Hermano y hermana
El reloj de arena de las estrellas
DÍA VIGESIMOCUARTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC
Raistlin abandonó los corredores de la magia y entró en el Alcázar de Dargaard. El resplandor de los colores del Orbe de los Dragones se desvanecía rápidamente en su mano. El orbe se había encogido hasta tener el tamaño de una canica. Raistlin abrió la bolsa y dejó caer el orbe dentro.
La habitación estaba a oscuras y, por suerte, en silencio. Las banshees no tenían motivo para entonar su terrible canto, pues el señor del alcázar estaba fuera. Soth estaría ausente una buena temporada, o eso imaginaba Raistlin. Cyan no era de los que se rendía, sobre todo cuando el enemigo se había cobrado su sangre.
El dragón jamás lograría derrotar al Caballero de la Muerte. Soth jamás lograría matar al dragón, pues Cyan se tenía en demasiada estima así mismo como para ponerse en una situación de auténtico peligro. Mientras pudiera hostigar y atormentar a su enemigo, no abandonaría la batalla. En cuanto el combate empezara a ponerse en su contra, el dragón optaría por la solución menos arriesgada y dejaría solo a su enemigo.
Raistlin entró en el dormitorio de Kitiara. Kit estaba en la cama. Tenía los ojos cerrados y respiraba profunda y acompasadamente. Raistlin percibió el cargante olor del aguardiente enano y supuso que su hermana, más que dormirse, había caído redonda, pues ni siquiera se había desvestido. Lucía una camisa de hombre, abierta por el cuello, de mangas amplias y largas, y unos pantalones ajustados de piel. Hasta llevaba todavía las botas.
Tenía buenas razones para haberse regalado con ese aguardiente. No tardaría mucho en abandonar el Alcázar de Dargaard. Unos pocos días antes, la reina Takhisis había convocado a sus Señores de los Dragones en Neraka para celebrar un consejo de guerra.
—Se dice que es posible que Takhisis decida que Ariakas ha cometido demasiados errores dirigiendo la guerra —había contado Kitiara a su hermano—. Elegirá a otra persona para ponerla al frente del imperio, alguien en quien confíe más. Alguien que realmente haya hecho algo por hacer avanzar nuestra causa.
—Alguien como tú —había dicho Raistlin.
Kitiara le había dedicado una de sus sonrisas torcidas.
Raistlin se acercó a su hermana. Kitiara yacía boca arriba, despatarrada, con los rizos negros hechos una maraña y un brazo apoyado sobre la frente. A Raistlin le sobrevino el recuerdo de cuando la miraba dormir, siendo niños. La observaba las noches en que estaba enfermo, cuando la fiebre consumía su cuerpo débil, las noches en que Caramon lo entretenía con sus estúpidos juegos de sombras. Raistlin volvió a ver a Kitiara despertarse y acercarse a él para humedecerle la frente o darle de beber. La recordó diciéndole, molesta, que tenía que esforzarse en ponerse bien.
Kit siempre se había mostrado impaciente con sus achaques y dolencias. Ella no había estado enferma ni un solo día de su vida. Desde su punto de vista, si Raistlin realmente ponía todo su empeño, lograría sanarse. A pesar de esa convicción, lo trataba con una especie de delicadeza ruda. Ella había sido quien había sabido ver su talento para la magia. Ella había sido quien había buscado un maestro para que le enseñara. Le debía muchas cosas, seguramente hasta la vida.
«Y estoy perdiendo el tiempo», se dijo Raistlin a sí mismo.
Cogió unos pétalos de rosa.
A Kit, aún sumida en un profundo sueño, le temblaron los párpados cerrados, masculló algo y, se revolvió. De repente, dejó escapar un grito aterrador y se sentó en la cama. Raistlin maldijo en voz baja y se alejó, creyendo que la había despertado. En los ojos abiertos como platos de su hermana se reflejaba el miedo.
—¡Mantenlo lejos, Tanis! —gritó Kitiara. Alargó las manos, suplicante—. ¡Siempre te he querido!
Raistlin se dio cuenta de que seguía dormida. Meneó la cabeza y resopló.
—¿Querer a Tanis? ¡Jamás!
Kitiara gimió y se desplomó sobre la almohada. Se hizo un ovillo y se cubrió la cabeza con la manta arrugada, como si pudiera esconderse de la pesadilla que la perseguía.
Raistlin se deslizó a su lado y, extendiendo los dedos, dejó que los pétalos de rosa cayeran sobre su rostro.
—Ast tasarak sinuralan krynawi —dijo el hechicero.
Mientras decía estas palabras, se dio cuenta de que algo no iba bien. Carecían de vida, estaban secas. Lo achacó a su propio cansancio. Esperó hasta estar seguro de que su hermana había caído bajo el efecto del encantamiento, y se fue.
Estaba a punto de cruzar sigilosamente la puerta cuando una voz lo detuvo. La misma voz que había deseado olvidar y que en sus oraciones había rogado no volver a oír jamás.
—Los sabios dicen que dos soles no pueden girar en la misma órbita. Ahora estoy débil, después de mi cautiverio, pero cuando me haya recuperado, por fin quedará resuelto el asunto que tú y yo tenemos pendiente.
Raistlin no respondió a Fistandantilus. No había nada que decir. Estaba totalmente de acuerdo.
* * *
Raistlin había memorizado el camino que Kitiara había seguido para llegar a la cámara secreta bajo el Alcázar de Dargaard. Recorrió los pasillos silenciosos y sumidos en la oscuridad, siguiendo el mapa que tenía en la cabeza. Llevaba consigo el Bastón de Mago, que había dejado en el alcázar confiando en su retorno.
—Shirak —dijo, y aunque la palabra sonó queda y sin fuerza, la bola de cristal empezó a brillar.
Raistlin se alegró de contar con esa luz. El alcázar estaba desierto, su señor y los guerreros espectrales se habían ido y las banshees habían enmudecido. Pero el miedo y el horror eran moradores permanentes de la fortaleza. Los dedos descarnados de la muerte tiraban de su túnica o le acariciaban la mejilla, fríos y heladores. El suelo temblaba, caían piedras de las paredes y las mismas paredes se derrumbaban. Oía los aullidos de una mujer agonizante, suplicando a Soth que salvara a su pequeño, y los lloros desgarradores del bebé quemándose vivo.
El pavor se apoderaba de él. Le temblaban las manos y se le nublaba la vista. Jadeando, se apoyó en una pared. Se obligó a respirar profundamente, para despejar su mente y recuperar el sentido.
Cuando se recobró, siguió bajando por la escalera de caracol excavada en la piedra. Apagó la luz del bastón al llegar a la puerta de acero para no delatar su entrada. Se hizo una oscuridad impenetrable, y tanteó el vacío hasta tocar con la mano la puerta. Con los dedos, descubrió los surcos grabados de la imagen de la diosa. Invocó el nombre de Takhisis y relumbró una luz blanca. Pronunció el nombre cuatro veces más, tal como había hecho Kitiara, y en cada ocasión se iluminó una luz de color diferente bajo la palma de su mano. La puerta se abrió con un chasquido.
Raistlin no cruzó el umbral de inmediato. Permaneció silencioso, inmóvil, conteniendo la respiración para no hacer ni el más mínimo ruido. Parecía que la habitación estaba vacía, a no ser por el Reloj de Arena de las Estrellas. Mientras lo contemplaba, un diminuto grano de arena cayó por la estrecha abertura que unía las dos mitades del reloj y se quedó allí suspendido.
Raistlin suspiró aliviado. La noche estaba a punto de terminar. Los dioses de la magia debían de haber ganado la batalla. Sin embargo, era extraño que no hubieran destruido el reloj de arena…
Sintió que se le encogían las entrañas. Algo no iba bien. Entró en la habitación, los faldones de su túnica negra aletearon. Apoyó el Bastón de Mago contra una pared y se acercó al reloj de arena para observarlo. Tres lunas, la plateada, la roja y la negra, brillaban con luz trémula cercadas por la oscuridad de la mitad inferior del reloj. Su luz seguía luciendo, pero era tenue y no brillaría mucho más tiempo. ¿Qué había pasado?
Raistlin no lo entendía y alargó la mano hacia el reloj de arena.
Una voz lo detuvo y a punto estuvo también de detenerle el corazón.
—Te equivocas, hermanito. Sí quiero a Tanis.
Kitiara apareció entre las sombras, con una espada al cinto.
Raistlin bajó la mano y la deslizó entre los pliegues de su túnica.
—Tú eres incapaz de querer a nadie, hermana mía. En eso, somos iguales —logró decir con voz tranquila, y se encogió de hombros.
Kitiara lo contempló largamente, en sus ojos negros se reflejaba el resplandor titubeante de las estrellas del reloj de arena.
—Quizá tengas razón, hermanito. Parece que somos incapaces de sentir amor. O lealtad.
—Al hablar de lealtad, supongo que te refieres a tu traición a Iolanthe —repuso Raistlin.
—En realidad me refería a tu traición a nuestra reina —dijo Kitiara—. En cuanto a Iolanthe, sí que sentí una pequeña punzada de remordimiento cuando la entregué a los escuadrones de la muerte. Ella me salvó la vida, ¿lo sabías? Me rescató de la prisión cuando Ariakas me había condenado a muerte. Pero no se podía confiar en ella. Como ocurre contigo, hermanito. No se puede confiar en ti.
Kitiara se acercó más. Caminaba con aire arrogante, la mano apoyada en la empuñadura de la espada con un gesto descuidado.
Una mano de Raistlin, oculta entre los pliegues de la túnica, se deslizó hasta una de las bolsas.
—No tengo ni idea de lo que estás hablando —contestó—. Hice lo que prometí que haría.
—Ahora mismo se suponía que debías estar en la Torre de Wayreth, traicionando a tus amigos los hechiceros y ayudando a lord Soth.
Raistlin esbozó una sonrisa sombría.
—Y también se suponía que tú debías estar dormida.
Kitiara se echó a reír.
—Menuda pareja formamos, ¿verdad, hermanito? Takhisis te concedió el don de su magia y tú lo utilizas para traicionarla. Ariakas me entregó un puesto de mando y yo planeo hacer lo mismo con él. —Suspiró y añadió—: Tú dejaste morir al pobre Caramon. Y ahora yo tengo que matarte.
Desvió los ojos hacia el reloj de arena y, al ver las tres lunas agonizantes reflejadas en sus pupilas negras, Raistlin comprendió la verdad. No estaba dormida porque el hechizo que había conjurado no había funcionado. Y no había funcionado porque no había magia. Lo habían engañado. Observó cómo se deslizaba el grano de arena por el estrecho cuello del reloj, acercándose cada vez más a la oscuridad.
—Nunca hubo unos dioses del gris, ¿verdad? —dijo Raistlin.
Kitiara negó con la cabeza.
—Takhisis tenía que encontrar la forma de atraer a Nuitari y a sus primos hacia su trampa. Sabía que la idea de que unos dioses nuevos iban a suplantarlos sería más de lo que podrían resistir.
Pasó la mano por la superficie límpida y suave del cristal.
»Tus dioses han caído en El Remolino y no pueden escapar de él.
Raistlin miró fijamente el cristal.
—¿Cómo sabías que advertiría a los dioses? ¿Por qué sabías que los traería aquí?
—Si no lo hacías tú, lo habría hecho Iolanthe. Así que realmente no importaba mucho. —Kitiara deslizó su mano hacia un costado. Se oyó el sonido susurrante de la espada al salir de la vaina.
Kitiara sostenía la espada con gesto experto, agarraba la empuñadura con facilidad y destreza. Era implacable, despiadada. Quizá sintiera el escozor del remordimiento por tener que matar a Raistlin. Pero lo superaría, a él no le cabía ninguna duda, porque eso sería lo que le habría pasado de estar en su caso.
Raistlin no se movió. No intentó huir. ¿Qué sentido tendría? Se imaginó a sí mismo corriendo por los pasillos, presa del pánico, con los faldones de su túnica aleteando. Correría hasta que le fallasen las piernas y se quedase sin aliento, caería al suelo y su hermana le hundiría la espada entre los hombros…
—Recuerdo el día que nacisteis tú y Caramon —dijo Kitiara de repente—. Caramon era fuerte y vigoroso. Tú eras débil, a duras penas estabas vivo. Habrías muerto de no ser por mí. Te di la vida. Supongo que eso me concede el derecho a quitártela. Pero sigues siendo mi hermanito. No te resistas y te daré una muerte rápida y limpia. Será sólo un instante. Lo único que tienes que hacer es entregarme el Orbe de los Dragones.
Raistlin metió la mano izquierda en la bolsa. Sus dedos se cerraron alrededor del orbe y lo atraparon en su puño. Tenía los ojos clavados en Kit, le sostenía la mirada.
—¿Para qué sirve ya el Orbe de los Dragones? —preguntó—. Está muerto. La magia nos ha abandonado.
—Quizá te haya abandonado a ti —repuso Kitiara—, pero no al Orbe de los Dragones. Iolanthe me contó cómo funciona el orbe. Una vez que un objeto está encantado, seguirá encantado para siempre.
—¿Quieres decir, así? —Raistlin pronunció una palabra—: Shirak.
El Bastón de Mago se iluminó con una luz cegadora.
Por un momento, Kit no pudo ver nada. Intentó protegerse los ojos del repentino destello y levantó la espada, hundiéndola en las sombras con estocadas frenéticas. Raistlin rechazó el ataque sin mucho esfuerzo y sacó un puñado de canicas para lanzarlas a los pies de Kit.
Kitiara todavía no veía bien y pisó las canicas. Resbaló y perdió el equilibrio. Cayó pesadamente al suelo y se golpeó la cabeza.
Raistlin alcanzó su bastón y se acercó a su hermana, listo para darle en la cabeza en cuanto moviera un solo párpado. Sin embargo, Kitiara yacía inmóvil, con los ojos cerrados. Pensó que tal vez estuviera muerta y se agachó para tomarle el pulso en el cuello. Sintió sus latidos fuertes. Se despertaría con un dolor de cabeza insoportable y la visión un poco borrosa, pero se despertaría.
Seguramente debería matarla, pero como ella misma había dicho, le había dado la vida. Raistlin se dio media vuelta. Otra deuda que quedaba saldada.
Se concentró en el Reloj de Arena de las Estrellas. Las tres lunas titilaban tras el cristal como luciérnagas atrapadas en un frasco. Oyó el grito de Fistandantilus.
—¡Rómpelo!
Raistlin levantó el reloj de arena. Esperaba que fuese muy pesado. Pero se encontró con que era decepcionantemente ligero. Estaba a punto de estrellarlo contra el suelo, como el viejo le apremiaba que hiciera. Entonces se detuvo. ¿Por qué Fistandantilus querría ayudarlo a él?
La idea de Raistlin era romperlo y liberar a los dioses. Pero ¿y si no sucedía eso? ¿Qué pasaría si, al romper el reloj de arena, los encerraba en la oscuridad para siempre?
Raistlin miró fijamente el reloj. El reluciente grano de arena temblaba, a punto de caer. Y entonces se alzó el pavoroso canto de las banshees, un lamento aterrador con el que daban la bienvenida más pavorosa que pueda imaginarse a su señor.
Lord Soth había regresado al Alcázar de Dargaard.
Raistlin oía, por debajo del cántico, las pisadas del Caballero de la Muerte bajando la escalera a la carrera. Se le pasó por la cabeza intentar esconderse, y estaba a punto de colocar el reloj de arena sobre el pedestal cuando el grano de arena empezó a deslizarse…
Raistlin se quedó mirándolo y, de pronto, un fogonazo estalló en su mente, como la luz que se había encendido en el bastón. Con la esperanza de que no fuera demasiado tarde, rápidamente dio la vuelta al Reloj de Arena de las Estrellas.
El grano de arena volvió a caer en la parte superior del reloj, que había pasado a ser la inferior.
Las tres lunas desaparecieron.
Raistlin ya no veía la luz bendita de las lunas. No sabía si su acto desesperado había funcionado o había fracasado. Extendió las manos, con las palmas hacia arriba.
—¡Kair tangas miopair! —exclamó con voz temblorosa.
Por un momento sólo sintió que el corazón le dejaba de latir, aterrorizado. Después, aquella calidez tan familiar, apaciguadora y a la vez enervante, le ardió en la sangre y de sus manos nacieron llamas. Vio como el fuego lamía las palmas de sus manos y lo invadió un alivio inmenso. Los dioses eran libres.
Raistlin lanzó el Reloj de Arena de las Estrellas contra una pared. El cristal estalló en una cascada de esquirlas punzantes. La arena relució en el aire como una constelación de estrellas diminutas.
Raistlin recogió el Orbe de los Dragones de entre las canicas. La puerta ya se abría, empujada por la mano del Caballero de la Muerte. Apenas le quedaban fuerzas para pronunciar las palabras del hechizo…
… apenas.