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Una taza de té

Recuerdos

Una mujer peligrosa

DÍA SEXTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

La Vigilia Oscura ya había quedado muy atrás. Raistlin esperaba que no tuvieran que ir muy lejos, porque apenas le quedaban fuerzas. Se desviaron por una calle fuera de los muros del templo, conocida como la Ringlera de los Hechiceros, y Raistlin sintió un gran alivio cuando Iolanthe anunció que aquélla era la calle donde vivía. No era más que una calleja apartada. Debía su nombre a una hilera de tiendas que vendían productos relacionados con la magia. Raistlin se fijó en que la mayor parte de las tiendas parecían estar vacías. En las ventanas rotas de más de una había carteles donde se leía: se alquila.

El pequeño apartamento de Iolanthe estaba situado sobre una de las pocas tiendas de hechicería que seguía abierta. Subieron por una escalera estrecha y empinada, y Raistlin esperó a que ella quitara el cierre mágico de su puerta. Cuando entraron, Iolanthe dio a su invitado una almohada y una manta, y redistribuyó los muebles de la pequeña habitación que llamaba su «biblioteca», para que pudiera hacerse una cama en el suelo. Le deseó buenas noches y se fue a su dormitorio, advirtiéndole antes de que no era demasiado madrugadora y que no le gustaba que la despertasen antes del mediodía.

Agotado tras su experiencia en las mazmorras, Raistlin se tumbó en el suelo, se echó la manta por encima y se quedó dormido al instante. Soñó con los calabozos, con que estaba desnudo y colgando de unas cadenas, mientras un hombre sostenía una barra de hierro al rojo vivo y se acercaba a él…

Raistlin se despertó sobresaltado. La luz del sol bañaba la habitación. Al principio no recordaba dónde se encontraba y miró alrededor confundido, hasta que poco a poco fue acordándose de lo sucedido la noche anterior.

Suspiró y cerró los ojos. Alargó la mano, como tenía la costumbre de hacer todas las mañanas, y palpó el bastón que estaba junto a él. La suave madera era cálida y le infundía seguridad.

Raistlin sonrió al pensar en el desconcierto que sentiría el Señor de la Noche cuando fuera a deleitarse con el valioso objeto que le había requisado y descubriera que había desaparecido durante la noche. Uno de los poderes mágicos del bastón consistía en que siempre volvía al lado de su dueño. En el momento en que lo entregaba, Raistlin sabía que volvería a él.

Se sentó, agarrotado tras una noche durmiendo sobre el duro suelo, y se frotó la espalda y el cuello para aliviar los pinchazos que sentía. El pequeño apartamento estaba en silencio. Su anfitriona todavía no se había despertado. Raistlin se alegraba de tener la oportunidad de estar solo para aclarar sus pensamientos.

Se aseó y después hirvió agua para preparar la infusión que aliviaba sus ataques de tos. El Señor de la Noche le había quitado las hierbas que necesitaba, pero eran muy comunes y, después de fisgonear un poco por la cocina de Iolanthe, ya tenía todo lo que necesitaba. Estaba vertiendo el agua en la tetera cuando, de pronto, recordó que ya no tenía que tomar su té, pues la tos había desaparecido. Volvía a estar bien. Fistandantilus ya no le consumía las fuerzas.

De todos modos, Raistlin estaba acostumbrado a tomarse la infusión y siguió preparándola. Por desgracia, eso le recordó a su hermano. Caramon siempre le preparaba el té, era un ritual que se repetía todas las mañanas. Sus amigos, Tanis y los demás, no veían con buenos ojos que Caramon se ocupara de todos los pequeños quehaceres en beneficio de su hermano.

—No tienes las dos piernas rotas —le había dicho Flint a Raistlin en una ocasión—. ¡Hazte tú el dichoso té!

Raistlin podría habérselo preparado él mismo, por supuesto, pero no habría sido lo mismo. Dejaba que su hermano se lo hiciese, pero no porque quisiera demostrar su dominio sobre él o menospreciarlo, como pensaban sus amigos. Aquél acto tan familiar les traía bonitos recuerdos a los dos, recuerdos de los años en que recorrían calzadas repletas de peligros, cuidándose el uno al otro, necesitados cada uno de la compañía y la protección de su hermano.

Raistlin se sentó delante del hogar de la cocina, escuchando el borboteo del agua en la tetera, y pensó en aquellos días solos en las calzadas, con su pequeña hoguera ardiendo humildemente o bajo el fuego intenso y sublime del sol. Caramon se sentaba en un tronco, en una roca o en lo que estuviera más a mano, sosteniendo la taza de barro con esa manaza que tenía y que hacía que el recipiente parecía perderse en ella, mientras espolvoreaba en el agua las hojas que llevaban en una bolsa. Calculaba la cantidad de hojas con sumo cuidado, con una concentración intensa.

Raistlin, sentado cerca, lo observaba con impaciencia y siempre le decía a Caramon que no necesitaba ser tan cuidadoso, que bastaba con que tirara las hojas en la taza.

Caramon respondía que no, que era muy importante conseguir las proporciones adecuadas. ¿Quién era el experto en hacer el mejor té? Raistlin siempre admitía que su hermano hacía un té excelente, eso era verdad. Daba igual cuánto se esforzara Raistlin, nunca conseguía igualar el té de Caramon. Daba igual cuánto lo intentara, el té de Raistlin nunca sabía igual. Su mentalidad de científico se resistía a aceptar que el amor y el cuidado pudieran suponer alguna diferencia en una taza de té, pero debía admitir que no encontraba otra explicación.

Vertió el agua hirviendo en la taza y revolvió las hojas, que flotaron en la superficie antes de hundirse en el fondo. El olor siempre era un poco desagradable, pero el sabor no era tan malo. Había llegado a gustarle. Sorbió el té, un extraño en una ciudad extraña, en el corazón de las fuerzas de la oscuridad, y pensó en sí mismo y en Caramon. Los dos sentados juntos bajo el sol, riéndose por cualquier broma tonta, recordando anécdotas de su infancia, rememorando alguna de sus aventuras y las maravillas que habían visto.

Raistlin sintió que le escocían los ojos y se le cerraba la garganta, unos síntomas que no los provocaba su antigua enfermedad. La sensación de ahogo provenía de su corazón, un corazón cargado de emociones, rebosante de pena y soledad, de culpa, de dolor y remordimientos. Raistlin tomó un trago de té más largo de lo normal y se quemó el paladar. Maldijo para sí, enfadado, y tiró al fuego lo que quedaba del té.

—Me está bien merecido por sensiblero —murmuró.

Desterró de su mente todos los recuerdos de Caramon y se preparó una tostada con un poco de pan que encontró en la despensa. Masticando, reflexionó sobre su situación.

Su llegada a Neraka no había resultado como había planeado. Había decidido aparecer en el templo, recorriendo los corredores de la magia. Su idea era materializarse en el templo, para admiración y asombro de todos los que lo presenciaran. Los clérigos se quedarían tan impresionados por la demostración de su poder mágico, que lo acompañarían directamente a ver al emperador Ariakas, quien le rogaría que se uniese a él en su campaña por conquistar el mundo.

Las cosas no habían salido como las había planeado. Raistlin había conseguido uno de sus objetivos, eso sí. No cabía duda de que los peregrinos oscuros se habían quedado perplejos cuando le vieron aparecer en la abadía, salido de la nada, justo cuando empezaban sus ritos. Un peregrino de edad avanzada estuvo a punto de sufrir una apoplejía y otro se desmayó en el acto.

Pero en vez de quedarse impresionados, los peregrinos oscuros se habían enfurecido. Habían intentado atraparlo, pero él los mantuvo a distancia con el Bastón de Mago, que daba una buena sacudida a quien lo tocaba. Mientras todos se agolpaban alrededor, gritando y amenazándolo, Raistlin les había pedido que conservaran la calma. Explicó que no estaba allí para crear problemas. Que iría con ellos por su propia voluntad. Que lo único que quería era presentar sus respetos a la reina. En vez de eso, había acabado presentando sus respetos al abominable Señor de la Noche.

Raistlin había reconocido qué tipo de hombre era en cuanto lo había visto: un demente que sentía placer con el sufrimiento de los demás. Raistlin comprendió al instante que corría un grave peligro, aunque no entendía la razón.

—Todos estamos del mismo lado —le dijo el mago al Señor de la Noche—. Todos queremos ver victoriosa a la reina Takhisis. Entonces, ¿por qué me veis como un enemigo? ¿Por qué me amenazáis con torturas inimaginables a no ser que me descubra como espía del Cónclave? ¿Por qué iba a querer el Cónclave espiar a los clérigos de la Reina Oscura? No tiene sentido.

Más bien no tenía sentido hasta que había oído decir al Señor de la Noche que Nuitari se había rebelado contra su madre.

El interrogatorio se había alargado una agotadora hora tras otra. Durante todo ese tiempo, Raistlin oía los gritos, los aullidos y los chillidos de otros prisioneros que sufrían el desgarro del potro y los mordiscos del látigo. Le llegaba el olor a carne quemada.

El Señor de la Noche cada vez se sentía más frustrado por las negativas de Raistlin.

—Me dirás todo lo que sepas y más aún —le dijo el Señor de la Noche—. Que venga el Ejecutor.

Raistlin había intentado utilizar el Bastón de Mago, pero los magos se habían abalanzado sobre él y, tras unos cuantos calambres, le habían tirado el bastón al suelo. Había conjurado un Círculo de Protección alrededor de sí mismo. Pero el Señor de la Noche era un experto en tratar con hechiceros poco colaboradores. Había pronunciado unas pocas palabras y había señalado a Raistlin con sus uñas manchadas de sangre. El hechizo de protección se hizo añicos como un globo de cristal que cae a un suelo de mármol.

Raistlin había sentido un miedo como nunca antes lo había asaltado, peor que aquella vez que yacía indefenso debajo de las garras de un Dragón Negro en Xak Tsaroth. Los guardias empezaron a acercarse a él y no tenía ninguna forma de defenderse de ellos. Entonces ocurrió algo extraño. Todavía no había encontrado una explicación. Los guardias no pudieron ponerle las manos encima.

Él no había hecho nada por defenderse. No le quedaban fuerzas para recurrir a la magia. El viaje a través de los corredores de la magia, la pelea posterior, el conjuro del hechizo del Círculo de Protección, todo lo había debilitado. Pero la sencilla realidad era que cada vez que los guardias intentaban cogerlo, empezaban a temblar con tanta fuerza que ni siquiera podían controlar sus manos.

Raistlin se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Abrió la bolsa en la que llevaba las canicas y rebuscó. El Orbe de los Dragones rodó entre las demás, sin diferenciarse en nada excepto por los ojos. Una de las cosas que había aprendido del Orbe de los Dragones era que tenía un instinto de supervivencia tan acusado o incluso más desarrollado que el suyo.

Cogió el Orbe de los Dragones, lo sostuvo en la palma de la mano y lo miró con atención, sopesándolo y reflexionando. Había corrido un gran riesgo al llevar el orbe a Neraka, al corazón del Imperio de la Reina Oscura. El orbe estaba hecho con la esencia de dragones malignos y podía crecerse entre los de su propia especie, tan cerca de su reina maligna. Podía volverse contra él y encontrar un amo más importante y poderoso.

Sin embargo, parecía que el orbe había decidido protegerlo. Y no se debía al amor que sentía por él, de eso estaba seguro. Raistlin sacudió la cabeza, perplejo. Al orbe sólo le interesaba protegerse a sí mismo. Aquél pensamiento no era muy tranquilizador. El orbe sentía el peligro. Creía que estaba en peligro y eso significaba que él también lo estaba.

Pero ¿de dónde provenía ese peligro?, ¿de quién? Aquélla ciudad, de todos los lugares posibles, debería ser un remanso de paz para aquellos que recorrían los caminos de la oscuridad.

—Por Nuitari, es verdad que juegas con canicas —exclamó Iolanthe. Arrugó la nariz y tosió—, ¿qué es ese olor pestilente?

Raistlin estaba tan inmerso en sus pensamientos que no la había oído levantarse. Rápidamente, recogió las canicas junto con el Orbe de los Dragones y las dejó caer en la bolsa.

—Me he preparado una taza de té —respondió como toda explicación—. He estado enfermo y me viene bien.

Iolanthe abrió una ventana para que entrara aire, aunque el olor de la calle era casi tan desagradable como el del interior. El aire estaba gris por el humo de los fuegos de las fraguas y apestaba a la basura que se acumulaba en los callejones y al agua nauseabunda que corría por las alcantarillas, a la altura de los tobillos.

—Ésa enfermedad… —dijo Iolanthe, mientras agitaba la mano para expulsar el olor—, ¿fue consecuencia de la Prueba?

—Una secuela —contestó Raistlin, sorprendido de que hubiera llegado a esa conclusión tan rápido.

—¿Y la misma explicación sirve para tu piel dorada y tus pupilas en forma de reloj de arena?

Raistlin asintió.

—Los sacrificios que hacemos por la magia… —comentó Iolanthe con un suspiro. Cerró la ventana—. Yo tampoco salí indemne. Nadie sale indemne. Llevo mis cicatrices por dentro.

Iolanthe se apartó el negro cabello y volvió a suspirar. Vestía un camisón de seda que en las tierras orientales de Khur se conocía como caftán. La seda era pesada y de vivos colores, con un estampado de aves rojas y azules entre flores de color morado y naranja, hojas verdes y los tallos sinuosos de las vides.

Aquélla mujer desconcertaba a Raistlin. Su forma tan franca de hablar, su encanto, su inteligencia, el humor y la vivacidad que demostraba y su belleza —especialmente su belleza— hacían que se sintiese incómodo.

Porque, a pesar de la maldición que velaba sus ojos, podía ver que Iolanthe era hermosa. Su cabello era tan negro que parecía azul, los ojos violetas y el tono aceitunado de su piel la distinguían de todas las mujeres que había conocido en su vida. Mujeres como Laurana, la doncella elfa, que era rubia, transparente y etérea; o Tika, con sus rizos de un intenso rojo y su sonrisa generosa, su voluptuosidad, su risa, su aspecto sano y su ternura.

Por el contrario, Iolanthe era el misterio, el peligro y la intriga. Hacía que Raistlin se pusiera nervioso. Incluso su ropa, con su sinfín de colores, lograba que se sintiera incómodo. Lo desaprobaba. Aquéllos que tomaban la túnica negra y recorrían los caminos de las sombras no debían llevar consigo la belleza y el color.

Iolanthe le sonreía y Raistlin se dio cuenta de que se había quedado mirándola. Sintió un ardor en la piel, que se sumó a su irritación. Había dominado un Orbe de los Dragones, había aprisionado a Fistandantilus en su interior y había burlado al Señor de la Noche, pero se sonrojaba como un adolescente lleno de espinillas sólo porque una mujer hermosa le sonreía.

—Veo que el Señor de la Noche te ha devuelto el bastón —dijo Iolanthe—. Qué amable por su parte. Normalmente no se muestra tan considerado.

Raistlin se quedó sorprendido por su comentario, hasta que descubrió el brillo risueño en sus ojos de color violeta. Se dio cuenta de que tendría que haber inventado alguna explicación para la reaparición del bastón, pero se había quedado absorto preguntándose sobre el proceder del Orbe de los Dragones. Intentó pensar en algo creíble que pudiera decir, pero por lo visto había enmudecido. La mujer lo confundía, no le dejaba pensar. Cuanto antes se alejara de ella, mejor.

Iolanthe se arrodilló en el suelo, con el caftán de seda flotando alrededor, y el aire se impregnó de su perfume de gardenias. Observó el bastón, sin tocarlo, estudiando con interés la madera lisa y la garra del dragón que sujetaba la bola de cristal en la parte superior.

—Así que éste es el famoso Bastón de Mago.

Una vez más, pilló a Raistlin desprevenido. Se quedó mirándola, estupefacto.

—Aproveché la oportunidad de hacer mis humildes investigaciones anoche, mientras dormías —explicó ella—. No hay muchos bastones legendarios por el mundo. Encontré la descripción en un antiguo libro. ¿Cómo ha llegado a ti, si puedo preguntarlo?

Raistlin iba a responderle que no era asunto suyo.

—Par-Salian me lo dio cuando aprobé la Prueba —respondió, sorprendiéndose a sí mismo.

—¿Par-Salian? —Iolanthe se recostó lánguidamente en el suelo, apoyándose sobre un codo—. ¿El Portavoz de la Orden de los Túnicas Blancas, y digo «blancas»? ¿Él te regaló algo tan valioso?

—Yo mismo era un Túnica Blanca cuando me presenté a la Prueba —contestó Raistlin—. Debido al amable interés que Lunitari demostró por mí, después vestí la túnica roja. Hace poco que tomé la negra.

—Las tres —murmuró Iolanthe. Sus ojos de color violeta se posaron en él. Sus pupilas negras se dilataron, como si quisieran crecer hasta absorberlo—. Qué cosa más poco común.

Se levantó elegantemente, con el caftán danzando alrededor de sus pies desnudos.

»Se dice que el Señor del Pasado y el Presente habrá vestido las tres túnicas.

Raistlin la miró atentamente.

»Ahora, si me disculpas —continuó ella alegremente—, voy a cambiarme. Me pondré mi túnica negra para nuestra excursión a la Torre de la Alta Hechicería. Llevaría mi caftán, porque a mí me gustan los colores vivos, pero a los vejestorios que viven allí les daría un síncope.

Salió graciosamente de la habitación, dejando una estela de perfume tras de sí. A Raistlin le cosquilleó la nariz y estornudó. Iolanthe volvió ataviada con una túnica negra de seda parecida al caftán por su corte, que le dejaba los antebrazos desnudos. Raistlin oyó el leve tintineo de unas campanas cuando caminaba y vio que la hechicera llevaba una pulsera de campanillas doradas alrededor del tobillo. Era un sonido discordante que hacía que le rechinaran los dientes.

—Normalmente también llevo pulseras de oro a juego —explicó Iolanthe, como si le hubiera leído el pensamiento. Mordisqueó un poco de la tostada que Raistlin había dejado y cogió la taza. Olisqueó los restos del té e hizo una mueca—. Pero ya no me atrevo a llevar mis joyas por Neraka. Los soldados no han recibido su paga, entiéndelo. El emperador contaba con que las piezas de acero entraran sin parar en sus arcas, procedentes del botín que conseguiría en Palanthas. Por desgracia para él, nos ha llegado la noticia de que los Dragones Plateados han acudido a proteger esa hermosa ciudad.

—Es cierto —confirmó Raistlin—. Los vi antes de marcharme.

—Así que vienes de Palanthas. Qué interesante.

Raistlin se maldijo a sí mismo por haber descubierto esa información. ¡No se equivocaban quienes llamaban «bruja» a esa mujer!

—Da igual la razón —prosiguió Iolanthe—, Ariakas ha perdido su fuente de ingresos. Lo que es peor, como confiaba en ganar esas piezas de acero, ya se las había gastado. Ahora tiene unas deudas inmensas, aunque poca gente lo sabe.

—¿Y por qué yo soy uno de ellos? —quiso saber Raistlin, molesto—. ¿Por qué me cuentas todo esto? No quiero saberlo. Propagar esos rumores es… es…

—¿Una traición? —Iolanthe se encogió de hombros—. Sí, supongo que sí. Pero no son rumores, Raistlin Majere. Son hechos. Yo lo sé. Soy la amante de Ariakas.

Raistlin sintió que se le erizaba el vello de los brazos y de la nuca. Su vida pendía de un hilo.

—También soy amiga de tu medio hermana, la Señora del Dragón Kitiara uth Matar —añadió con voz suave.

Raistlin se quedó boquiabierto.

—¿Conoces a mi… hermana?

—Pues sí —repuso Iolanthe. Se quedó callada un momento y después, de repente, se lanzó a un discurso—: Sus tropas, los soldados del Ejército Azul de los Dragones, sí que reciben su paga…, y es muy buena. Aunque no consiguió tomar Palanthas, controla gran parte de Solamnia. Exige y recibe tributo de las ciudades más ricas, que tuvo el buen sentido de no quemar hasta los cimientos. Y ella se encarga de que las pagas lleguen a sus soldados. Los Dragones Azules de Kit son leales y muy disciplinados, a diferencia de los Rojos, que son unos descerebrados y unos engreídos, y pasan todo el tiempo peleándose entre ellos. Ariakas cometió la estupidez de permitir que sus Dragones Rojos y los soldados saquearan, desvalijaran y prendieran fuego a las ciudades que conquistaron y ahora se queja porque no tiene dinero.

Raistlin recordó Solace y la posada de El Último Hogar, donde había pasado tantas horas felices, arrasada hasta los cimientos. Recordó el terrible asedio a Tarsis. No dijo nada, pero en su fuero interno se permitió una sonrisa de triste satisfacción por el daño que Ariakas se había hecho a sí mismo.

La sonrisa se desvaneció en cuanto Iolanthe le tomó la mano, en un gesto espontáneo.

—Qué bueno es tener alguien con quien hablar. Alguien que comprenda. ¡Un amigo!

Raistlin apartó la mano.

—Yo no soy un amigo —dijo. Después pensó que quizá había estado grosero, así que añadió apresuradamente—: Acabamos de conocernos. Apenas sabes quién soy.

—Siento como si te conociera desde hace mucho tiempo —contestó Iolanthe, sin mostrarse nada ofendida—. Kitiara habla mucho de ti. Está muy orgullosa de ti y de tu hermano. Por cierto, ¿dónde está tu hermano?

Raistlin decidió que había llegado el momento de cambiar de tema.

—Lo que dijo anoche el Señor de la Noche sobre Nuitari…

—Era verdad. Todo era verdad, menos lo de que habían ejecutado a Ladonna. Me habría enterado. Pero Nuitari ha abandonado a su madre, Takhisis, y ahora el Cónclave de Hechiceros va a unirse en contra de la Reina Oscura.

Raistlin se quedó callado, sin decir nada que lo comprometiera. Él no formaba parte del Cónclave. No les había pedido permiso para tomar la túnica negra. De hecho, lo había hecho sin consultarles siquiera y eso lo convertía en un renegado. El Cónclave consideraba proscritos a los renegados.

Iolanthe se acercó más a él. El perfume se le metió por la nariz y le despertó como un leve dolor de cabeza.

—Ya sé lo que estás pensando —le dijo en un susurro—, porque yo estoy pensando lo mismo: ¿qué significa todo esto para mí? —Le dio una palmada juguetona en el hombro—. Deberíamos ir a la torre esa de la que tanto hablas y descubrirlo.

Volvió la cabeza y le lanzó una mirada.

»En mi tierra hay un dicho: «Cada uno tiene que calentarse su propia taza de té». Es un buen consejo en cualquier parte de Neraka, pero sobre todo en lo que se refiere a nuestros colegas hechiceros.

—Entiendo —repuso Raistlin.

Sintió que lo invadía el nerviosismo. Por fin iba a ver la magnífica Torre de la Alta Hechicería, a conocer a los hechiceros que le ayudarían a dar forma a su futuro.

—¿Nos vamos? ¿Estás listo? —Iolanthe vio que Raistlin miraba hacia el bastón y sacudió la cabeza—. Sería mejor que no lo llevases en público. El Señor de la Noche estará buscándolo. Aquí estará seguro. Siempre protejo la puerta con hechizos.

—El bastón se protege a sí mismo —dijo Raistlin. No le gustaba tener que dejarlo, había llegado a depender de él. Pero comprendió que su consejo era muy sensato.

Iolanthe cerró la puerta con llave y trazó una runa con la yema del dedo, después pronunció unas palabras mágicas. La runa se encendió con un suave tono azulado.

Iolanthe descubrió la mirada de Raistlin y se avergonzó.

—Un truco de principiante, ya lo sé. Es un hechizo de los que se hacen en la escuela de magos. Pero las mentes menos espabiladas se quedan muy impresionadas ante una runa brillante. Y, confía en mí —añadió—, en Neraka nos enfrentamos a muchas mentes poco espabiladas.

Iolanthe tomó a Raistlin del brazo y le dijo que actuara como si fuera su escolta, le gustase o no.

—Últimamente las calles son muy peligrosas —explicó—. Es muy comprensible tener a alguien que te guarde las espaldas.

A Raistlin no le gustaba la idea, pero no podía rechazar a Iolanthe sin más. Ya le había dejado muy claro que podía ayudarle o perjudicarle, la decisión era suya. La escalera era estrecha, y la hechicera se apretó contra él, insistiendo en caminar pegada a su lado.

—¿Cuántos peldaños tiene? —le preguntó burlonamente.

—Treinta y uno hasta el rellano.

Iolanthe sacudió la cabeza y se rio de él.

Raistlin no entendía qué tenía de gracioso.