La noche sin lunas
DÍA VIGESIMOCUARTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC
La Torre de Wayreth era la Torre de la Alta Hechicería más antigua de Ansalon, una de las dos únicas torres que quedaban en pie y la única que seguía utilizándose.
Construida después de la Segunda Guerra de los Dragones, la Torre de Wayreth se elevó por encima del desastre. En aquella época, la magia era salvaje y bronca. Tres poderosos hechiceros habían conjurado un hechizo con la intención de poner fin a la guerra, pero se escapó de su control y devastó gran parte del mundo. Los dioses de la magia se dieron cuenta de que había que hacer algo para gobernar la magia y a aquellos que la practicaban. Nuitari, Lunitari y Solinari enseñaron la disciplina de la magia a tres hechiceros y los enviaron a establecer las tres Ordenes de la Alta Hechicería, que estarían dirigidas por un organismo llamado Cónclave.
Los hechiceros necesitaban un cuartel general, un lugar donde acudieran los estudiantes de magia para aprender las destrezas de su arte; donde se celebrara la Prueba de la Alta Hechicería que se había instaurado recientemente; donde se crearan y guardaran los objetos, se pusieran a prueba los hechizos, se escribieran y clasificaran los libros. Al mismo tiempo, debería ser una fortaleza y un refugio, pues eran muchos los que no confiaban en los hechiceros y buscaban hacerles daño.
Los tres hechiceros se unieron para erigir la Torre de Wayreth. Las dos agujas de la torre, que se alzaban sobre la bóveda y estaban unidas por una pared triangular, estaban hechas a partir de una bruma plateada mágica, que lentamente se había convertido en piedra. En esa época la torre había sufrido el ataque de una tribu de bárbaros, que querían hacerla suya. La torre y los hechiceros que la habitaban se habían salvado gracias a un Túnica Negra que había conjurado un bosque mágico que rodeaba la torre.
El hechicero murió, pero el bosque de Wayreth se extendió y expulsó a los bárbaros. Desde aquel día lejano, la magia del bosque ocultaba la torre y la protegía de sus enemigos.
«Tú no encuentras la Torre de Wayreth. La torre de Wayreth te encuentra a ti», rezaba el dicho.
La torre de Wayreth estaba muy ocupada encontrando a la multitud de hechiceros que viajaban hasta ella para celebrar la Noche del Ojo. Normalmente sólo se permitía la entrada a los hechiceros que ya habían pasado la Prueba o a aquellos que se presentaban al examen. Pero la Noche del Ojo era una ocasión especial y por eso también se permitía el paso a los estudiantes más brillantes, acompañados por sus maestros.
La torre rebosaba de practicantes de la magia que habían llegado desde todos los rincones de Ansalon. Hasta la última cama de la última celda estaba ocupada, y más de uno dormía sobre mantas en el suelo o había levantado una tienda en el patio. Se respiraba un ambiente de fiesta. Los viejos amigos se saludaban con abrazos afectuosos y se ponían al día de las últimas novedades. Los estudiantes vagaban de un lado a otro, invadidos por la admiración y la excitación, y se perdían en los laberínticos salones, para acabar apareciendo por error en las zonas restringidas. Animales de todo tipo corrían y volaban, reptaban y andaban a cuatro patas por los salones, con el peligro constante de acabar debajo de algún pie o de enredarse en la melena de algún hechicero.
Algunos hechiceros estaban en los laboratorios, concentrados en preparar los ingredientes para las pociones y otros brebajes, listos para mezclarlos cuando el poder de las lunas estuviera en su culmen. Otros hechiceros se habían encerrado en las bibliotecas para estudiar los hechizos que querían llevar a cabo esa noche. Los Túnicas Negras y los Túnicas Rojas trabajaban codo con codo con los Túnicas Blancas. Todos olvidaban sus diferencias para hablar de magia, aunque de vez en cuando estallaba alguna disputa.
Todavía quedaban algunos Túnicas Blancas, por ejemplo, enojados porque los Túnicas Negras se habían rendido ante la reina Takhisis. Ésos Túnicas Blancas no creían que los Túnicas Negras debieran ser perdonados y aprovechaban la menor oportunidad para plantear su punto de vista. Los Túnicas Negras se sentían ofendidos, y el resultado era que acababan todos gritando. Aquéllas disputas quedaban rápidamente apaciguadas por los monitores. Éstos eran un grupo de Túnicas Rojas que estaban encargados de patrullar la torre, mantener los ánimos tranquilos y asegurarse de que ningún incidente estropeara esa gran noche. En la mayor parte de los casos, los hechiceros de las tres órdenes se alegraban de volver a estar unidos por su amor a la magia, aunque eso fuera lo único que los unía.
Aquélla Noche del Ojo no se celebraría una reunión del Cónclave, algo que rompía con la tradición. Se decía que los jefes del Cónclave habían decidido prescindir del encuentro porque quitaba mucho tiempo al trabajo más importante. Como esa reunión sólo tenía como aliciente el tradicional discurso de Par-Salian, el cual, según los hechiceros más jóvenes, tenía un magnífico efecto soporífero, la noticia fue bienvenida.
Únicamente unos pocos, un grupo muy reducido, sabían la verdadera razón de la cancelación del encuentro. Los jefes de las tres órdenes no iban a estar en la Torre de Wayreth aquella noche. Ladonna, Par-Salian y Justarius planeaban acometer una misión arriesgada y peligrosa en Neraka. Acompañándolos irían seis guardaespaldas. Eran hechiceros jóvenes y fuertes que habían dedicado varios días a armarse de hechizos de combate, pensados para rechazar a casi cualquier tipo de enemigo, vivo o muerto viviente, y de hechizos de protección para sí mismos y para sus líderes.
Cuando caía la noche, los demás hechiceros asistieron a un espléndido banquete servido en el patio. Ladonna, Justarius y Par-Salian se encontraban encerrados en una de las cámaras superiores de la torre, discutiendo sus planes. Estaban sentados en penumbra, con los rostros invisibles entre las sombras y los ojos brillantes a la luz del fuego. Al ver que las llamas se apagaban y sentir la caricia fría del aire de la noche, Par-Salian se levantó para echar otro tronco.
Sobre la repisa de la chimenea ardía una vela de una hora. La llama imperturbable consumía lentamente el tiempo, hasta que las tres lunas se alinearan y los hechiceros pudieran emprender el peligroso viaje, a través del tiempo y el espacio, hasta el Templo de la Reina Oscura.
—La coordinación es esencial —dijo Ladonna. Vestía una túnica ribeteada en piel y lucía colgantes y anillos. Ninguna de las joyas se debía a la vanidad. Todas eran objetos mágicos o podían utilizarse como ingredientes para los hechizos—. Primero hay que quitar el espíritu de Jasla de la Piedra Angular con mi hechizo de nigromancia.
Lanzó una mirada gélida a Par-Salian.
—Amigo mío, esto responde a una razón totalmente lógica —añadió, en referencia a una discusión que se había alargado durante días—. Si levantas tus barreras para sellar la piedra antes de que yo conjure mi hechizo, encerrarás el espíritu de la muchacha dentro.
—Lo que me preocupa es lo que pasará con el alma de Jasla —dijo Par-Salian—. Su espíritu es bondadoso, no lo olvides, Ladonna. Quiero tener garantías de que la dejarás libre y no la harás tu prisionera.
—Tienes que admitir que descubrir cómo ese espíritu bloqueó la entrada a la reina Takhisis sería una información increíblemente valiosa —repuso Ladonna con frialdad—. Sólo quiero hacerle unas cuantas preguntas. Somos mayoría. Justarius está de acuerdo conmigo.
—Se trata de hacer lo mejor para todos —dijo Justarius. Llevaba varios pergaminos en el cinturón, además de las bolsas con los componentes de los hechizos.
Par-Salian sacudió la cabeza, no acababa de estar convencido.
—Puedes estar presente en el interrogatorio —concedió Ladonna, aunque no parecía muy contenta por decir eso—. Y podrás comprobar con tus propios ojos que la dejo libre.
—Ya está. ¿Así te quedas más tranquilo? Ésta discusión nos está costando un tiempo precioso —dijo Justarius.
—Está bien —aceptó Par-Salian—. Siempre que pueda estar presente. Primero Ladonna conjurará su hechizo, quitaremos el espíritu de Jasla y lo llevaremos a un lugar seguro. Justarius, tú lanzarás tus hechizos para modificar la naturaleza de la Piedra Angular…
—Para lo que servirá eso… —murmuró Ladonna.
Justarius se irguió.
—Ya lo hemos hablado más de cien veces…
—Y lo hablaremos otras cien si es necesario —lo interrumpió Ladonna con dureza—. Esto es demasiado importante para tomárselo a la ligera.
—Tiene razón —dijo Par-Salian—. No todos los que vayan a Neraka esta noche volverán con vida. Cada uno de nosotros debe estar completamente comprometido. Plantea tus razones.
—¿Otra vez? —preguntó Justarius, exasperado.
—Otra vez —ordenó Par-Salian.
Justarius suspiró.
—La piedra original, que era de mármol blanco, estaba bendita y santificada por los dioses. Takhisis le dio su propia «bendición», en un intento de corromperla. Pero tanto Par-Salian como yo estamos de acuerdo en que la piedra sigue siendo pura en esencia, lo que explica que el espíritu de Jasla pudiera encontrar un santuario en su interior. Si eliminamos la parte corrupta y la piedra puede volver a su forma original y Par-Salian la protege con poderosos hechizos defensivos, Takhisis no logrará pervertirla nunca más.
—Y como su templo se apoya en la Piedra Angular, si ésta se transforma, el templo quedará derruido y la Reina Oscura quedará atrapada en el Abismo por siempre jamás —concluyó Par-Salian.
Todos se sumieron en el silencio, con la preocupación reflejada en el rostro. Los tres eran conscientes de que sus argumentos eran inútiles, estériles, encaminados a evitar lo que todos tenían en la cabeza. Finalmente, Ladonna se atrevió a decir lo que sabía que todos pensaban.
—He buscado la bendición de Nuitari para este plan. El dios de la luna oscura no me presta atención. No creo haberle ofendido, pero si lo he hecho…
—No es por ti, Ladonna. Yo he acudido a Solinari y el resultado ha sido el mismo —dijo Par-Salian—. No he obtenido respuesta alguna. ¿Y tú, amigo mío?
Justarius negó con la cabeza.
—Lunitari no me habló. Y es algo muy preocupante, porque a la diosa le gusta charlar sobre los temas más triviales. Éste plan nuestro es la empresa más arriesgada llevada a cabo por un hechicero desde que los Tres Sagrados pusieron fin a la Segunda Guerra de los Dragones, y mi diosa no me dice ni una palabra. Algo va mal.
—Tal vez deberíamos paralizarlo todo —dijo Par-Salian.
—¡No seas una vieja llorica! —se burló de él Ladonna.
—Lo que soy es práctico. Si los dioses no…
—¡Ssh! —les hizo callar Justarius, levantando una mano. Desde el otro lado de la puerta llegaban gritos y voces—. ¿A qué se debe todo ese jaleo?
—A un exceso de vino elfo —contestó Par-Salian.
—No suena como una fiesta —dijo Ladonna, alarmada—. ¡Suena más como un motín!
Las voces cada vez llegaban más altas y los hechiceros oían a gente correr por el pasillo, víctimas del pánico. Empezaron a golpear la puerta, cada vez más puños, hasta que la madera tembló bajo aquella lluvia de golpes. Los hechiceros empezaron a llamar a sus líderes a gritos, algunos aullaban el nombre de Par-Salian, otros el de Ladonna o el de Justarius.
Enfadado por aquel comportamiento tan impropio, Par-Salian se puso de pie, atravesó la habitación a zancadas y abrió la puerta bruscamente. Se quedó sorprendido al encontrar el vestíbulo a oscuras. Por lo visto, las luces mágicas que iluminaban todos los pasillos de la torre habían fallado. Al ver que unos cuantos hechiceros llevaban velas y faroles, Par-Salian tuvo un mal presentimiento.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó con voz áspera, mirando con fiereza a la muchedumbre de hechiceros que se agolpaba en el vestíbulo—. ¡Que cese este tumulto de inmediato!
Los hechiceros que se hacinaban en la sala a oscuras quedaron en silencio, pero no duró mucho.
—Decídselo —dijo una voz.
—¡Sí, decídselo! —exclamó otra.
—¿Decirme el qué?
Muchas voces empezaron a hablar al mismo tiempo. Par-Salian las hizo callar con un gesto impaciente y miró en derredor en busca de un portavoz entre todas aquellas sombras.
—¡Antimodes! —dijo Par-Salian, al descubrir a su amigo—. Dime qué está pasando.
La multitud se apartó para dejar que Antimodes se acercara a su líder. Antimodes era un hechicero mayor, muy respetado y querido. Provenía de una buena familia y él mismo contaba con sus propias riquezas. Su gran pasión era conseguir que la causa de la magia se abriera paso en el mundo y muchos magos jóvenes habían disfrutado de su generosidad. Antimodes era un hombre de negocios y todo el mundo reconocía su sensatez y su sentido práctico. Cuando Par-Salian vio su rostro pálido y apesadumbrado, sintió que se le caía el alma a los pies.
—¿Has mirado por la ventana, amigo mío? —preguntó Antimodes. Hablaba en voz baja, pero la muchedumbre escuchaba con los cinco sentidos. Recogieron sus palabras y las repitieron.
—¡Mira por la ventana! ¡Sí, mira afuera!
—¡Silencio! —ordenó Par-Salian, y la multitud volvió a callarse, pero no del todo. Muchos mascullaban y murmuraban una cadena de palabras susurrantes y teñidas de miedo.
—Deberías mirar por la ventana —dijo Antimodes solemnemente—. Tienes que verlo con tus propios ojos. Y mira esto también. —Levantó una mano, señaló con un dedo y pronunció unas palabras mágicas—. ¡Sula vigis dolibix!
—¿Estás loco? —exclamó Par-Salian, alarmado, esperando que unas runas ardientes salieran disparadas de la mano de su amigo. Pero no pasó nada. Las palabras del hechizo cayeron al suelo como hojas muertas.
Antimodes suspiró.
—La última vez que me falló este hechizo, amigo mío, tenía dieciséis años y estaban pensando en una chica, no en mi magia.
—¡Par-Salian! —llamó Ladonna con voz temblorosa—. ¡Tienes que ver esto!
Estaba apoyada en el alféizar de la ventana y poco le faltaba para caer, con la espalda arqueada y la cabeza vuelta hacia el cielo.
—Las estrellas relucen. La noche está despejada. Pero…
Se volvió hacia él, pálida.
—¡Las lunas han desaparecido!
—Y lo mismo puede decirse del Boque de Wayreth —añadió Justarius con voz lúgubre, mirando por encima del hombro de Ladonna.
—¡Hemos perdido la magia! —aulló una mujer desde el vestíbulo. Su grito aterrorizado despertó el pánico de la multitud.
—¿Acaso sois unos locos gullys para comportaros así? —bramó Par-Salian—. Todos a vuestras habitaciones. Debemos mantener la calma y descubrir qué está pasando. Monitores, quiero que los pasillos queden despejados ahora mismo.
Los gritos cesaron, pero los hechiceros seguían dando vueltas sin saber adonde dirigirse. Antimodes quiso dar ejemplo retirándose a sus habitaciones y llevándose consigo a sus amigos y a sus discípulos. Volvió la vista para mirar a Par-Salian, quien sacudió la cabeza y suspiró.
Los monitores, con sus túnicas rojas, empezaron a moverse entre el gentío, apremiando a todos para que obedeciesen al jefe del Cónclave. Par-Salian esperó en la puerta hasta que vio que el vestíbulo empezaba a vaciarse. La mayoría de los hechiceros no fue a sus habitaciones. Se agolpaban en las zonas comunes para lanzar sus especulaciones y ponerse nerviosos unos a otros.
Par-Salian cerró la puerta y se volvió para mirar a sus compañeros. Ambos estaban asomados a la ventana, observando el cielo con la vana esperanza de descubrir que estaban equivocados. Quizá una nube solitaria hubiera ocultado las lunas o tal vez hubieran calculado mal el tiempo y las lunas aparecieran más tarde. Pero la prueba del bosque desaparecido era espeluznante e imposible de negar.
Mientras Par-Salian contemplaba el paraje desnudo e inhóspito, las colinas despojadas de árboles, intentó conjurar un hechizo sencillo, un simple truco. En el mismo momento en que estaba pronunciando las palabras, que salieron de sus labios como un galimatías, supo que no funcionaría.
—¿Qué hacemos? —preguntó Ladonna con voz hueca.
—Debemos rezar a los dioses…
—No van a responderos —dijo una voz desde la oscuridad. En el centro de la habitación había un hechicero ataviado con la túnica negra.
—¿Quién eres tú? —preguntó Par-Salian.
El hechicero se quitó la capucha. La piel dorada centelleó bañada por la luz de las llamas. Unos ojos con pupilas en forma de reloj de arena los miraban con indiferencia.
—Raistlin Majere —dijo Justarius con voz áspera.
Raistlin hizo una inclinación de cabeza como saludo.
—¡Todo esto es obra tuya! —exclamó Ladonna, colérica.
Raistlin sonrió mordazmente.
—A pesar de que considero un halago que pienses que tengo el poder necesario para hacer desaparecer las lunas, señora, debo desengañarte. Yo no hice que las lunas desaparecieran. Tampoco eliminé yo su magia. Lo que teméis es cierto. Vuestra magia ha desaparecido. Los dioses de la magia han perdido su poder.
—Entonces, ¿cómo has venido tú aquí si no ha sido con magia? —preguntó Par-Salian con voz airada.
Raistlin le hizo una inclinación.
—Una observación muy inteligente, jefe del Cónclave. He dicho que vuestra magia ha desaparecido, pero no la mía.
—¿Y de dónde procede tu magia si puede saberse?
—De mi dios. De mi reina —repuso Raistlin en voz baja—. De Takhisis.
—¡Traidor! —gritó Ladonna.
Cogió uno de los colgantes que llevaba y arrancó un poco de piel del cuello de su túnica.
—Ast kiranann kair Gardurn… —titubeó y volvió a empezar—. Ast kianann kair…
—Es inútil —la interrumpió Justarius con amargura.
—No soy yo el traidor —dijo Raistlin—. No soy yo quien delató vuestro complot para entrar en el templo y bloquear la Piedra Fundacional para la Reina Oscura. Si no fuera por mí, ahora mismo estaríais todos muertos. El Señor de la Noche y sus peregrinos están esperándoos allí.
—¿Quién fue entonces? —quiso saber Ladonna, furiosa.
—Las paredes oyen —repuso Raistlin en voz baja.
Ladonna cruzó los brazos sobre el pecho y empezó a dar vueltas por la habitación. Justarius seguía junto a la ventana, contemplando la noche.
—¿Has venido a regodearte? —preguntó Par-Salian.
Raistlin entrecerró los ojos.
—Me elegiste como tu «espada», Maestro del Cónclave. Y quién ignora que una espada corta por los dos filos… Si tu espada te ha hecho sangrar, la culpa es sólo tuya. Pero para responder a tu pregunta: no, no he venido aquí a regodearme.
Señaló hacia la ventana.
»El bosque de Wayreth ha desaparecido. En este mismo momento, un Caballero de la Muerte llamado Soth y sus guerreros espectrales cabalgan hacia la torre. Nada se interpone en su camino. Y cuando lleguen aquí, no habrá nada que los detenga y evite que tiren abajo estos muros y maten a todos los que se refugian tras ellos.
—¡Que Solinari nos proteja! —murmuró Par-Salian.
—Solinari está luchando por su propia supervivencia —dijo Raistlin—. Takhisis ha traído unos dioses nuevos al mundo, los dioses del gris, así los llama ella. Planea deponer a nuestros dioses y hacerse con el control de la magia, que repartirá entre sus favoritos. Como yo.
—No te creo —repuso Justarius con aspereza.
—Cree lo que te dicen tus ojos, entonces —dijo Raistlin—. ¿Cómo vais a luchar contra lord Soth? Su magia es poderosa y no procede de las lunas. Nace de la maldición a la que lo condenaron los dioses. Puede abrir un boquete en estos muros con un simple gesto. Puede levantar a los muertos de sus tumbas. Con sólo pronunciar una palabra, las personas caen muertas. El terror que desata su aparición es tan intenso que ni siquiera el más aguerrido puede resistirlo. Temblaréis detrás de estos muros, esperando la muerte. Rezando para que la muerte os llegue.
—No todos actuaremos así —dijo Justarius con voz lúgubre.
—Vosotros también lo haréis, señor —se burló Raistlin—, ¿dónde están las espadas, los escudos y las hachas? ¿Dónde están los guerreros invencibles que os defenderán? Sin vuestra magia, no podéis defenderos. Tenéis vuestros cuchillitos, eso es cierto, pero ¡apenas sirven para untar mantequilla!
—Evidentemente, tú tienes la respuesta —intervino Par-Salian—. De lo contrario, no habrías venido.
—Así es, Maestro del Cónclave. Yo puedo ayudar.
—Y si trabajas para Takhisis, ¿por qué ibas a hacerlo? ¿Y por qué deberíamos confiar en ti? —preguntó Ladonna.
—Porque, señora, no os queda otra opción —contestó Raistlin—. Puedo salvaros… pero eso tiene su precio.
—¡Faltaría más! —exclamó Justarius amargamente. Se volvió hacia Par-Salian—. Sea cual sea el precio, es demasiado alto. Prefiero arriesgarme a vérmelas con ese Caballero de la Muerte.
—Si únicamente se tratara de nuestras vidas, me inclinaría a pensar como tú —contestó Par-Salian con pesar—. Pero tenemos cientos de vidas bajo nuestro cuidado, desde nuestros discípulos hasta algunos de los hechiceros con más talento y sabiduría de todo Ansalon. No podemos condenarlos a muerte por nuestro orgullo herido. —Se volvió hacia Raistlin—. ¿Cuál es tu precio?
Raistlin se quedó en silencio un momento.
—He elegido seguir mi propio camino, libre de ataduras —contestó al final con voz suave—. Lo único que pido, maestros, es que me permitáis seguir por él. El Cónclave no tomará medidas contra mí ni ahora ni en el futuro. No enviaréis hechiceros para intentar matarme, hacerme prisionero o darme sermones. Dejaréis que siga mi camino y yo os ayudaré a conservar la vida, para que podáis seguir el vuestro.
Par-Salian frunció el entrecejo.
—Si dices eso, implica que nuestra magia volverá, que los dioses de la magia volverán. ¿Cómo es eso posible?
—Eso es asunto mío —repuso Raistlin—. ¿Aceptáis el trato?
—No. Son demasiadas las cosas que desconocemos —dijo Ladonna.
—Estoy de acuerdo con ella —se sumó Justarius.
Raistlin, las manos entrelazadas bajo las mangas de la túnica negra no perdía la calma.
—Mirad por la ventana. Veréis un ejército de soldados muertos vivientes cubiertos con armaduras abolladas y ennegrecidas, marcadas por la rosa. Mientras cabalgan, las llamas devoran su carne. Sus rostros se contorsionan atormentados por el fuego sagrado que los consume infinitamente. Son portadores de la muerte, y la muerte dirige sus pasos. Soth echará abajo los muros de esta torre con sólo tocarlos. Su ejército pasará por encima de los restos humeantes, y vuestros discípulos y vuestros amigos y colegas estarán indefensos ante ellos. Ríos de sangre bajarán por los pasillos…
—¡Basta! —gritó Par-Salian, conmocionado. Miró a sus compañeros—. Os lo pregunto directamente: ¿podemos enfrentarnos a ese Caballero de la Muerte sin nuestra magia?
Ladonna se había puesto mortalmente pálida. Con los labios apretados en una línea tensa, se dejó caer en una silla.
Justarius parecía desafiante, pero después su rostro se demacró y sacudió la cabeza con brusquedad.
—Yo soy de Palanthas —dijo—. He oído historias de lord Soth y si la décima parte de ellas es verdad, sería peligroso enfrentarnos a él incluso si contáramos con nuestra magia. Sin ella…, no tenemos ninguna posibilidad.
—Recordad lo que voy a decir. Si hacemos este trato con Majere, viviremos para lamentarlo —dijo Ladonna.
—Pero al menos viviréis —murmuró Raistlin.
Soltó de su cinturón una bolsa de piel y repartió el contenido por el suelo. Canicas de todos los colores rodaron por la mullida alfombra. Ladonna se quedó mirándolas y soltó una carcajada incrédula.
—Nos está tomando el pelo —dijo.
Par-Salian no estaba tan seguro. Observó el movimiento de los dedos largos y delgados de Raistlin, delicados y sensibles, buscando entre las canicas hasta que encontró la que quería. La cogió, la sostuvo sobre la palma de la mano y empezó a recitar unas palabras.
La canica creció hasta ser tan grande como la mano de Raistlin. Dentro del globo de cristal se arremolinaban y titilaban los colores. Par-Salian miró el centro de la bola y vio unos rojos de reptil que miraban hacia fuera.
—¡Un Orbe de los Dragones! —exclamó, asombrado.
Par-Salian se acercó, fascinado. Había leído mucho sobre los famosos Orbes de los Dragones. Durante la Era de los Sueños, varios magos de las tres órdenes, que se habían unido entonces para combatir a la Reina Oscura habían creado cinco orbes. Dos de los objetos se habían quedado en las tristes Torres de Losarcum y de Daltigoth, y habían sido destruidos en las explosiones que también habían acabado con las torres.
Otro de los orbes había desaparecido hasta que los Caballeros de Solamnia lo habían encontrado en la Torre del Sumo Sacerdote. El Áureo General, Laurana, lo había utilizado para proteger la torre de un ataque de dragones malignos. En la batalla, se había perdido el orbe.
El cuarto orbe había sido entregado al hechicero Feal-Thas para que lo guardara y éste lo había encerrado en el Muro de Hielo durante muchos siglos. El orbe había tenido una vida trágica y azarosa que lo había llevado a su destrucción a manos de un kender en el Consejo de la Piedra Blanca.
El orbe que en ese momento contemplaba Par-Salian, el único que quedaba, estaba en poder de Raistlin Majere. ¿Cómo era posible? Par-Salian era un hechicero poderoso, quizá uno de los más poderosos que hubiera vivido jamás, y se preguntaba si tendría la valentía de posar las manos sobre el orbe. Aquél objeto podía apoderarse de la mente de un hechicero y mantenerlo cautivo, atrapado para siempre en una pesadilla viva y atormentadora, tal como le había sucedido al infeliz Lorac. El joven mago Raistlin Majere se había atrevido a hacerlo y había logrado someter al orbe a su voluntad.
Mientras Par-Salian observaba el orbe, fascinado y asqueado al mismo tiempo, se le reveló la respuesta. Vio la figura de un hombre, un hombre que cargaba con el peso de muchos años, apenas piel y huesos, más muerto que vivo. El hombre apretaba los puños furioso y parecía que gritaba fuera de sí, pero sus gritos eran mudos.
Par-Salian miró a Raistlin admirado y asombrado, y éste le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—No te equivocas, Maestro del Cónclave. El prisionero es Fistandantilus. Me encantaría contarte la historia, pero no hay tiempo. Debéis quedaros callados. No digáis nada. No os mováis. No respiréis siquiera.
Raistlin posó las manos sobre el Orbe de los Dragones. Lanzó un aullido de dolor cuando del orbe salieron unas manos y se aferraron a él. Cerró los ojos y jadeó.
—Te lo ordeno, Viper, convoca a Cyan Bloodbane —dijo Raistlin con un hilo de voz. Temblaba, pero mantenía las manos obstinadamente sobre el orbe.
—¡Bloodbane es un Dragón Verde! —exclamó Ladonna—. ¡Nos mintió! ¡Quiere matarnos!
—¡Silencio! —ordenó Par-Salian.
Raistlin estaba concentrado en el orbe, escuchando una voz muda para ellos, la voz del orbe, y parecía que no le gustaba lo que le decía.
—¡No puedes bajar la guardia! —dijo enfadado, dirigiéndose al dragón que estaba en el orbe—. ¡No debes dejarlo libre!
Las manos del orbe apretaron con más fuerza las de Raistlin y el hechicero ahogó un grito de dolor, ya fuera por el ímpetu con que lo aprisionaban o por la dureza de la decisión que le pedían que tomara.
—Así será —dijo Raistlin al fin—. ¡Llama al dragón!
Par-Salian, con los ojos clavados en el orbe, vio que los colores se agitaban con violencia. La figura diminuta de Fistandantilus desapareció. El rostro de Raistlin se deformó en una mueca, pero no separó las manos del orbe. Toda su voluntad se centraba en el objeto y era ajeno a lo que sucedía alrededor.
—Ladonna, ¿estás loca? ¡Detente! —gritó Justarius.
Ladonna no le hizo caso. Par-Salian distinguió el destello del acero y pegó un salto hacia ella. Consiguió agarrarla por la muñeca e intentó quitarle el cuchillo. Ladonna se volvió hacia él, forcejeando, y le hizo un corte profundo en el pecho. Par-Salian se tambaleó hacia atrás, sangrando, y bajó la vista hacia la mancha roja que empezaba a empaparle la túnica blanca.
Ladonna se abalanzó sobre Raistlin. El hechicero no le prestó atención. El orbe empezó a brillar con una luz intensa, verde y vaporosa. Unos tentáculos brumosos salieron sinuosos del orbe y envolvieron el cuerpo de Ladonna. La mujer gritó y se retorció. El olor era sofocante. Par-Salian se cubrió la boca y la nariz con la manga. Justarius boqueaba en busca de aire fresco y, tambaleante, se acercó a la ventana.
—No les hagas daño, Viper —murmuró Raistlin.
Los tentáculos soltaron a su presa, y Ladonna se desplomó sobre una silla. Justarius intentaba recuperar el aliento, asomado a la ventana.
—Par-Salian —dijo Justarius, señalando hacia fuera. Par-Salian miró hacia allí.
Un dragón planeaba alrededor de la Torre de la Alta Hechicería. Su cuerpo gigantesco emitía un resplandor gris verdoso aterrador bajo la luz tenue del cielo sin lunas.