El Dragón Verde
El Caballero de la Muerte
DÍA VIGESIMOCUARTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC
El anciano Dragón Verde Cyan Bloodbane despreciaba a todos los seres con los que se había encontrado en su vida, la cual abarcaba varios siglos. Mortales e inmortales, muertos y muertos vivientes, dioses o dragones; a todos los había odiado. Sin embargo, a algunos los había odiado con más ardor: a los elfos, por una parte; y a los caballeros solámnicos, por la otra. Había sido un Caballero de Solamnia, un tal Huma Dragonsbane, quien le había arruinado la diversión a Cyan. Él era entonces un dragón joven y participaba en la Segunda Guerra de los Dragones.
Aquél caballero abominable con su Dragonlance, esa arma que perforaba el cerebro y quemaba los ojos, había arrojado a la reina de Cyan, a Takhisis, al Abismo. Antes, le había arrancado la promesa de que todos sus dragones tendrían que abandonar el mundo, esconderse en sus cubiles y caer en un sueño eterno.
Cyan había hecho todo lo posible por escapar de tan terrible destino, pero no podía enfrentarse a los dioses y, como todos los demás, había sucumbido a un sueño forzoso que había durado un sinfín de años. Pero primero se había tomado la molestia de decirle a su reina lo que pensaba de ella.
Varios siglos después, se despertó, con la furia todavía ardiendo en su interior. Takhisis lo había apaciguado prometiéndole que podría vengarse de los infames elfos, que una vez se habían atrevido a asaltar su cubil durante la Segunda Guerra de los Dragones y le habían infligido unas heridas que estaba convencido que todavía le mermaban sus capacidades.
El imbécil de Lorac, rey de Silvanesti, había robado un Orbe de los Dragones y, cuando intentó utilizarlo para invocar al dragón y salvar su amada tierra de los ejércitos del Señor del Dragón Salah-Kahn, Cyan respondió a su llamada.
El dragón verde fue a Silvanesti y encontró a Lorac atrapado en los terribles tentáculos del Orbe de los Dragones. Cyan podría haber acabado con el maldito elfo, pero ¿qué diversión podía encontrar en eso? Por tanto decidió infligir unas heridas que dolerían profundamente a todos los elfos del mundo, hasta el final de los tiempos. Se había apoderado de su amada tierra. Había tomado la belleza deslumbrante de Silvanesti y la había corrompido y apuñalado, desgarrado y quemado.
Torturó a los árboles hasta que sangraron y se retorcieron en su agonía. Volvió negras las verdes praderas y transformó los lagos cristalinos en ciénagas malolientes. Pero lo más divertido había sido susurrarle a Lorac en el oído todas aquellas pesadillas y obligarle a contemplar aquel horror con sus propios ojos. Le hizo creer que tales atrocidades eran obra suya.
Atormentar a Lorac no había estado nada mal durante un tiempo, pero Cyan no tardó en aburrirse. Silvanesti era una ruina doliente. Lorac se había vuelto loco. El dragón verde se animó con la llegada a Silvanesti de una banda de criminales y ladrones, liderados por Alhana Starbreeze, la hija de Lorac. Cyan se entretuvo algún tiempo atormentándolos. Pero el placer terminó cuando un joven hechicero que todavía tenía la cáscara del huevo pegada a la cabeza, como solían decir los dragones, había logrado romper el control que el orbe, y Cyan, ejercían sobre Lorac.
Al principio Cyan se había entretenido observando los torpes intentos del joven hechicero por hacerse con el dominio del Orbe de los Dragones, disfrutando anticipadamente de la posibilidad de torturar a un nuevo mortal. Pero se llevó una cruel decepción. Raistlin no sólo había controlado el orbe, además había ordenado al objeto que subyugara a Cyan.
El dragón verde se resistió y luchó, pero el Orbe de los Dragones era poderoso y ni siquiera él pudo resistir su llamada. Y ésa era la razón de que se encontrara en el oeste de Ansalon, volando sobre la torre abandonada por los dioses, obligado a cumplir la voluntad de su odiado amo. Cyan no tenía la menor idea de por qué estaba allí, pues su amo todavía no se había dignado a informarlo. El dragón volaba alrededor de la torre sin un objetivo claro, considerando que siempre le quedaba la opción de entretenerse lanzado el gas venenoso de su aliento sobre los hechiceros indefensos que se arremolinaban en el patio.
Entonces, Cyan oyó el clamor de las trompetas. Conocía aquel sonido y lo odiaba. Miró a través de las colinas y vio que un caballero solámnico cabalgaba hacia él.
Cyan no sabía nada de los Caballeros de la Muerte. Si alguien le hubiera dicho que aquel caballero estaba maldito, que era malvado y que ambos luchaban en defensa de la misma causa, el dragón se habría limitado a dejar escapar un resoplido mortal. Un condenado caballero solámnico, estuviera maldito o bendito, muerto o vivo, seguía siendo un condenado caballero solámnico, y debía ser eliminado.
Cyan se lanzó en picado desde las alturas. Utilizaría el terror que inspiraba para espantar al caballero, después lo mataría con su aliento venenoso.
Lord Soth estaba concentrado en liderar a sus guerreros espectrales en el ataque a los muros de la torre. Con los cinco sentidos puestos en la carga, Soth no prestaba atención a lo que sucedía sobre su cabeza. Apenas lanzó una mirada hacia donde estaba el dragón.
Cyan se decepcionó. Contaba con el terror que inspiraba para que el caballero saliera corriendo y gritando, y así disfrutar de un poco de ejercicio, persiguiendo al caballero por el campo antes de matarlo.
Poco a poco, Cyan empezó a darse cuenta de que aquél no era un caballero normal y corriente, y entonces lo descubrió: ¡el condenado caballero ya estaba muerto! Eso restaba gran parte de la emoción de matarlo. Cyan lanzó unos cuantos hechizos al azar contra el caballero, así como un par de rayos mágicos e intentó atraparlo en una telaraña, pero no consiguió nada. El dragón hizo rechinar los dientes, frustrado. Tal vez no pudiera acabar con el caballero, pero iba a asegurarse de que su vida de no muerto fuese insoportable.
Soth, al ver que impactaban unos rayos mágicos alrededor y que del cielo caía una telaraña, se quedó sorprendido, preguntándose quién podría estar utilizando esa magia. No podía ser obra de los hechiceros. Las lunas habían desaparecido. Levantó la cabeza a tiempo para ver que el dragón verde se lanzaba en picado sobre él. Parecía un halcón dispuesto a cazar, con las garras extendidas. Asombrado más allá de lo imaginable, Soth se preguntó de dónde había salido aquel dragón y por qué estaba empeñado en atacarlo. Pero no tuvo tiempo de encontrar una respuesta. En realidad no tuvo tiempo para mucho más que desenvainar su espada. Y quedó demostrado que eso no servía de nada.
Cyan atrapó a Soth entre sus garras y lo arrancó de su montura. El dragón elevó a Soth por los cielos mientras éste lo punzaba con la espada, y después lo soltó. A continuación, Cyan se lanzó sobre las filas de los caballeros espectrales. Cayó sobre ellos con todo su peso, los desgarró con sus garras y los mordió con sus colmillos. Arrancó, trituró y escupió huesos con sus poderosas mandíbulas.
Para entonces, Soth ya se había recuperado y volvía a estar sobre su caballo. Con su espada envuelta en llamas malignas, cabalgó tras el dragón.
La bestia alzó el vuelo y volvió a lanzarse al ataque. El Caballero de la Muerte abrió un tajo salvaje en el cuello del animal y Cyan aulló iracundo, mientras giraba en el aire. Describiendo círculos amenazadores, el dragón volvió a descender para un nuevo ataque.
Lord Soth, de pie sobre su montura negra, alzó la espada.
* * *
—Así se vuelve el mal contra sí mismo —dijo Raistlin.
Par-Salian se apartó de la ventana desde la que había estado presenciando aquella insólita batalla y se volvió. Raistlin tenía la mirada clavada en la vela que marcaba la hora, de la que apenas quedaba un montoncito de cera. Parecía agotado. Par-Salian no lograba imaginar siquiera el desgaste que supondría para la mente y el cuerpo controlar el orbe.
—Tengo que marcharme —dijo Raistlin—. Casi es la hora.
—¿La hora de qué? —preguntó Par-Salian.
—Del final. —Se encogió de hombros—. O del principio.
Sostenía el Orbe de los Dragones entre las manos. La movediza luz multicolor bañaba su tez dorada y se reflejaba en sus pupilas con forma de reloj de arena. Mientras Par-Salian observaba el Orbe de los Dragones, lo asaltó un pensamiento. Tomó aire, pero antes de que pudiera decir nada, Raistlin se fue. Desapareció tan silenciosa y rápidamente como había llegado.
—¡El Orbe de los Dragones! —exclamó Par-Salian y los otros dos hechiceros dejaron de mirar la batalla para mirarlo a él—. De todos los objetos jamás creados, Takhisis teme a éste por encima de todo. Si supiera que Majere posee uno, jamás le permitiría que lo utilizara.
—En concreto, jamás permitiría que utilizase la magia del orbe —convino Justarius, sintiendo que nacía en él la comprensión y la esperanza.
—¿Y eso qué significa, si es que significa algo? —preguntó Ladonna, mirando a los dos hombres.
—Significa que nuestra supervivencia está en manos de Raistlin Majere —dijo Par-Salian.
Y le pareció oír, susurrantes a través de la oscuridad, las palabras del joven mago.
—¡Recuerda nuestro trato, Maestro del Cónclave!