La compañía estaba en posición de firmes. Cada hombre miraba fijamente ante sí, hacia el patio vacío del cuartel, en done unos montones de ceniza parecían rojos a la luz del atardecer. La atmósfera olía a cuartel, a desinfectante y también un poco a grasa y comida.
Al otro lado del extenso patio, largas hileras de soldados iban desapareciendo en el interior del pabellón que servía de comedor y en donde era servido el rancho. Entretanto, con la barbilla inclinada, ensanchado el pecho, las piernas nerviosamente contraídas, fatigadas por el ejercicio del día, los hombres de aquella compañía seguían firmes, cada hombre miraba frente a sí, unos con expresión ausente o resignada, otros intentando distraerse con la contemplación de cuanto los rodeaba: los montones de ceniza, la inmensa silueta de los cuarteles y los comedores rodeados de hombres en pie, apoyados en las paredes de madera, fumando unos, escupiendo otros… Algunos de los soldados que seguían alineados podían oír el tictac del reloj en sus bolsillos.
Alguien se movió, y al hacerlo crujió la grava bajo sus pies.
—¡Firmes! —gritó el sargento—. Dejen de moverse por ahí.
Los hombres que estaban junto al que se había movido miraron a éste con el rabillo del ojo.
Por el patio se acercaban dos oficiales. Por su gesto y por su modo de andar comprendieron los soldados que comentaban algo divertidos. Uno de ellos rió infantilmente, volvió sobre sus pasos y se alejó por el camino.
El otro, un teniente, siguió avanzando y sonriendo al andar. Al acercarse a la compañía, la sonrisa abandonó sus labios y, levantando la cabeza, avanzó con pasos firmes y decididos.
—Puede ordenar que rompan filas, sargento —dijo con voz dura y tajante.
Él sargento alzó maquinalmente una mano para saludar.
—¡Rompan filas! —gritó.
El grupo de hombres vestidos de caqui se convirtió muy pronto en una masa de individuos con personalidad propia, a pesar de sus caras y de sus botas sucias. Diez minutos más tarde, convenientemente alineados en grupos de a cuatro, se acercaban al comedor.
Unas bombillas de luz eléctrica daban un leve resplandor rojizo al interior oscuro. Las mesas, los bancos y hasta el entarimado del suelo olían ligeramente a basura y al desinfectante con que todo habíase limpiado después de la última comida. Cada hombre tenía ante sí la cazuela ovalada, en donde se les había servido el rancho extraído de unas calderas colocadas junto a la puerta. Un soldado del K. P.[1], sudoroso, vestido con un mono azul, volcaba en cada una de las cazuelas la ración de patatas y carne.
—No parece tan malo esta noche —dijo Fuselli al individuo que estaba frente a él, mientras se subía los puños de su guerrera y se inclinaba sobre el rancho humeante.
Era un muchacho robusto, de cabello rizado y labios firmes y gruesos, que chascaba furiosamente al comer.
—En efecto —respondió un muchacho sonrosado y de cabello rubio que se sentaba frente a él. Llevaba garbosamente inclinado hacia un lado el sombrero de amplias alas.
—Tengo permiso esta noche —dijo Fuselli levantando orgullosamente la cabeza.
—De juerga, ¿eh?
—Nada de eso, amigo. Tengo novia en San Francisco. Una buena muchacha…
—Haces bien en no acercarte a las chicas de este maldito pueblo. Ni siquiera son limpias. Te lo advierto por si tu intención es salir para ultramar —dijo muy serio el muchacho de pelo rubio, inclinándose sobre la mesa para acercarse más a él.
—Voy por más rancho —dijo Fuselli—. Espera un poco.
—¿Qué harás en el pueblo? —preguntó el muchacho rubio cuando Fuselli hubo regresado.
—Pues no sé… Pasear un poco y luego ir al cine —respondió Fuselli llenándose la boca de patatas.
—¡Hora de retreta! —gritó una voz a su espalda.
Fuselli se llenó la boca cuanto pudo y de mala gana vació en el cubo de los desperdicios lo que no había podido terminar. Momentos después se hallaba en posición de firmes en la fila de figuras vestidas de caqui, una de las cientos de las filas igualmente vestidas de caqui que llenaban los ángulos del cuartel. Al otro extremo, en donde estaba situada la bandera, sonó un toque de corneta. Al oírlo, Fuselli recordó sin saber por qué al hombre que, sentado tras una mesa en la Caja de Reclutamiento, le dijo al entregarle los documentos que garantizaban su ingreso en el campamento en donde ahora se hallaba: «Desearía poder ir con usted», tras lo cual le tendió su blanca y delgada mano, que Fuselli, después de unos instantes de vacilación, estrechó entre las suyas morenas y fuertes. El hombre añadió fervientemente: «Debe de ser maravilloso sentir el peligro, saberse continuamente expuesto a morir. Buena suerte, muchacho, buena suerte».
Al recordar su cara blanca como el papel y su calva verdosa, Fuselli sintió un estremecimiento. No obstante, las palabras de aquel hombre le hicieron salir de la Caja de Reclutamiento con la cabeza erguida y pasar rápida y orgullosamente junto a un grupo parado a la puerta. Aún ahora, el recuerdo de aquellas palabras, que surgían junto a las notas del himno nacional, le hacían sentirse importante y casi orgulloso de sí mismo.
—¡Compañía…! ¡Derecha…!
Era una orden. ¡Crunch…! ¡Crunch…! Los pies crujieron sobre la grava del terreno. Las compañías volvían al cuartel. Fuselli quiso sonreír y no se atrevió. Quiso sonreír porque tenía permiso hasta medianoche, y porque pocos minutos después estaría al otro lado de la verja, más allá de la verde valla, lejos de los centinelas y de las alambradas de espino. ¡Crunch…! ¡Crunch…! ¡Crunch…! ¡Oh! ¡Tardaban tanto en llegar al cuartel! Y eso representaba una pérdida de tiempo. La pérdida de unos preciosos minutos de libertad.
—¡Al… to! —gritó el sargento con su agresiva expresión de bulldog, para saber quién era el que había equivocado el paso.
Era casi oscuro. Todos volvieron a quedar firmes. Fuselli se mordió los labios de impaciencia. Los minutos pasaban…
Por fin, y como de mala gana, el sargento gritó:
—¡Rompan… filas…!
Fuselli se dirigió rápidamente hacia la verja, contoneándose al andar como para darse importancia. Cuando pisó el asfalto de la calle contempló la larga hilera de jardincillos y porches, donde la claridad violácea de los arcos voltaicos, colgados de unos postes de hierro muy por encima de los arbolillos recién plantados de la avenida, luchaban por vencer las primeras sombras. Cabizbajo, se detuvo en una esquina y se apoyó en un poste de telégrafos. A su espalda quedaban la valla del campamento y la alambrada de espino. No sabía qué camino tomar. Era un lunar horrible. ¡Soñar tanto en viajar, en recorrer inundo, para llegar a aquello!
«Cuando salga de aquí, mi casa me va a parecer la gloria», murmuró. Y siguió recorriendo la ancha calle en dirección al centro del poblado, en donde estaba el cine, sin dejar de pensar en su hogar, en aquellos bajos de la casa de siete pisos en donde vivía su tía. «¡Dios, qué bien cocinaba!», pensó con nostalgia.
En el transcurso de una noche tan calurosa como aquélla, habría estado seguramente en la esquina de la calle, parado junto a la droguería, charlando con algunos amigos, riendo con las chicas del barrio, o paseando del brazo de una e incluso de dos de ellas, haciendo caso omiso de las miradas que pudieran dirigirle los transeúntes… O quizás habría marchado con Al, su compañero de trabajo de la Casa de Óptica donde prestaba sus servicios, a recorrer las calles brillantemente iluminadas, hasta llegar a aquélla en donde estaban los teatros y los restaurantes, o hasta los muelles y los embarcaderos, donde habrían tomado asiento para fumar y contemplar el puerto de color oscuro, casi morado, el centelleo de las luces y las embarcaciones que mecían en las aguas el reflejo rojizo que salía de sus portillas.
Con un poco de suerte, hasta hubieran podido ver la entrada de algún transatlántico a través de la Golden Gate [2]. Habrían podido disfrutar de aquel espectáculo inenarrable. Hubiesen visto unas luces que se convertían al acercarse en una inmensa mole, resplandeciente como la sala de un teatro de primera categoría, y que avanzaba por entre los ferry-boats. En algunas ocasiones hasta podía oírse el ruido de la hélice, o el producido por la proa al hundirse en las tranquilas aguas de la bahía, y las notas de una orquesta. Todos esos rumores se percibían alternativamente leves o fuertes.
—Cuando sea rico —había dicho Fuselli a su amigo Al— pienso viajar en uno de esos transatlánticos.
—Tu padre vino en uno de ellos del Viejo Continente, ¿no es así? —hubiera preguntado Al.
—Como pasajero de proa. Para eso prefiero quedarme en casa. Mira, chico, lo que yo quiero es viajar en primera clase, en un camarote de lujo. Para ello tendré que esperar a ser rico.
Sin embargo, allí estaba, en una pequeña población del Este, donde no conocía a nadie y en la que lo único que podía hacer para divertirse era ir al cine.
—¡Hola, amigo! —murmuró una voz a su lado. El muchacho de alta estatura que a la hora del rancho estuvo sentado frente a él acababa de acercársele—. ¿Vas al cine?
—Sí. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
—Traigo a un novato. Llegó esta mañana al campamento —dijo señalando a un individuo que andaba junto a él.
—Te gustará —dijo Fuselli deseando darle ánimos.
—No se está tan mal en él como parece al principio.
—Le estaba diciendo que debe andarse con cuidado y no meterse en un lío. Porque si sirviendo en este endiablado Ejército se mete uno en un lío, la vida puede ser un verdadero infierno.
—Y que lo digas. ¿De manera que te han destinado a nuestra compañía? No creo que lo pases del todo mal. El sargento es bastante decente, pero el teniente es un cerdo… ¿De dónde vienes?
—De Nueva York —dijo el recién llegado, un hombrecillo de unos treinta años, de corta estatura, piel cetrina y la nariz larga y brillante de un judío—. Trabajo en el ramo de la pañería, y ha sido una injusticia que me trajeran aquí. Es injusto, sí. Estoy tuberculoso —explicó con voz débil y desagradable.
—No te preocupes, que ya te curarán —dijo el muchacho de alta estatura—. Te dejarán como nuevo. Te sentirás tan bien que ni siquiera vas a conocerte a ti mismo. Ni tu madre, cuando vuelvas al hogar, podrá reconocerte. Además, eres afortunado.
—¿Por qué?
—Por ser de Nueva York. El cabo, Tim Sidis, es también de allá, y siente especial predilección por sus paisanos. ¿Qué cigarrillos fumas?
—No fumo.
—Será mejor que te acostumbres a fumar. Al cabo le gustan mucho los cigarrillos, y lo mismo le sucede al sargento. Si de vez en cuando les regalas algunos, pues…, bueno, eso facilita mucho las cosas.
—¡Tonterías! —exclamó Fuselli—. A veces eso no sirve de nada. Es cuestión de suerte. Procura aparecer siempre limpio y sonriente y todo te irá bien. Y si alguien quiere tomarte el pelo, hazle frente. Tienes que ser un poco fanfarrón para salir adelante con éxito en el Ejército.
—Tienes mucha razón —dijo el muchacho de alta estatura—. Ya lo sabes, amigo. No dejes que te pisen. Y, a propósito, ¿cómo te llamas?
—Eisenstein.
—Éste se llama Powers, Bill Powers. Yo, Fuselli. ¿Va usted al cine, míster Eisenstein?
—No. Prefiero ir en busca de unas faldas —repuso el hombrecillo mirando de soslayo a sus interlocutores—. He tenido mucho gusto en conocerle.
—¡Bah! ¡Un maldito judío! —dijo Powers cuando Eisenstein se alejó por la calle cercana, que, lo mismo que la avenida, estaba flanqueada de árboles cuyas hojas se mecían al impulso del viento. La atmósfera olía a fábrica y a polvo de carbón.
—Hombre, no son tan malos. Tengo un buen amigo que es judío —dijo Fuselli.
Salieron del cine mezclados con la multitud, en la que predominaba el clásico traje oscuro de obrero.
—En la escena en que el protagonista deja a su novia para marchar al frente, hasta tuve ganas de llorar —dijo Fuselli.
—¿De veras?
—Sí. Es un caso tan parecido al mío… ¿Has estado alguna vez en San Francisco, Powers?
El muchacho de alta estatura negó con un ademán, se quitó después el sombrero de anchas alas y, se rascó su enmarañada cabellera rubia.
—La verdad es que hacía calor allí dentro —murmuró.
—Pues bien —siguió diciendo Fuselli—, te contaré cómo fue todo… Hay que coger el ferry para ir a Oakland. Mi tía (ya sabes que no tengo madre y que siempre he vivido con una tía), su cuñada y Mabe (Mabe es mi novia) se empeñaron en coger el ferry-boat a pesar de que yo me había opuesto a que lo hiciesen. Mabe estaba muy enfadada conmigo, se había enterado de que yo le había escrito varias cartas amorosas a Georgine Slater, otra chica de mi calle. Le dije a Mabe que aquello nunca pasó de ser una broma sin consecuencias y que no tenía importancia. Pero Mabe se empeñó en decir que nunca podría perdonarme. Tuve entonces que decirle que quizá me mataran y que tal vez no me viese nunca más. La confusión fue espantosa. Todos chillábamos a la vez.
—Es terrible tener que despedirse de una novia —dijo Powers comprensivamente—. La verdad, es como para acabar con uno. Prefiero mil veces andar por ahí con una prostituta cualquiera. Al menos, no hay que despedirse de ellas.
—¿Has ido alguna vez con una prostituta?
—Bueno, no puedo decir que haya ido con ellas —admitió el muchacho, sonrojándose tan intensamente que su rubor se hizo visible aun bajo el pálido reflejo de las luces que iluminaban la calle por donde caminaban, de regreso al campamento.
—Pues yo sí puedo decirlo —dijo Fuselli con orgullo—. Era portuguesa. Una chica estupenda, claro que desde que tengo novia terminé con esas aventuras… Pero, en fin, como te iba diciendo, Mabe y yo hicimos las paces. Terminó asegurándome que nunca podría casarse con otro que no fuese yo. Mientras paseaba por una calle vi en cierto escaparate una bandera preciosa, con una estrella bordada en el centro. Te aseguro que era estupenda. Me dije: «Voy a regalársela a Mabe». Entré en la tienda y la compré, sin importarme un rábano lo que costaba. Más tarde, en el momento de la despedida, en medio de la confusión producida por los gritos y antes de presentarme al «Departamento de Ultramar», puse esa bandera en manos de Mabe y le dije: «Guárdala, nena, y no te olvides de mí». ¿Qué crees que hizo ella entonces? Pues sacó una caja de bombones de cinco libras por lo menos, que tenía escondida, y me dijo: «Toma, Dan, y procura que no te hagan daño». La había llevado todo el rato encima y yo ni siquiera me había dado cuenta. ¿No te parece que las mujeres son muy listas?
—En efecto —respondió vagamente el otro muchacho.
Cuando Fuselli entró en el dormitorio pudo observar que entre los soldados reinaba gran excitación. Por entre las largas hileras de camastros se oían muchos murmullos.
—Veremos lo que pasa. Parece que alguien escapó del calabozo.
—Pero ¿cómo?
—¿Qué diablos sé yo?
—El sargento Timmons dijo que hizo una especie de cuerda con las mantas.
—No. El centinela le ayudó a escapar.
—Eso es. Puedo asegurarlo. Pasaba junto al calabozo cuando se dieron cuenta del suceso.
—¿A qué compañía pertenecía?
—No lo sé.
—¿Cómo se llama?
—Estaba arrestado por insubordinación. Parece ser que le había dado un puñetazo a un oficial.
—Me hubiese gustado verlo.
—Pues lo que es esta vez va servido.
—Tienes razón. ¡Por vida de…!
—¿Queréis callar de una vez? Han tocado silencio —gritó el sargento, que leía tranquilamente el periódico ante una mesita que había a la puerta de entrada del dormitorio, bajo la luz tenue de una bombilla convenientemente disimulada—. Puede ponerse encima el Pluvial de Guardia.
Fuselli se tapó la cabeza con la manta y se dispuso a dormir. Se acomodó en el catre y se abrigó con las mantas, sintiéndose a salvo de la impresionante voz del sargento y del reflejo acerado de los ojos del oficial. Se sentía cómodo y feliz, lo mismo que se había sentido en el lecho de su hogar cuando no era más que un niño. Por un momento se entretuvo en imaginar cómo sería aquel hombre que se atrevió a pegar a un oficial. Vestiría seguramente como él, y tal vez, como él, sólo tuviera diecinueve años y una novia como Mabe esperándole en cualquier sitio. ¡Qué triste, qué terrible debía de ser estar fuera del campamento y saberse perseguido por los soldados de guardia! Se vio a sí mismo corriendo jadeante por una calle interminable, seguido por un pelotón armado de fusiles y al mando de un oficial de ojos crueles que brillaban como la punta afilada de las balas.
Se rodeó la cabeza con la manta, disfrutando del agradable calorcillo y de la suavidad de la lana sobre la mejilla. Tendría que acordarse de sonreírle al sargento cuando estuviese fuera de servicio. Había oído decir que iban a haber ascensos. ¡Y él deseaba tanto ser ascendido! Sería maravilloso poder escribir a Mabe y decirle que en el futuro debía dirigir sus cartas al «Cabo Dan Fuselli». Tendría que tener mucho cuidado en no meterse en un lío por nada ni por nadie, y en no perder la oportunidad de demostrar lo listo que era.
«¡Oh! Cuando nos destinen a ultramar sabré demostrarles de lo que soy capaz», pensó entusiasmado. Y soñando con una inacabable serie de actos heroicos se quedó dormido.
Le despierto una voz estridente que chillaba junto al vecino catre:
—¡Vamos! ¡Arriba!
A la blanca luz de una linterna de bolsillo pudo ver la cara del individuo que ocupaba el catre.
«El oficial de guardia», se dijo Fuselli.
—¡Vamos, muévete! —repitió con acritud la misma voz. El individuo tendido en el catre se movió y abrió los ojos—. Levántate.
—Voy, señor —respondió el hombre.
La luz de la linterna le hizo parpadear. Estaba todavía medio dormido. Saltó de la cama y quedó en posición de firme.
—¿No se te ocurre nada mejor que dormir con la camisa puesta? ¡Vamos, quítatela!
—Sí, señor.
—¿Cómo te llamas?
El individuo le miró estúpidamente, sin dejar de parpadear. Estaba demasiado sorprendido para poder hablar.
—Conque no sabes ni cómo te llamas, ¿eh? —dijo entonces el oficial mirándole con fiera expresión. Su voz fue seca y breve como un latigazo—. Vamos, quítate la camisa y los pantalones y vuelve a acostarte.
El oficial de guardia se alejó, escudriñando con la linterna todos los rincones del dormitorio.
La oscuridad más absoluta reinó de nuevo. Sólo oía la respiración y los ronquidos de los que dormían. Antes de conciliar el sueño, Fuselli pudo oír cómo su vecino juraba y blasfemaba con voz apenas perceptible, deteniéndose sólo para inventar frases nuevas. Trataba así de dar rienda suelta a su furor, consolándose con un monótono rosario de insultos.
Momentos después, Fuselli volvió a despertarse con una exclamación. Había tenido una terrible pesadilla. Soñó que había dado un puñetazo en la mejilla al oficial de guardia, que había escapado del calabozo y que corría desesperada, angustiosamente; que se caía de vez en cuando, y que la compañía entera le perseguía hasta darle caza en una avenida flanqueada de árboles. Escuchó claramente las voces de los oficiales que gritaban órdenes, y llegó a estar seguro no sólo de su captura, sino de que iba a ser fusilado.
Se estremeció e hizo un movimiento como para librarse de la pesadilla, con el mismo ademán con que el perro se sacude el agua del cuerpo.
Se abrigó con las mantas y quedó dormido otra vez.