El Palacio Rojo
La Reina Oscura
DÍA DECIMOCTAVO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC
Raistlin llevaba más de una semana en el Palacio Rojo, preocupado e incapaz de quedarse quieto por culpa de la impaciencia, aburrido hasta el borde de la locura, solo y aparentemente olvidado por todos. El Palacio Rojo, a pesar de su nombre, era negro tanto por su color como por su espíritu. Se llamaba Palacio Rojo porque se encontraba en un acantilado desde el que se dominaba el campamento del Ejército Rojo de los Dragones. Si miraba desde lo alto del pórtico que recorría la fachada posterior del palacio, Raistlin podía ver una hilera tras otra de las tiendas en las que vivían los soldados. A lo lejos se alzaba la muralla de la ciudad y la Puerta Roja. Detrás, las horrendas agujas retorcidas del templo.
La mansión había sido la gran obra de un clérigo de Takhisis de alto rango. El Espiritual se había visto implicado en una conspiración para derrocar al Señor de la Noche. Había quien decía que Ariakas también formaba parte del complot y que éste había fracasado porque había cambiado de bando en el último momento, traicionando a sus cómplices.
Nadie sabía si el rumor era cierto. Lo que sí sabía todo el mundo era que una noche el Espiritual había desaparecido de su suntuosa mansión y que al día siguiente Ariakas se había instalado en ella. El palacio estaba construido con mármol negro y era muy grande, muy oscuro y muy frío. Raistlin pasaba el tiempo en la biblioteca, leyendo, o vagando por los salones, a la espera de una audiencia con el emperador.
Iolanthe le aseguraba que había hablado a Ariakas en su nombre. Decía que Ariakas estaba impaciente por conocer al hermano de su querida amiga Kitiara y que seguro que encontraba un puesto para él.
Sin embargo, parecía que Ariakas controlaba perfectamente su impaciencia. Pasaba muy poco tiempo en el palacio, pues prefería trabajar en el puesto de mando situado en el campamento del Ejército Rojo de los Dragones. Raistlin se lo había cruzado alguna vez y el emperador ni siquiera lo había mirado.
Después de verlo y de oír lo que la gente decía de él, Raistlin ya no estaba tan seguro de querer que se lo presentaran, y mucho menos de servirle. Ariakas era un hombretón orgulloso de su fuerza bruta y acostumbrado a utilizar su tamaño como herramienta intimidatoria. Era igual de hábil con la espada y la lanza, y tenía la habilidad de inspirar y liderar a los soldados. Era un militar muy eficaz y, como tal, había demostrado ser de gran utilidad para su reina.
Ariakas debería haberse contentado con dirigir las batallas, pero su ambición le había empujado a abandonar la relativa seguridad del campo de batalla y adentrarse en el ruedo político, mucho más peligroso. Había exigido la Corona del Poder y Takhisis se la había concedido. Había sido un error.
En cuanto Ariakas se puso la Corona del Poder, se convirtió en un objetivo a derribar. Sus compañeros, los Señores de los Dragones, empezaron a conspirar contra él. Él estaba convencido de ello, y no se equivocaba. Él mismo había hecho todo lo que se le había ocurrido para alimentar la rivalidad y los celos entre ellos, por lo que él era el único culpable de que al final se hubieran vuelto en su contra.
En muchos aspectos, a Raistlin Ariakas le recordaba a su hermano Caramon, en una versión arrogante y de alma oscura. En realidad, Ariakas no era más que un simple soldado luchando por sobrevivir en el lodazal de las intrigas y la política. El peso de su propia armadura empezaba a hundirle hacia el fondo y acabaría arrastrando consigo a todos los que colgaban de él.
Después de tres días, Raistlin le dijo a Iolanthe que se marchaba. Ella lo animó a que fuese paciente.
—Ariakas está concentrado en su guerra —dijo Iolanthe—. No le interesa nada más, y eso incluye a los jóvenes hechiceros llenos de ambición. Tienes que destacar. Llama su atención.
—¿Y cómo lo consigo? —preguntó Raistlin en tono agresivo—. ¿Choco con él cuando pase por el pasillo?
—Reza a la reina Takhisis. Pídele que interceda por ti.
—¿Por qué iba a hacerme caso? —Raistlin se encogió de hombros—. Tú misma dijiste que había dado la espalda a todos los hechiceros desde que Nuitari la abandonó.
—Sí, pero parece que la Reina Oscura te tiene en cierta estima. Te salvó del Señor de la Noche, ¿ya no te acuerdas? —repuso Iolanthe con una sonrisa maliciosa—. Porque fue la Reina Oscura quien te salvó, ¿verdad?
Raistlin murmuró algo y se fue.
Las preguntas y las insinuaciones de Iolanthe lo sacaban de sus casillas. Nunca sabía qué pensar de aquella mujer. Cierto, ella había evitado que los arrestaran. Los guardias del templo habían ido a interrogar a Raistlin poco después de que los dos huyeran de El Broquel Partido. Pero Raistlin tenía la sensación de que Iolanthe lo había salvado por la misma razón por la que un dragón perdona a sus víctimas: lo mantenía con vida para devorarlo más tarde.
Raistlin no tenía la menor intención de hablar con Takhisis. La Reina Oscura seguía buscando el Orbe de los Dragones. Aunque esperaba tener la suficiente entereza para ocultárselo, no querría correr riesgos. Ésa era otra de las razones por las que se marchaba. Takhisis tenía un altar en el Palacio Rojo y podía percibir su presencia en el edificio. Hasta ese momento, había conseguido no acercarse al altar.
El día que había decidido partir pasó la mañana en la biblioteca del palacio. Dado que Ariakas practicaba la magia, Raistlin había albergado la esperanza de encontrar sus libros de hechizos. Pero, por lo visto, la magia no era algo por lo que Ariakas se preocupara mucho, pues no tenía libros de hechizos y, en general, no era muy dado a la lectura. Los únicos volúmenes de la biblioteca eran los que había dejado el Espiritual y estaban dedicados a las glorias de Takhisis. Raistlin se aburrió de leer unos cuantos de esos libros al cabo de los días y abandonó la búsqueda.
Únicamente dio con un tomo de cierto interés, un libro delgado que Ariakas sí había leído, pues Raistlin encontró sus burdas anotaciones garabateadas en los márgenes. Se titulaba La Corona del Poder: una crónica. Lo había redactado algún escribano al servicio de Beldinas, el último Príncipe de los Sacerdotes, y relataba la creación de la corona, que, según el Príncipe de los Sacerdotes, databa de la Era de los Sueños.
La corona era obra de un dirigente de los ogros y supuestamente se había perdido y encontrado en varias ocasiones a lo largo de los tiempos. Según la crónica del libro, la corona había estado en posesión de Beldinas antes de la caída de Istar. Una nota añadida por Ariakas al final indicaba que la corona había vuelto a descubrirse poco después de que Takhisis desenterrara la Piedra Angular. También había anotada una lista de algunos de los poderes mágicos de la corona, aunque, para desilusión de Raistlin, Ariakas no daba muchos detalles. El emperador no parecía interesado en los poderes de la corona, a excepción de aquel que protegía de los ataques físicos a quien la llevara. Ariakas había subrayado esa parte.
Raistlin devolvió el libro a su estante y salió de la biblioteca. Recorrió los salones del palacio, mirando al suelo e inmerso en sus pensamientos. Cuando llegó a lo que creía que era su habitación, abrió la puerta. Lo recibió un intenso olor a incienso que le hizo toser. Miró alrededor, sorprendido, y descubrió que no estaba en su dormitorio. Estaba en el último lugar de Krynn en el que desearía estar. No sabía cómo, había llegado al santuario de Takhisis. Era una estancia extraña, pues su forma recordaba a la de un huevo. Tenía el techo abovedado y decorado con las cinco cabezas del dragón, todas con la mirada fija en Raistlin. Los ojos de la bestia estaban pintados de tal manera que parecía que lo seguían, así que daba igual hacia dónde caminara, pues no podía escapar de su escrutinio. En el centro de la habitación se encontraba el altar a Takhisis. El incienso ardía de forma perpetua y el humo se alzaba desde un origen desconocido. El olor resultaba empalagoso, se metía por la nariz y atascaba los pulmones. Raistlin empezó a sentirse mareado y, temiendo que fuera venenoso, se tapó la nariz y la boca con la manga, y trató de respirar lo menos posible.
Raistlin se volvió para salir, pero la puerta se había cerrado a su espalda. Su nerviosismo se acrecentó. Buscó otra salida. Al final de la estancia había otra puerta abierta. Para llegar a ella, Raistlin tendría que pasar junto al altar, que estaba envuelto en el humo que, sin lugar a dudas, estaba produciéndole aquellas molestias. La estancia se encogía y se alargaba, el suelo se ondulaba bajo sus pies. Aferrándose al Bastón de Mago para que sostuviera sus pasos vacilantes, avanzó tambaleante entre los bancos, en los que los devotos debían sentarse para reflexionar sobre su insignificancia.
Una voz de mujer lo detuvo.
Te arrodillarás ante mí.
Raistlin se quedó paralizado, la sangre se le congeló en las venas. Se apoyó en el Bastón de Mago para recuperar el equilibrio. La voz no volvió a hablar y, después de un largo silencio, dudó de si realmente la habría oído o sólo la habría imaginado.
Dio otro paso.
¡Arrodíllate ante mí! Entrégate a mí —oyó la voz, y añadió con voz cautivadora—: Ofrezco generosas recompensas a aquellos que se subyugan.
Raistlin no podía seguir dudando. Levantó la vista hacia el techo. Una luz turbia, como la luz de la luna oscura, ardía en los ojos de las cinco cabezas de dragón. Cayó de hinojos y humilló la cabeza.
—Su Majestad —dijo Raistlin—, ¿cómo puedo serviros?
Deja el Orbe de los Dragones en el altar.
A Raistlin le temblaron las manos. Se le encogió el corazón. Los humos ponzoñosos le embotaban la mente y le costaba pensar. Metió la mano en la bolsa y apretó el Orbe de los Dragones, sin querer soltarlo. Le pareció estar oyendo la voz de Fistandantilus, que pronunciaba las palabras mágicas con furia y desesperación, con la vana esperanza de destruir al dragón y liberarse de su prisión.
—Os serviré en todo menos en eso, mi reina —dijo Raistlin.
Un peso aplastante cayó sobre él. Era el peso del mundo, y Raistlin se hundía bajo él. Takhisis iba a desintegrarlo, a pulverizarlo. Raistlin apretó los dientes, se aferró al Orbe de los Dragones y no se movió.
Entonces, el peso, de repente, se aligeró.
Haré que cumplas tu promesa.
Raistlin se encogió en el suelo, tembloroso. La voz no volvió a hablar. Lentamente, se levantó con movimientos vacilantes. La luz oscura brillaba en los ojos de las cabezas. Todavía podía sentir la maldad de la reina, un aliento frío que silbaba a través de unos afilados colmillos.
Raistlin se sentía aliviado, pero le confundía haber salido entero del encuentro. Takhisis podía haberlo aplastado como a una hormiga. Se preguntaba por qué no lo había hecho.
De golpe comprendió la razón y lo recorrió un escalofrío. Había sentido el peso del mundo, pero no el peso de Takhisis.
—No puede tocarme —se dijo, conteniendo el aliento.
Al regresar los Dragones del Mal, los sabios habían dado por hecho que Takhisis también había vuelto. Pero Raistlin ya no estaba tan seguro. Takhisis podía alcanzar a los mortales con su mano espiritual, pero no con la física. No podía ejercer el poder con toda su fuerza e ímpetu, lo que significaba que todavía no había entrado completamente en el mundo. Algo la detenía, le bloqueaba el paso.
Cavilando sobre esa cuestión, Raistlin casi echó a correr hacia la salida. Sentía la crueldad de los ojos y su oscuro odio clavados en su espalda. Parecía que la puerta de doble hoja estaba tan lejos como el final de los tiempos, pero por fin logró llegar a ella. Empujó y se abrió en cuanto la tocó. Salió del santuario y oyó el suspiro de las hojas cerrándose a su espalda. Llenó sus pulmones de aire fresco, aliviado. La sensación de mareo desapareció.
Se encontró en un vasto salón cuyo ornamentado techo se sostenía sobre unas imponentes columnas de mármol negro. Nunca había estado en esa parte del palacio, y estaba preguntándose cómo salir de allí cuando oyó que alguien se acercaba. Al levantar la vista, vio a Ariakas. Por primera vez, Ariakas también lo vio a él.
«Esto no es ninguna coincidencia», pensó Raistlin, y se puso tenso.
Ariakas le preguntó por su habitación, si la encontraba de su gusto. Raistlin contestó que así era, sin mencionar que tenía la intención de abandonarla en cuanto tuviera ocasión. Ariakas mencionó que Raistlin tenía que estar agradecido a Kit por su «puesto», lo que significaba, dado que Raistlin todavía no tenía ningún puesto, que no tenía nada que agradecerle. Raistlin se limitó a decir que era mucho lo que debía a su hermana.
A Ariakas no debió de gustarle el tono que empleó, pues frunció el entrecejo y dijo algo sobre que la mayoría de los hombres se humillaban y acobardaban delante de él. Después de haberse negado a humillarse y acobardarse ante la reina, Raistlin no estaba dispuesto a arrastrarse ante el lacayo de ésta. No obstante, no pudo evitar mostrarse un poco adulador y, más o menos, le contestó que sentirse impresionado no le hacía sentirse temeroso, y añadió que sabía que a Ariakas no le servían para nada los hombres temerosos.
—Preferiría que me admirarais —replicó Raistlin.
Ariakas se echó a reír y dijo que todavía no lo admiraba, pero que quizá lo hiciera algún día, cuando demostrara que lo merecía. Después, Ariakas siguió su camino.
Ése mismo día Raistlin se fue del Palacio Rojo. Recorrió los corredores de la magia para no tener que cruzar una de las puertas de la ciudad. No obstante, no tuvo más remedio que caminar por las calles de la ciudad, y se le aceleró el pulso cuando vio a dos draconianos con la insignia de la guardia del templo.
Por suerte para él, el alboroto provocado por la muerte del Ejecutor había ido apaciguándose. El Señor de la Noche creía que los Túnicas Negras de la Torre habían tenido algo que ver con el asesinato y, como los tres estaban muertos, había dejado de dar caza a los hechiceros. Había arrestado a numerosos «cómplices», había torturado a las víctimas hasta que habían confesado, les había dado muerte y después había anunciado que el caso estaba cerrado.
Raistlin temió que un pececillo tan pequeño como Mari hubiera quedado atrapado en las amplias redes del Señor de la Noche. Preguntó por la calle y descubrió que todos los sospechosos habían sido humanos, cosa que lo dejó más tranquilo. Se dijo a sí mismo que su preocupación por la kender sólo se debía a que había sido tan estúpido como para decirle su verdadero nombre.
Con la certeza de que no sabría nada de un puesto ofrecido por Ariakas, Raistlin tenía que ganarse la vida, recuperar su daga y pagar la habitación y su manutención. La forma más rápida de ganarse unas cuantas piezas de acero era vender sus pociones a Snaggle, concluyó Raistlin.
Regresó a El Broquel Partido. Recogió la llave y abrió la puerta de su habitación. Se encontró con el colchón destripado, los muebles despedazados y un agujero en la pared.
Raistlin también encontró una nota de Talent Orren sujeta a una pata de la cama, en la que le exigía dos piezas de acero en concepto de daños. Raistlin lanzó un profundo suspiro y se puso manos a la obra.