17

Un encuentro con Ariakas

Otra oferta de trabajo

DÍA DECIMOQUINTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

La mañana después de su encuentro con Talent, Raistlin estaba trabajando en el laboratorio de la torre, mezclando las últimas pociones para Snaggle. Ya había comprado su daga. Lo único que necesitaba era las piezas de acero suficientes para pagar la habitación de la posada. No iba a ir a visitar a Kitiara debiéndole dinero. Ni lo que era mucho peor: no iba a espiarla y al mismo tiempo aceptar su caridad.

—Estarías orgulloso de mí, Sturm —comentó Raistlin mientras revolvía un brebaje para el dolor de garganta—. Parece que algo de honor me queda.

En el piso de abajo se oyó el sonido de la puerta principal abriéndose y cerrándose. Luego, unos pasos ligeros subieron la escalera a la carrera. Raistlin no interrumpió su trabajo. Aunque no hubiese percibido el leve aroma a gardenia, habría sabido que su visitante era Iolanthe. Nadie más se acercaba a la torre, porque se había extendido el rumor por toda la ciudad de que por ella vagaban los fantasmas de los Túnicas Negras muertos.

—¿Raistlin? —gritó Iolanthe.

—Aquí —respondió él, alzando la voz.

Iolanthe entró en la habitación. Respiraba trabajosamente por el esfuerzo. Tenía el pelo revuelto y la mirada encendida.

—Deja lo que estés haciendo. Ariakas quiere reunirse contigo.

—¿Reunirse conmigo? —preguntó Raistlin, sin apartar la mirada de lo que estaba haciendo.

—¡Sí, contigo! ¡Quiere hablar contigo ahora mismo! Deja eso —dijo Iolanthe, quitándole la cuchara de las manos—. No le gusta que le hagan esperar.

Lo primero que se le pasó por la cabeza a Raistlin fue que Ariakas había descubierto su relación con La Luz Oculta. Pero si ése fuera el caso, razonó, enviaría a los draconianos a buscarlo, no a su amante.

—¿Qué quiere de mí?

—Pregúntaselo tú mismo —repuso Iolanthe.

Raistlin tapó el tarro.

—Iré, pero ahora no puedo dejar esto. —Se inclinó sobre una olla pequeña que había puesto al fuego—. Tengo que esperar a que hierva.

Iolanthe olfateó la olla y arrugó la nariz.

—¡Puaj! ¿Qué es eso?

—Un experimento.

Raistlin se acordó del dicho que afirmaba que si se mira la olla, ésta nunca hierve, y se volvió a hacer otra cosa. Con cuidado, metió el tarro de medicina para el dolor de garganta en un cajón, junto con otras muchas pociones y ungüentos que ya estaban listos. Iolanthe lo observaba, dando golpecitos con el pie y repiqueteando los dedos en el brazo. Apenas podía contener la impaciencia.

—Eso ya está hirviendo —anunció.

Raistlin cogió la olla por las asas con un trapo y la apartó del fuego. La dejó sobre la mesa y se quitó el delantal con el que se protegía la túnica.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Iolanthe, mirando el mejunje con una mueca.

—Tiene que fermentar —repuso Raistlin, doblando cuidadosamente el delantal—. En la Noche del Ojo, haré…

—¡La Noche del Ojo! ¡Es verdad! —exclamó Iolanthe, dándose una palmada en la frente—. Qué tonta soy. Ya no falta mucho, ¿verdad? ¿Vas a ir a la celebración de la Torre de Wayreth?

—No, pienso quedarme aquí y trabajar en mis experimentos —contestó Raistlin—. ¿Y tú?

—Te lo contaré mientras vamos a ver al emperador.

Lo agarró de la mano y tiró de él presurosa, para que bajara la escalera y saliera de la torre.

—¿Por qué no vas a Wayreth? —preguntó Iolanthe.

Raistlin la miró fijamente.

—¿Por qué no vas tú?

Iolanthe se echó a reír.

—Porque me lo voy a pasar mejor en Neraka. Ya sé que cuesta creerlo. En la Noche del Ojo, Talent siempre organiza una fiesta impresionante en El Broquel Partido y hay otra fiesta en El Trol Peludo. La cerveza es gratis. Todo el mundo se emborracha… o más bien se emborrachan más de lo acostumbrado. La gente enciende hogueras en la calle y todo el mundo se disfraza de hechicero y finge que lanza conjuros. Es la única diversión de esta ciudad.

—Nunca habría creído que el Señor de la Noche lo permitiera —dijo Raistlin.

—Claro que no lo aprueba. Y eso forma parte de la diversión. Todos los años el Señor de la Noche hace público un edicto prohibiendo la celebración y amenaza con mandar los soldados a cerrar las tabernas. Pero como todos los soldados están en la fiesta, sus amenazas siempre se quedan en nada.

Le sonrió con aire coqueto.

—No has respondido a mi pregunta. ¿Por qué no vas tú a la torre?

—No sería bienvenido. No pedí permiso al Cónclave para cambiar mi lealtad de los Túnicas Rojas a las Negras.

—Eso fue una estupidez —repuso Iolanthe con franqueza—. Parece que te esforzaras por crearte enemigos. Lo único que tendrías que haber hecho es presentarte ante el Cónclave, explicar tus razones y pedir su bendición. No es más que una formalidad. ¿Por qué saltársela?

—Porque no me gusta pedirle nada a nadie —fue la respuesta de Raistlin.

—Y de esa forma desprecias todas las ventajas de las que podrías disfrutar si mantuvieras una buena relación con tus colegas hechiceros, sin mencionar que pones tu propia vida en peligro. ¿Para qué? ¿Qué ganas con eso?

—Mi libertad.

Iolanthe puso los ojos en blanco.

—Libertad para acabar muerto. Juro por las tres lunas que no te entiendo, Raistlin Majere.

Raistlin no estaba seguro de ni siquiera entenderse él mismo. Incluso en el mismo momento en que, encogiéndose de hombros, desechaba la idea de acudir a la Torre de Wayreth para celebrar la Noche del Ojo, sintió una punzada de remordimientos por no estar allí. Nunca había estado en una de aquellas celebraciones.

Después de pasar la Prueba, no tenía medios para viajar hasta la torre. Pero sabía lo que sucedía allí y en más de una ocasión había suspirado por participar.

En la Noche del Ojo las tres lunas de la magia se alineaban y formaban un «ojo» en el cielo. La luna plateada conformaba la parte blanca del ojo, la roja era el iris y la negra, la pupila. Aquella noche, los poderes de los hechiceros estaban en su cénit. Los magos de todos los rincones de Ansalon viajaban a la Torre de Wayreth para utilizar sus poderes mágicos, que cruzaba la noche como rayos de luna. Se dedicaban a crear objetos mágicos o a imbuirlos de magia, escribir hechizos, preparar pociones o invocar demonios de planos inferiores. Esa noche se practicaba la magia más asombrosa y él se la perdería.

Le quitó importancia. Había tomado una decisión y no lo lamentaba. Se quedaría allí y se concentraría en su propia magia.

Es decir, si Ariakas no tenía otros planes para él.

* * *

Iolanthe no llevó a Raistlin al Palacio Rojo, como él esperaba. Ariakas se encontraba en su cuartel general en el campamento del Ejército Rojo de los Dragones, un edificio sencillo y bajo en el que podía colgar los mapas en la pared, perfeccionar su manejo de la espada con los soldados si le apetecía y decir lo que pensaba, sin miedo a que sus palabras fueran repetidas de inmediato ante el Señor de la Noche.

Ante la puerta del despacho de Ariakas montaban guardia dos ogros enormes con armadura, los más corpulentos que Raistlin hubiera visto jamás. Raistlin no era de los que se impresionaban fácilmente, pero se le pasó por la cabeza que sólo su armadura debía de pesar el doble que él. Los ogros conocían a Iolanthe y era evidente que la admiraban porque, en cuanto la vieron, en sus rostros peludos se dibujó una sonrisa. No obstante, la trataron de forma muy formal y le pidieron que se quitara todas las bolsas que llevara.

Iolanthe afirmó que no llevaba ninguna, como ellos bien sabían. Después levantó los brazos, invitándoles a que la registraran en busca de armas.

—¿A quién dio suerte hoy la pieza de acero? —les preguntó con tono burlón.

Uno de los ogros sonrió y después la recorrió con las manos. Ni que decir tiene que el ogro estaba disfrutando con su obligación, pero Raistlin se fijó en que, de todos modos, actuaba de forma profesional y concienzuda. El guardia era muy consciente del terrible destino que le esperaba si alguien le clavaba un puñal a su superior.

El ogro terminó con Iolanthe y se volvió hacia Raistlin. Iolanthe ya le había advertido que no se permitía entrar a ningún hechicero con ingredientes mágicos, así que había dejado todas sus bolsas y el bastón en la torre. La bolsita con las canicas y el Orbe de los Dragones estaba escondida desde hacía mucho tiempo en un saco de harina infestada de gorgojos.

Los ogros lo registraron y, al no encontrar nada, le dijeron que podía pasar.

Iolanthe lo apremió para que cruzara el umbral, pero ella se quedó fuera.

—No te preocupes —le dijo—. Estaré en la habitación de al lado, escuchando a escondidas.

Raistlin tuvo la sensación de que no estaba bromeando.

Entró en una habitación pequeña y con pocos muebles. Varios mapas decoraban las paredes. Una ventana se abría sobre un patio, en el que las tropas de draconianos practicaban sus maniobras.

Ariakas iba vestido mucho más informalmente que la vez que Raistlin se había encontrado con él en el palacio. Era un día cálido, con el anuncio de la primavera en el aire. Ariakas se había quitado la capa y la había dejado en una silla. Vestía un jubón de cuero de la mejor calidad. Olía a sudor y a piel curtida. El recuerdo de Caramon volvió a acosar a Raistlin.

El emperador estaba ocupado leyendo despachos y no pareció percatarse de la presencia de Raistlin en la habitación. No le ofreció asiento. Raistlin se quedó de pie, esperando con las manos metidas en las mangas de la túnica a que el gran hombre se dignara a fijarse en él.

Por fin, Ariakas terminó de leer.

—Siéntate.

Señaló una silla junto a su mesa.

Raistlin obedeció. No dijo nada, sino que esperó en silencio a oír la razón por la que le había hecho llamar. Estaba seguro de que se trataría de algún encargo trivial y aburrido, y ya estaba preparado para rechazarlo.

Ariakas lo miró fijamente un momento, con actitud grosera, antes de dirigirse a él.

—Maldita sea, sí que eres feo. Iolanthe me ha contado que tu enfermedad de la piel es consecuencia de la Prueba.

Raistlin se puso tenso, y furioso. Su única respuesta visible fue un gesto frío de asentimiento, o al menos eso pretendía. Al parecer, no lo consiguió, pues Ariakas esbozó una sonrisa.

—Ahora ya veo a tu hermana en ti. Ése brillo en tus ojos lo he visto en los suyos y sé lo que significa: de un momento a otro podrías clavarme un puñal en el corazón o algo así. En tu caso, creo que me asarías en una bola de fuego.

Raistlin siguió en silencio.

»Hablando de tu hermana y de puñales —dijo Ariakas en tono afable—, quiero que te encargues de un trabajo para mí. Kitiara tiene algo entre manos, junto con ese Caballero de la Muerte suyo, y quiero saber de qué se trata.

Raistlin se quedó perplejo. Talent Orren había utilizado prácticamente las mismas palabras al referirse a Kit. No había hecho mucho caso de lo que había dicho Orren sobre el presunto complot de Kit. Después de que Ariakas también lo mencionara, empezó a pensar que quizá hubiera algo de cierto en todo aquello y se preguntó qué estaría tramando su hermana.

A Raistlin no le gustaba la forma en que Ariakas estaba mirándolo. Aquello podía no ser más de lo que parecía: el encargo de que espiara a su hermana. O podía tratarse de un intento de descubrir si Raistlin estaba involucrado. Vadeaba aguas peligrosas y tenía que remar con cuidado.

—Como ya dije a Su Majestad Imperial —habló Raistlin por fin—, llevo bastante tiempo sin ver a mi medio hermana, Kitiara, y no he tenido contacto con ella…

—Eso cuéntaselo a quien le importe —lo interrumpió Ariakas, perdiendo la paciencia—. Vas a tener contacto con ella. Vas a hacerle una visita como buen hermano. Vas a descubrir lo que están haciendo ella y ese Caballero de la Muerte maldito, y vas a volver para informarme. ¿Entendido?

—Sí, mi señor —repuso Raistlin sin alterarse.

—Eso es todo —dijo Ariakas, haciendo un gesto para que se retirara—. Iolanthe te llevará al Alcázar de Dargaard. Tiene una especie de hechizo mágico con el que se desplaza. Ella te ayudará.

Raistlin se sintió menospreciado.

—No necesito su ayuda, mi señor. Soy perfectamente capaz de viajar utilizando mi propia magia.

Ariakas cogió un despacho y fingió que lo leía.

—No dará la casualidad de que utilizas un Orbe de los Dragones para lograrlo, ¿verdad? —preguntó el emperador como si tal cosa.

Había tendido la trampa con tanta sutileza, había planteado la pregunta tan despreocupadamente, que Raistlin estuvo a punto de caer. Se contuvo en el último momento y logró responder sin alterarse y, al menos eso esperaba, con convicción.

—Lo siento, señor, pero no tengo la menor idea de lo que habláis.

Ariakas enarcó una ceja y le clavó su mirada penetrante. Después volvió a concentrarse en el despacho y llamó a los guardias.

Los ogros abrieron la puerta y esperaron a que Raistlin saliera. El hechicero estaba sudando, tembloroso por el encuentro. Con todo, no estaba dispuesto a que Ariakas lo despachara como a un adulador más.

—Ruego que me disculpéis, vuestra señoría —dijo Raistlin con el corazón a punto de salírsele del pecho y la sangre agolpándosele en las orejas—, pero todavía debemos decidir cuánto me pagaréis por mis servicios.

—¿Qué te parece como pago que no te corte esa lengua insolente que tienes? —contestó Ariakas.

Raistlin sonrió sin ganas.

—Es un trabajo peligroso, señor. Los dos conocemos a Kitiara. Los dos sabemos lo que me haría si descubriese que me han enviado a espiarla. Mi recompensa debería guardar relación con el riesgo que asumo.

—¡Hijo de puta! —Ariakas fulminó a Raistlin con la mirada—. Te doy la oportunidad de servir a tu reina y me regateas como un mercader cualquiera. ¡Debería matarte aquí mismo!

Raistlin se dio cuenta de que había ido demasiado lejos y se maldijo por haber sido tan increíblemente idiota. No tenía ingredientes para ningún hechizo, pero uno de sus oficiales, en la época en que había sido mercenario, le había enseñado a conjurar hechizos sin necesidad de componentes. Un hechicero tenía que estar muy desesperado para intentarlo. Raistlin pensó que «desesperado» era el adjetivo que mejor definía su situación. Recordó las palabras…

—Cien piezas de acero —le ofreció Ariakas.

Raistlin parpadeó y abrió la boca para hablar.

»Si te atreves a pedir más —añadió Ariakas con un brillo peligroso en sus ojos oscuros—, fundiré esa piel dorada que tienes en un montón de monedas, y será con eso con lo que te pague. ¡Fuera de aquí!

Raistlin se marchó sin esperar un segundo más. Buscó a Iolanthe con la mirada y, al no verla, decidió que no era muy prudente quedarse allí. Ya había recorrido la mitad de la calle cuando Iolanthe lo alcanzó. Al sentir que alguien lo tocaba, Raistlin estuvo a punto de pegar un brinco.

—¡Debes de tener ganas de morir! —Iolanthe se le colgó del brazo una vez más, para su profundo disgusto—. ¿En qué estabas pensando? Casi logras que nos maten a los dos. Ahora está furioso conmigo, me echa la culpa de tu «descaro». Podría haberte matado. Ha asesinado a más de uno por mucho menos. Espero que esas cien piezas de acero realmente sean tan importantes.

—No lo he hecho por dinero —contestó Raistlin—. Ariakas podría enterrar sus piezas de acero en el fondo del Mar Sangriento si por mí fuera.

—Entonces, ¿por qué te arriesgaste así?

«Realmente, ¿por qué?», Raistlin consideró la pregunta.

—Yo te voy a decir por qué —respondió Iolanthe—. Siempre tienes que ponerte a prueba. Nadie puede ser más alto que tú. Si lo es, le cortas las piernas. Algún día te encontrarás con alguien que te las corte a ti.

Iolanthe meneó la cabeza.

—La gente tiende a pensar que, como Ariakas es fuerte, también es bobo. Cuando se dan cuenta de su equivocación, ya es demasiado tarde.

Raistlin tuvo que admitir que había infravalorado a Ariakas y que a punto había estado de pagarlo muy caro. Sin embargo, no le gustaba que se lo recordaran y deseó, molesto, que Iolanthe se fuera y le dejara pensar. Intentó deslizar el brazo para librarse del de la hechicera, pero ella lo apretó con más fuerza.

—¿Vas a ir al Alcázar de Dargaard?

—Me pagan cien piezas de acero para que vaya.

—Necesitarás mi ayuda para llegar, con o sin ese Orbe de los Dragones.

Raistlin la miró con recelo, preguntándose si sólo estaría burlándose de él. Nunca estaba seguro con ella.

—Gracias —respondió—, pero soy perfectamente capaz de hacerlo solo.

—¿En serio? Lord Soth es un Caballero de la Muerte. ¿Sabes lo que es eso?

—Por supuesto —contestó Raistlin, que prefería no hablar sobre eso, ni siquiera pensarlo.

De todos modos, Iolanthe se hizo escuchar.

—Un Caballero de la Muerte es un muerto viviente tan aterrador y poderoso que puede paralizarte con sólo rozarte o matarte pronunciando una única palabra. No le gustan las visitas. ¿Conoces su historia?

Raistlin le dijo que había leído sobre la desgracia de Soth e intentó cambiar de tema, pero Iolanthe parecía tener un macabro empeño en recordar aquel suceso pavoroso. Sin más remedio que escucharla, Raistlin intentó pensar en cómo viviría Kitiara en un castillo horrendo con la compañía de un demonio sangriento. Un demonio con el que seguramente él tendría que verse las caras en no mucho tiempo. Pensó con amargura que Ariakas podía haber encontrado mil maneras más sencillas de acabar con su vida.

—Antes del Cataclismo, Soth era un caballero solámnico, respetado y admirado. Era un hombre de carácter apasionado y violento, y tuvo la desgracia de enamorarse de una elfa. Hay quien dice que los elfos tuvieron algo que ver, pues ellos eran leales al Príncipe de los Sacerdotes de Istar y Soth se oponía a su gobierno dictatorial.

»Soth estaba casado, pero violó sus votos y sedujo a la doncella elfa, que quedó embarazada. Su esposa desapareció muy oportunamente por aquella misma época y eso permitió a Soth casarse con su amante. Cuando se trasladó al Alcázar de Dargaard, la joven elfa descubrió el terrible secreto: el caballero había asesinado a su primera esposa. Consternada, le echó en cara su crimen. En un primer momento, él demostró sus mejores sentimientos y le rogó a su esposa que lo perdonara y a los dioses que le concedieran la oportunidad de redimirse. Los dioses atendieron sus plegarias y le dieron el poder de detener el Cataclismo, aunque sería a cambio de su propia vida.

»Soth se dirigía a Istar cuando lo abordó un grupo de elfas. Le contaron que su esposa le había sido infiel y que el niño al que había dado luz no era hijo suyo. Sus pasiones lo dominaron. La cólera lo invadió. Cabalgó de nuevo hacia su alcázar. Acusó a su esposa en el mismo momento en que se desató el Cataclismo. El techo se derrumbó, o quizá fuera una lámpara de araña que se cayó, no me acuerdo bien. Soth podría haber salvado a su esposa y al niño, pero la ira y el orgullo ganaron la batalla. Contempló la muerte de ambos, envueltos en las mismas llamas que arrasaron el castillo.

»Las últimas palabras que pronunció su esposa fueron para maldecirlo. Viviría eternamente con la conciencia de su culpa. Sus caballeros se transformaron en guerreros espectrales. Las elfas que habían provocado su desgracia también fueron maldecidas y se convirtieron en banshees, que una noche tras otra le recitan sus crímenes.

Raistlin vio que Iolanthe se estremecía.

»Yo he estado delante de lord Soth. Lo miré a los ojos. Por todos los dioses, ojalá no lo hubiera hecho.

Un escalofrío recorrió a Raistlin ahora.

—¿Cómo puede Kitiara vivir en el mismo castillo que él?

—Tu hermana es una mujer única. No teme a nada, ni a este lado de la tumba ni al otro.

—Tú has estado en el Alcázar de Dargaard. Has visitado a mi hermana allí. ¿Sabes qué está haciendo? ¿A qué se debe la desconfianza de Ariakas? Hace pocos días me dijiste que se habían reunido y que todo iba bien entre ellos.

Iolanthe sacudió la cabeza.

—Creía que así era.

—Ariakas sabe que has ido a ver a Kit. Me dijo que tú me llevarías. ¿Por qué no te ha encargado a ti esta misión?

—No confía en mí —contestó Iolanthe—. Sospecha que siento demasiada simpatía por Kit. Él la ve como una rival.

—Sin embargo, me envía a mí y Kitiara y yo somos familia. ¿Por qué cree que yo traicionaría a mi hermana?

—Quizá porque sabe que has traicionado a tu hermano —repuso Iolanthe.

Raistlin se detuvo para mirarla atentamente. Sabía que debería negarlo, pero no le salían las palabras. No lograba pronunciarlas.

—Te lo digo como una advertencia, Raistlin. No subestimes a lord Ariakas. Conoce todos tus secretos. A veces no puedo evitar pensar que el mismo viento es su espía. He recibido la orden de acompañarte al Alcázar de Dargaard. ¿Cuándo quieres partir?

—Tengo que entregar mis pociones y hacer algunos preparativos —dijo Raistlin, y añadió con acritud—: Pero no sé para qué te lo digo. Sin duda, tú y Ariakas sabéis lo que voy a hacer antes de que lo haga.

—Puedes enfadarte tanto como quieras, amigo mío, pero ¿qué esperabas cuando elegiste servir a la Reina Oscura? ¿Que ella te daría una generosa recompensa y no pediría nada a cambio? Nada más lejos de la verdad, querido —dijo Iolanthe con voz melosa como un ronroneo—. Takhisis exige que se le sirva en cuerpo y alma.

«Iolanthe sabe que tengo el Orbe de los Dragones —pensó Raistlin—. Ariakas también lo sabe y, por supuesto, Takhisis».

—La reina se toma su tiempo —prosiguió Iolanthe, como si respondiera a los pensamientos de Raistlin, como si pudiera verlos reflejados en sus ojos—. Espera su oportunidad para poder golpear. Un tropiezo, un solo error…

Iolanthe le soltó el brazo.

—Mañana a primera hora iré a buscarte a la torre. Trae el Bastón de Mago, porque en el Alcázar de Dargaard vas a necesitar su luz. —Se quedó callada un momento.

»Aunque no existe luz, mágica o de cualquier otra naturaleza, que pueda desvanecer esa eterna noche abominable.

«Un tropiezo… Un error… Me envían al Alcázar de Dargaard para que me enfrente a un Caballero de la Muerte. Soy un idiota —pensó Raistlin—. Un perfecto idiota…».