Repollo cocido
El nuevo bibliotecario
DÍA SEXTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC
—Esto tiene que ser… Tiene que ser un error —dijo Raistlin, con expresión consternada.
—No hay ningún error —aseguró Iolanthe—. Estás frente al emporio de la magia en el reino de la Reina Oscura. —Se volvió para mirarlo.
»¿Ahora ya lo entiendes? ¿Ahora ya comprendes por qué Nuitari se separó de su madre? Esto —hizo un ademán desdeñoso, señalando el edificio sucio, y decrépito— es la consideración que se merece la magia para la Reina Oscura.
Raistlin nunca había sufrido un desengaño tan amargo. Pensó en todo el dolor que había soportado, en los sacrificios que había hecho para llegar hasta ese lugar, y lágrimas de angustia y rabia anegaron sus ojos, enturbiando su mirada.
Iolanthe le dio una palmadita en el brazo.
—Lamento tener que decir que, a partir de aquí, las cosas no hacen más que empeorar. Todavía tienes que conocer a tus colegas Túnicas Negras.
Los ojos de color violeta de la hechicera lo miraban tan intensamente que parecía que lo traspasaran.
»Tienes que tomar una decisión, Raistlin Majere —le dijo en voz baja—. ¿Qué bando eliges? ¿La madre o el hijo?
—¿Y tú? —respondió Raistlin para ganar tiempo.
Iolanthe se echó a reír.
—Oh, eso es fácil. Yo siempre estoy de mi propio lado.
«Y ese lado parece incluir a mi hermana Kitiara —pensó Raistlin—. Eso también podría venirme bien a mí. O no. Yo no he venido a servir. Yo he venido a mandar».
Suspirando, Raistlin recogió los despojos de su ambición y guardó los trozos. El camino que había recorrido no lo había conducido a la gloria, sino a una pocilga. Tendría que medir bien cada paso, mirar atentamente dónde ponía los pies.
La puerta de la Torre de la Alta Chifladuría, como a Iolanthe le gustaba llamarla en tono burlón, estaba protegida por una runa marcada a fuego. El hechizo mágico era muy rudimentario. Incluso un niño podría haberlo quitado.
—¿No os da miedo que la gente pueda forzar la entrada? —se sorprendió Raistlin.
Iolanthe dejó escapar un suave resoplido.
—Puedes hacerte una idea de lo poco que les preocupamos a los habitantes de Neraka si te digo que nadie ha intentado nunca forzar la entrada de la torre. Hacen bien en no perder el tiempo. Dentro no hay nada de valor.
—Pero tiene que haber una biblioteca —insistió Raistlin, sintiendo que su desesperanza crecía por momentos—. Libros de hechizos, pergaminos, objetos mágicos…
—Todo lo que tenía algún valor se vendió hace mucho para pagar el alquiler del edificio —repuso Iolanthe.
¡Pagar el alquiler! Raistlin se sonrojó de vergüenza ajena. Le vinieron a la cabeza las historias gloriosas y trágicas unidas a las Torres de la Alta Hechicería a lo largo de los siglos. Eran estructuras imponentes diseñadas para inspirar temor y asombro a aquel que las mirase. Vio que una rata de la calle se metía por un agujero de la pared de ladrillo, y se le revolvió el estómago.
Iolanthe hizo desaparecer la runa y empujó la puerta, que daba a una entrada angosta y sucia. A su derecha, un pasillo se internaba en una oscuridad polvorienta. Una escalera tambaleante llevaba al segundo piso.
—Aquí hay habitaciones, pero comprenderás por qué te sugerí que buscases otro sitio donde vivir —dijo Iolanthe.
Después alzó la voz para que se le oyera en el segundo piso.
»¡Soy yo! ¡Iolanthe! Voy a subir. No me tiréis una bola de fuego. —Y añadió en voz más baja, con tono desdeñoso—: Ésos viejos no podrían hacerlo ni aunque quisieran. Cualquier hechizo que supieran, hace ya mucho que lo olvidaron.
—¿Qué hay al final de ese pasillo? —preguntó Raistlin, mientras subían por la escalera, que recibía cada pisada con un crujido poco tranquilizador.
—Aulas —contestó Iolanthe—. Al menos ésa era la idea inicial. Nunca llegó a haber ningún estudiante.
El silencio les había dado la bienvenida, pero en cuanto Iolanthe anunció su llegada, estallaron unas voces agudas y quejumbrosas, que cloqueaban y se lamentaban.
En el segundo piso estaban los espacios comunes y la sala de trabajo. Los dormitorios se encontraban en la tercera planta. Iolanthe señaló el laboratorio, que consistía en una mesa larga, sobre la que se veía una vajilla descascarillada y sucia. Una olla borboteaba al fuego. El tufo que salía de ella era de repollo cocido.
Junto al laboratorio estaba la biblioteca. Raistlin miró por la puerta entornada. El suelo estaba cubierto de montañas de libros, pergaminos y rollos de papel. Por lo visto alguien había empezado a colocarlos, porque unos pocos libros estaban cuidadosamente dispuestos en un estante. Pero eso había sido todo, y parecía que los esfuerzos posteriores no habían hecho más que empeorar el desorden.
La sala más grande de ese piso estaba enfrente de la escalera y se dedicaba a zona común. Iolanthe entró seguida de Raistlin, quien no se había quitado la capucha y aún ocultaba su rostro. La habitación estaba amueblada con un par de sillones desvencijados, varias sillas cojas y unas cuantas mesitas y unos arcones. Tres Túnicas Negras —tres hombres de edad más que madura— rodearon a Iolanthe, hablando todos a la vez.
—Caballeros —dijo la hechicera, levantando las manos para pedir silencio—, me ocuparé de los asuntos que os preocupan en un momento. Primero, quiero presentaros a Raistlin Majere, un nuevo miembro de nuestras filas.
Los tres Túnicas Negras sólo se diferenciaban en que uno tenía el pelo gris y largo, el otro tenía el pelo gris y escaso, y el tercero no tenía pelo. Compartían el desprecio y la desconfianza por sus compañeros, y el convencimiento de que la magia no era más que una herramienta para satisfacer sus propias necesidades. El vestigio de alma que alguna vez hubieran podido tener había sucumbido hacía tiempo a la ignorancia y la avaricia. Estaban en Neraka porque no tenían otro sitio donde ir.
Iolanthe dijo sus nombres rápidamente, Raistlin los oyó y los olvidó. No le pareció que mereciera la pena aprenderlos y, como resultó ser el caso, no necesitaba saberlos. Los Túnicas Negras no sentían la menor curiosidad por él. Su único interés estaba centrado en ellos mismos y bombardearon a Iolanthe con preguntas, exigiendo respuestas para, acto seguido, negarse a escucharla cuando intentaba dárselas.
La rodeaban en un círculo asfixiante. Raistlin se quedó fuera, escuchando y observando.
—Que uno de vosotros, sólo uno —repitió Iolanthe muy seria cuando parecía que todos iban a ponerse a hablar—, me explique la razón para todo este jaleo.
Se encargó de las explicaciones el mago de más edad, un espécimen desaseado de nariz torcida. Según Raistlin supo más adelante, se ganaba la vida vendiendo amuletos repugnantes y pociones dudosas a los campesinos, hasta que tuvo que huir para salvar la vida después de envenenar a varios clientes. De acuerdo con las explicaciones de Nariz Torcida, como Raistlin lo apodó, a todos les habían llegado rumores de que Nuitari se había separado de la reina Takhisis, que habían matado a Ladonna y que todos estaban sentenciados.
—¡Los guardias del Señor de la Noche tirarán la puerta abajo de un momento a otro! —profetizó Nariz Torcida con voz histérica—. Sospechan que trabajamos para la Luz Oculta. ¡Vamos a terminar todos en las mazmorras del Señor de la Noche!
Iolanthe lo escuchó pacientemente y luego lanzó una carcajada.
—Podéis quedaros tranquilos, caballeros —les dijo—. A mí también me han llegado esos rumores. Yo misma me inquieté e investigué la verdad. Todos sabéis que la eminente hechicera Ladonna fue mi mentora y mecenas.
Por lo visto los viejos ya lo sabían y no los impresionaba en absoluto, porque dejaron bien claro que cualquier cosa relacionada con Ladonna no haría más que agravar sus problemas. Raistlin, para el que todo aquello era nuevo, se preguntaba qué querían decir. ¿Iolanthe era leal a Ladonna?
—Hablé con ella anoche mismo. Ése rumor es completamente falso. Ladonna se mantiene fiel a Takhisis, igual que el hijo de la diosa, Nuitari. No tenéis que preocuparos por nada. Podemos seguir con nuestros asuntos habituales.
A juzgar por la expresión ceñuda de los viejos, Raistlin supuso que los «asuntos habituales» no eran gran cosa. La confirmación llegó cuando Iolanthe sacó su monedero de seda y cogió varias piezas de acero grabadas con las cinco cabezas de la Reina Oscura. Dejó las monedas encima de una mesa.
—Aquí tenéis. El pago por los servicios prestados por los Túnicas Negras de Neraka.
Recitó de un tirón una lista, en la que se incluían tareas como la eliminación de roedores en la tienda de un sastre y la mezcla de pociones encargadas por Snaggle. Raistlin pensó que preferiría utilizar una poción hecha por enanos gully que cualquier cosa perpetrada por aquellos pajarracos. Más tarde, Iolanthe le confesaría que todas las pociones iban a parar al sistema de alcantarillado de Neraka. Era ella quien financiaba la torre.
—Si no, estos buitres andarían buscando trabajo, y sólo Nuitari sabe en qué líos podrían meterme —dijo a Raistlin en privado.
Los viejos sintieron más confianza al ver las monedas que al escuchar las palabras de Iolanthe. Nariz Torcida se cernió sobre el dinero, mientras los otros dos lo observaban con envidia, y todos se enfrascaron en una acalorada discusión sobre cómo había que repartirlo. Cada uno de ellos afirmaba que se merecían más que los demás.
—Siento tener que interrumpir —dijo Iolanthe en voz alta—, pero tengo otro tema que tratar. Os he presentado a Raistlin Majere. Él es un…
—… Un humilde estudiante de magia, señores —terminó la frase Raistlin con su voz suave. Con la cabeza agachada humildemente y las manos metidas en las mangas, se mantenía en la penumbra—. Todavía estoy aprendiendo y me vuelvo hacia vosotros, mis estimados mayores, en busca de enseñanzas y consejos.
Nariz Torcida gruñó.
—No tendrá pensado alojarse aquí, ¿verdad? Porque no hay sitio.
—He buscado otro alojamiento —lo tranquilizó Raistlin—. Sin embargo, me encantaría trabajar aquí…
—¿Sabes cocinar? —preguntó otro de los viejos. La doble papada y la imponente barriga dejaban bien claro cuál era su principal preocupación. Raistlin lo bautizó como Barrigón.
—Estaba pensando que podría ser de más utilidad si catalogara los libros y los pergaminos de la biblioteca —sugirió Raistlin.
—Necesitamos un cocinero —insistió Barrigón de mal humor—. Estoy más que harto del repollo cocido.
—El joven maestro Majere ha tenido una idea excelente —intervino Iolanthe para apoyar a Raistlin—. Dado que todos vosotros estáis ocupados en tareas mucho más importantes, podemos encargar la biblioteca a nuestro aprendiz. ¿Quién sabe? Quizá descubra algo de valor.
Los ojos de Nariz Torcida se iluminaron ante la idea y se mostró de acuerdo, aunque Barrigón siguió protestando porque lo que necesitaban era un cocinero y no un bibliotecario. Raistlin no era mal cocinero, pues se encargaba de preparar las comidas para él y su hermano cuando se quedaron huérfanos en la adolescencia, y prometió que también ayudaría en eso. Con todo el mundo satisfecho, Iolanthe y él se marcharon.
—¡Mi túnica apesta a repollo! —se quejó Iolanthe después de dejar a los tres viejos discutiendo sobre cómo repartir el acero—. Ése olor asqueroso lo impregna todo. Tendré que ir a casa a cambiarme. ¿Vienes a cenar conmigo? ¡Nada de repollo, lo prometo!
—Tengo que llevar mis cosas a la posada… —empezó a decir Raistlin.
Iolanthe no le dejó continuar.
—Está haciéndose tarde. No es seguro caminar por las calles de Neraka después de que anochezca, sobre todo por la ciudad exterior. Deberías pasar esta noche en mi casa y mudarte a la posada mañana. Además —añadió con ese tono burlón suyo—, todavía tenemos pendiente una partida a las canicas.
—Gracias, pero ya he abusado demasiado de tu hospitalidad —repuso Raistlin, pasando por alto el comentario sobre las canicas—. Será mejor que lleve mis cosas a la posada, ¿no te parece? Sobre todo el bastón. Y no me da miedo recorrer las calles después del anochecer.
Iolanthe lo observó.
—Supongo que tienes razón. No me cabe ninguna duda de que puedes cuidar de ti mismo. Lo que me lleva a preguntarme qué tramabas antes. ¡Un humilde estudiante de magia, tú! Podrías atrapar a esos viejos en anillos de fuego. Me parece que sólo uno se presentó a la Prueba. Los otros no tienen el nivel, a lo más que llegan es a hervir agua.
—Si hubiera revelado mis habilidades, me verían como una amenaza y estarían todo el rato vigilándome, a la defensiva —explicó Raistlin—. De esta forma, no se preocuparán. Y esto me lleva a mí a otra pregunta: ¿por qué les mentiste, diciéndoles que los rumores no eran ciertos?
—El Señor de la Noche los aterroriza. Sé sin lugar a dudas que uno, o todos ellos, informa de mis movimientos —contestó Iolanthe tranquilamente—. Si les hubiera confirmado que los rumores eran ciertos, habrían pasado por encima de mí para ser los primeros en ir a contarle la noticia.
—Y por ese motivo les pagas —comprendió Raistlin.
—Y por eso les digo lo que quiero que llegue a oídos del Señor de la Noche. Tienes que entenderlo —añadió con tristeza—. Cuando Ladonna y los demás Túnicas Negras llegaron a Neraka, teníamos grandes ambiciones y multitud de planes. Viajamos hasta aquí para labrarnos nuestra suerte. Íbamos a construir una Torre de la Alta Hechicería imponente, la torre de tus sueños —dijo, mirando a Raistlin con una sonrisa atribulada y un suspiro.
»Ladonna y los demás no tardaron en darse cuenta de que los hechiceros no eran bienvenidos en Neraka, aquí no se les quería. Al principio hubo encontronazos con la Iglesia, después empezaron las persecuciones. En medio de la noche asesinaron a tres hechiceros, que habían destacado en la defensa de nuestra causa. La Iglesia negó cualquier relación, por supuesto.
Raistlin frunció el entrecejo.
—¿Cómo es posible? Si eran hechiceros con gran talento, no tendría que haberles costado defenderse…
Iolanthe sacudió la cabeza.
—El Señor de la Noche tienes fuerzas muy poderosas a sus órdenes. Todos los asesinatos siguieron el mismo patrón. Los cuerpos estaban disecados. Les habían absorbido toda la sangre, completamente secos. Parecían momias, como las de los reyes antiguos de Ergoth. La piel estaba pegada a los huesos, como un pergamino espeluznante. Era un espectáculo pavoroso. Todavía tengo pesadillas.
Raistlin sintió que la hechicera temblaba y se apretó más fuerte contra él, aliviada por encontrar la calidez de un cuerpo vivo.
»No había indicios de que los hechiceros hubieran opuesto resistencia —siguió contando—. Todos habían muerto mientras dormían, o eso parecía. Y eran mujeres y hombres con poderes mágicos notables, que habían conjurado hechizos de protección en sus puertas y sobre su persona. Ladonna llamó al asesino el «Espectro Negro». No teníamos ninguna duda de que el Señor de la Noche había invocado a algún ser maligno de ultratumba y le había ordenado que asesinara a nuestros colegas.
»Ladonna se quejó ante el emperador de que la Iglesia asesinaba a sus hechiceros. Ariakas la despachó rápidamente diciéndole que estaba demasiado ocupado en dirigir una guerra como para involucrarse en riñas entre «Faldas», el término despectivo que él utiliza para referirse a todos aquellos que visten túnica. Temerosos por su vida, algunos de los hechiceros de más nivel regresaron sigilosamente a sus casas o, como Dracart y Ladonna, aceptaron trabajar en «proyectos secretos» para la Reina Oscura. Aunque, por lo visto, Ladonna no pudo soportarlo mucho tiempo.
—¿Y tú? —preguntó Raistlin—. ¿No temes al Espectro Negro?
Iolanthe se encogió de hombros.
—Soy la amante de Ariakas y estoy bajo su protección. El Señor de la Noche no aprecia al emperador, pero la reina Takhisis sí. La cuestión es cuánto va a durar esta situación, ahora que las fuerzas de la luz están empezando a dar la vuelta a la tortilla. No obstante, por el momento el Señor de la Noche no se atreve a retar al emperador.
—También eres amiga de mi hermana Kitiara.
—Últimamente, cuantos más amigos, mejor —repuso Iolanthe sin darle más importancia, y con el mismo desenfado cambió de tema—. Ahora que me paro a pensarlo, me alegra que vayas a trabajar en la torre. Me temo que los viejos tengan razón. Seguro que la Iglesia vuelve a interesarse por nosotros. Qué se le va a hacer. Si catalogas los libros y ordenas la biblioteca, puedes descubrir con qué libros cuentan. Y puedes estar alerta, atento a lo que digan.
Iolanthe lo miró con el rabillo del ojo y sonrió con picardía.
»Si estás pensando que vas a encontrar algo de valor en ese cuchitril, siento tener que decepcionarte. Tengo una idea bastante exacta de lo que hay.
«Iolanthe debe de haber buscado todo lo que hubiera de valor y ya se lo habrá llevado. Sea como sea, no pasa nada por echar un vistazo», pensó Raistlin.
—No tengo nada mejor que hacer por el momento —murmuró Raistlin.
Hablando, llegaron hasta la Puerta Blanca. El sol ya se estaba poniendo y el cielo se teñía de rojo. Se oían risotadas y ruidos provenientes de El Broquel Partido, que estaba al otro lado de la calle. La taberna estaba abarrotada de soldados que habían acabado su turno y de trabajadores que habían dado fin a su jornada, todos en busca de comida y un buen trago. Los guardias de la puerta estaban atareados vigilando quién abandonaba la ciudad interna y comprobando quién quería entrar en Neraka. Había algunos clérigos ataviados con la túnica negra, pero Raistlin se fijó en que la mayoría eran mercenarios que acudían en busca de trabajo en los ejércitos de los Dragones.
Se puso a la cola junto a Iolanthe, detrás de dos humanos, un hombre y una mujer, que charlaban entre ellos.
—He oído que va a haber una ofensiva en primavera —decía la mujer—. El emperador paga bien. Por eso estoy aquí.
—Digamos que el emperador promete que paga bien —puntualizó el hombre—. Yo todavía no he visto las piezas de acero que me debe y llevo aquí dos meses. Si dejas que te dé un consejo, es mejor que vayas al norte. Trabaja para la Dama Azul. Ella sí que paga bien y puntualmente. Allí es donde me dirijo yo ahora. No vuelvo a la ciudad más que a recoger mis cosas.
—Estoy abierta a sugerencias. ¿Quizá te gustaría tener una compañera de viaje? —dijo la mujer.
—Quizá sí.
Raistlin recordó esa conversación y sólo con el paso del tiempo se dio cuenta de lo que presagiaba. Mientras esperaba en la cola, en lo único que podía pensar era en el documento falsificado, y su nerviosismo crecía con cada minuto que pasaba. Se preguntaba si los guardias de la puerta lo aceptarían. Empezaba a dudar que así fuera. Se imaginó que lo detenían, que lo sacaban de allí a rastras e incluso podían devolverlo a las mazmorras del Señor de la Noche.
Miró a Iolanthe, que estaba junto a él, cogiéndolo por el brazo. Estaba tranquila, comentando algo a lo que Raistlin no prestaba atención. Le había repetido una y otra vez que no tenía de qué preocuparse, los guardias no mirarían el documento falso más que de pasada. Raistlin había comparado su salvoconducto con el auténtico de la hechicera y tenía que admitir que no encontraba ninguna diferencia.
Tenía fe en ella, al menos más fe que la que había puesto nunca en nadie. Sin embargo, tenía sus dudas sobre Talent Orren. Era un hombre difícil de clasificar. Parecía el típico tunante superficial y simpático cuyo principal interés era ganar piezas de acero como fuera, con medios más o menos limpios. Pero Raistlin tenía el presentimiento de que había algo más. Volvió a pensar en la mirada penetrante de Orren, en la inteligencia y la astucia que brillaban en sus ojos de color castaño. Recordó el leve acento de Solamnia que teñía su voz. Quizá se repitiera la historia de Sturm, y Orren fuera el hijo de una familia noble que lo había perdido todo y había tenido que vender su espada al mejor postor. La diferencia con Sturm residía en que Orren había elegido la oscuridad en vez de la luz.
«Por los menos —continuó Raistlin con su hilo de pensamiento—, Talent Orren ha demostrado tener mejor olfato para los negocios».
El guardia de la puerta les hizo un gesto para que avanzaran. El corazón de Raistlin latía a un ritmo trepidante y las orejas se le enrojecieron cuando tendió el salvoconducto falsificado al guardia. Iolanthe saludó al soldado por su nombre y le preguntó si lo vería más tarde en El Broquel Partido. Entre risas, le dijo que podía invitarla a algo. El guardia sólo tenía ojos para la hechicera. Apenas prestó atención al permiso de Raistlin y a él ni lo miró. Les dejó cruzar la puerta y se volvió hacia el siguiente de la cola.
—¿Ves qué fácil? —dijo Iolanthe.
—La próxima vez no te tendré conmigo —repuso Raistlin con sarcasmo.
—Bah, no tiene ninguna importancia. Éstos hombres no están con el ejército del Señor de los Dragones, aunque aparentemente los Señores de los Dragones están a cargo de las puertas. Éstos soldados pertenecen a la guardia de la ciudad de Neraka. Su función principal consiste en asegurarse de que no pase nadie que pueda ofender a la Iglesia. No les pagan lo suficiente para que se metan en problemas o se arriesguen más de la cuenta. Una vez vi cómo apuñalaban a un soldado en la calle, delante de otros dos. Los guardias de Neraka pasaron por encima del cuerpo y siguieron hablando sin inmutarse. Pero si hubiera sido a un peregrino oscuro a quien atacaban o robaban, eso habría sido una historia completamente diferente. Todos los soldados se habrían lanzado a la persecución del culpable.
Después de intercambiar estas pocas palabras, los dos caminaron en silencio. Raistlin estaba demasiado cansado y desanimado para mantener una conversación y parecía que la habladora de Iolanthe por fin había agotado todas sus palabras. Por su expresión, sus pensamientos eran tan sombríos como la oscuridad que paulatinamente los envolvía. Raistlin no tenía la menor idea de en qué estaría pensando la mujer, pues él estaba dándole vueltas a su futuro, y no tenía más remedio que admitir que pintaba muy crudo.
Volvieron a la Ringlera de los Hechiceros y Raistlin comprendió por qué la mayoría de las tiendas estaban tapiadas y abandonadas. Se admiró de que Snaggle consiguiera sobrevivir. Aunque, por otra parte, ser la única tienda de hechicería de Neraka debía de tener sus ventajas.
Raistlin se mostró firme ante los ruegos de Iolanthe para que se quedara a cenar. Estaba exhausto, lo invadía un agotamiento que provenía tanto de la desilusión y la tristeza como del cansancio físico. Quería estar solo para poder pensar en todo lo que había pasado y decidir qué hacer. Y ésa no era la única razón por la que no quería quedarse cerca de ella. No le gustaban las continuas referencias burlonas que Iolanthe hacía sobre las canicas. No le parecía probable que hubiera descubierto la verdad sobre el Orbe de los Dragones, pero prefería no arriesgarse.
Raistlin se mostró educado, pero firme en sus negativas a quedarse. Por desgracia, cuando Iolanthe comprendió que estaba decidido, anunció que ella no tenía nada mejor que hacer. Lo acompañaría a El Broquel Partido. Podían cenar juntos en la posada.
Raistlin trató de encontrar una forma de desalentar a Iolanthe sin herir sus sentimientos. Su amistad ya le había sido de provecho y preveía que podía volver a serle útil en el futuro. También podía ser un terrible enemigo.
Se preguntó por qué insistiría tanto en acompañarlo a todas partes. Acunado por su parloteo mientras iba de un lado a otro del apartamento, recogiendo sus cosas, cayó en la cuenta, sorprendido. Se sentía sola. Estaba ávida de hablar con otro hechicero, con alguien como ella, que comprendiera sus metas y sus aspiraciones. Sus pensamientos quedaron confirmados en ese mismo momento.
—Tengo la sensación de que tú y yo somos muy parecidos —le dijo Iolanthe, volviéndose hacia él.
Raistlin sonrió. Casi se echa a reír. ¿Qué podía tener en común él, un hombre joven y de salud delicada, con la piel de una extraña tonalidad y los ojos aún más raros, con una mujer hermosa, exótica, inteligente, poderosa y dueña de sí misma? No se sentía atraído por ella. No confiaba en ella y ni siquiera le gustaba mucho. Cada vez que sacaba a relucir las canicas con ese tonito burlón, sentía que se le erizaba el vello. Sin embargo, Iolanthe estaba en lo cierto. Él también sentía esa afinidad.
—Lo que nos une es el amor a la magia —prosiguió ella, respondiendo a sus pensamientos con tanta claridad como si los hubiera oído—. Y el amor al poder que la magia puede proporcionarnos. Ambos hemos sacrificado la comodidad, la seguridad y el bienestar por la magia. Y ambos estamos preparados para sacrificarnos todavía más. ¿Me equivoco?
Raistlin no respondió. Ella aceptó su silencio como una respuesta y entró en su dormitorio para cambiarse de ropa. Él ya estaba resignándose a tener que pasar la velada con ella, lo que significaba tener que esforzarse en controlar todo lo que decía y hacía, cuando oyó unas pisadas en la escalera que conducía al apartamento.
Eran unos pasos pesados que terminaban en un sonido chirriante, como el que hacen unas garras al arañar la madera. Cuando Iolanthe salió de la habitación, puso mala cara, como si supiera lo que significaban esos sonidos.
—Maldita sea —murmuró, y abrió la puerta.
En el rellano estaba un corpulento draconiano bozak, cuyas alas rozaban el techo.
—¿Es ésta la casa de la señora Iolanthe? —preguntó el bozak.
—Sí —contestó Iolanthe con un suspiro—. Y yo soy Iolanthe. ¿Qué quieres?
—El emperador Ariakas ha regresado y bendice a Neraka con su augusta presencia. Solicita vuestra presencia, señora —anunció el bozak—. Yo debo escoltaros.
El draconiano paseó la mirada de la mujer a Raistlin y de nuevo a Iolanthe. Raistlin percibió el peligroso parpadeo de aquellos ojos serpentinos y se levantó prontamente, con las palabras de un hechizo mortal listas en su mente.
—Veo que tenéis compañía, señora —siguió diciendo el bozak en un tono muy grave—. ¿He interrumpido algo?
—Únicamente mis planes para la cena —repuso Iolanthe sin darle importancia—. Iba a cenar en El Broquel Partido en compañía de este joven, un aprendiz de hechicero que acaba de llegar a Neraka. Creo que al emperador le parecerá interesante conocerlo. Es Raistlin Majere, hermano de la Señora de los Dragones Kitiara.
La actitud recelosa del bozak se desvaneció. Estudió a Raistlin con interés y respeto.
—Tengo a vuestra hermana en gran estima, señor. Al igual que el emperador.
—Lo único que pasó fue que intentó ejecutarla —susurró Iolanthe a Raistlin, aprovechando que le daba sábanas y una manta, pues le había dicho que las necesitaría en su nuevo alojamiento.
Raistlin la miró, perplejo. ¿Qué quería decir? ¿Qué había pasado? ¿Ariakas y Kit eran enemigos? Y lo más preocupante: ¿cómo le afectaría eso a él?
Raistlin estaba ansioso por conocer todos los detalles, pero Iolanthe se limitó a sonreírle y guiñarle un ojo, muy consciente de que acababa de asegurarse de que Raistlin buscaría su compañía.
—¿Recuerda el camino a El Broquel Partido, maestro Majere?
—Sí, señora. Gracias —respondió Raistlin humildemente, representando su papel.
Iolanthe le hizo un gesto con la mano.
—Tal vez pase un tiempo hasta que volvamos a vernos. Adiós. Le deseo buena suerte.
Bajo la atenta mirada del bozak, Raistlin metió la ropa de cama en un saco y recogió sus pertenencias. No cogió el Bastón de Mago. Ni siquiera echó una ojeada a la esquina donde lo dejaba. Iolanthe lo miró a los ojos y le hizo un leve gesto tranquilizador.
Raistlin hizo una profunda reverencia a Iolanthe y otra al bozak. Se colgó al hombro el saco con las sábanas, la manta, los libros de hechizos y todo lo demás. Sintiéndose como un proscrito, bajó la escalera apresuradamente. Iolanthe sostenía un farol en el rellano para alumbrarlo.
—Mañana pasaré por la torre para ver cómo va su trabajo —le dijo en voz alta, cuando ya había llegado al final de la escalera.
Cerró la puerta antes de que pudiera responderle. El bozak seguía esperándola en el rellano.
Raistlin salió a la calle, que a esa hora de la noche estaba desierta. Echaba de menos su bastón, la luz que salía de él y el apoyo que prestaba a sus pasos fatigados. El saco pesaba mucho y le dolían los brazos.
—Toma, Caramon, lleva esto…
Raistlin se detuvo. No podía creer que hubiera dicho eso. Ni siquiera que lo hubiera pensado. Caramon estaba muerto. Furioso consigo mismo, Raistlin recorrió la calle a paso ligero, iluminado por los rayos rojos de Lunitari y los rayos plateados de Solinari.
Ante él apareció el Templo de la Reina Oscura. La tenue luz de las lunas parecía incapaz de alcanzar el templo. Las torres tortuosas y las abultadas atalayas obligaban a las lunas a encogerse, a las estrellas a apagarse. Sus sombras caían sobre Raistlin y lo aplastaban.
Si la reina salía victoriosa de la guerra, su sombra caería sobre todos los seres del mundo.
«Yo no he venido a servir. Yo he venido a mandar».
Raistlin se echó a reír. Rio hasta que la risa se le atravesó en la garganta y se atragantó.