12

El lugar equivocado

El momento equivocado

DÍA OCTAVO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Raistlin pasó todo el día trabajando en la torre. Primero limpió la cocina y después fue habitación por habitación, colocando los muebles tirados y barriendo las astillas de las puertas que los draconianos habían abierto a patadas. Los Túnicas Negras bebieron cerveza y discutieron, comieron lo que él les preparó y discutieron un poco más antes de irse a dormir.

Ya se había hecho de noche cuando Raistlin cerró aquella puerta con la runa que incluso un loro mágico que supiera hablar podría abrir. Estaba físicamente agotado, pues había sido un día largo y extenuante, pero sabía que no iba a poder dormir. Su cabeza seguía dando vueltas sin parar. No había nada que odiara más que estar tumbado sin poder dormir, con la mirada clavada en la oscuridad.

Se le ocurrió que podía hacer una visita a Snaggle para intentar recuperar su daga. El comandante sivak no parecía ser de los que pierden el tiempo, sobre todo si había dinero de por medio.

Raistlin pensó en pasar a saludar a Iolanthe cuando estuviera en el barrio. Le interesaba mucho la organización conocida como La Luz Oculta y parecía que la hechicera conocía a todo el mundo en la ciudad de Neraka. Le había tomado el pulso al corazón oscuro de la ciudad. Pero desechó la idea. Hablar con ella sería demasiado arriesgado. Iolanthe tenía la extraña habilidad de saber lo que estaba pensando, y él tenía miedo de que adivinara cuáles eran sus pensamientos. Ésa mujer era un misterio. No tenía la menor idea de cuáles eran sus lealtades. ¿Trabajaba por el bien de los objetivos de Takhisis? ¿De Ariakas? ¿De Kitiara, quizá? Iolanthe no había hablado mucho sobre Kit, pero Raistlin había percibido en su voz la calidez de la admiración siempre que mencionaba a su hermana.

«Puesto que Iolanthe es muy parecida a mí —se recordó Raistlin—, no cabe duda de que sólo es leal a ella misma, lo que significa que no es alguien en quien confiar».

Entró en Neraka por la Puerta Blanca. A esas horas no había demasiada cola, aunque Raistlin tuvo que esperar a que los guardias acabaran de coquetear con una camarera de El Broquel Partido que les había llevado una jarra de cerveza fría, un detalle de parte de Talent Orren. Raistlin pensó que era muy inteligente por su parte tener contentos a los guardias de Neraka. La cerveza no le costaba mucho a Orren, pero le ganaba muchos favores.

Raistlin había entrado y salido por la Puerta Blanca en numerosas ocasiones y ningún guardia se había tomado más molestias que echar un vistazo a su documento falsificado. Ya había dejado de preocuparse. Tal como Iolanthe le había asegurado, la vigilancia de los guardias era bastante laxa. Los únicos a los que Raistlin había visto que se les obligaba a dar la vuelta eran kenders, y eso sólo cuando los guardias estaban lo suficientemente sobrios para atrapar a esos pequeños incordios.

Por fin cruzó la puerta y Raistlin se dirigió a buen paso a su destino, con los ojos bien abiertos y alerta. En la mano llevaba unos pétalos de rosa y no paraba de repetir para sí las palabras de un hechizo de sueño. No obstante, nadie se le acercó y llegó sin problemas a la Ringlera de los Hechiceros.

La única luz que iluminaba la calle provenía de la ventana de la tienda de Snaggle. La ventana de Iolanthe estaba a oscuras. Raistlin entró en la tienda, que estaba pulcramente ordenada y bien iluminada con varios faroles estratégicamente colocados. Snaggle estaba en un taburete detrás del mostrador, bebiendo un té de vainas.

Raistlin ya lo había conocido, y había observado cómo trataba Iolanthe con él.

—No verás ningún objeto apoyado en las paredes ni cubos llenos de pociones. Nada está a la vista, ya sabes cómo es esta ciudad —le había advertido la hechicera—. Snaggle guarda toda su mercancía en frascos y cajas etiquetados, y ordenados en estanterías que van del suelo al techo, detrás del largo mostrador. Ningún cliente puede pasar al otro lado del mostrador. Al último que lo intentó tuvieron que recogerlo con una esponja. Pídele a Snaggle lo que necesites y él te lo dará.

Snaggle le dedicó una sonrisa desdentada.

—Maestro Majere. ¿En busca de un poco de telaraña? Tengo una telaraña buenísima, señor. Me acaba de llegar. Tejida por arañas criadas por los enanos oscuros de Thorbardin. Llevan una buena vida, esas arañas. No hay nada como una araña con una buena vida para que teja telarañas de la mejor calidad.

—No, gracias, señor —contestó Raistlin—. He venido por una daga. Seguramente se la haya vendido hoy un guardia draconiano. Un comandante sivak de la guardia del templo…

—El comandante Slith —asintió Snaggle con seguridad—. Lo conozco bien, señor. Uno de mis mejores clientes. Es nuevo en la ciudad, pero ya se ha hecho un hueco. Hoy pasó por aquí, así es. Trajo una daga. Excelente calidad. Había pertenecido a Magius. Viene con un cordel de piel para que la puedas atar a la muñeca…

—Ya lo sé —lo interrumpió Raistlin secamente—. La daga era mía.

—¡Vaya con Slith! —rio Snaggle—. Llegará lejos. Supongo que le gustaría recuperar lo que es suyo, señor. Sólo para estar seguros, ¿podría describírmela? ¿Algún rasgo característico?

Raistlin describió la daga con paciencia, indicando que tenía una pequeña mella en la hoja.

—¿Recuerdo de alguna aventura arriesgada, señor? —preguntó Snaggle con interés—. ¿Un combate contra un trol? ¿Contra unos goblins?

—No —contestó Raistlin con una sonrisa al acordarse del incidente—. Mi hermano y yo estábamos jugando a ver quién tenía mejor puntería…

Se detuvo. No quería hablar de Caramon, ni siquiera pensar en él. Raistlin continuó describiendo el cordel, que él mismo había ideado.

Snaggle se levantó del taburete y fue hasta una de las cajas, la cogió y la llevó al mostrador. Abrió la tapa y aparecieron varias dagas. Raistlin vio la suya. Estaba a punto de cogerla, cuando Snaggle lo apartó con un gesto hábil.

—Ésa es su daga, ¿verdad? Cinco piezas de acero y se la devolveré encantado.

—¡Cinco piezas de acero! —exclamó Raistlin con voz entrecortada.

—Perteneció a Magius, eso me dijeron, señor —declaró Snaggle muy serio.

—Igual que otras cinco mil dagas que andan por Ansalon —repuso Raistlin.

Snaggle se limitó a sonreírle, devolvió la daga a la caja y cerró la tapa.

—Le voy a hacer una oferta —propuso Raistlin—. No tengo dinero, pero me consta que vende pociones. Llevo mucho tiempo preparando pociones y no se me da nada mal.

—Traiga un ejemplo de su trabajo, señor. Si la poción es tan buena como dice, haremos un trato.

Raistlin asintió y se dispuso a irse, con la idea de regresar a El Broquel Partido. El ejercicio le había sentado bien. Estaba cansado y seguro que podría dormir.

Mientras caminaba por la Ronda de la Reina, en dirección a la Puerta Blanca, vio que se dirigían hacia él tres hombres vestidos con las largas túnicas negras de los hechiceros oscuros. Los tres caminaban cogidos del brazo y estaban absortos en una animada conversación. Tal vez regresaran de El Broquel Partido, porque arrastraban las palabras y se chillaban unos a otros. Sus voces demasiado altas resonaban en la calma de la noche.

Dos de los hombres llevaban faroles y, a la luz que proyectaban, Raistlin reconoció el rostro tosco y los brazos musculosos del Ejecutor. El verdugo era quien más hablaba y, con voz de borracho, contaba los detalles más escabrosos de la agonía de una de sus víctimas. Los otros dos lo escuchaban ávidamente, adulándolo y riendo alegremente con cada vuelta del tornillo o cada latigazo. Los tres hombres caminaban directamente hacia Raistlin y acabarían chocando con él.

Raistlin sabía perfectamente que lo más sensato era evitar el encuentro. El Ejecutor era un hombre peligroso incluso estando borracho. Raistlin debería desviarse por algún callejón o cruzar precavidamente al otro lado de la calle. Sin embargo, mirando al Ejecutor recordó los gritos de los pobres infelices de las salas de tortura y sintió que el calor de la ira ardía en su pecho. Siempre había odiado a los matones, seguramente porque en más de una ocasión había sido su víctima, y el término «matón» describía perfectamente al Ejecutor.

Raistlin se detuvo en medio de la acera. El Ejecutor y sus amigos, cogidos del brazo, caminaban directamente hacia él. Estaban demasiado borrachos para darse cuenta, o sencillamente daban por hecho que él se apartaría.

Raistlin se quedó donde estaba. Los tres hombres tendrían que detenerse o pasar por encima de él.

Por fin, el Ejecutor lo vio. Él y sus acompañantes se pararon, tambaleantes.

—Apártate, escoria, y deja pasar a los que están por encima de ti —ordenó el Ejecutor con un ladrido.

Raistlin agachó su cabeza encapuchada.

—Si vosotros tres fueseis tan amables de apartaros a un lado, estimados señores, podría pasar…

—¡Cómo te atreves a pedirnos a nosotros que nos apartemos! —gritó uno de los clérigos—. ¿Acaso no sabes quién es?

—Ni lo sé ni me importa —contestó Raistlin sin inmutarse.

—Conozco esa voz. Ya he visto antes a este comemierda —dijo el Ejecutor—. Levanta la luz para que pueda verlo…

De repente, el Ejecutor se puso tenso. Arqueó la espalda y parecía que se le iban a salir los ojos de sus órbitas. Lanzó un grito que murió en un balbuceo agónico. Emitió una especie de gorgoteo y cayó hacia delante, con los brazos estirados. Se desplomó de morros en la acera. De la boca del Ejecutor salía un hilo de sangre. La luz de los dos faroles iluminaba el mango del cuchillo de carnicero que sobresalía de la espalda del Ejecutor. Raistlin adivinó con el rabillo del ojo una silueta negra que desaparecía a la vuelta de la esquina.

Los dos peregrinos contemplaban al muerto con un asombro ebrio. Raistlin estaba tan atónito como los peregrinos oscuros. Fue el primero en recobrarse y se arrodilló junto al cuerpo para buscar un latido de vida en el cuello de toro del Ejecutor. Pero era evidente que el hombre estaba muerto. De repente, uno de los peregrinos oscuros lanzó un chillido.

—¡Tú! —gritó, señalando a Raistlin—. ¡Está muerto por tu culpa!

Balanceó el farol con la intención de derribar a Raistlin de un golpe en la cabeza, pero no se acercó siquiera a su objetivo.

El otro peregrino oscuro empezó a llamar a los guardias a voces.

—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!

Raistlin comprendió que corría un grave peligro. Los peregrinos oscuros creían que había hecho detenerse al Ejecutor de forma deliberada y que lo había entretenido para que el asesino tuviera tiempo de matarlo. Raistlin podía defender su inocencia todo lo que quisiera, pero todo apuntaba en su contra. Nadie lo creería.

Raistlin se levantó torpemente. Había estado acariciando los pétalos de rosa entre los dedos. Tenía en la cabeza las palabras del hechizo de sueño y, en menos de un segundo, acudieron a su boca.

—¡Ast tasarak sinuralan krynawi!

Lanzó los pétalos al rostro de los dos peregrinos oscuros y los hombres se desplomaron. Uno rodó a un lado y el otro cayó a los pies de Raistlin. Uno de los faroles también cayó y se rompió. La luz se apagó. Por desgracia, el otro farol seguía iluminando. A Raistlin le habría gustado tener tiempo para apagar la llama, pero no se molestó en hacerlo. Se oían silbidos y gritos, y recordó lo que Iolanthe le había dicho sobre la seriedad con la que los guardias de Neraka se tomaban el asesinato de un peregrino oscuro. Tratándose del asesinato del Ejecutor, toda la guarnición se pondría en marcha.

Raistlin vaciló un momento, pensando qué podía hacer. Podía retirarse rápidamente a los corredores de la magia y volver sano y salvo a su habitación. Alzó la vista al cielo y le pareció ver que Lunitari le guiñaba uno de sus ojos rojos. La diosa siempre había sentido cierto aprecio por él. Ésa podía ser la oportunidad que estaba esperando. Aunque se pudiera en peligro, no podía desperdiciarla.

Raistlin recordó la figura vestida de negro que había desaparecido tras la esquina y siguió el mismo camino. El brillo plateado de Solinari se mezclaba con el resplandor rojo de Lunitari y, bajo su luz, Raistlin vio de inmediato que el asesino había cometido un error. En su apresurada carrera, se había metido en un callejón sin salida. Al final del callejón se alzaba una alta pared de piedra. El asesino tenía que seguir allí. A no ser que tuviera alas, no habría podido escapar.

Raistlin aminoró el paso y avanzó con cuidado, escudriñando las sombras y atento al menor sonido. Quizá el asesino llevara más de un cuchillo y Raistlin no quería sentir su filo entre las costillas. Oyó una especie de arañazo y lo vio. Iba todo vestido de negro y estaba intentando trepar por la pared de piedra. El muro era demasiado alto y las piedras eran tan lisas que sus pies y sus manos no encontraban apoyo. El asesino se deslizó hasta caer en el suelo con un golpe seco y se quedó allí agazapado, maldiciendo en voz baja.

Bañado por la luz de la luna y medio oculto entre las sombras, el asesino parecía bajo y delgado. Al principio Raistlin pensó que era un niño. Se acercó más y, con la ayuda del resplandor de Lunitari, descubrió con asombro que se trataba de la kender que Talent Orren había echado de El Broquel Partido. No llevaba la ropa de colores brillantes que tanto gustan a los kenders, sino que iba completamente vestida de negro, con un blusón y unos pantalones. Escondían sus rubias trenzas bajo un gorro también negro.

El acero destelló en su mano. Sus ojos brillaban. La expresión de su rostro era lo menos kender que pudiera imaginarse: seria, decidida, fría y resuelta.

—Si llamas a los guardias, te corto el cuello —le amenazó la kender—. Puedo hacerlo. Soy rápida con el cuchillo. Ya lo has visto.

—No voy a llamarlos. Puedo ayudarte a saltar la pared.

—¿Un alfeñique como tú? —La kender resopló—. No podrías levantar ni a un gato.

Detrás de ellos, los guardias gritaban y tocaban los silbatos. La kender no parecía nerviosa ni asustada. En eso, actuaba como un kender normal y corriente.

—Puedo utilizar mi magia —dijo Raistlin—. Pero te costará algo.

—¿Cuánto? —preguntó la kender, frunciendo el entrecejo.

—No estás en situación de regatear —repuso Raistlin fríamente, y le tendió la mano—. Lo coges o lo dejas.

La kender vacilaba, mirándolo con recelo. El sonido de más silbatos y de fuertes pasos sobre el empedrado le ayudó a tomar una decisión. Le dio la mano. Raistlin pronunció las palabras del hechizo y los dos se separaron del suelo y flotaron por encima del muro. Llegaron a la calle que había al otro lado y se posaron en ella con la delicadeza de una pluma.

Tasslehoff habría exclamado y hecho muchos aspavientos, habría querido que le explicase el truco y habría insistido en que Raistlin le hiciera flotar otra vez. Pero esa kender mantuvo la boca cerrada. En cuanto tocaron el suelo, salió disparada como la flecha de un arco.

Mejor dicho, intentó salir disparada. Raistlin la tenía bien cogida de la mano y, acostumbrado a los trucos de los kenders, no la soltó, ni siquiera cuando ella retorció el brazo y estuvo a punto de romperse la muñeca y dislocarse el hombro.

A juzgar por los sonidos que se oían al otro lado del muro, habían llegado más guardias a la escena del crimen y estaban empezando a organizar la búsqueda del asesino.

—Tienes que pagarme —dijo Raistlin, sin soltar a la kender.

—No tengo dinero.

—No quiero dinero. Quiero información.

—Tampoco tengo —contestó la kender y trató de zafarse de nuevo.

—¿Cómo te llamas?

—A ti qué te importa.

—Mi nombre es Raistlin Majere —le dijo él—. Ahora ya lo sabes. Dime el tuyo. Eso no puede ser tan malo, ¿no?

La kender se lo pensó un momento.

—Supongo que no. Me llamo Marigold Featherwinkle.

Raistlin pensó que, a lo largo de toda la historia de Krynn, seguramente aquél era el nombre más extraño para un asesino a sangre fría.

—Me llaman Mari —añadió la kender—. ¿A ti te llaman Raist?

—No —contestó Raistlin. Únicamente una persona lo llamaba así—. Eres miembro de La Luz Oculta, ¿verdad, Mari? —añadió, dándolo por cierto más que preguntándoselo.

—¿La Luz Oculta? Nunca he oído hablar de eso.

—No te creo. Conozco a los kenders y sé que no ideaste tú sola todo este arriesgado plan.

—¡Claro que lo hice! —exclamó Mari indignada.

Raistlin se encogió de hombros.

—Siempre puedo devolverte al otro lado del muro con mi magia.

Los dos oían a los guardias agolpándose en el callejón. Mari hizo un mohín y se sumió en un terco silencio.

—Puedo ser de ayuda —insistió Raistlin—. Acabas de verlo.

—Llevas la túnica negra —repuso ella.

—Y tú eres una alegre kender con sangre en la cara —dijo Raistlin.

—¿De verdad? —Mari se llevó un pañuelo al rostro y se frotó las mejillas.

—Me parece que ese pañuelo es mío —dijo Raistlin al verlo.

—Supongo que se te habrá caído. —Mari lo miró con los ojos muy abiertos—. ¿Quieres que te lo devuelva?

Raistlin sonrió. Al menos siempre habría algunas cosas en el mundo que nunca cambiarían. Se sintió extrañamente reconfortado.

—Dime cómo contactar con La Luz Oculta, Mari, y dejaré que te vayas.

Mari lo observó, como si intentara llegar a alguna conclusión sobre él. Al otro lado del muro se oía a los guardias revolviendo entre los montones de basura y aporreando las puertas traseras de los edificios.

—No tenemos mucho tiempo —dijo Raistlin—. A alguien se le acabará ocurriendo registrar esta calle. Y no voy a dejar que te vayas hasta que me digas lo que quiero saber.

—Está bien, puede ser que haya oído algo de esa banda de La Luz Oculta —concedió Mari de mala gana—. Por lo que he oído, tienes que ir a una taberna llamada Pelo de Trol, pedir algo de beber y decir: «Yo escapé de El Remolino» y esperar.

—«¡Yo escapé de El Remolino!» —repitió Raistlin, atónito y alarmado. La apretó con más fuerza—. ¿Cómo sabes eso?

—¿El qué? ¡Para! Estás haciéndome daño —dijo Mari.

Raistlin dejó de apretar tanto. Estaba comportándose como un idiota. Era imposible que supiera nada de lo de El Remolino, del hundimiento del barco y del Mar Sangriento. El Remolino era una contraseña, nada más. Soltó a la kender. Estaba a punto de darle las gracias, pero Mari ya había echado a correr calle adelante. Desapareció en la noche.

Raistlin se dejó caer contra la pared. Pasados el nerviosismo y el peligro, se sentía agotado. Y todavía le quedaba un buen trecho hasta El Broquel Partido. En los edificios que lo rodeaban cada vez se encendían más luces, a medida que los gritos de los guardias despertaban a la gente y los curiosos se asomaban a las ventanas, queriendo saber qué sucedía. La confusión era cada vez mayor y los guardias daban órdenes de que se cerraran las puertas de la ciudad y que no se dejara entrar ni salir a nadie.

A Raistlin todavía le quedaban las fuerzas necesarias para un último hechizo. Cerró el puño alrededor del Orbe de los Dragones, pronunció las palabras y se internó en los corredores de la magia. Apareció en su habitación de El Broquel Partido. Se quitó las bolsas y las colocó debajo de la almohada, después se desnudó y se derrumbó en la cama. Un segundo después, estaba dormido.

Soñó con Caramon, como ya era costumbre. La diferencia esta vez fue que Caramon estaba con una kender que no dejaba de pinchar a Raistlin en las costillas con un cuchillo de carnicero.