El Cuchillo de Kitiara
La Espada de Par-Salian
DÍA VIGESIMOQUINTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC
Kitiara llegó a Neraka a primera hora de la mañana del día veinticinco, temiendo llegar demasiado tarde para el consejo, pero su sorpresa fue descubrir que el mismísimo Ariakas todavía no había aparecido. Los preparativos de la reunión eran cada vez más confusos, pues ninguno de los Señores de los Dragones ni sus ejércitos podían entrar en la ciudad antes que el emperador. Ariakas no confiaba en sus compañeros, los Señores de los Dragones. Si se les permitía la entrada a Neraka, tal vez cerraran las puertas de la ciudad, apostaran en las murallas a sus soldados e intentaran dejarlo fuera.
Kitiara había planeado alojarse en los lujosos aposentos que estaban esperándola en el templo. En vez de eso, no le quedó más remedio que acampar al otro lado de las murallas e instalarse en una tienda tan baja y estrecha que ni siquiera podía dar vueltas por ella, como tenía la costumbre de hacer cuando necesitaba pensar sobre algo.
Kitiara estaba de un humor de perros. Todavía le dolía la cabeza por el golpe que se había dado contra el suelo de piedra de la cámara. Se alegraba de tener una excusa para salir del Alcázar de Dargaard. A pesar de lo mal que se sentía, había llamado a Skie y había volado a lomos del dragón para reunirse con su ejército. La idea de enfrentarse a Ariakas para conseguir la Corona del Poder mitigaba un poco su terrible dolor de cabeza. Pero cuando había llegado, había descubierto que nadie sabía dónde estaba Ariakas o cuándo se dignaría a honrarlos con su presencia. Así que a Kitiara sólo le quedaba enfadarse y quejarse a su asistente militar, un draconiano bozak llamado Gakhan.
—Ariakas está haciéndolo a propósito para ponernos nerviosos —murmuró Kitiara. Estaba encorvada sobre una mesita auxiliar, masajeándose las sienes—. Está intentando intimidarnos, Gakhan, y eso no voy a permitirlo.
Gakhan emitió un ruido, una mezcla de bufido y gruñido. El bozak sonrió y su lengua asomó entre los labios.
Kitiara levantó la cabeza y lo miró con interés.
—Tú has oído algo. ¿Qué pasa?
Gakhan acompañaba a Kitiara desde antes del estallido de la guerra. Aunque oficialmente era su asistente, su título extraoficial era el de «Cuchillo de Kitiara». El draconiano era leal a Kitiara y a su reina, en ese orden. Algunos decían que estaba enamorado de la Dama Azul, pero siempre tenían mucho cuidado de decirlo a sus espaldas, jamás cara a cara. El bozak era listo, reservado, ingenioso y extremadamente peligroso. Se había ganado su apodo.
Gakhan lanzó una mirada hacia la puerta de la tienda, después la cerró y la ató con cuidado. Se inclinó sobre Kitiara.
—Mi señor Ariakas llega tarde porque está herido. Estuvo a punto de morir —anunció en voz baja.
Kitiara se quedó mirando fijamente al bozak.
—¿Qué? ¿Cómo?
—No alcéis la voz, mi señora —la previno el draconiano con gran seriedad—. Si se filtraran noticias como ésta, los enemigos del emperador podrían envalentonarse.
—Sí, es cierto, tienes razón —concedió Kitiara con la misma gravedad—. ¿Confías en la fuente de esta… esta información tan inquietante?
—Completamente —contestó Gakhan.
Kitiara sonrió.
—Necesito más detalles. Últimamente Ariakas no ha estado en el campo de batalla, así que imagino que alguien habrá intentado matarlo.
—Y estuvo a punto de conseguirlo.
—¿Quién fue?
Gakhan se quedó callado un momento para aumentar el suspense, después esbozó una sonrisa.
—¡Su bruja!
—¿Iolanthe? —preguntó Kitiara alzando la voz, tan sorprendida que olvidó que debía mostrarse circunspecta.
Gakhan la reconvino con la mirada y Kit volvió a bajar la voz.
—¿Cuándo fue?
—La Noche del Ojo, mi señora.
—Pero eso es imposible. Iolanthe murió esa noche. —Kitiara hizo un gesto hacia varios despachos—. Tengo los informes…
—Inventados, mi señora… Parece que Talent Orren…
Kitiara lo miró furiosa.
—¿Orren? ¿Qué tiene que ver con todo esto? Quiero saber lo que ha pasado con Iolanthe.
Gakhan inclinó la cabeza.
—Si tenéis paciencia, mi señora. Parece que Orren descubrió la conspiración para matarlo a él y a sus compañeros de La Luz Oculta. Propagó el rumor entre las tropas de que la Iglesia quería «limpiar» la ciudad de Neraka. Se habían dado órdenes de incendiar El Broquel Partido y El Trol Peludo. Evidentemente, los soldados no estaban muy contentos. Cuando llegaron los escuadrones de la muerte para llevar a cabo sus órdenes, encontraron soldados armados defendiendo las tabernas. Orren y sus amigos escaparon.
—¿Qué tiene que ver todo esto con Iolanthe? —preguntó Kit con impaciencia.
—Es miembro de La Luz Oculta.
Kitiara se quedó estupefacta.
—Eso es imposible. ¡Me salvó la vida!
—Creo que en ese momento le rondaba la idea de serviros, mi señora. Sin embargo, se sintió decepcionada cuando quisisteis eliminar la magia. Había estado haciendo trabajos ocasionales para Orren. Se convirtieron en amantes y ella se unió al grupo.
—¿Y cómo encaja Ariakas en toda esta historia? —quiso saber Kit, confusa.
—El emperador quería el Orbe de los Dragones que está en poder de vuestro hermano. Ariakas salvó a Iolanthe de los escuadrones de la muerte, pero no por amor. Le dijo que si tenía aprecio a su vida, tendría que matar a Raistlin. Ariakas fue con ella para asegurarse de que cumplía su orden y conseguir así el Orbe de los Dragones.
—Pero Iolanthe, en vez de atacar a Raistlin, se volvió contra Ariakas —dijo Kitiara.
—Me han dicho que si no llega a ser por la intervención del Señor de la Noche, por petición de Su Oscura Majestad, el emperador habría muerto congelado.
Kitiara echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Gakhan se permitió una sonrisa y un movimiento de cola, pero eso fue todo.
—¿Ariakas ya se ha descongelado? —preguntó Kitiara sin dejar de reírse.
—El emperador ha recuperado la salud, mi señora. Mañana llegará a Neraka.
—¿Qué pasó con Iolanthe?
—Huyó, mi señora. Se fue de Neraka con Orren y el resto de los miembros de La Luz Oculta.
—Es una vergüenza que la haya subestimado así. —Kitiara sacudió la cabeza—. Podría haberla utilizado. ¿Qué hay de Raistlin?
—Ha desaparecido, mi señora. Se supone que también abandonó Neraka, aunque nadie sabe adonde ha ido. Tampoco es que importe —añadió Gakhan, encogiéndose de hombros—. Está condenado. El emperador quiere verle muerto. La reina Takhisis quiere verle muerto. El Señor de la Noche quiere verle muerto. Si Raistlin Majere sigue en Neraka es que es un tonto de campeonato.
—Y mi hermano puede ser cualquier cosa, pero nunca ha sido tonto. Gracias por la información, Gakhan. Tengo que pensar sobre todo esto —dijo Kitiara.
El bozak hizo una reverencia y se retiró. Uno de los ayudantes entró para encender el farol, pues ya había caído la noche, y le preguntó si deseaba cenar. Kit ordenó que se marchara.
—Pon un guardia fuera. No quiero que nadie me moleste esta noche.
Kitiara se quedó sentada contemplando la llama temblorosa de la vela, viendo el rostro embrutecido de Ariakas. El emperador creía que ella estaba conspirando contra él.
Bien, eso era cierto.
Y no podía echarse la culpa más que a sí mismo. Siempre había fomentado la rivalidad entre sus Señores de los Dragones. La certidumbre de que cada Señor del Dragón estaba permanentemente amenazado por los demás, que podían arrebatarle su puesto, los mantenía alerta. La parte negativa era que cualquiera de ellos podía decidir dar una puñalada por la espalda a otro de los Señores de los Dragones, y esa espalda también podía ser la de Ariakas.
Ariakas desconfiaba de todos los Señores de los Dragones, pero recelaba de ella especialmente. Kitiara era muy popular entre sus tropas, mucho más que Ariakas entre las suyas. Ella se preocupaba de que sus soldados recibieran su paga. Y más importante aún era que Kitiara gozaba del favor de la Reina Oscura, que últimamente no miraba a Ariakas con muy buenos ojos. Había cometido demasiados errores.
Debería haber ganado la guerra con un par de golpes certeros y brutales, haber acabado con todo antes de que los Dragones del Bien se unieran al bando de la luz. Debería haber tomado la Torre del Sumo Sacerdote antes de que los caballeros recibieran refuerzos. Debería haber confiado en los dragones, que podían atacar desde el aire, lo que les daba una gran ventaja, y apoyarse menos en las tropas de tierra. Y no debería haber permitido que Kitiara se aliara con el poderoso lord Soth.
No cabía duda de que Takhisis se arrepentía de haber elegido a Ariakas para liderar sus ejércitos de los Dragones. Kitiara creía sentir la mano de Su Oscura Majestad sobre su hombro, empujándola hacia el trono, apremiándola para que se apoderara de la Corona del Poder.
Qué raro… Kitiara realmente sintió una mano sobre el hombro.
—¿En nombre de…?
Kitiara se levantó de un salto y desenvainó la espada al mismo tiempo. Estaba a punto de atacar cuando descubrió de quién se trataba.
»¡Tú!
—El tonto de campeonato —dijo Raistlin.
Kitiara sostenía la espada en alto y lo observó con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué estás aquí? ¿Por qué has venido?
—No porque vaya a matarte, hermana, si eso es lo que temes. Tú ibas a matarme, eso es verdad, pero quisiera que nuestros problemas se limitasen a una pelea entre hermanos.
Kitiara sonrió, aunque no dejó de apuntarlo con la espada.
—Tendré el arma a mano, por si acaso la pelea entre hermanos sube de tono. Así que dime, ¿por qué estás aquí, hermanito? Te has ganado a los peores enemigos. El emperador quiere verte muerto. ¡Incluso una diosa quiere verte muerto! —Kit meneó la cabeza—. Si esperas que yo te proteja, no puedo hacer nada por ti.
—No espero absolutamente nada de ti, hermana. He venido para ofrecerte algo.
Raistlin estaba con las manos escondidas en las mangas de la túnica y la capucha echada hacia atrás. La llama del farol se reflejaba en sus inquietantes pupilas con forma de reloj de arena.
»Quieres la Corona del Poder —le dijo a su hermana—. Yo puedo ayudarte a conseguirla.
—Te equivocas —repuso Kitiara con gran seriedad—. Ariakas es mi emperador. Soy su seguidora más leal.
—Y yo soy el rey de los elfos —contestó Raistlin, resoplando.
Kitiara torció la boca.
—En serio, estoy preocupada por la salud del emperador.
Con el dedo índice, recorrió la ranura de la espada por la que se canalizaba la sangre.
—Ariakas está agotado de ocuparse de los asuntos del gobierno. Debería tomarse un descanso…, un descanso bien largo. Así que ¿cuál es tu idea? ¿Cómo puedes ayudarme?
—Tengo más de una flecha en el carcaj —repuso Raistlin fríamente—. La que decida utilizar dependerá de las circunstancias en que tenga que utilizarla.
—Dices las mismas tonterías que el rey de los elfos —dijo Kitiara, molesta—. No me lo dices porque no confías en mí.
—Menos mal que no lo hago, hermana, porque, si no, a estas alturas ya estaría muerto —respondió Raistlin con aspereza.
Kitiara lo miró un momento, después envainó la espada y volvió a sentarse.
—Digamos que acepto tu oferta. Me ayudas a deshacerme del emperador. ¿Qué esperas recibir a cambio?
—La Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.
Kitiara se quedó perpleja.
—¿Ésa monstruosidad? ¡Está maldita! ¿Por qué ibas a querer eso?
Raistlin sonrió.
—Que eso lo diga la mujer que vive en el Alcázar de Dargaard.
—No por mucho tiempo. Puedes quedarte con la maldita torre. No creo que haya nadie más que la quiera. —Apoyó los codos sobre la mesa y se quedó mirándolo, expectante—. ¿Cuál es tu plan?
—Tienes que meterme en el templo mañana, cuando se reúna el consejo.
Kitiara lo miró fijamente.
—¡Sí que eres un tonto de campeonato! Sería como si tú sólito te metieras en el calabozo y echaras la llave. Todos tus enemigos van a estar allí, ¡incluida la reina Takhisis! Si ella o alguno de ellos te descubre, no vivirás ni siquiera el tiempo suficiente para exhalar tu último suspiro.
—Tengo la habilidad de esconderme de mis enemigos mortales. En cuanto a los inmortales, tienes que convencer a Takhisis de que soy más útil vivo que muerto.
Su hermana resopló.
—Estropeaste su plan para destruir a los dioses. Traicionaste su confianza en más de una ocasión. ¿Qué podría decirle yo a Takhisis para que te mantenga con vida?
—Sé dónde está Berem, el Hombre Eterno.
Kitiara contuvo el aliento. Lo miró con incredulidad. Se puso de pie de un salto y lo cogió por los brazos. Era hueso y pellejo, ni rastro de músculos, y se acordó de cuando era el niño enfermizo y débil que ella ayudó a criar. Y, como si fuera ese niño pequeño, lo sacudió con impaciencia.
—¿Sabes dónde está Berem? ¡Dímelo!
—¿Aceptas mi trato? —insistió Raistlin.
—¡Sí, sí, acepto tu trato, maldito seas! Encontraré la forma de meterte en el templo y hablaré con la reina. Pero ahora tienes que decírmelo: ¿dónde está ese Hombre Eterno?
—Nuestra madre sólo dio a luz a un hijo tonto, hermanita, y ése fue Caramon. Si te lo digo ahora, ¿qué iba a impedir que me matases? Para encontrar a Berem tienes que mantenerme con vida.
Kitiara le dio un empujón que por poco lo tira.
—¡Estás mintiendo! ¡No tienes ni idea de dónde está Berem! No hay trato.
Raistlin se encogió de hombros y se dio media vuelta para irse.
—¡Espera! ¡Quieto! —Kitiara se mordió el labio y lo miró fijamente.
—¿Por qué iba yo a unirme a ti? —preguntó por fin.
—Porque quieres la Corona del Poder. Y Ariakas es quien la lleva. He leído sobre esa corona y sé cómo funciona su magia. Aquél que la lleva es invencible ante…
—¡Todo eso ya lo sé! —Kitiara lo interrumpió, perdiendo la paciencia—. No necesito que un libro me lo cuente.
—Lo que iba a decir es que la corona es «invencible ante los ataques físicos y la mayoría de las agresiones mágicas comunes» —terminó Raistlin fríamente.
Kitiara frunció el entrecejo.
—No lo entiendo.
—Yo nunca he sido «común» —dijo Raistlin.
Los ojos de Kitiara centellearon bajo sus largas pestañas negras.
—Acepto tu trato, hermanito. Mañana será un día que siempre se recordará en la historia de Krynn.