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El Remolino Negro

DÍA VIGESIMOCUARTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Los dioses de la magia, con sus lunas ausentes del cielo, entraron en el Alcázar de Dargaard. Lord Soth no estaba allí. El caballero y sus guerreros cabalgaban sobre las alas de la furia hacia la Torre de Wayreth. El bosque de Wayreth había desaparecido. Los hechiceros que se habían reunido en la torre para la Noche del Ojo estaban desprovistos de su magia y eran vulnerables al abrumador ataque del Caballero de la Muerte. Sus jubilosas celebraciones bien podrían terminar en una masacre y con la destrucción de su torre.

Sin embargo, no había nada que pudiera hacerse al respecto. Tenían que hacer creer a Takhisis que los dioses de las lunas habían caído víctimas de su conspiración, que se habían enfrentado a los tres nuevos dioses del gris y que éstos los habían asesinado. Advertidos por Raistlin Majere, los tres habían acudido a la torre para tender una emboscada a esos nuevos dioses cuando intentaran entrar en el mundo.

—Nuestro mundo —dijo Lunitari, y los otros dos dioses repitieron sus palabras.

Las banshees huyeron despavoridas al ver llegar a los dioses. Kitiara estaba en su dormitorio, dormida, soñando con la Corona del Poder.

Los dioses se dirigieron de inmediato a la cámara que Raistlin les había descrito, atravesando la piedra y la tierra para llegar a ella. Entraron en la cripta y se reunieron alrededor del único objeto que había en la habitación, el Reloj de Arena de las Estrellas. Observaron que los granos de arena del futuro relumbraban y brillaban en la parte superior del reloj. La otra mitad estaba oscura y vacía. De repente Nuitari señaló.

—¡Un rostro en la oscuridad! —dijo el dios—. ¡Uno de los intrusos está llegando!

—Yo también veo a uno —dijo Solinari.

—Yo ya veo al tercero —dijo Lunitari.

Los dioses invocaron toda su magia, retirándola de todos los rincones del mundo, atraparon el fuego y el rayo, la tempestad y el huracán, la oscuridad y la luz cegadoras, y entraron en el reloj de arena para enfrentarse a sus enemigos.

Pero cuando estuvieron dentro de esa negrura, los dioses de la magia no vieron enemigo alguno. Sólo se veían a sí mismos, y las estrellas que brillaban por encima. Mientras las contemplaban, las estrellas empezaron a dar vueltas, primero lentamente, después más rápido; giraban alrededor de un vórtice negro y, describiendo una espiral, empezaron a alejarse de ellos.

Y alrededor sólo había silencio y oscuridad, impenetrables y eternos. Ya no podían oír el canto del universo. No podían oír las voces de los otros dioses. No podían oírse entre ellos. Pero se veían caer, arrastrados por el vacío. Los tres intentaron agarrarse, sujetarse entre sí, pero caían demasiado rápido. Buscaron, desesperados, una forma de escapar, pero se dieron cuenta de que no existía.

Habían caído en un remolino, un remolino en el tiempo que giraría una y otra vez, arrastrando las estrellas, una a una, hasta el final de todas las cosas.

Sus manos no podían entrar en contacto, pero sí sus pensamientos.

«Una imagen en el espejo —pensó Solinari amargamente—. No hay otros dioses… Miramos el reloj de arena y nos vimos a nosotros mismos…».

«Estamos atrapados en el tiempo —pensó Nuitari enfurecido—. Atrapados por toda la eternidad. Raistlin Majere nos engañó. ¡Nos traicionó por Takhisis!».

«No —pensó Lunitari en medio del dolor y la desesperanza—. Raistlin también ha sido engañado».