andrews estaba fatigado. Le dolían las piernas de tanto subir y bajar la escalera, y tenía las manos llagadas a causa de la sosa del jabón. Miró hacia abajo sin dejar de trabajar. Y se fijó en los camastros con las mantas dobladas del mismo modo. En muchos de ellos descansaban unos hombres en las posiciones más absurdas. Por raro que parezca, no pensó nada. Se extrañó de que esto pudiese sucederle. A decir verdad, desde hacía unos días parecía haber perdido hasta la facultad de pensar. Su mente era como un cable sin ánimas.
—¿Hasta cuándo debemos hacer esto? —preguntó a su compañero de trabajo.
Pero éste siguió masticando tabaco. Andrews creyó que ni siquiera contestaría.
Cuando iba a hablar otra vez, su compañero dijo tambaleándose en lo alto de la escalera:
—Hasta las cuatro.
—Entonces, ¿no terminamos hoy la faena?
Su interlocutor negó con la cabeza, escupió e hizo una extraña mueca.
—¿Hace mucho que estás aquí? —preguntó Andrews.
—No. Muy poco.
—¿Cuánto?
—Tres meses. No es mucho tiempo… —Escupió otra vez, bajó de la escalera, se apoyó en la pared y aguardó a que Andrews terminase de enjabonar otra ventana.
—Si me obligan a permanecer aquí tres meses me volveré loco… Sólo hace una semana que vine —murmuró Andrews entre dientes, mientras bajaba de la escalera y la acercaba a la ventana siguiente.
Ambos volvieron a subir a sus respectivas escaleras.
—¿Por qué estás en servicios auxiliares?
—Tengo los pulmones destrozados.
—Si es así, ¿cómo no te licencian?
—Creo que no tardarán en hacerlo.
Siguieron trabajando en silencio. Andrews estudió atentamente el ángulo superior de la derecha y siguió enjabonando los cristales de la ventana. Bajó después, movió la escalera de sitio y procedió a la limpieza de la ventana de al lado. Algunas veces, y para variar, empezaba por el cristal del centro en vez de hacerlo por el de abajo o por el de arriba.
Súbitamente, mientras trabajaba, sintió como si su mente despertase, como si por el cable a que antes la había comparado circulase una nueva corriente de energía. Sintió una melodía, un ritmo que condensaba la suciedad y el polvo de cuanto le rodeaba, las filas de hombres que aguardaban en el campo de instrucción, la monotonía horrible de las pisadas de aquellos pies que se movían al unísono, del polvillo que el batallón levantaba al marchar de un lado a otro del campo de instrucción.
Sintió como si ese ritmo pudiese penetrar hasta lo más hondo de su ser, sacudiéndose desde sus manos llagadas hasta sus piernas fatigadas por el continuo ir de aquí para allá y por el esfuerzo de acordar su paso al de otros muchos millones de piernas.
Aunque no fuera más que por costumbre, su mente tenía que recoger ese ritmo. Sintió que debía componer con él una hermosa melodía. Llegó hasta imaginar que una gran orquesta la ejecutaba, y su corazón latió más aprisa. Sí, tenía que expresar en música todo aquello. Haría lo posible porque las cosas quedasen bien grabadas en su interior, para poder luego expresarlo en notas musicales y componer una melodía que fuese como el símbolo de cuanto le rodeaba. Para que la tocasen las grandes orquestas y, al oírla, la gente se estremeciera de emoción.
Continuó trabajando. La tarde le parecía interminable. Siguió subiendo y bajando la escalera y enjabonando con un trapo los cristales de las ventanas del cuartel. De pronto, una frase absurda surgió en su mente, reemplazando al ritmo que hasta entonces había percibido: Arbeit und Rhythmüs. Repitió para sí la frase una y otra vez: Arbeit und Rhythmüs.
Luchó por borrarla de su imaginación y seguir pensando sólo en la música que le había inspirado cuanto le rodeaba y que debía condensar la suciedad y el polvo, la monotonía, el esfuerzo heroico de aquellos cuerpos sudorosos por dominar todo ímpetu, todo gesto, toda aspiración y convertirse en algo anodino, según un mismo molde o patrón, como si, al igual que los soldados de juguete, necesitasen también de un molde en que quedar encasillados.
Mas, a pesar de todo, la frase siguió sonando en sus oídos, como si la gritase una voz ronca: Arbeit und Rhythmus, ahogándolo todo, matando todo ritmo, destruyendo toda inspiración.
De repente se echó a reír a carcajadas. Acababa de darse cuenta de que la frase era alemana, y de que él había ingresado en aquel cuartel para aprender a matar a los hombres que la inventaron, para matar a todo aquel que se atreviese a pronunciarla, él y todos aquellos hombres cuyas pisadas podía escuchar en el campo de instrucción y que al atravesarlo de uno a otro lado se esforzaban en acordar la marcha de sus pies.