El Espiritual
El Templo de la reina Oscura
DÍA VIGESIMOSEXTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC
Amaneció el sol, parecía tener los ojos rojos y llorosos, la expresión huraña después de una noche caótica regada de alcohol. Las alcantarillas de las calles de Neraka eran arroyos de color carmesí que corrían hacia el comienzo de aquel día único y, sin embargo, el enemigo ni siquiera estaba a la vista. Las fuerzas de los Señores de los Dragones combatían entre ellas.
Como el emperador había llegado tarde, las tropas de los demás Señores de los Dragones tenían prohibida la entrada a la ciudad de Neraka, lo que significaba que les quedaba prohibido disfrutar de la cerveza, del aguardiente enano y de otros placeres que ofrecía la ciudad. Los soldados, que en muchos casos habían tenido que avanzar a marchas forzadas para llegar a Neraka a tiempo, habían soportado la marcha, los latigazos, el agua putrefacta y la mala comida porque les habían prometido unas buenas vacaciones en Neraka. Cuando les dijeron que no podían entrar en la ciudad y que tenían que seguir comiendo aquella bazofia y bebiendo únicamente agua, se amotinaron.
Dos Señores de los Dragones, Lucien de Takar, el líder semiogro del Ejército de los Dragones Negro, y Salah-Kahn, líder del Verde, llevaban un mes enzarzados en su propia guerra. Los dos pretendían extender sus dominios con el territorio de su contrincante. Los humanos de Khur, bajo las órdenes de Salah-Kahn, siempre habían odiado a los ogros; éstos, por su parte, siempre habían odiado a los humanos. Las dos razas se habían aliado en la guerra sin mucho entusiasmo, pero cuando la guerra empezó a ir mal, cada Señor del Dragón se preocupó por sí mismo. Cuando estallaron las refriegas entre las tropas, los líderes se echaron la culpa entre sí pero ninguno hizo nada por poner paz.
El Ejército de los Dragones Blanco era el que estaba en peores condiciones, pues carecía de líder. El hobgoblin Toede, que era quien estaba al mando, no había aparecido y se rumoreaba que había muerto. Los oficiales draconianos y humanos empezaron a pelearse por el cargo y se esmeraban para caer en gracia al emperador, pero nadie se ocupaba de mantener la disciplina y el orden entre las filas.
Sólo uno de los Señores de los Dragones conseguía mantener a sus fuerzas bajo control, y se trataba de Kitiara, la Dama Azul. Sus oficiales y sus tropas le eran leales y mostraban gran disciplina. Se sentían orgullosos de su líder y de sí mismos, y aunque había alguna queja porque estaban perdiéndose la diversión, los soldados permanecían en su campamento.
Los soldados del Ejército de los Dragones Rojos ya estaban en la ciudad y habían recibido órdenes de mantener a los demás fuera hasta que llegara el emperador. Resultó una tarea complicada, porque los draconianos podían traspasar la muralla volando tranquilamente por encima y se amontonaban en El Broquel Partido y El Trol Peludo (ambas tabernas regentadas por nuevos dueños).
Cuando la guardia nerakiana, escoltada por los soldados del Ejército de los Dragones Rojo, intentó expulsar a los draconianos durante la noche, estallaron las peleas. El Señor de la Noche, al ver que la guardia estaba en desventaja al enfrentarse a aquella multitud amotinada, y temeroso de que los disturbios llegasen hasta el templo, envió en su ayuda a los guardias de ese recinto sagrado. Eso dejó el templo sin hombres de armas en un momento crítico, justo cuando el Señor de la Noche estaba preparando el consejo de guerra.
El Señor de la Noche estaba furioso y echaba toda la culpa a Ariakas, quien, según decían los rumores, había sido tan idiota como para casi dejarse liquidar por su propia furcia. El Señor de la Guerra ordenó a todos los peregrinos oscuros de la ciudad y de los alrededores que acudieran al templo para que colaboraran en la seguridad.
* * *
Raistlin se levantó antes del amanecer. Había pasado la noche en los túneles bajo la tienda de Lute. Esa mañana se quitó su túnica teñida de negro. Acarició el tejido con la mano. El tintorero no lo había engañado; el negro no se había descolorido ni se había tornado verdoso. La túnica le había hecho un buen servicio. La dobló y la dejó cuidadosamente en una silla.
Ató las bolsas de los ingredientes de hechizos y el Orbe de los Dragones en una tira de piel y se la colgó al cuello. Se colocó la daga de plata en la muñeca y se aseguró de que ésta le caería en la mano con un simple giro de muñeca. Por último, se vistió con la túnica de terciopelo negro de un Espiritual y se colgó el medallón de oro propio de un clérigo de alto rango de los dioses de la oscuridad. Kitiara era quien le había proporcionado el disfraz. Le contó que se había encontrado con el Espiritual cuando escapaba de la prisión de Ariakas.
La tela se deslizó por el cuello y los hombros de Raistlin. Colocó los amplios pliegues de forma que las bolsas quedaran debajo, ocultas a la vista. Los clérigos recibían su magia sagrada a través de sus oraciones a los dioses, no mediante pétalos de rosa y guano de murciélago.
Cuando estuvo listo, colocó el Orbe de los Dragones sobre la mesa y apoyó las manos sobre él.
—Muéstrame a mi hermano —ordenó.
Los colores del orbe empezaron a brillar y a girar en su interior. Aparecieron unas manos, pero no eran aquellas a las que ya estaba acostumbrado. Eran unas manos huesudas, con los dedos largos, descarnados, y las uñas horrendas de los cadáveres…
Raistlin ahogó un grito y rompió abruptamente el hechizo. Apartó las manos. Le llegó el eco de las carcajadas y aquella voz odiada.
—Si tu armadura está hecha de despojos, yo encontraré una grieta en ella.
—Los dos queremos lo mismo —dijo Raistlin a Fistandantilus—. Yo tengo los medios para conseguirlo. Si interfieres, los dos perderemos.
Raistlin esperó la respuesta en tensión. Al ver que no llegaba, vaciló. Después, como no aparecía ninguna mano, cogió el orbe y lo metió en la bolsa. No volvió a utilizar el orbe, sino que recorrió los pasadizos que lo llevaron al otro lado de la muralla, a Neraka.
* * *
Cuando llegó Raistlin, delante del templo ya estaba reunida una multitud de clérigos oscuros. La cola bajaba toda la calle y daba la vuelta al edificio.
Raistlin estaba a punto de ponerse el último, cuando se le ocurrió que un Espiritual, como se suponía que era él, no esperaría en la cola como los peregrinos más humildes. Eso podría resultar un poco sospechoso. Golpeó en la espinilla a las personas que tenía delante con el Bastón de Mago y les ordenó que se apartasen.
Varios se volvieron hacia él, enfadados, pero tuvieron que cerrar la boca y tragarse el enfado al ver los destellos dorados del medallón. Con expresión huraña, los peregrinos oscuros se apartaron para dejar paso a Raistlin, que llegó al principio de la cola a base de empellones.
Raistlin se tapaba el rostro con la capucha. Llevaba guantes negros de cuero para ocultar su piel dorada y también la daga. Caminaba cojeando, para poder explicar la presencia del bastón. Y a pesar de que el Bastón de Mago se ganó algunas miradas curiosas, tenía el aspecto anodino que las circunstancias requerían.
Al llegar a la entrada del templo, Raistlin presentó su salvoconducto, que también le había conseguido su hermana, y aguardó con impaciencia mal disimulada mientras el guardia draconiano lo estudiaba. Por fin, el draconiano le hizo un gesto con la garra.
—Tienes permiso para entrar, Espiritual.
Raistlin se disponía a cruzar la puerta de doble hoja ricamente decorada, en la que se veían representaciones de Takhisis en forma del dragón de las cinco cabezas, cuando lo detuvo otro guardia, esta vez humano.
—Quiero verte la cara. Quítate la capucha.
—Tengo un motivo para cubrirme con la capucha —contestó Raistlin.
—Y tendrás un motivo para quitártela —contestó el guardia, y alargó la mano hacia él.
—Está bien —aceptó Raistlin—. Pero estás advertido. Soy seguidor de Morgion.
Echó la capucha hacia atrás.
El guardia puso una mueca de miedo y asco. Se frotó la mano en el uniforme para eliminar cualquier posibilidad de contagio. Varios clérigos que esperaban su turno detrás de Raistlin se empujaron para alejarse lo máximo posible de él. De todos los dioses oscuros, Morgion, el dios de la enfermedad y la putrefacción, era el más abominado.
—¿Querrías ver también mis manos? —preguntó Raistlin, y empezó a quitarse los guantes negros.
El guardia murmuró algo inteligible y señaló la puerta con el pulgar. Raistlin volvió a echarse la capucha sobre la cabeza y nadie más lo detuvo. Mientras entraba en el templo, oyó comentarios sorprendidos a sus espaldas.
—Tiras de carne desprendiéndose…
—… ¡Tiene los labios comidos! Se veían los tendones y el hueso…
—… un cadáver viviente…
Raistlin se sentía orgulloso. Su hechizo había funcionado. Pensó en mantener la ilusión óptica, pero acabaría agotado si tenía que alimentar el hechizo durante todo el día. Sencillamente no se quitaría la capucha.
Raistlin se unió a un numeroso grupo de clérigos que se agolpaba alrededor de la entrada. Preguntó a uno de ellos cómo podía encontrar la sala del consejo.
—Vengo del este. Ésta es la primera vez que visito el templo de Su Oscura Majestad —dijo como por explicación Raistlin—. No conozco el camino.
La peregrina oscura se sintió halagada por haber sido escogida por un clérigo de rango tan alto y se ofreció a acompañar personalmente al Espiritual. Mientras lo guiaba por los enrevesados pasillos que llevaban al salón del consejo, le fue contando los pasos planeados para el consejo de guerra, o el Gran Consejo, como Ariakas lo llamaba.
—La reunión de los Señores de los Dragones comenzará con la puesta del sol. Una hora más tarde —la voz de la peregrina se ahuecó por la admiración—, nuestra Reina Oscura, Takhisis, se unirá a los Señores de los Dragones para anunciar la victoria en la guerra.
«Un poquito prematuro», pensó Raistlin.
—¿Qué sucede durante el Gran Consejo? —preguntó a la peregrina.
—Primero ocuparán su lugar las tropas del emperador, a los pies de su trono. Después entrarán las tropas de los Señores de los Dragones y, por último, los Señores de los Dragones en persona. El último en aparecer será el emperador. Cuando todos estén reunidos, los Señores de los Dragones jurarán lealtad al emperador y a Su Oscura Majestad. Los Señores de los Dragones presentarán al emperador sus ofrendas para la diosa, como prueba de su devoción.
»Hemos oído —añadió la peregrina oscura en un tono confidencial— que una de las ofrendas será la elfa conocida como Áureo General. La sacrificarán en honor a Takhisis durante los rituales de la Vigilia Oscura. Espero que podáis asistir, Espiritual. Nos honraría mucho vuestra presencia.
Raistlin repuso que estaría encantado.
»Ésta es la sala del consejo —anunció la peregrina, llevándolo hasta la puerta principal—. No se nos permite entrar, pero podéis echar un vistazo desde fuera. ¡Es impresionante!
Como todas las salas del templo, el salón circular del consejo existía entre el plano etéreo y el mundo real, y estaba diseñado para inquietar a aquel que lo mirara. Todo era como parecía ser y nada era lo que parecía. El suelo de granito negro se movía bajo los pies. Las paredes eran del mismo granito negro y daban la sensación de que se elevaban como una ola, a punto de tragarse el mundo.
Raistlin levantó la vista hacia el cielo abovedado y se quedó atónito al ver varios dragones sobre los aleros. Estaba mirando a los dragones y preguntándose cómo influirían en sus planes, cuando de repente tuvo la impresión de que el cielo se desplomaba sobre él. Sin querer, se encogió y oyó que la peregrina oscura dejaba escapar una risita seca. Raistlin clavó la mirada en el techo hasta que dejó de sentir el vacío en la boca del estómago que uno suele sentir cuando cae desde cierta altura.
—En esas cuatro plataformas están los tronos sagrados de los Señores de los Dragones —explicó su guía, señalando las tribunas—. La blanca es para lord Toede, la verde para Salah-Kahn, la negra para Lucien de Takar y la azul para la Dama Azul, Kitiara uth Matar.
—Las plataformas son bastante ridículas —comentó Raistlin.
La guía se puso tiesa, ofendida.
—Resultan imponentes.
—Ruego que me perdones —dijo Raistlin—. Lo que quería decir es que las plataformas no son lo suficientemente grandes para albergar a los Señores de los Dragones y a todos sus guardias. ¿No tenéis miedo de los asesinos?
—Ah, ya entiendo lo que queréis decir —repuso la guía con sequedad—. Sólo se permite acceder a las plataformas a los Señores de los Dragones. Los guardias se quedan en la escalera que lleva a la tribuna y rodean la plataforma. Es imposible que llegue hasta allí ningún asesino.
—Supongo que el trono grande y decorado con todas esas piedras preciosas en la parte de delante del salón es el del emperador, ¿verdad?
—Sí, ahí es donde se sentará Su Majestad Imperial. ¿Y veis el balcón oscuro sobre el trono?
A Raistlin le resultaba difícil mirar a ningún otro sitio. Sus ojos siempre acababan atraídos hacia esa zona en sombra, y ya sabía a qué estaba dedicado el balcón antes de que su guía se lo dijera.
—Ése es el lugar por el que nuestra reina hará su entrada triunfal en el mundo. Sois afortunado, Espiritual. Estaréis allí con ella.
—¿Estaré allí? —preguntó Raistlin, sorprendido.
—El emperador tiene su trono por debajo. Nuestro Señor de la Noche se quedará cerca de Su Oscura Majestad y los dignatarios como vos, Espiritual, estaréis de pie a su lado.
La peregrina suspiró con envidia.
»Sois muy afortunados de estar tan cerca de Su oscura Majestad.
—Ciertamente —contestó Raistlin.
Había planeado con su hermana que se uniría a ella en su plataforma. Desde allí podría utilizar su magia. Aquél plan no carecía de riesgos. Quedaría a la vista de todos los asistentes al consejo, incluido Ariakas. Y aunque Raistlin iba vestido como un clérigo, en cuando empezara a conjurar su hechizo, todos sabrían que era un hechicero. Cuanto más pensaba en ello, más cuenta se daba de que le iría mucho mejor la plataforma del Señor de la Noche.
«Estaré situado sobre Ariakas —pensó—. El emperador estará de espaldas a mí. Es verdad que tendré cerca a Takhisis, pero no me estará prestando ninguna atención. Todo su ser estará concentrado en sus Señores de los Dragones».
—Deberíamos irnos —dijo la guía—. Es casi la hora de los rituales del mediodía. Podéis acompañarme.
—No querría ser una carga —contestó Raistlin, que llevaba rato preguntándose cómo podría librarse de la mujer, para poder ir a explorar por su cuenta—. Ya encontraré yo solo el camino.
—La asistencia es obligatoria —repuso la guía fríamente.
Raistlin maldijo para sí, pero no había nada que pudiera hacer. Su guía lo alejó del salón a través del laberinto del templo. Pronto se confundieron con una muchedumbre de clérigos oscuros y soldados que querían entrar en el salón del consejo. Los centenares de cuerpos desprendían un calor asfixiante. Raistlin sudaba debajo de la túnica de terciopelo. Sentía las palmas de las manos húmedas por debajo de los guantes negros y lo acosaba un picor insoportable. Era una sensación muy molesta, estaba deseando quitarse los guantes, pero no se atrevió. Su piel dorada habría provocado un sinfín de comentarios y tenía miedo de que lo reconocieran por la vez que había estado prisionero.
Cuando parecía que la muchedumbre empezaba a dispersarse, un draconiano baaz enorme salió de la nada dando empujones.
—¡Dejad paso! —gritaba el draconiano—. Prisioneros peligrosos. ¡Dejad paso! ¡Dejad paso!
La multitud se apartó como se le ordenaba. Aparecieron los prisioneros. Uno de ellos era Tika, que avanzaba justo detrás del guardia. Los rizos rojos le caían sin vida y enredados sobre la espalda, y tenía los brazos cubiertos de cortes largos. En cuanto se quedaba un poco retrasada, un draconiano baaz le daba un empujón por la espalda.
Caramon era el siguiente, con Tasslehoff echado a la espalda. Caramon iba protestando a voces que no tenían ningún motivo para arrestarlo, era oficial de un ejército de los Dragones y estaban cometiendo un grave error. ¿Qué más daba si no tenía los papeles necesarios? Exigía hablar de inmediato con la persona al cargo.
Tas tenía la cara cubierta de sangre y magullada, y debía de estar inconsciente, pues estaba callado. Y Tasslehoff Burrfoot jamás estaría callado en una situación tan interesante.
«¿Dónde está Tanis?», se preguntó Raistlin. Caramon, siempre tan inseguro, jamás abandonaría a su líder. Quizá Tanis hubiera muerto. El hecho de que Tasslehoff estuviera herido daba a entender que había habido un combate. Los kenders nunca sabían cuándo tenían que mantener la boca cerrada.
En el grupo había otra persona, un hombre alto de barba larga y blanca. Al principio Raistlin no lo reconoció, hasta que Tika dio un traspié. El draconiano baaz la empujó y tropezó con el hombre alto. La barba falsa se desprendió y Raistlin supo quién era: Berem.
Tika tocó la cara de Berem, como si estuviera preocupada por él, pero lo que en realidad quería era arreglar el desaguisado y rápidamente volver a pegar la barba.
El grupo pasó tan cerca de Raistlin que le habría bastado con extender una mano para tocar a Caramon en el brazo, ese brazo fuerte en el que tantas veces se había apoyado, que tantas veces lo había sostenido, le había dado abrigo y lo había defendido. Raistlin se concentró en el hombre de la barba falsa.
Raistlin había prometido entregar a Takhisis a Berem, el Hombre Eterno, y allí estaba el Hombre Eterno, a un paso de él.
Raistlin soltó el aire lentamente. La idea estalló en su cabeza como una estrella fugaz, cegándolo. Su corazón latía con fuerza, las manos le temblaban. Sólo había pensado ver a su hermana, Kitiara, con la corona sobre la cabeza. Hasta allí había llegado su ambición, su deseo. Jamás había soñado con tener la capacidad de derrotar a la reina Takhisis. Rápidamente borró esa idea, consciente de la voz que resonaba en su mente. Fistandantilus estaba allí, observando, esperando, tomándose su tiempo.
Dos soles no pueden girar en la misma órbita.
Raistlin se tapó bien el rostro con la capucha y se apartó. Se quedó junto a una pared. Los clérigos y los soldados pasaban a su lado, empujándose, y lo ocultaban. Los draconianos siguieron caminando, abriéndose paso a golpes entre la multitud, hasta que Raistlin los perdió de vista.
—¿Adónde llevan a los prisioneros? —preguntó a su guía.
—A los calabozos que hay debajo del templo —contestó ella. Hizo una mueca de desaprobación—. No sé por qué los idiotas de los guardias han traído a esa escoria al piso principal. Los dracos tendrían que haber entrado por la puerta que les corresponde. Pero ¿qué puede esperarse de esos lagartos? Siempre he dicho que fue un error crearlos.
«Verdaderamente», pensó Raistlin. Pero no por la razón que su guía imaginaba. Los draconianos de la Reina Oscura, llevados al mundo para ayudarla a conquistarlo, estaban llevando al único hombre del mundo que podía hacer que la diosa lo perdiera. Y lo llevaban al único lugar del mundo en el que el hombre necesitaba estar: La Piedra Angular.