La posada de El Broquel Partido
La Torre de la Alta Hechicería
DÍA SEXTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC
Iolanthe decidió que primero presentaría a Raistlin a su vecino y casero, el dueño de la tienda de hechicería. Se trataba de un individuo entrado en años que respondía al extraño nombre de Snaggle. Era mestizo, pero estaba tan encorvado y arrugado que era imposible decir si era medio enano o medio goblin, o medio perro. Saludó a Raistlin con una sonrisa desdentada y le ofreció un descuento en su primera compra.
—Es muy importante conocer a Snaggle —explicó Iolanthe, mientras bajaban por la calle ancha y bien pavimentada que recorría la fachada del templo—. Jamás hace preguntas. Le da el valor justo al dinero. Y gracias a que disfruta del favor del emperador, que compra en su tienda con asiduidad, suele tener mercancía muy difícil de encontrar en otros sitios. No creas que esas cosas se las vende a cualquiera, pero ahora ya sabe que eres mi amigo, así que se mostrará complaciente contigo.
Raistlin no era su amigo, pero esta vez no lo dijo en voz alta. Nunca había tenido amigos. Tanis, Flint y los demás se llamaban a sí mismos sus amigos, pero él sabía que por detrás de sus sonrisas realmente no lo querían, no confiaban en él. Él no era como su hermano, el alegre Caramon de buen corazón, el compañero perfecto para todos.
Raistlin observaba las calles con la atención que siempre ponía, mientras proseguían su camino.
—¿Adónde estamos yendo? —preguntó.
—Al Barrio Blanco —contestó Iolanthe—. En cierto modo, la ciudad de Neraka es como la reina Takhisis: un dragón con un solo corazón y cinco cabezas. El corazón sería el templo, en el centro; las cabezas son los ejércitos que lo defienden. Como te materializaste en el interior del templo, supongo que no te hiciste una buena idea del exterior.
El templo estaba rodeado de altas murallas de piedra y era difícil verlo desde donde ellos estaban. Iolanthe condujo a Raistlin a la puerta principal, que estaba abierta de par en par, para que pudiera verlo mejor. El mago contempló el templo y pensó que nunca antes había visto algo tan estremecedor. Por lo visto Takhisis tenía cierto sentido del humor, aunque fuera algo retorcido. Mucho tiempo atrás, en la ciudad de Istar había habido un hermoso templo, deslumbrante y bendito, dedicado a Paladine, Dios de la Luz. El Templo de Takhisis era una réplica de aquel vetusto templo, que descansaba en las profundidades del Mar Sangriento, pero una réplica distorsionada y envilecida. El Templo de Takhisis era un edificio de la oscuridad y proyectaba sobre toda la ciudad una nube de sombras, como la penumbra artificial de un eclipse cuando la luna cubre el sol, con la diferencia de que los eclipses llegan a su fin. La oscuridad del templo era constante.
—Feo como el peor de los pecados, ¿verdad? —comentó Iolanthe, observando el templo con una mueca de desagrado—. La maldad debería ser hermosa. Así haría mucho más daño. ¿No crees? —Sus ojos de color violeta brillaron y le dedicó una sonrisa maliciosa.
Siguieron avanzando por la calle principal, que recorría el perímetro del templo, conocida como la Ronda de la Reina.
—Ahora estamos en lo que llaman la ciudad interior —explicó Iolanthe—. El templo está rodeado por una muralla y Neraka está rodeada por su propia muralla. En el exterior de esa muralla, los cinco ejércitos de los Dragones tienen sus campamentos. En el interior de la muralla, cada ejército de los Dragones cuenta con un barrio.
Raistlin ya sabía todo eso gracias a lo que había estudiado sobre Neraka en la Gran Biblioteca. Debido a la continua desconfianza, a las intrigas y a sus peleas por imponerse sobre los demás que regían las relaciones entre los cinco Señores de los Dragones —algo que el mismo Ariakas fomentaba—, cada uno de los barrios era autosuficiente. Cada uno de ellos contaba con sus herrerías, sus comercios, sus posadas, sus barracones y todo lo necesario. Ninguno de los Grandes Señores quería depender de los demás para nada. Evidentemente, también se alentaba la rivalidad entre los soldados.
—Vamos a salir de la muralla. ¡Maldita sea! —Iolanthe se detuvo. Parecía enfadada—. Lo había olvidado. No tienes un salvoconducto negro.
—¿Un salvoconducto negro? ¿Qué es eso? —preguntó Raistlin.
Iolanthe metió la mano en una de las bolsitas de seda que llevaba en el cinturón y sacó un trozo de papel. La tinta se había borrado un poco, pero todavía podía leerse. En la parte inferior se veía el sello de la Iglesia: un dragón de cinco cabezas en cera negra.
—Se llama «salvoconducto negro» por el sello negro. Todos los ciudadanos necesitamos esta cédula de la Iglesia para vivir y trabajar en la ciudad. Cuando sales de la muralla, no puedes volver a entrar si no la tienes. Y después de lo ocurrido anoche, dudo mucho que el Señor de la Noche te conceda una.
Iolanthe dio vueltas al problema un momento, con el entrecejo fruncido y dando golpecitos con el pie. De pronto, el ceño desapareció de su frente.
—Ajá, ya tengo la respuesta. No sé cómo no se me ha ocurrido antes. Ven conmigo.
Volvió a agarrarse de su brazo y tiró de él, encaminándose hacia la muralla y la puerta que daba paso al otro lado.
—¿Tienes fiebre? —le preguntó Iolanthe repentinamente, alzando la mano hacia su frente.
—La temperatura de mi cuerpo es anormalmente alta —repuso Raistlin, esquivando su mano.
Por la reacción de Iolanthe, parecía que le había hecho gracia su gesto. Raistlin se preguntó, molesto, si se divertía haciendo que se sintiera incómodo.
—¿Energía nerviosa? —sugirió.
Una vez más, Raistlin tuvo que cambiar de tema para no hablar de sí mismo.
—Mencionaste que el emperador Ariakas frecuenta la tienda de tu amigo. Había oído que el emperador es un hechicero, algo que me cuesta creer porque también he oído que es un guerrero que viste armadura y blande una espada. Otros dicen que es un clérigo, devoto de Takhisis. ¿Cuál es la verdad?
—Las dos cosas, en cierta manera —contestó Iolanthe con expresión repentinamente sombría—. El emperador va a la batalla cubierto de pies a cabeza por una armadura y lleva una pesada espada que hay que blandir con las dos manos. No es de los que se quedan dirigiéndolo todo desde la retaguardia. No es ningún cobarde. No hay nada que le guste más que el fragor de la batalla. Y mientras corta cabezas con una mano, con la otra lanza mortíferos rayos mágicos.
—Eso es imposible —declaró Raistlin sin más.
Como siempre tenía que estar recordándole a Caramon, que le insistía en que aprendiera a manejar la espada, el arte de la magia exigía un estudio constante y diario. Aquéllos que se dedicaban a la magia no tenían tiempo para otros intereses, lo que incluía las habilidades marciales. Además, la armadura no permitía que un mago realizara los complejos movimientos de las manos que tan a menudo eran necesarios en los hechizos. A eso se sumaba que muchos magos, como el mismo Raistlin, creían que la magia era una arma mucho más poderosa que la espada.
—Lord Ariakas es una especie de clérigo —estaba diciendo Iolanthe—. Su magia proviene directamente de la reina Takhisis.
Pasaron por la Puerta Blanca, bajo el control del ejército del Dragón Verde, liderado por el Señor de los Dragones Salah-Kahn. El Ejército Blanco de los Dragones, que comandaba el Señor de los Dragones Feal-Thas antes de morir, había quedado muy mermado tras la desaparición de su líder y la mayoría de sus tropas habían sido reasignadas. Los soldados del Ejército Verde de los Dragones eran originarios de Khur, la tierra de Iolanthe. La hechicera era muy conocida entre ellos y todos la apreciaban, pues ella se tomaba la molestia de cuidar su estima.
Con la capucha bien echada sobre el rostro, para que no se la viera, Raistlin observaba en silencio mientras Iolanthe coqueteaba, reía y cruzaba la puerta entre bromas. Nadie le pidió al desconocido que enseñara su salvoconducto.
—Pero lo querrán ver a la vuelta —dijo Iolanthe—. No te preocupes. Todo va a salir bien.
Al salir de la ciudad interior, uno se sentía como si abandonara la oscuridad y quietud de la noche para adentrarse en la claridad y el alboroto del día. El sol brillaba con fuerza, como si se alegrara de haber escapado de la sombra de la Reina Oscura. En las sucias calles se agolpaban carros, carretas y el gentío más variopinto que pueda imaginarse, pero todos tenían en común que gritaban tan alto como les permitían sus pulmones.
Raistlin estaba intentando cruzar la calle sin que lo atropellara una carreta y tropezó con un soldado, que lo insultó con rabia mientras sacaba su daga. Iolanthe levantó una mano y unas llamas inquietantes nacieron de sus dedos. El soldado los miró con aversión y siguió su camino. La hechicera arrastró a Raistlin y los dos caminaron con cuidado para no tropezar con las profundas rodadas y surcos que dejaban los carros.
Las calles estaban atestadas de soldados de todas las razas: humanos, ogros, goblins, minotauros y draconianos. Éstos últimos eran disciplinados y ordenados, sus armas brillaban y sus armaduras relucían. Todo lo contrario podía decirse de los humanos: desaliñados, escandalosos, hoscos y maleducados. Los ogros se mantenían apartados, con expresión concentrada y recelosa. Pasaron dos minotauros con andares orgullosos, las cabezas astadas bien altas, mirando a todos aquellos enclenques con un manifiesto desdén. Los goblins y los hobgoblins, despreciados por todas las razas por igual, se arrastraban por el barro, hundiendo sus peludas cabezas entre los hombros para evitar los golpes.
No era raro que estallaran rencillas entre las tropas, que se traducían en acalorados insultos y espadas desenvainadas. En cuanto se oían los primeros gritos, aparecían de la nada los draconianos que formaban la guardia de élite del templo. Los implicados los miraban de arriba abajo, gruñían y se retiraban, como perros que hubieran visto el látigo del amo.
El ruido y el caos provocados por carros y carretas que saltaban de bache en bache, los hombres que maldecían, los perros que ladraban y las rameras que chillaban no tardaron en provocarle a Raistlin un terrible dolor de cabeza. El ambiente estaba cargado por culpa del humo que se alzaba de las herrerías y de las hogueras de los diferentes campamentos, cuyas tiendas se veían a lo lejos. De una curtiduría cercana salía un hedor a duras penas soportable, para mezclarse con el olor del ganado encerrado en un corral y la peste a sangre del patio del carnicero.
Iolanthe se tapó la boca con un pañuelo perfumado.
—Menos mal que ya casi hemos llegado —dijo la hechicera, señalando una serie de edificios achaparrados al otro lado de la calle—. La posada de El Broquel Partido… Deberías buscar alojamiento allí.
Raistlin negó con la cabeza.
—He leído sobre ella. No me lo puedo permitir.
—Claro que puedes —le contradijo Iolanthe y le guiñó un ojo—. Tengo una idea.
Miró a ambos lados y después se lanzó a la calle. Raistlin la siguió. Los dos corrían y tropezaban con las rodadas, los caballos y los soldados.
Raistlin había leído una descripción de la posada cuando había estudiado en Neraka. Un Esteta que respondía al curioso nombre de Cameroon Bunks había puesto su vida en peligro aventurándose en la ciudad de la reina Oscura, con el fin de explorarla y regresar para informar de lo que había visto.
Había escrito:
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«La posada de El Broquel Partido abrió sus puertas cuando su propietario, Talent Orren, un antiguo mercenario de Lemish, invirtió sus ganancias del juego en la compra de un pequeño local en el Barrio Blanco de Neraka. Según se cuenta, Orren no tenía ni una pieza de acero para el cartel, así que clavó su propio broquel roto sobre la puerta y bautizó al local como «El Broquel Partido». Orren servía comidas sencillas, pero sabrosas. No aguaba la cerveza ni engañaba a sus clientes. Con la afluencia de soldados y peregrinos oscuros a Neraka, no tardó en tener más trabajo del que podía hacerse cargo. Con el tiempo, Orren añadió un espacio al local y lo llamó «La Taberna del Broquel Partido». Pasó más tiempo y añadió varios bloques de habitaciones, con lo que la taberna adquirió la categoría de posada».
]]
Se veían tantos edificios, todos ellos con varias entradas, que Raistlin no tenía la menor idea de cuál era la puerta principal. Iolanthe eligió una entrada al azar, al menos así le pareció a Raistlin, hasta que levantó la vista y vio un broquel —partido por la mitad— que colgaba sobre la puerta.
Clavado sobre la puerta también había un letrero, maltratado por las inclemencias del tiempo, donde se leía garabateado en común: «¡Sólo humanos!». Los ogros, los goblins, los draconianos y los minotauros podían ir a beber a Pelo de Trol, popularmente conocido como El Trol Peludo.
Iolanthe se disponía a empujar las hojas dobles para entrar, cuando de repente se abrieron solas. Apareció un hombre con una camisa blanca y pantalones de piel que llevaba a una kender agarrada por el pescuezo y la culera del pantalón. El hombre la balanceó y la lanzó en medio de la calle, donde aterrizó de morros en el barro.
—¡Y no vuelvas! —gritó el hombre, sacudiendo el puño.
—¡Vas a echarme de menos, Talent! —contestó la kender, levantándose alegremente. Bajó por la calle dando traspiés, limpiándose el barro de los ojos y escurriendo más barro de sus trenzas despeinadas.
—¡Chusma! —murmuró el hombre, mientras se daba media vuelta para sonreír a Iolanthe. Le dedicó una graciosa reverencia—. Bienvenida, señora Iolanthe. Es un placer verte, como siempre. ¿Quién es tu amigo?
Iolanthe se encargó de las presentaciones.
—Raistlin Majere, te presento a Talent Orren, propietario de la posada de El Broquel Partido.
Orren hizo otra reverencia. Raistlin inclinó la cabeza cubierta con la capucha y ambos se observaron detenidamente. Orren era de altura media y complexión delgada, incluso podía decirse que delicada. Era apuesto, con unos ojos de color castaño que tenían una mirada intensa y penetrante. La oscura melena le caía hasta los hombros, cuidadosamente peinada, y un bigote fino enmarcaba sus labios. Vestía una camisa blanca de mangas largas y anchas, con el cuello abierto, y unos pantalones de piel ajustados. De un costado le colgaba una larga espada. Sujetó la puerta e hizo un gesto amable invitando a Iolanthe a entrar en la posada. Raistlin se dispuso a seguirla, pero se encontró con el musculoso brazo de Orren cerrándole el paso.
—Sólo humanos —dijo Orren—, como dice el cartel.
Raistlin sintió que enrojecía de rabia y vergüenza.
—Por todos los dioses, Orren, ¡es humano! —exclamó Iolanthe.
—Pues es la primera vez que veo un humano con ese color de piel tan curioso —repuso Orren, poco convencido. Hablaba como una persona educada y a Raistlin le pareció distinguir un leve acento solámnico.
Iolanthe sujetó a Raistlin por la muñeca.
—Hay humanos de todos los colores, Orren. Resulta que mi amigo es un poco peculiar, eso es todo.
Susurró algo al oído a Orren y éste lo observó con más interés.
—¿Es eso verdad? ¿Eres el hermano de Kitiara?
Raistlin abrió la boca para responder, pero Iolanthe se le adelantó:
—Claro que sí —repuso enérgicamente—. Puedes comprobar el parecido. —Bajó la voz—. Y no deberías andar gritando el nombre de Kitiara por la calle. No es buen momento.
Talent sonrió.
—Tienes razón, Iolanthe, querida. Te pareces a tu hermana, señor, y eso es un halago, pues es una mujer encantadora.
Raistlin no dijo nada. Él no creía que se pareciera a Kitiara. Al fin y al cabo, no eran más que medio hermanos. Kitiara tenía el cabello negro y rizado, y los ojos de color castaño. Lo había heredado de su padre, que tenía un oscuro atractivo. El pelo de Raistlin era como el de Caramon, de un tono rojizo, antes de que la Prueba se lo hubiera vuelto prematuramente blanco.
De lo que Raistlin no se daba cuenta era de que tanto él como Kit compartían el mismo brillo en la mirada, la misma determinación para conseguir lo que querían sin importar lo que costara, ni siquiera a ellos mismos.
Orren permitió entrar a Raistlin, sujetándole la puerta con elegancia. La posada estaba a rebosar de gente y el ruido era casi ensordecedor. En ese momento, estaban sirviendo el almuerzo. Iolanthe le dijo a Talent que quería hablar de negocios. Éste les explicó que en ese momento no tenía tiempo, pero que la atendería cuando no tuviera tanto trabajo.
Iolanthe y Raistlin pasaron junto a varias mesas ocupadas por peregrinos oscuros, que los observaron ceñudos y con gesto de desaprobación. Raistlin oyó la palabra «bruja» entre susurros y miró a su acompañante. Iolanthe también lo había oído, a juzgar por el tono que coloreaba sus mejillas. Sin embargo, fingió que no se había dado cuenta y siguió de largo.
Muchos soldados la miraron con mejores ojos y se dirigían a ella con un respetuoso «señora Iolanthe», preguntándole si quería unirse a ellos. Iolanthe siempre declinaba la invitación, pero con algún comentario ingenioso que dejaba a los soldados riendo. Condujo a Raistlin a una mesa pequeña que había en una esquina oscura, bajo la ancha escalera que llevaba a las habitaciones del piso superior.
Ya estaba ocupada por un soldado, pero éste se levantó en cuanto la vio acercarse. Tras recoger su plato de comida y el vaso, le cedió el lugar con una sonrisa.
Raistlin se sentó en su silla, aliviado. Su salud iba mejorando, pero todavía se cansaba fácilmente. La camarera acudió presurosa para tomarles nota, aunque tuvo que detenerse más de una vez por el camino para apartar alguna que otra mano atrevida, dar un par de bofetadas o clavar el codo en alguna costilla con un movimiento experto. No parecía enfadada, ni siquiera molesta.
—Me las arreglo bien sola —dijo, como si pudiera leer el pensamiento de Raistlin—. Y los chicos me cuidan.
Hizo un gesto hacia un grupo de hombres corpulentos que permanecían de pie, apoyados en la pared, vigilando atentamente a la clientela. En ese mismo instante, uno ellos abandonó su puesto y se lanzó sobre el gentío para atajar una pelea. Los dos combatientes fueron expulsados al momento.
—Es raro que reine la paz en una taberna donde comen los soldados —comentó Raistlin.
—Talent aprendió pronto que las peleas de borrachos no son buenas para el negocio, sobre todo cuando hay religiosos —dijo Iolanthe—. Ésos peregrinos oscuros son capaces de presenciar sin inmutarse el más sangriento de los sacrificios en honor a su reina, pero si un tipo le revienta a otro la nariz durante la cena, se desmayan del susto.
La camarera les llevó la comida, que era, como había escrito el Esteta, sencilla pero sabrosa. Iolanthe dio cuenta con apetito de su pastel de carne con guarnición de patatas y verduras. Raistlin picoteó un poco de pollo guisado. Iolanthe se encargó de terminar lo que dejó en el plato.
—Deberías comer más —le recomendó—. Acumula fuerzas. Ésta tarde vas a necesitarlas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Raistlin, alarmado por su tono, que no presagiaba nada bueno.
—La Torre de la Alta Hechicería de Neraka es toda una sorpresa —repuso ella tranquilamente.
Raistlin estaba dispuesto a sonsacarle más información, pero justo en ese momento Talent Orren se unió a ellos. Arrastró una silla de otra mesa, la giró y se sentó a horcajadas, apoyando los brazos en el respaldo.
—¿Qué puedo hacer por ti, mi encantadora bruja? —dijo, dedicando una sonrisa pícara a Iolanthe—. Ya sabes que daría mi vida por servirte.
—Sé que darías tu vida por cautivar a todas las damas —contestó Iolanthe, sonriente.
Raistlin hizo el gesto de sacar su monedero, pero Iolanthe lo detuvo sacudiendo la cabeza.
—Mi señor Ariakas tendrá el placer de pagar esta comida. Apunta lo que debemos en la cuenta del emperador, ¿quieres, Talent? Y añade algo para la muchacha y para ti.
—Tus deseos son órdenes —dijo Talent—. ¿Puedo hacer algo más por ti?
—Quiero una habitación en la posada para mi amigo —continuó Iolanthe—. Una habitación pequeña, nada especial. No necesita gran cosa.
—Normalmente estamos completos, pero da la casualidad de que tengo una habitación disponible —respondió Orren—. Quedó libre esta mañana. —Y añadió, sin darle importancia—: El anterior ocupante murió mientras dormía.
Mencionó un precio. Raistlin calculó rápidamente y negó con la cabeza.
—Me temo que no puedo permitírmelo…
Iolanthe lo interrumpió, poniendo su mano sobre la de él.
—Kitiara lo pagará por él. Al fin y al cabo, es su hermano.
Talent dio una palmada en el respaldo de la silla.
—En ese caso, todo está arreglado. Puedes mudarte cuando quieras, Majere. Me temo que notarás un olor muy fuerte a pintura, ya que tuvimos que dar varias capas para tapar las salpicaduras de sangre. Recoge la llave al salir. Número treinta y nueve. En el tercer piso, giras a la derecha y, al llegar al final del pasillo, giras a la izquierda. ¿Algo más?
Iolanthe dijo algo en voz baja. Talent la escuchó atentamente, lanzó una mirada a Raistlin, enarcó una ceja y por fin sonrió.
—Por supuesto. Esperad aquí.
—Eso también puedes ponerlo en la cuenta de Ariakas —le dijo Iolanthe, alzando la voz.
Talent rio mientras volvía hacia la barra.
—No te preocupes —dijo Iolanthe, atajando las protestas de Raistlin—. Yo hablaré con Kit. Se pondrá contentísima cuando sepa que estás en Neraka. Y lo de tu habitación se lo puede permitir sin ningún problema.
—No importa —repuso Raistlin con firmeza—. No voy a deber nada a nadie, ni siquiera a mi hermana. Se lo devolveré en cuanto pueda.
—Qué noble por tu parte —dijo Iolanthe, divertida por sus escrúpulos—. Y ahora, si ya te sientes mejor, podemos visitar la torre y te presentaré a tus estimados colegas.
Iolanthe se disponía a coger su bolsa cuando se acercó la camarera. Iolanthe se levantó y las dos chocaron. A Iolanthe se le cayó la bolsa y todo lo que llevaba se esparció por el suelo. La hechicera regañó a la muchacha de mal humor, mientras la camarera se disculpaba una y otra vez, y recogía las monedas y las fruslerías que se habían caído. Raistlin reconoció algún ingrediente para hechizos.
Cuando Raistlin se levantó, Iolanthe lo tomó de la mano y deslizó en su palma un papel enrollado. Él lo escondió en la amplia manga de su túnica y, disimuladamente, lo metió en una de sus bolsitas. La cera negra del «sello oficial» todavía estaba caliente.
Raistlin le pidió la llave de la habitación treinta y nueve a uno de los camareros, el cual le explicó que, una vez que se hubiera mudado, tenía que devolverla cada vez que salía y recogerla cuando volviera. Iolanthe hizo un gesto de despedida a Talent Orren, que estaba sentado a una mesa con dos peregrinos oscuros, un hombre y una mujer. Talent le besó la mano, para el evidente disgusto de los peregrinos, y después volvió a concentrarse en la conversación.
—Puedo conseguir lo que queréis —estaba diciendo Talent—, pero no será barato.
Los peregrinos oscuros se miraron y la mujer sonrió y asintió. El hombre sacó un pesado monedero.
—¿De qué iba todo eso? —quiso saber Raistlin cuando ya habían salido de la posada.
—No sé, seguramente Talent estaba vendiéndoles algo del mercado negro —dijo Iolanthe, encogiéndose de hombros—. Ésos dos son Espirituales, un puesto alto en la jerarquía sacerdotal. Como muchos de los seguidores de su Majestad Oscura, han desarrollado el gusto por las cosas más delicadas de la vida, como los purasangres de Khur, el vino y la seda de Qualinesti y la joyería de los artesanos enanos de Thorbardin. Antes todas esas cosas se vendían en las tiendas, pero con las rutas comerciales cortadas y las deudas acumulándose, esos lujos son cada vez más escasos.
—Es interesante que Talent pueda conseguirlos —apuntó Raistlin.
—Tiene buena mano con la gente —dijo Iolanthe, sonriendo.
Volvió a tomar a Raistlin del brazo, lo que seguía resultándole incómodo. Se había imaginado que volverían hacia el corazón de la ciudad. La Torre de la Alta Hechicería no sería tan grandiosa e imponente como el Templo de la reina Oscura, eso estaba claro. Políticamente era imposible. Pero lo lógico sería que se encontrara cerca del Templo de Takhisis.
Le había sorprendido no encontrar ninguna descripción de la Torre de la Alta Hechicería en los escritos sobre Neraka del Esteta. No obstante, podía deberse a un sinfín de razones. Todas las Torres de la Alta Hechicería estaban protegidas por un bosque. La Torre de Palanthas estaba rodeada por el temido Robledal de Shoikan. La Torre de Wayreth se alzaba en el centro de un bosque encantado. Quizá los árboles que guardaban la Torre de Neraka la volvieran invisible.
Sin embargo, Iolanthe no se dirigía hacia el Templo de la reina Oscura. Había echado a caminar en dirección contraria, por una calle que llevaba a lo que parecía una zona de almacenes. Allí las calles no estaban tan abarrotadas, pues no era una zona que los soldados frecuentaran. Se veían trabajadores de los almacenes, empujando barriles, levantando cajas y descargando sacos de cereales de los omnipresentes carros.
—Creí que íbamos a la torre —dijo Raistlin.
—Así es.
Iolanthe dio la vuelta a una esquina, tirando de él, y luego se detuvo delante de un edificio de ladrillo de tres plantas. Parecía aprisionado entre el negocio de un tonelero y una herrería. La casa era negra, no porque se hubiera pintado de ese color, sino por toda la suciedad y hollín que la cubrían. En la fachada se abrían pocas ventanas y la mayoría de las que había estaban rotas o desvencijadas.
—¿Dónde está la torre? —preguntó Raistlin.
—La tienes delante —repuso Iolanthe.