La Morada de los Dioses
Viejos amigos
DÍA VIGESIMOQUINTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC
Raistlin se despertó sobre la dura piedra, fría y pulida, como si estuviera descansando sobre la superficie de un lago helado de aguas negras y relucientes. Lo rodeaba un círculo formado por veintiuna columnas de piedra, informes y sin tallar. Las columnas se alzaban tan juntas entre sí que Raistlin no podía ver lo que había al otro lado.
No tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaba dormido. Recordó momentos de una semiinconsciencia somnolienta, en los que pensaba que debería despertarse, que los granos de su reloj de arena estaban cayendo muy rápido y que él no estaba allí para darles forma. Varias veces intentó aferrarse a las riberas de la conciencia y salir del profundo pozo del sueño, pero siempre descubría que le fallaban las fuerzas.
Ya despierto, le costaba hacerse a la idea de moverse, como quien se resiste a abandonar el abrigo de la cama en una mañana gris en la que las gotas de lluvia golpean suavemente la ventana. El aire era puro y calmo, y llevaba hasta él el aroma de la primavera. Pero era un aroma lejano, como si se tratara de una estación remota, distante; como si allí, en aquel valle, el transcurso del año no importase.
Raistlin levantó la vista hacia el cielo y vio que el alba estaba cercana. Sin embargo, no tenía la menor idea de qué día podía ser. Sobre su cabeza, el cielo estaba negro como la muerte. Una luz tenue, que se asomaba titubeante por el este, prometía un amanecer rosado. Las estrellas brillaban intensamente, pero ninguna superaba a la estrella roja, el fuego de la fragua de Reorx. Las constelaciones de los otros dioses también eran visibles, todas al mismo tiempo, algo imposible.
El otoño anterior, Raistlin había mirado hacia el cielo y había visto que faltaban dos constelaciones: la de Paladine y la de Takhisis. ¡Qué lejano le parecía aquel momento! Las hojas del otoño se habían consumido en el fuego y se habían convertido en humo. El invierno había honrado a los muertos con su nieve blanca y pura. La nieve se fundía y la nueva vida, nacida de la muerte y el sacrificio, luchaba con obstinación para abrirse camino a través de la tierra helada.
—La Morada de los Dioses —se dijo Raistlin a sí mismo, en voz baja.
Había dormido sobre la dura piedra sin ni siquiera una manta, pero no se sentía entumecido ni dolorido. Se puso de pie, se sacudió la túnica y se aseguró de que el Bastón de Mago seguía a su lado. Podía ver las constelaciones reflejadas en la superficie, negra y brillante.
Las estrellas estaban por encima y por debajo, como en un reloj de arena.
Las columnas que lo rodeaban podían parecerse a los barrotes de una prisión. No vio ningún hueco por el que pudiera pasar entre ellas.
«Para algunos, la fe es una prisión —reflexionó—. Para otros, la fe conlleva la libertad».
Raistlin caminó con paso resuelto hacia las columnas y, sin saber cómo había ido a parar allí, se encontró en el otro lado.
—Interesante —murmuró.
Sentía sed y hambre. Ni en sus mejores tiempos había comido mucho, pero en los últimos días había soportado tanta tensión y una confusión interna tan profunda, que se había olvidado por completo de comer. Como si hubiera aparecido allí por sólo pensarlo, encontró un arroyo de aguas cristalinas que bajaba de las montañas. Raistlin bebió hasta hartarse y, mojando un pañuelo, se lavó la cara y el cuerpo. El agua tenía propiedades reconstituyentes, o eso parecía, pues se sintió más fuerte y vigoroso. Ya no sentía hambre.
Raistlin había leído algo sobre La Morada de los Dioses, pero no mucho, pues no se había escrito gran cosa. El Esteta que había viajado a Neraka había intentado encontrar aquel lugar, que estaba muy cerca de la temida ciudad, pero no lo había conseguido. La Morada de los Dioses era el lugar más sagrado del mundo. Se desconocía quién lo había creado y por qué. El Esteta planteaba varias teorías. Había quien decía que cuando los dioses habían terminado de crear el mundo se habían reunido en aquel lugar para regocijarse con su obra. Otra teoría sostenía que La Morada de los Dioses era obra de los hombres, un santuario en honor a los dioses que había erigido alguna civilización perdida y olvidada mucho tiempo atrás. Lo que sí se sabía con certeza era que sólo los elegidos por los dioses tenían permitida la entrada.
A Raistlin lo invadió una sensación de premura… el aliento de los dioses sobre su nuca.
«Todo sucede por alguna razón. Necesito asegurarme de que la razón es mía».
Raistlin se sentó en el suelo de piedra, cerca del arroyo, y sacó el Orbe de los Dragones de su bolsa. Dejó el orbe delante de él y, recitando las palabras, tendió las manos hacia las manos que se alargaban hacia las suyas. No tenía ni idea de si su plan iba a funcionar, pues todavía estaba descubriendo la capacidad del orbe. Por lo que había leído, los hechiceros que crearon el orbe lo utilizaban para ver el futuro. Si los ojos del orbe podían ver el futuro, ¿por qué no el presente? Parecía mucho más fácil.
—Estoy buscando a alguien —le dijo al orbe—. Quiero saber qué está haciendo esa persona, oír lo que está diciendo y ver lo que está viendo en este mismo momento. ¿Es eso posible, Viper?
Lo es. Piensa únicamente en esa persona. Concéntrate en esa persona y destierra todos los demás pensamientos. Di su nombre tres veces.
—Caramon —dijo Raistlin, y pensó en su gemelo. Mejor dicho, sencillamente dejó de esforzarse por apartarlo de su mente.
»Caramon —repitió Raistlin y miró fijamente el orbe, en el que empezaban a arremolinarse los colores.
»¡Caramon! —pronunció Raistlin por tercera vez, alzando la voz, como cuando eran más jóvenes y quería despertarle. A Caramon siempre le había gustado dormir.
Los colores del orbe se desvanecieron como las brumas de la mañana. Raistlin vio la lluvia caer con fuerza y la superficie mojada de una pared de piedra. Empapados, sus amigos formaban un círculo: Tanis, Tika Waylan, Tasslehoff Burrfoot, Flint Fireforge y su hermano gemelo, Caramon. Con ellos estaba un hombre vestido con una túnica parda y un sombrero que había conocido tiempos mejores.
—Fizban —dijo Raistlin en voz baja—. Por supuesto.
Tanis y Caramon llevaban la armadura negra y el emblema de los oficiales del ejército de los Dragones. Tanis se cubría la cabeza con un yelmo demasiado grande para él, no tanto para protegerse como para esconder las orejas puntiagudas que delataban su sangre elfa. Caramon no llevaba yelmo. Seguramente no había encontrado ninguno lo suficientemente grande. El peto le quedaba muy apretado; las cinchas que lo sujetaban se estiraban al máximo sobre su torso enorme.
Mientras Raistlin los observaba, Tanis, con el rostro deformado por la ira, miraba agitadamente en derredor del pequeño grupo. Sus ojos se clavaron en Caramon.
—¿Dónde está Berem? —preguntó con voz alterada.
Raistlin se puso tenso al oír ese nombre.
Su hermano enrojeció.
—Yo… no lo sé, Tanis. Es que yo… pensaba que estaba junto a mí.
Tanis estaba furioso.
—Es nuestra única forma de entrar en Neraka y es la única razón por la que mantienen a Laurana con vida. Si lo cogen…
—No te preocupes, compañero. —Ésa era la voz de Flint, siempre consolando a Tanis—. Lo encontraremos.
—Lo siento, Tanis —murmuraba Caramon—. Estaba pensando en…, en Raist. Ya…, ya sé que no debería…
—¿Cómo es posible que ese condenado hermano tuyo estropee las cosas incluso sin estar presente?
—Sí, ¿cómo lo hago? —preguntó Raistlin, con una sonrisa y un suspiro.
Así que Tanis había capturado a Berem y, por lo que parecía, su idea era intercambiarlo por Laurana. El único inconveniente era que Caramon lo había perdido. Raistlin se preguntó si Tanis sabría el motivo por el que la Reina Oscura quería a Berem con tal desesperación. Si lo supiera, ¿estaría tan ansioso por entregarlo? Raistlin no se atrevía a suponer nada. No conocía a esa gente. Habían cambiado; la guerra y las penalidades los habían cambiado.
Caramon, siempre con su buen carácter, alegre y sociable, estaba perdido y solo, buscando esa parte de sí mismo que había desaparecido. Tika Waylan estaba junto a él, intentando apoyarle, pero sin lograr comprenderlo.
También estaba la coqueta y guapa de Tika, con sus indomables rizos pelirrojos y su risa franca. Tal vez sus rizos de color carmesí estuvieran mojados y alicaídos, pero su brillo de fuego seguía ardiendo bajo la tormenta primaveral. Llevaba una espada, no las jarras de cerveza, y se cubría con partes de diferentes armaduras. Raistlin se había sentido molesto por el amor que Tika profesaba a su hermano. O quizá estuviera celoso de ese amor. No se debía a que Raistlin estuviera enamorado de Tika, sino a que Caramon había encontrado a alguien a quien amar, aparte de su gemelo.
—Te hice un favor yéndome, hermano —dijo Raistlin a Caramon—. Ha llegado el momento de que me dejes ir.
Después se fijó en Tanis, el líder del grupo. Antes era sereno y tranquilo, pero, bajo la atenta mirada de Raistlin, empezaba a desmoronarse. Le habían arrebatado a la mujer que amaba y estaba desesperado por salvarla, aunque eso significara destruir el mundo.
Fizban, el hechicero viejo y de mente confusa que se cubría con la túnica parda, se mantenía aparte, observando y esperando tranquila, pacientemente.
Raistlin recordó una pregunta que Tanis le había hecho en una ocasión, mucho tiempo atrás, cuando soplaban los vientos fríos del otoño: «¿Crees que hemos sido elegidos, Raistlin?… ¿Por qué? No somos el prototipo de héroes…».
Raistlin recordaba también su contestación: «Pero ¿elegidos por quién? ¿Y con qué finalidad?».
Miró a Fizban y obtuvo la respuesta que buscaba. Al menos, parte.
Tasslehoff Burrfoot se veía imparable, irresponsable, irritante. Si Berem era el Hombre Eterno, Tas era el Niño Eterno. Pero el niño se había hecho mayor. Como Mari. Realmente triste.
Mientras Raistlin los observaba, Tanis, enfadado, ordenó al resto del grupo que buscase a Berem. Volvieron sobre sus pasos, cansados, estudiando el camino para encontrar el punto en el que Berem lo había abandonado. Fue Flint quien descubrió las huellas de Berem en el barro y echó a correr, mientras los demás se quedaban atrás.
—¡Flint! ¡Espera! —gritó Tanis.
Raistlin levantó la cabeza, sobresaltado. El grito no provenía del orbe. ¡Venía del otro lado de la pared de piedra! Raistlin miró hacia donde se oía la voz de Tanis y vio un paso estrecho en la piedra. Habría jurado que antes allí no había nada.
No tenía tiempo para muchas elucubraciones y, por lo que se veía, ya no necesitaba el Orbe de los Dragones. Kitiara tenía razón. Sus amigos habían estado buscando La Morada de los Dioses y parecía que habían dado con ella.
Raistlin volvió a guardar el orbe en su bolsa. Recogió el bastón y recitó apresuradamente las palabras de un hechizo, con la esperanza de que la magia funcionase en un lugar sagrado como aquél.
—Cermin shirak dari mayat, kulit mas ente bentuk.
Raistlin había conjurado un hechizo para hacerse invisible. Miró hacia el arroyo y no vio su propio reflejo. Si él mismo no se veía, tampoco lo verían sus amigos. La magia había funcionado.
Fizban podría ser la única excepción. Raistlin no quería correr riesgos, así que se deslizó entre dos columnas de piedra y se escondió detrás, justo en el mismo momento en que un hombre aparecía gateando por la abertura en la roca.
Aquél era el hombre del rostro de anciano y los ojos jóvenes, el hombre que estaba a bordo del barco en Flotsam, el hombre que los había conducido a El Remolino. Cuando Berem se puso de pie, en su pecho relució una esmeralda, bañada por los primeros rayos del sol.
Berem, el Hombre Eterno. El Hombre de la Joya Verde. El hermano de Jasla. El hombre que liberaría a la reina Takhisis o la dejaría cautiva para siempre en el Abismo.
Berem miró alrededor, asustado. Su rostro tenía la expresión de un hombre acosado, como un zorro que huye de los perros. Cruzó corriendo la superficie de piedra del valle. Flint y los demás no debían de estar muy lejos pero, por el momento, Berem y Raistlin estaban solos en La Morada de los Dioses.
Unas sencillas palabras mágicas y Raistlin podría inmovilizar a Berem, hacerlo su prisionero. Podría utilizar el Orbe de los Dragones para que fueran ambos a Neraka. Podría presentar ante Takhisis una ofrenda de valor incalculable. La diosa se lo agradecería. Le concedería cualquier cosa que su corazón ansiara. Incluso podría negociar la liberación de Laurana. Pero jamás podría volver a dormir tranquilo…
Raistlin vio que Berem pasó corriendo a su lado. El Hombre Eterno había descubierto lo que parecía ser otro paso en una pared que había más lejos. Y allí llegaba Flint, persiguiéndolo. El enano tenía el rostro colorado por el esfuerzo y la excitación. Berem le sacaba una buena ventaja. No parecía demasiado probable que Flint ganara aquella carrera.
Raistlin oyó un grito detrás de él y, al darse la vuelta, descubrió a Tasslehoff, a gatas por el estrecho túnel. El kender salió al valle y empezó a expresar su asombro ante las columnas de piedra, el suelo de piedra y otras maravillas, mediante sonoras exclamaciones. Raistlin podía oír también las voces del resto de sus amigos al otro lado del túnel. Sin embargo, no distinguía lo que decían.
—¡Tanis, date prisa! —exclamó Tas.
—¿No hay otro camino? —La voz de Caramon sonaba desesperada a través del angosto paso.
Tasslehoff recorría el valle, intentando dar con Flint, pero entre el enano y el kender se alzaban las columnas, que les impedían verse. Tas volvió corriendo al túnel y se agachó para mirar hacia el interior.
Gritó algo por el hueco y otro grito le respondió. Por los sonidos que llegaban, todos habían intentado entrar gateando, y parecía que Caramon se había quedado atascado.
Flint estaba cada vez más cerca de Berem. Los primeros rayos de sol de la mañana proyectaban lentas sombras sobre las paredes de piedra, y Berem ya no encontraba el paso. Corría de un lado a otro, como un conejo que ha caído en la trampa y busca la salida frenéticamente. Por fin, encontró la abertura y se lanzó hacia ella.
Berem estaba a punto de desaparecer a gatas por el agujero. Raistlin reflexionaba sobre qué debería hacer, preguntándose si sería mejor detenerlo, cuando de repente Flint lanzó un chillido terrible. El enano se llevó las manos al pecho y, aullando de dolor, cayó de rodillas.
—Su corazón. Lo sabía —dijo Raistlin—. Lo había avisado.
El instinto le llevaba a ir a socorrer al enano, pero se detuvo. Ya no formaba parte de sus vidas. Ellos ya no formaban parte de la suya. Raistlin se quedó observando y esperando. De todos modos, no podía hacer nada.
Berem oyó el grito de Flint y se volvió, temeroso. Al ver que el viejo enano se desplomaba, el hombre vaciló. Miró la abertura en la pared, miró a Flint y echó a correr para ayudarlo. Berem se arrodilló junto al enano, que se había quedado pálido.
—¿Qué te pasa? ¿Qué puedo hacer? —preguntó Berem.
—No es nada. —Flint boqueaba en busca de aire. Se apretaba el pecho con las manos—. Tengo la digestión un poco pesada, eso es todo. Algo que he comido. Sólo… ayúdame a ponerme de pie. Me cuesta respirar. Si camino un poco…
Berem ayudó al enano a levantarse.
Desde el otro extremo del valle, Tasslehoff por fin los había visto. Pero, como no podía ser de otra manera, el kender interpretó mal toda la situación. Creyó que Berem estaba atacando a Flint.
—¡Allí está Berem! —gritó fuera de sí el kender—. ¡Y está haciéndole algo a Flint! ¡Corre, Tanis!
Flint dio un paso y se tambaleó. Se le pusieron los ojos en blanco. Le fallaron las piernas. Berem cogió al enano en brazos y lo tumbó delicadamente sobre las rocas. Se quedó inclinado sobre él, sin saber qué hacer.
Al oír las pisadas que corrían hacia él, Berem se incorporó. Parecía aliviado. Por fin llegaba ayuda.
—¿Qué has hecho? —aullaba Tanis enfurecido—. ¡Lo has matado!
Desenvainó la espada y hundió la hoja en el pecho de Berem.
El hombre se estremeció y dejó escapar un grito. Se tambaleó y, atravesado por la espada, cayó sobre Tanis. El peso de su cuerpo estuvo a punto de tirarlos a los dos al suelo.
Las manos de Tanis se cubrieron de sangre. El semielfo arrancó la espada de su víctima y se volvió, dispuesto a enfrentarse a Caramon, que intentaba apartarlo. Berem gemía en el suelo, mientras la sangre manaba de la herida mortal. Tika sollozaba.
Flint no había visto nada de lo sucedido. Estaba abandonando el mundo, su alma se disponía a emprender la próxima etapa del viaje. Tasslehoff cogió al enano de la mano e intentó que se incorporara.
—Déjame, cabeza de chorlito —protestó Flint con un hilo de voz—. ¿No ves que estoy muriéndome?
Tasslehoff gimió, sobrepasado por el dolor, y cayó de rodillas.
—¡No estás muriéndote, Flint! No digas eso.
—¡Sabré yo si estoy muriéndome o no! —repuso Flint iracundo, mirándolo ceñudo.
—Otras veces ya pensaste que te morías y sólo estabas mareado por las olas —dijo Tas, y sorbió por la nariz—. Quizá ahora estés…, estés… —Miró alrededor del valle de piedra—. Quizá ahora estés mareado por las rocas.
—¡Por las rocas! —bufó Flint. Pero al ver el dolor del kender, la expresión del enano se suavizó—. Vamos, vamos, amigo. No pierdas el tiempo lloriqueando como un enano gully. Corre a buscar a Tanis.
Tasslehoff resopló y fue a hacer lo que le decían.
A Berem le temblaban los párpados. Gimió de nuevo y se sentó. Se llevó la mano al pecho. La esmeralda, cubierta de sangre, lanzaba destellos bajo el sol.
Siempre hay esperanza. No importan los errores que cometamos, no importan nuestras faltas ni los malentendidos, no importan el dolor, la pena y las pérdidas, no importa lo impenetrable que sea la oscuridad, pues siempre hay esperanza.
Raistlin abandonó su escondite detrás de las columnas y se acercó, invisible, a Flint, que yacía en el suelo con los ojos cerrados. Por un momento, el enano estaba solo. Un poco más allá, Caramon intentaba que Tanis recuperara la razón. Tasslehoff tiraba de la manga de Fizban, intentando hacerse entender. Fizban lo entendía todo perfectamente.
Raistlin se arrodilló junto al enano. El rostro de Flint estaba muy pálido, deformado por el dolor. Apretaba los puños. El sudor le cubría la frente.
—Nunca te gusté —dijo Raistlin—. Nunca confiaste en mí. Y sin embargo, fuiste bueno conmigo, Flint. No puedo devolverte la vida. Pero puedo aliviar tu agonía y darte tiempo para que te despidas.
Raistlin metió la mano en una bolsa y sacó un frasco pequeño con zumo de semillas de adormidera. Vertió unas gotas en la boca del enano. La mueca de dolor desapareció. Flint abrió los ojos.
Cuando sus amigos se reunieron alrededor de Flint para despedirse, Raistlin se quedó acompañándolos, aunque ninguno llegó a saberlo jamás. Se dijo a sí mismo más de una vez que debería marcharse, que tenía muchas cosas que hacer, que sus ambiciosos planes de futuro pendían de un hilo. Pero permaneció junto a sus amigos y su hermano.
Raistlin se quedó hasta que Flint suspiró, cerró los ojos y el último aliento abandonó el cuerpo del enano. Raistlin pronunció un hechizo. El corredor se abrió ante él.
Se adentró en el pasadizo y no volvió la vista atrás.