Hermano y hermana, hermana y hermano
DÍA VIGESIMOTERCERO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC
A primera hora de la mañana, Iolanthe y Raistlin recorrieron los corredores de la magia para llegar al Alcázar de Dargaard. Ambos emergieron en la única habitación del alcázar en ruinas que era habitable: el alojamiento de Kitiara. Incluso allí, Raistlin apreció manchas negras en las paredes, recuerdo del fuego que había asolado el alcázar tanto tiempo atrás.
Los cristales de las ventanas emplomadas habían estallado y jamás se habían restituido. Un viento helado se colaba a través de lo que habían sido hermosas celosías, como el aliento que silba entre unos dientes podridos. Raistlin miró por la ventana y vio un paisaje desolado de muerte y destrucción. Guerreros espectrales con rostros de fuego mantenían una estremecedora vigilia, recorriendo los parapetos que habían lucido orgullosos el color encarnado de la rosa y se habían teñido del cruento rojo de la sangre.
Según decía la leyenda, el Alcázar de Dargaard había sido una de las maravillas del mundo. Su diseño había querido recordar el emblema de la familia, la rosa. Las paredes de piedra imitaban la forma de los pétalos y antaño habían resplandecido bajo el sol de la mañana. Las torres rojas, a imagen de las rosas, apuntaban orgullosas al cielo azul. Pero la rosa se había marchitado, su esencia había sido destruida por las pasiones oscuras del caballero. El fuego, la muerte y el deshonor mancharon los muros encarnados. Las torres desmoronadas quedaron atrapadas entre nubes de tormentas. Se decía que Soth se había envuelto a sí mismo y a su alcázar en una tempestad perpetua, pues había decidido ocultar el sol para proteger sus ojos de la luz, que tan odiosa se había vuelto para él.
Raistlin miró largamente los despojos de un hombre noble, cuya incapacidad para controlar sus pasiones le había empujado a la ruina, y se sintió agradecido al dios que lo había bendecido al nacer y le había concedido verse libre de tal debilidad.
Apartó los ojos de aquella vista desazonadora y los volvió hacia su hermana. Kitiara estaba sentada en su mesa, redactando algunas órdenes que no podían esperar. Había pedido a sus visitantes que tuvieran paciencia hasta que hubiera terminado.
Raistlin aprovechó la oportunidad para observarla. Había visto a Kit un momento en Flotsam, pero no podía tenerse en cuenta, porque en aquella ocasión su hermana montaba su Dragón Azul y llevaba la armadura y el casco propios de una Señora del Dragón. Habían pasado cinco años desde la última vez que habían estado juntos, cuando habían prometido volver a encontrarse en la posada de El Último Hogar, promesa que Kit no había cumplido. Raistlin, que había cambiado más allá de lo imaginable en esos cinco años, se sorprendió al ver que su hermana seguía igual.
Kitiara era delgada y ágil, y tenía el cuerpo fibrado y musculoso propio de un guerrero. Aunque ya pasaba de la treintena, estaba igual que a los veinte años. Su maliciosa sonrisa seguía resultado irresistible. Los rizos cortos y negros le enmarcaban la cara, tan brillantes e indómitos como cuando era joven. Su rostro estaba limpio, no lo surcaban arrugas de penas ni de alegrías.
Ninguna emoción había afectado nunca demasiado a Kitiara. Aceptaba la vida tal como se presentaba, exprimía cada momento y al instante lo olvidaba para vivir el siguiente. No se arrepentía jamás. Raramente pensaba en los errores del pasado. Su mente siempre estaba demasiado ocupada en urdir planes para el futuro. Desconocía el aguijón de la conciencia o el estorbo de la moral. La única grieta en su armadura, su único punto débil, era su obsesión por Tanis, el semielfo, el hombre al que no había querido hasta que él le había dado la espalda y se había alejado.
Iolanthe paseaba nerviosamente por la habitación, con los brazos cruzados bajo la capa. La estancia estaba gélida y la hechicera temblaba, aunque quizá no se debiera tanto al frío como al miedo. Había insistido en que tenían que llegar a primera hora del día para poder irse antes del atardecer. Raistlin no se cansaba de observar a Kit, que seguía peleándose con la misiva.
Escribir nunca había sido una tarea fácil para Kitiara. Siempre le habían atraído la acción y las aventuras y pronto perdía el interés, así que no había sido buena estudiante. Además, nunca había tenido la oportunidad de ir a la escuela. Rosamun, su madre, no había sabido sobrellevar el don. Para ella, el don se convirtió en una enfermedad. Después de que nacieran los gemelos, había navegado a la deriva en una marea de sueños y fantasías extravagantes, y apenas conservaba la cordura. Cuando murió su marido, Rosamun se alejó de la última parcela de realidad que habitaba y que la había salvado de la locura en la que acabó por hundirse. Kit se había encargado de criar a sus dos hermanos pequeños. Se había quedado junto a los niños hasta que decidió que ya eran lo suficientemente mayores para cuidar de sí mismos. Entonces se fue y dejó que los hermanos se valiesen por sí mismos.
Sin embargo, Kitiara no había olvidado a sus medio hermanos. Unos años más tarde, había regresado a Solace para comprobar cómo les iba. Fue entonces cuando conoció a su amigo Tanis, el semielfo. Ambos se entregaron a una apasionada aventura. Ya entonces, Raistlin se había dado cuenta de que esa relación no podía acabar bien.
La última vez que Raistlin la había visto, Kitiara volaba a lomos de su Dragón Azul, Skie, y él navegaba en un barco hacia su destino en el Mar Sangriento. Caramon había arrancado a Tanis la confesión de que había estado perdiendo el tiempo con Kit en Flotsam, que había traicionado a sus amigos por la Señora del Dragón. Raistlin recordó a Caramon, enfurecido, lanzando un sinfín de acusaciones a Tanis mientras el barco era arrastrado al corazón de la tormenta.
«—Así que ahí era donde estabas. Con nuestra hermana, ¡la Señora del Dragón!…».
«Sí, la amaba —había contestado Tanis—. No espero que tú lo entiendas».
Raistlin dudaba mucho que Tanis se entendiera a sí mismo. Era como el hombre que nunca sacia su sed de aguardiente enano. Kitiara lo intoxicaba y el semielfo no lograba limpiar su organismo de su veneno. Había sido su ruina.
Kitiara iba vestida para ir al combate. Llevaba la espada, calzaba las botas, se cubría con la armadura de escamas de Dragón Azul y en los hombros lucía una capa azul. Estaba totalmente concentrada en su trabajo, inclinada sobre la mesa como un niño al que obligan en la escuela a terminar un ejercicio odiado. Su cabeza, cubierta por una maraña de rizos negros, casi rozaba el papel. Se mordía el labio y fruncía el entrecejo. Escribía, sin dejar de murmurar, después tachaba lo escrito y volvía a empezar.
Al final, Iolanthe, consciente de que el tiempo iba pasando, carraspeó.
Kitiara levantó la mano del papel.
—Sé que estás esperando, amiga mía. —Kit estornudó. Se frotó la nariz y estornudó de nuevo—. ¡Es ese perfume repugnante que llevas! ¿Qué haces? ¿Te bañas en él? Dame un momento. Estoy a punto de terminar. Vaya, ¡en nombre del Abismo! ¡Mira lo que he hecho!
Con las prisas, Kit había pasado la mano por la hoja y emborronado la última frase que había escrito. Entre juramentos tiró la pluma, y la tinta se derramó por el papel, lo que acabó de estropear su esforzado trabajo.
—¡Desde que ese idiota de Garibaus consiguió que lo mataran, yo misma tengo que escribir todas las órdenes!
—¿Y tus draconianos? —preguntó Iolanthe, lanzando una mirada hacia la puerta cerrada, a través de la que podía oírse el roce de las garras y las voces ahogadas de los escoltas de Kit. Los draconianos estaban rezongando. Por lo visto, hasta los lagartos se encontraban a disgusto en el Alcázar de Dargaard.
Raistlin se preguntaba cómo podía soportar Kit vivir allí. Quizá, como todo lo demás en su vida, la tragedia y el horror que envolvían el Alcázar de Dargaard le resbalaran, como los patinadores que se deslizan sobre el hielo.
Kitiara sacudió la cabeza.
—Los draconianos son buenos guerreros, pero unos chapuceros como escribanos.
—Quizá yo pueda serte de ayuda, hermana —propuso Raistlin con su suave voz.
Kitiara se volvió para mirarlo.
—Ay, hermanito. Me alegra ver que sigues vivo. Pensaba que habías muerto en El Remolino.
«No gracias a ti, hermana», habría querido responder Raistlin con ironía, pero se quedó callado.
—Tu hermanito le sacó cien monedas de acero a Ariakas por venir a espiarte —dijo Iolanthe.
—¿De verdad? —Kitiara esbozó su sonrisa pícara—. Bien hecho.
Las dos mujeres se echaron a reír con aire confabulador. Raistlin sonrió entre las sombras de su capucha, que no se quitaba a propósito, para poder observar sin ser observado. Se sintió satisfecho al ver comprobadas sus sospechas sobre Iolanthe. Decidió probar qué más lograba descubrir.
—No lo entiendo —dijo, paseando la mirada de una mujer a otra—. Pensaba que…
—Pensabas que Ariakas te había contratado para que me espiaras —terminó la frase Kitiara por él.
—Eso era precisamente lo que queríamos que pensaras —dijo Iolanthe.
Raistlin meneó la cabeza, como si estuviera realmente perplejo, aunque en realidad lo había sospechado todo.
—Te lo explicaré más tarde —dijo Kit—. Como ya te he dicho, me alegré al saber por Iolanthe que seguías vivo. Tenía miedo de que tú, Caramon y los demás hubierais muerto en El Remolino.
—Yo escapé —explicó Raistlin—. Los demás no. Murieron en el Mar Sangriento.
—Entonces no sabes que… —empezó a decir Kitiara, pero se detuvo.
—¿No sé el qué? —preguntó Raistlin con aspereza.
—Tu hermano no murió. Caramon sobrevivió, al igual que Tanis y esa camarera pelirroja cuyo nombre nunca logro recordar, lo mismo que esa otra mujer del bastón de cristal azul y el bruto de su marido.
—¡Es imposible! —exclamó Raistlin.
—Te lo prometo —contestó Kitiara—. Ayer estaban todos en Kalaman. Y según mis espías, allí se reunieron con Flint, Tas y esa elfa Laurana. Tú también la conocías, creo.
Kit siguió hablando sobre Laurana, pero Raistlin no estaba escuchándola. Menos mal que la capucha le tapaba el rostro, pues todo le daba vueltas y bailaba ante sus ojos como si fuera un vulgar borracho. Había estado tan seguro de que Caramon estaba muerto… Se había convencido a sí mismo, repitiéndoselo una y otra vez, todas las mañanas, todas las noches… Cerró los ojos para que la habitación dejara de darle vueltas y se agarró a los reposabrazos de la silla para mantener el equilibrio.
«¿Qué me importa que Caramon esté vivo o muerto? —se preguntó Raistlin, apretando los dedos sobre la madera—. Para mí, es lo mismo».
Pero no lo era. En lo más profundo de su ser, una parte de sí mismo débil y que siempre había despreciado, una parte que siempre había tratado de eliminar, sentía ganas de llorar.
Kitiara estaba mirándolo, esperando que le respondiera a algo que Raistlin ni siquiera había oído.
—No sabía que mi hermano estuviera vivo —dijo Raistlin, luchando consigo mismo para mantener su emociones a raya—. Es raro que estuviera en Kalaman. Ésa ciudad queda al otro extremo del mundo desde Flotsam. ¿Cómo llegó allí nuestro hermano?
—No pregunté. No era el momento ni el lugar para celebrar una reunión familiar —repuso Kitiara, riéndose—. Estaba demasiado ocupada diciendo al populacho lo que tendría que hacer para rescatar a su Áureo General.
—¿Quién es ése? —preguntó Raistlin.
—Laurana, la elfa.
—Ah, sí —repuso Raistlin—. Cuando estaba en Palanthas oí que los caballeros la habían elegido. Parece que fue una decisión acertada. Ha estado cosechando victorias.
—Pura chiripa —dijo Kitiara, enojada—. Ya he puesto fin a sus victorias. Ahora es mi prisionera.
—Y ¿qué piensas hacer con ella?
Kitiara se quedó en silencio.
—Pienso utilizarla para hacerme con la Corona del Poder —dijo al fin—. Les dije a los habitantes de Kalaman que si querían recuperarla, debían entregar a Berem, el Hombre Eterno.
Raistlin empezaba a entenderlo todo. Recordó al hombre al timón del barco. El hombre que había dirigido la embarcación hacia el Mar Sangriento. Un viejo de mirada joven.
—Berem está con Tanis, ¿verdad?
Kit lo miró, sorprendida.
—¿Cómo lo has sabido?
Raistlin se encogió de hombros.
—Sólo ha sido una corazonada. ¿Crees que Tanis intercambiará a Berem por Laurana?
—Estoy segura —dijo Kitiara—. Y yo intercambiaré a Berem por la corona.
—Así que ése es tu plan secreto. ¿Dónde están ahora Tanis y mi hermano?
—Intentando encontrar la forma de rescatar a la elfa. Mis espías les seguían la pista, pero los perdieron, aunque encontraron a alguien que recordaba a un kender parecido a Tasslehoff y que andaba preguntando cómo llegar a un lugar llamado La Morada de los Dioses.
—Morada de los Dioses… —repitió Raistlin con aire pensativo.
—¿Has oído hablar de ese sitio?
Raistlin negó con la cabeza.
—Me temo que no.
Pero claro que había oído hablar de él. La Morada de los Dioses era un lugar sagrado, dedicado a los dioses. No estaba dispuesto a compartir esa información con su hermana. El conocimiento era poder. Se preguntó por qué Tanis, su hermano y los demás se dirigirían allí.
—Se dice que se encuentra en algún lugar cerca de Neraka, en las montañas Khalkist —prosiguió Kit—. Tengo patrullas en su busca. No tardarán en encontrarlos y Tanis me conducirá hasta Berem.
—¿Por qué es tan importante ese hombre? —quiso saber Raistlin—. ¿Por qué anda medio ejército en su busca? ¿Qué hace que sea tan valioso como la Corona del Poder?
—No necesitas saberlo.
—Si quieres mi ayuda, sí necesito saberlo.
—Mi hermanito es un cabrón que siempre piensa en sí mismo. —Kitiara le dedicó una sonrisa—. Pero así fue como te eduqué. Te contaré una historia.
Acercó una silla y se sentó. Como sólo había dos sillas en la habitación, Iolanthe se acomodó en la cama, con las piernas cruzadas.
»Ésta historia va a parecerte muy interesante —dijo Kitiara, esbozando una sonrisa maliciosa—. Es sobre dos hermanos, y uno de ellos mata al otro.
Si esperaba alguna reacción por parte de Raistlin, Kitiara debió de sentirse decepcionada. El hechicero permaneció inmóvil en su silla, esperando.
»Según la leyenda, ese hombre llamado Berem y su hermana iban caminando y se encontraron con una columna caída, cubierta de piedras preciosas, unas gemas únicas. Los dos hermanos eran pobres y el hombre, Berem, decidió robar una esmeralda. Su hermana quiso impedírselo y, resumiendo, él le dio un golpe en la cabeza.
—La hermana se cayó y se golpeó la cabeza con una piedra —la corrigió Iolanthe.
Kitiara hizo un gesto con la mano.
—Da igual. Lo que importa es que Berem terminó maldito por los dioses y con la esmeralda incrustada en el pecho. Desde entonces, vaga por el mundo, intentando escapar de su culpa. Mientras tanto, su hermana lo perdonó y su bondadoso espíritu entró en la piedra. Cuando Takhisis quiso entrar en el mundo por ella, no pudo. Su entrada estaba cerrada.
Raistlin se habría mostrado escéptico ante una historia tan difícil de creer, a no ser porque había visto con sus propios ojos la esmeralda incrustada en el pecho de Berem.
«No me equivocaba —pensó el hechicero—. Takhisis no puede entrar en el mundo con todo su poder. Mejor. Si no, esta guerra habría terminado antes de empezar».
—La columna caída es la Piedra Angular del Templo de Istar —aclaró Iolanthe—. Takhisis la encontró y la llevó a Neraka para construir su templo alrededor. Busca a Berem para destruirlo, pues si se une a su hermana, la puerta del Abismo se cerrará.
—¿Y qué se espera de mí en toda esta historia? —preguntó Raistlin—. ¿Por qué involucrarme en algo así? Parece que vosotras ya habéis pensado en todo.
Kitiara miró a Iolanthe con los ojos sombreados por largas pestañas. Ésa mirada no iba dirigida a ella en realidad. Con esa mirada intentaba decir a Raistlin «Tú y yo hablaremos sobre este tema en privado». Kitiara cambió de tema.
—¿Tienes mucha prisa por marcharte? Hace años que no te veo. Dime, ¿qué piensas de esa elfa?
—Kitiara —dijo Iolanthe en tono de advertencia—, las paredes tienen oídos. Eso incluye las paredes chamuscadas.
Kit no le hizo caso.
—Todo el mundo pone su belleza por las nubes. Es tan pálida como un pan empapado en leche. Pero cuando yo la vi fue en la Torre del Sumo Sacerdote, justo después de la batalla. No estaba en su mejor momento.
—Kitiara, tenemos asuntos más importantes de los que… —empezó a decir Iolanthe, pero Kit le hizo callar.
—¿Que piensas de ella? —insistió Kit.
¿Qué pensaba Raistlin sobre Laurana? Que era la única belleza que quedaba para él en el mundo. Ni siquiera la maldición que le nublaba la vista, por la cual veía todas las cosas viejas, marchitas y sin vida, había logrado alterar esto. Los elfos eran muy longevos y la edad trataba con delicadeza a la doncella elfa. Los años no hacían más que realzar su belleza, si es que eso era posible.
Laurana se sentía un poco intimidada ante su presencia, un poco asustada. Sin embargo, había confiado en él. Raistlin no sabía por qué, pero parecía que ella veía algo en él invisible para los demás, algo que ni siquiera él lograba descubrir. La había amado… No, amar no era la palabra, la había ansiado, como un hombre acosado por la sed y perdido en el desierto ansía un sorbo de agua fresca.
—Ella es todo lo que tú eres, hermana, y todo lo que no eres —contestó Raistlin en voz baja.
Su hermana se echó a reír, satisfecha. Se lo tomó como un cumplido.
—Kitiara, tengo que hablar contigo —dijo Iolanthe, al límite de su paciencia—. En privado.
—Quizá yo pueda terminar de escribir la carta por ti —sugirió Raistlin.
Kitiara le hizo un gesto y ella se acercó a la ventana. Allí, Iolanthe y ella juntaron las cabezas y empezaron a hablar con tonos apagados.
Raistlin se sentó. Dejó el Bastón de Mago al alcance de la mano. Con la mente en otra parte, empezó a copiar mecánicamente las palabras escritas en el papel emborronado y lleno de tachones en una hoja en limpio. Escribía con suavidad y destreza, con una letra mucho más legible que la de Kit.
Mientras trabajaba, se apartó disimuladamente la capucha para intentar oír lo que hablaban las dos mujeres. Sólo entendió algunas palabras, pero las suficientes para hacerse una idea general del tema que trataban.
—… Ariakas sospecha de ti… Por eso mandó a tu hermano… Tenemos que pensar en algo que decirle…
Raistlin siguió con la carta. Concentrado en la conversación ajena, apenas había prestado atención a las palabras que estaba escribiendo, hasta que un nombre se iluminó y dejó el resto de la hoja sumido en la oscuridad.
«Laurana». Las órdenes trataban sobre ella.
Raistlin se olvidó por completo de Kit e Iolanthe. Todo su ser se concentró en la carta y repasó lo que había escrito. Kit enviaba la misiva a un subordinado, al que le decía que las órdenes habían cambiado. Ya no tenía que llevar a la «cautiva» al Alcázar de Dargaard. Debía conducirla directamente a Neraka. El subordinado tenía que asegurarse de que Laurana siguiera viva e ilesa, al menos hasta que se hubiera realizado el intercambio por el Hombre Errante. Después, cuando Kitiara estuviera en posesión de la corona, Laurana se ofrecería como sacrificio ante la Reina Oscura.
Raistlin se quedó pensando. Kitiara tenía razón. No cabía duda de que Tanis iría a Neraka para intentar salvar a Laurana. ¿Había alguna forma de que Raistlin pudiera ser de ayuda? Kitiara lo quería allí por algún motivo, pero no lograba descubrir cuál. No lo necesitaba para capturar a Berem. La conspiración estaba muy avanzada y no quedaba nada que él pudiera hacer. Ariakas lo había enviado para traicionar a Kit. La Luz Oculta lo había enviado para traicionar a Kit y a Ariakas. Iolanthe tenía preparado algún complot por su cuenta. Todos tenían el puñal preparado, listos para clavarlo en la espalda que hiciera falta. Raistlin se preguntó si no acabarían matándose entre sí.
Sus cavilaciones se vieron interrumpidas por unas fuertes pisadas que resonaban sobre el suelo de piedra. Iolanthe se quedó pálida como una muerta.
—Debo irme —anunció apresuradamente, envolviéndose en su capa—. Raistlin, ven a verme cuando vuelvas a Neraka. Tenemos muchas cosas de las que hablar.
Antes de que pudiera decir nada, Iolanthe lanzó la arcilla mágica contra la pared, se coló por el portal antes siquiera de que hubiera acabado de abrirse y lo cerró rápidamente tras de sí.
Las pisadas se acercaban, lentas, resueltas, osadas. El aire de la habitación se volvió gélido como la muerte.
—Estás a punto de conocer al señor del Alcázar de Dargaard, hermanito —dijo Kitiara, intentando dedicarle una de sus sonrisas maliciosas, pero Raistlin vio que se borraba de sus labios antes de nacer.