La oración
DÍA VIGESIMOCUARTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC
La Noche del Ojo era el momento en el que las lunas que representaban a los dioses de la magia se alineaban y formaban un ojo impertérrito en el cielo y concedían poder a sus hechiceros a lo largo y ancho de todo Ansalon.
Pero aquella noche no salieron las lunas. La luz de Solinari no prestó su resplandor plateado a los lagos. La luz roja de Lunitari no prendió fuego a los cielos. La luz negra de Nuitari, que sólo era visible para los devotos al dios, se mantuvo oculta para todos. Las lunas habían desaparecido. Y lo mismo había sucedido con la magia. El Ojo se había cerrado.
En todo el continente, los escuadrones de la muerte de la reina Takhisis se lanzaron a la búsqueda de los desventurados hechiceros, despojados de su poder, para destruirlos. Los escuadrones de draconianos, armados con espadas y cuchillos, salieron disciplinadamente del templo de Neraka. Uno de los escuadrones fue a la destartalada Torre de la Alta Hechicería. Al no encontrar a nadie, le prendieron fuego. Otro se dirigió a la tienda de hechicería de Snaggle, en la Ringlera de los Hechiceros. El viejo no estaba, para su asombro, pues nunca nadie había visto que Snaggle abandonara su negocio hasta entonces.
Furiosos y frustrados, los draconianos saquearon la tienda, sacaron las cajas pulcramente etiquetadas de los estantes y las vaciaron en la calle. Después, el fuego se ocupó del resto. Los draconianos lanzaron las botellas, rompieron los frascos y confiscaron objetos para llevarlos al templo. Cuando la tienda quedó vacía, también prendieron fuego al edificio. Otros escuadrones habían recibido órdenes de ir a El Broquel Partido y a El Trol Peludo para ocuparse de los incendios que arrasarían las tabernas «por accidente» y que, por si eso fuera poca desgracia, acabarían con la vida de sus propietarios.
El escuadrón enviado a El Broquel Partido estaba liderado por el comandante Slith, y el draconiano no estaba contento con su misión. Slith no daría ni una de sus escamas por los hechiceros y no le importaría rajarlos de arriba abajo. Pero apreciaba a Talent Orren. A Slith le gustaba Talent y, sobre todo, el acero que Talent le pagaba. Slith no sólo abastecía a Talent de gran parte de la mercancía que éste vendía en el mercado negro, además recibía una comisión por cada cliente que enviaba a la taberna.
Slith caminaba inmerso en lúgubres cavilaciones, dado que si esa fuente de ingresos estaba a punto de quedar reducida a cenizas y sólo contaba con su paga del ejército, que ni siquiera había recibido todavía, ya no tenía ninguna razón para permanecer en Neraka. Slith no pertenecía a aquel lugar. Era un desertor que había abandonado el ejército mucho tiempo antes, y la única razón por la que había parado en Neraka era que le habían dicho que allí se hacía buen acero. El sivak caminaba pesadamente, estrujándose el cerebro, intentando encontrar la manera de desobedecer las órdenes sin llegar a desobedecerlas. Se dio cuenta de que uno de sus subordinados intentaba llamar su atención.
—Sí, ¿qué? —gruñó Slith.
—Señor, algo va mal —dijo Glug.
—Si te refieres a que Takhisis olvidó darte un cerebro, lo sabemos todos —masculló Slith.
—No es eso, señor —repuso Glug—. Mire la taberna. Está… Es que está muy tranquila, señor. Demasiado tranquila. ¿Dónde está la fiesta?
Slith frenó en seco. Aquélla sí que era una buena pregunta. ¿Dónde diantres estaba la fiesta? Se suponía que tenía que haber hogueras, gentes agolpadas en las calles, gentes que habían sido pagadas para prender fuego a la taberna. Slith veía luces en El Broquel Partido, pero no se oían carcajadas salvajes, conversaciones escandalosas ni la jarana típica de los borrachos. El Broquel Partido estaba silencioso como una tumba.
Eso lo intranquilizó. Miró calle arriba y calle abajo. No se veía a nadie.
—¿Qué hacemos, señor? —preguntó Glug.
—Seguidme —ordenó Slith.
Echó a andar y tras él fue su escuadrón, arañando el pavimento.
Slith se acercó a la puerta de El Broquel Partido. Un humano gigantesco, que respondía al nombre de Maelstrom y que era bien conocido por Slith, hacía guardia en la entrada.
—Dracos no —dijo Maelstrom, señalando el cartel—. Sólo humanos.
—Hemos venido en nombre de la Reina Oscura —dijo Slith.
—Vaya, eso lo cambia todo —contestó Maelstrom. Sonrió y abrió la puerta—. Entrad sin más.
—Vosotros esperad —ordenó Slith, dejando al escuadrón en la calle.
Entró en la taberna y se quedó paralizado. Parpadeó varias veces, perplejo.
La taberna estaba atestada. Todos los sitios estaban ocupados, incluso había gente apoyada en las paredes. La mayoría de los clientes eran soldados, pero también había un buen número de peregrinos oscuros, ocupando los lugares de honor, cerca de la puerta principal. Slith reconoció a algunos de los mejores clientes del mercado negro de Talent. Mientras el sivak estaba allí, plantado con la boca abierta, una de las peregrinas oscuras se levantó y empezó a dirigir los rezos de la muchedumbre.
—Perdonadnos, Nuestra Oscura Majestad —exclamó la peregrina, levantando las manos—. ¡Te rogamos que nos devuelvas las lunas que habéis borrado del cielo! ¡Oíd nuestra plegaria!
Mientras los soldados y los peregrinos empezaban a entonar el nombre de Takhisis, Talent Orren, que había visto a Slith, se abrió camino entre la multitud.
—En nombre del Abismo, ¿qué está pasando? —preguntó Slith, mirando fijamente aquel gentío.
—Bienvenido seas, comandante —saludó Talent con gran solemnidad—. Tú y tus hombres. Entrad, uníos a nuestras súplicas a la Reina Oscura.
Slith soltó un bufido. Su lengua puntiaguda asomó entre sus colmillos y volvió a esconderse.
—Corta el rollo, Talent —dijo con aspereza.
—La Reina Oscura ha borrado las lunas del cielo —prosiguió Talent en voz alta y teñida de respeto—. Nos hemos reunido para solicitar su perdón. —Bajó la voz—. Nos hemos reunidos todos, por si no entiendes lo que quiero decir.
Slith vio al viejo Snaggle, que parecía totalmente fuera de sí. A juzgar por el modo en que se retorcía, debía de estar atado a la silla. A su lado estaba sentada una kender que lucía una enorme sonrisa. Y allí estaba Lute, con su corpachón descansando sobre un taburete y los dos perros tumbados a sus pies.
—Os han dado el soplo —dijo Slith.
—¡Únete a mis ruegos! —gritó Talent.
Agarró a Slith por el hombro y lo atrajo hacia sí para susurrarle al oído:
—Creo que es justo que te advierta de que estos hombres píos, que esta noche han venido a rezar, están armados hasta los dientes y os superan tres a uno. Van a tomarse muy mal que interrumpáis sus oraciones, y todavía se tomarían peor que quemarais la taberna.
Slith se dio cuenta de que todos los ojos estaban clavados en él; vio las manos descansando sobre los puñales y las mazas, las empuñaduras de las espadas o los medallones sagrados.
—Supongo que en El Trol Peludo también están celebrándose servicios esta noche —dijo Slith.
—Así es —confirmó Talent.
Slith sacudió la cabeza.
—No te librarás, Talent. El Señor de la Noche se pondrá furioso cuando se entere. Vendrá él mismo en persona para arrestaros.
—Se encontrará con que los pájaros han volado del nido. Maelstrom, Mari, Snaggle y yo mismo.
El rostro de Talent se ensombreció y, aprovechando una serie de exhortaciones más altas, se dirigió al draconiano en voz baja:
—¿Has visto a Iolanthe?
—¿La bruja? No.
—No sé dónde está. Se suponía que tenía que reunirse aquí conmigo.
Slith estudió a su amigo. El sivak no era especialmente hábil a la hora de interpretar los sentimientos de los humanos, seguramente porque no le importaban lo más mínimo, pero la aflicción de Talent era tan evidente que ni siquiera el draconiano podía pasarla por alto. Como no existían draconianos hembra, Slith nunca había sentido esa emoción en sus propias carnes. Aunque en ciertas ocasiones lamentaba esa carencia, en otros momentos como aquél, al adivinar el pesar de la preocupación y el miedo en el rostro de Talent, Slith se consideraba muy afortunado.
—Seguro que Iolanthe está bien —dijo el sivak flemáticamente—. La bruja sabe cuidar de sí misma. Si te sirve de consuelo, no estaba en casa cuando le prendimos fuego.
Como Talent no parecía alegrarse demasiado por la noticia, Slith decidió cambiar de tema.
—¿Adónde iréis?
—A cualquier sitio en el que las fuerzas de la luz estén luchando contra la Reina Oscura. El ejército irá detrás de nosotros. Necesitamos una ventaja de un par de horas.
Talent puso un monedero grande en la mano del draconiano. Se oyó el tintineo de las monedas de acero. Slith lo sopesó e hizo un rápido cálculo mental.
—Me han dicho que en El Trol Peludo están sirviendo aguardiente enano gratis —dijo Talent.
Slith sonrió. Asomó la lengua entre los labios.
—Supongo que debería ir a investigarlo.
Se guardó el monedero y dejó escapar un suspiro.
»Supongo que esto significa que nuestra pequeña aventura comercial llega a su fin.
—Todo está llegando a su fin, Slith —repuso Talent calmadamente—. La larga noche se termina.
Slith palpó el monedero.
—Estoy pensando que por aquí se van a desatar todos los infiernos. Tal vez debería aprovechar esta oportunidad para retirarme de la vida militar, una vez más. Unirme a unos cuantos compinches.
—Y construir esa ciudad de la que siempre estás hablando —dijo Talent.
Slith asintió.
»Buena suerte, Talent. Ha sido un placer hacer negocios contigo.
—Lo mismo digo. Buena suerte para ti también.
Estrecharon mano y garra. Slith hizo un gesto de despedida a Talent, se volvió con un movimiento brusco muy militar, girando sobre los talones, y salió a la calle. Lanzó una mirada y una sonrisa a Maelstrom, quien le guiñó un ojo.
Las tropas de Slith se quedaron decepcionadas al oír que no iban a quemar El Broquel Partido, pero los ánimos subieron en cuanto supieron que se dirigían a El Trol Peludo.
—Parece que podrían estar sirviendo aguardiente enano en mal estado —dijo Slith—. Tendréis que probarlo para descubrirlo.
—¿Adónde va usted, señor? —quiso saber Glug.
—Yo iré ahora. Coge a los chicos y salid para allá. Nos encontraremos en la taberna. No os bebáis todo el aguardiente enano antes de que llegue.
Glug saludó y echó a correr. El escuadrón se lanzó a la carrera tras él.
Slith se quedó parado en medio de la calle, contemplando la silueta retorcida del templo, que se alzaba a lo lejos. Levantó la garra para despedirse, se dio media vuelta y echó a andar en dirección contraria.
—Buena suerte, Su Majestad —gritó, volviendo la cabeza—. Tengo el presentimiento de que la vais a necesitar.