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El mago, la bruja y el loco

DÍA QUINTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

La luz cegadora caía sobre Raistlin, sobre él sólo, y hacía que pareciera que era la única persona en la habitación. Iolanthe se acercó para observarlo mejor.

El joven se apoyaba en un bastón de madera rematado en una garra de dragón que sostenía un globo de cristal. Iolanthe se percató al instante de que era un artilugio mágico e imaginó que, además, extremadamente poderoso.

La otra mano del mago jugueteaba nerviosamente con una bolsa de piel que colgaba de su cinturón. Era una bolsa que no tenía nada de especial, como las que los hechiceros utilizaban para guardar los ingredientes necesarios para sus conjuros. Iolanthe se fijó en que el mago llevaba varias, sin duda, todas contendrían diferentes componentes. La mano del mago no se separaba de una en concreto.

A pesar de que inmediatamente se preguntó qué contendría aquella bolsa que merecía tanta atención, no le dio demasiadas vueltas. Estaba mucho más interesada en la mano en sí que en la bolsa. La piel relucía con un brillo dorado, como si el mago la hubiese sumergido en ese metal precioso. Aquél extraño color era resultado de algún hechizo mágico, no cabía duda, pero ¿de cuál y por qué?

Levantó los ojos desde la mano del mago hasta su rostro. Raistlin se había quitado la capucha y se había quedado con la cara al descubierto. Iolanthe buscó en sus rasgos algún parecido con su hermana. No encontró ninguno. Era guapo, o podría haberlo sido si no estuviera tan delgado, tan pálido y consumido. La piel de su rostro tenía el mismo brillo dorado que sus manos.

Sus ojos eran fascinantes; grandes y de mirada intensa, con las pupilas negras en forma de reloj de arena. Se volvió para mirarla con aquellos ojos desconcertantes e Iolanthe no vio en ellos admiración ni deseo, como veía en los ojos de prácticamente cualquier hombre que la miraba. Entonces descubrió la razón.

Aquéllos ojos estaban malditos. Los llamaban «La maldición de Realanna», por la legendaria hechicera que había creado el hechizo. Todos los seres vivos sobre los que Raistlin posaba su mirada aparecían ante él envejecidos, marchitos y moribundos. La veía como sería en el futuro, tal vez una arpía vieja, fea y desdentada.

Iolanthe se estremeció.

El parecido con su hermana parecía ser algo más espiritual que físico. Iolanthe reconoció la ambición implacable de Kitiara en la mandíbula recta de su hermano; su severa determinación en la expresión seria del joven; su orgullo y confianza en sí misma en los hombros echados para atrás. No obstante, se percibían cualidades de las que Kitiara carecía. Iolanthe notó cierta sensibilidad en los dedos largos y finos de Raistlin, y una mirada velada en sus ojos. Había sufrido a lo largo de su vida. Había experimentado el dolor, tanto físico como espiritual, y lo había superado con la fuerza pura de su indómita voluntad.

También se dio cuenta, y ése era un dato muy interesante, de que no tenía marcas. No le habían pegado. No le habían arrancando la piel a tiras ni lo habían dejado a merced de los perros. No lo habían descoyuntado en el potro ni el Ejecutor le había arrancado los ojos. De algún modo, Raistlin había logrado evitar al Señor de la Noche. Y para Iolanthe, ese mero hecho era ya fascinante.

Volvió a mirar al Señor de la Noche y comprobó que realmente estaba molesto y frustrado.

—Nunca antes había visto a esta persona —insistió Iolanthe—. No sé quién es ni de dónde viene.

Eso era mentira. Kitiara le había contado todo lo relacionado con su «hermanito» y su infancia en Solace. Recordó que Raistlin tenía un gemelo, un chico fuerte y simplón que se llamaba Carignman o algún nombre raro que sonaba parecido. En teoría siempre estaban juntos. Iolanthe se preguntó qué habría sido del gemelo de Raistlin.

El Señor de la Noche la miraba con gravedad.

—No consigo creeros, señora.

—Yo tampoco consigo entender nada de esto, vuestra señoría —contestó Iolanthe exasperada—. Si tanto os preocupa que este joven mago sea un espía, ¿por qué le habéis permitido entrar en el templo?

—No se lo permitimos —fue la respuesta glacial del Señor de la Noche.

—Entonces los guardias draconianos de alguna de las puertas deben de haberle echado…

—No lo hicieron —contestó el Señor de la Noche.

Iolanthe parpadeó, confusa.

—¿Y cómo…?

El Señor de la Noche saltó al oír aquella palabra.

—¡Cómo! ¡Ésa es la pregunta que quiero que alguien me responda! ¿Cómo ha aparecido aquí este mago? No entró por la puerta principal. Los peregrinos oscuros no lo habrían permitido.

Iolanthe sabía que eso era cierto. A ella misma nunca la dejaban pasar sin molestarla, y eso que llevaba la autorización del emperador.

»No entró por ninguna de las cinco puertas de los ejércitos de los Dragones. He interrogado a los oficiales draconianos y todos me juran por las cinco cabezas de Takhisis que no le han permitido pasar. Es más —el Señor de la Noche hizo un gesto hacia el joven—, él mismo admite que no entró por ninguna de esas puertas. Apareció de la nada. Y se niega a decir cómo consiguió evitar todos nuestros hechizos protectores.

Iolanthe se encogió de hombros.

—No es mi intención daros consejos, pero he oído que vuestra señoría conoce formas de persuadir a las personas para que os digan todo lo que queréis saber.

El Señor de la Noche entrecerró los ojos.

—Lo he intentado. Algún tipo de fuerza lo protege. Cuando el Ejecutor trató de «interrogarlo», Majere quiso lanzar el hechizo del círculo de protección. No fue más que el esfuerzo de un aprendiz y pude frustrarlo, por supuesto. Entonces el Ejecutor intentó sujetarlo. Pero no pudo.

Iolanthe estaba atónita.

—Ruego que me perdonéis, señor, pero ¿qué queréis decir con que «no pudo»? ¿Qué hizo este joven para detenerlo?

—¡Nada! —contestó el Señor de la Noche—. No hizo nada. Intenté que desapareciera la magia que estuviera utilizando, pero no había nada que hacer desaparecer. No obstante, cada vez que el Ejecutor se le acercaba, sus manos temblaban. Entonces, uno de los guardias trató de echarle un lazo de cuerda, pero la soga cayó al suelo. Intentamos hacernos con su bastón, pero el clérigo que quiso cogerlo casi se quema la mano.

En ese momento intervino Raistlin. Tenía una voz bien modulada, aterciopelada.

—Expliqué a vuestra señoría que no estoy bajo la protección de ningún hechizo mágico. Es la Reina Takhisis quien me ampara.

Iolanthe miró a Raistlin con admiración. Ya había decidido que haría lo que pudiera para rescatar al hermano de Kitiara de las garras del Señor de la Noche. La Dama Azul le estaría agradecida, pues siempre se había mostrado orgullosa de sus medio hermanos, e Iolanthe estaba esforzándose por ganarse la confianza y la consideración de la poderosa Señora del Dragón. No obstante, la hechicera estaba empezando a apreciar al joven por sí mismo.

De todos modos, tenía que ser cuidadosa, medir bien sus pasos.

—Y entonces, señor, ¿por qué me habéis mandado llamar en plena noche? Todavía no me lo habéis dicho.

—Os he traído aquí para que podáis demostrar vuestra lealtad a su Oscura Majestad quitándole el bastón —contestó el Señor de la Noche—. Estoy seguro de que ese bastón lo protege. Cuando ya no lo guarde ninguna fuerza mágica, el Ejecutor podrá encargarse de él. Pagará por negarse a responder a nuestras preguntas, de eso podéis estar segura.

Nunca antes le habían pedido que «demostrara su lealtad» y la hechicera se preguntó con nerviosismo qué podría hacer. No quería entregar a Raistlin al Ejecutor, experto en el arte de la tortura. Arrancaba extremidades. Desollaba vivas a sus víctimas. Les ponía anillos de hierro ajustables, llenos de pinchos, alrededor de la cabeza y, lentamente, apretaba los tornillos. Introducía puntas al rojo vivo por diferentes orificios del cuerpo. Siempre paraba justo antes de que el prisionero muriera y lo reanimaba con hechizos para que siguiera soportando su martirio.

Iolanthe decidió que tenía que ganar tiempo.

—¿Le habéis preguntado por qué ha venido, señor?

—Ésa respuesta ya la conocemos, señora —repuso el Señor de la Noche, fulminándola con la mirada—. Igual que vos.

El peligro trepaba por el ruedo de la falda de Iolanthe y le acariciaba la nuca con sus dedos fríos. Ariakas no se encontraba en Neraka. Había viajado a su cuartel general en Sanction, muy lejos de allí. Y con todos esos rumores que sugerían que el emperador estaba dejando escapar la victoria, el Señor de la Noche podía ir haciéndose cada vez más osado. Hacía tiempo que pensaba que debería ser él quien llevara la Corona del Poder. Quizá Takhisis empezara a pensar lo mismo.

Iolanthe necesitaba saber qué tipo de monstruo se escondía entre las sombras, esperando para abalanzarse sobre ella.

—No sé lo que queréis decir —repuso con frialdad antes de volverse hacia el joven hechicero—. ¿Por qué has venido al Templo de Takhisis?

—Se lo he dicho a su señoría una y otra vez. He venido a presentar mis tributos a su Oscura Majestad —contestó Raistlin.

«¡Está diciendo la verdad!», comprendió Iolanthe con asombro. Distinguía el respeto en su voz cuando nombraba a la Reina Oscura, un respeto que no era superficial, ni fingido ni servil. Era un respeto nacido del corazón, no de la amenaza de recibir una paliza. ¡Qué fantástica ironía! Probablemente Raistlin Majere era la única persona que quedaba en Neraka que sentía un respeto así por la reina Takhisis. Y ésa era la razón por la que sus leales siervos iban a condenarlo a muerte.

Como si fuera el contrapeso de sus pensamientos, el Señor de la Noche resopló.

—Está mintiendo. Es un espía.

—¿Un espía? —repitió Iolanthe, atónita—. ¿De quién?

—Del Cónclave de Hechiceros —el Señor de la Noche arrastró la última palabra con desprecio.

Iolanthe irguió el cuerpo.

—Os aseguro, señor, que la Orden de los Túnicas Negras está dedicada al servicio de la reina Takhisis.

El Señor de la Noche sonrió. Lo hacía en muy raras ocasiones, y siempre era un mal presagio para alguien. El Ejecutor también sonrió.

—Por lo visto no habéis sido informada. Parece que la líder de vuestra orden, una hechicera llamada Ladonna, nos ha traicionado y está ayudando a los enemigos de nuestra gloriosa reina. Y no lo ha hecho sola, sino con el apoyo de vuestro dios, Nuitari. Ladonna ya ha sido atrapada y ejecutada, por supuesto. Nuitari ha suplicado el perdón por su error de juicio y ha regresado al lado de su diosa madre. Todo está en orden, pero ha sido una inconveniencia.

Iolanthe sintió que el peligro le agarraba el cuello con manos férreas. Tenía información de primera mano que contradecía al Señor de la Noche, pero debía fingir ignorancia.

—No sabía nada de todo esto —dijo, esforzándose por parecer tranquila—. Puedo garantizaros mi lealtad, Señor de la Noche. Si el Cónclave se ha separado de la Reina Oscura, yo me separaré del Cónclave.

El Señor de la Noche resopló. Era evidente que no la creía. Entonces, ¿por qué la había hecho llamar? Estaba intentando recopilar información, lo que significaba que no sabía tanto como aseguraba.

Iolanthe se embarcó en una profusa perorata sobre su devoción a Takhisis. Mientras hablaba, no dejaba de pensar.

«Me habría enterado si Ladonna hubiese caído presa y la hubiesen ejecutado. El Cónclave al completo se habría alzado. El credo de los hechiceros, producto de interminables años de persecución, reza: «Tocan a uno y tocan a todos».

»Así que ¿qué significa todo esto en mi situación? ¿El Señor de la Noche sospecha que tuve algo que ver en la huida de Ladonna? Sin duda lo cree, aunque sólo sea porque ve fantasmas y conspiradores en cada esquina. Si pudiera, arrestaría a su propia sombra por estar siguiéndolo».

Seguía dándole vueltas a todo e intentaba decidir cómo salir de aquel lío, cuando el joven hechicero tomó las riendas.

—Como prueba de mi lealtad a Takhisis, entregaré mi bastón —dijo Raistlin en voz baja—. Valoro este bastón tanto como mi propia vida, pero os lo entregaré voluntariamente. Y contaré a vuestra señoría cómo he llegado aquí. Entré a través de los corredores de la magia. En mi defensa puedo decir que no sabía que entrar en el templo fuera un crimen. Acabo de llegar a Neraka. He venido a servir a la reina Takhisis, a trabajar y a combatir a sus enemigos. Que su Oscura Majestad me mate aquí mismo si estoy mintiendo.

Los clérigos oscuros, como el Señor de la Noche, solían asegurar a sus seguidores, con mucho convencimiento, que su reina tenía el poder de matar al instante a los traidores. Raistlin había proclamado su lealtad a la reina y lo había hecho invocando su nombre. El cielo no descargó ningún rayo mortal sobre él. Raistlin no estalló envuelto en llamas. La carne humeante no se le desprendió de los huesos. El joven hechicero seguía de pie en medio de la sala, vivo, tranquilo y a salvo. Esbozando apenas una sonrisa, Iolanthe esperó la reacción del Señor de la Noche.

Éste, impotente, trataba de fulminar a Raistlin con la mirada. El Señor de la Noche podía tener sus razones para sospechar que Raistlin estaba burlándose de sus procedimientos, pero no podía poner en tela de juicio la decisión de su reina, y mucho menos delante de testigos. Takhisis había considerado que Raistlin debía vivir. Por consiguiente, el Señor de la Noche no podía ejecutarlo. Pero sí podía hacerle la vida imposible.

—Tienes que agradecer a nuestra reina que te haya salvado —dijo el Señor de la Noche con acritud—. Puedes quedarte en la ciudad de Neraka, pero a partir de este momento te queda prohibida la entrada en el templo.

Raistlin asintió con una reverencia.

»Tu bastón quedará confiscado —continuó el Señor de la Noche— y se guardará en un almacén hasta que abandones la ciudad. Además, mostrarás el contenido de tus bolsas aquí y ahora.

El Señor de la Noche podía ser un pervertido, un sádico y un loco, pero no era estúpido. Se había percatado, al igual que Iolanthe, de que la mano del joven mago no se separaba de una de las bolsas que llevaba colgadas del cinturón.

Raistlin parecía dudar. Iolanthe se acercó a él.

—No seas tonto. Haz lo que te dice —le susurró en voz baja.

Raistlin le lanzó una mirada y dejó el bastón en el suelo. Iolanthe se sorprendió al ver que no parecía demasiado apenado por su pérdida, porque sin duda tenía que saber que cualquier objeto de valor que el Señor de la Noche «guardara» desaparecía para siempre.

—Os quedaréis como testigo, señora —dijo el Señor de la Noche, mirándola con expresión ceñuda.

La hechicera suspiró y se unió a Raistlin, que estaba abriendo las bolsitas una a una, vaciando su contenido sobre la mesa. Fueron apareciendo los típicos ingredientes para hechizos: telarañas, guano de murciélago, pétalos de rosa, la piel de una serpiente negra, aceite negro, clavos de un ataúd, caracolas y cosas por el estilo. El Señor de la Noche estudiaba todos los objetos con repugnancia y se cuidaba mucho de tocarlos.

Todas las bolsas menos una descansaban en la mesa del Señor de la Noche. Iolanthe se fijó en que una todavía colgaba del cinturón de Raistlin, aunque éste la había deslizado hábilmente hacia un costado y la tapaba con la amplia manga de su túnica negra.

—Éstos son todos mis ingredientes para hechizos, señor —dijo Raistlin, y añadió humildemente—: Estaría muy agradecido si me los devolvierais, señor. No soy un hombre rico y me han costado mucho.

—Éstos objetos son de contrabando —declaró el Señor de la Noche— y serán destruidos.

Llamó a uno de los peregrinos oscuros, que recogió los diferentes componentes con cautela y repugnancia, los metió en un saco y se los llevó. Otro peregrino oscuro cubrió el bastón con una manta, lo cogió y lo sacó de la habitación.

Raistlin no protestó. A juzgar por la ligera sonrisa sarcástica que esbozaba, sabía que el Señor de la Noche lo estaba castigando de forma arbitraria. Unos pétalos de rosa no iban a precipitar la caída de su Oscura Majestad. Todos los objetos que llevaba podían comprarse en cualquier tienda de hechicería de la ciudad.

—Acato vuestra decisión, señor —dijo Raistlin, haciendo una reverencia—. ¿Puedo irme?

—Si vuestra señoría lo desea, lo guiaré hasta la salida —se ofreció Iolanthe.

Apoyó los dedos en el brazo del joven y se sobresaltó al sentir el inusual calor que desprendía a través de los pliegues de la túnica. Era como si lo consumiera la fiebre, pero no mostraba síntomas de estar enfermo, aparte de un lógico cansancio. La intriga que Iolanthe sentía por el hermano de Kitiara crecía por momentos. Los dos estaban ya alejándose poco a poco cuando los detuvo la voz del Señor de la Noche:

—Muéstrame el contenido de la bolsa que queda.

Un rubor tiñó la piel dorada de Raistlin.

—Prometo a vuestra señoría que no tiene nada que ver con la magia. —Más que asustado, parecía avergonzado.

—Yo juzgaré eso —repuso el Señor de la Noche con un tono malhumorado. Dio un golpe sobre la mesa—. Ponlo aquí.

Raistlin desató el cierre de la bolsa con lentitud, pero no la abrió.

—No tienes elección —susurró Iolanthe—. Sea lo que sea lo que escondes, ¿merece la pena que te despellejen vivo por ello?

Raistlin se encogió de hombros y dejó caer la bolsa en la mesa, delante del Señor de la Noche. Dentro, se adivinaban varios bultos, y aterrizó con un golpe sordo.

El Señor de la Noche la observó con recelo. No estaba dispuesto a tocarla.

—Bruja, abridla —ordenó a Iolanthe.

Lo que a Iolanthe le habría gustado abrir era a aquel hombre odioso, en canal, pero contuvo su furia. Sentía tanta curiosidad como el Señor de la Noche por ver qué guardaba el joven mago con tanto celo.

Estudió la bolsa antes de levantarla y se fijó en que era de una piel muy gastada y que estaba atada con un cordel de cuero. No tenía escrita ninguna runa. No estaba protegida por ningún hechizo. Podría haber utilizado un truco sencillo para cerciorarse de que ningún otro escudo mágico la envolvía, pero no quería que el Señor de la Noche tuviese la impresión de que desconfiaba de un colega. Miró a Raistlin por debajo de sus largas pestañas, con la esperanza de que le hiciera alguna señal para decirle que no había ningún peligro. El hechicero parpadeó por debajo de la capucha y sonrió débilmente.

Iolanthe inspiró profundamente y tiró del cordel. Miró el interior de la bolsa y primero pareció sorprendida, justo antes de que le sobreviniera una carcajada. Dio la vuelta a la bolsa y el contenido se derramó, rodando en todas las direcciones.

—¿Qué es eso? —quiso saber el Señor de la Noche, furioso.

El Ejecutor se agachó para observarlo desde más cerca. A diferencia del Señor de la Noche, el Ejecutor sí era perverso y estúpido.

—Yo diría que son canicas, mi señor —contestó el Ejecutor solemnemente.

Iolanthe tenía que hacer esfuerzos por controlar sus labios, empeñados en curvarse en una sonrisa. En la oscuridad, alguien rio. El Señor de la Noche miró en derredor con expresión airada y la carcajada murió al instante.

—Canicas. —El Señor de la Noche fulminó a Raistlin con la mirada. Raistlin se sonrojó aún más. Parecía que la vergüenza lo hubiese paralizado.

—Sé que es un juego de niños, mi señor, pero soy muy aficionado. Jugar a las canicas me relaja. Si me permitís recomendároslo, si algún día os sentís alterado…

—Ya me has hecho perder demasiado tiempo. ¡Fuera! —ordenó el Señor de la Noche—. Y no vuelvas. La reina Takhisis se las arregla perfectamente sin los «tributos» de gentuza como tú.

—Sí, mi señor —contestó Raistlin y empezó a recoger rápidamente las canicas.

Iolanthe se agachó para coger una canica que había caído al suelo y que se había detenido cerca de la túnica del joven mago. Era una canica verde que brillaba con un resplandor inquietante. Recordaba, de cuando era niña, que esas canicas se llamaban «ojo de gato».

—Por favor, señora, no os molestéis —dijo Raistlin con su suave voz.

Con un gesto hábil, le arrebató la canica de entre los dedos. Cuando sus manos se rozaron, Iolanthe volvió a sentir aquel extraño calor que emitía su piel.

Ya arrastraban a otro prisionero a la sala. Estaba cargado con cadenas. Completamente cubierto de sangre, parecía más muerto que vivo. Raistlin lo miró cuando él e Iolanthe pasaron apresurados a su lado.

—Ése podrías ser tú —dijo la hechicera en voz baja.

—Sí —repuso, y añadió—: Estoy muy agradecido por vuestra ayuda, señora.

—No hace falta que seas tan formal. Me llamo Iolanthe —contestó ella, sacándolo rápidamente de la Corte.

La hechicera no tenía ni idea de dónde estaba ni de cómo salir de aquel laberinto de túneles, pero no dejaba de caminar. Su principal objetivo era poner toda la distancia posible entre el Señor de la Noche y ella.

—Tú eres Raistlin Majere. Ése es tu nombre, ¿verdad?

—Así es, señora. Quiero decir… Iolanthe.

Tuvo la tentación de decirle que conocía a su hermana Kitiara, pero decidió que eso sería revelar demasiada información demasiado pronto. El saber es poder y ella todavía no sabía cómo utilizar ese poder, o ni siquiera si merecía la pena que se preocupara. Un hechicero que jugaba a las canicas…

Encontró a un peregrino oscuro que se mostró encantado de escoltarlos fuera del templo. Mientras recorrían los salones llenos de recodos, Iolanthe se percató de que Raistlin se fijaba en todo. Sus extraños ojos jamás estaban quietos y mentalmente tomaba nota de cada giro, de cada escalera que pasaban, de los grupos de celdas y los pozos de ácido, de los puestos de guardia. Iolanthe podría haberle advertido que, si su intención era hacer un mapa del lugar, estaba perdiendo el tiempo. Las mazmorras se habían diseñado pensando en que fueran lo más confusas posible. En la circunstancia poco probable de que un prisionero lograra escapar, no tardaría en perderse en aquel laberinto y en volver a caer en las manos de los guardias o en precipitarse en un pozo de ácido.

Iolanthe estaba ansiosa por interrogar al joven mago, pero no podía dejar de pensar en el clérigo oscuro que caminaba cerca de ellos y que, sin duda, estaba ojo avizor debajo de su capucha. Por fin llegaron a una escalera muy estrecha y tortuosa por la que no podían subir juntos. A su guía no le quedó más remedio que adelantarse.

Ascendían lentamente, porque Raistlin se había quedado sin aliento casi nada más empezar y tenía que apoyarse en la barandilla de hierro.

—¿Estás bien? —preguntó Iolanthe.

—Durante muchos años sufrí una enfermedad. Ahora estoy curado, pero me ha dejado débil.

Mientras seguían subiendo, Iolanthe dijo algo educado. El joven mago no respondió. Iolanthe se dio cuenta de que ni siquiera la había oído. Estaba muy lejos de allí, absorto en sus propios pensamientos. Cuando llegaron a lo alto de la escalera, no había rastro del peregrino oscuro, pues éste había creído que aquellos molestos extraños lo seguían de cerca y ya había dado la vuelta a una esquina.

—Parece que nuestro guía nos ha perdido —comentó Iolanthe—. Deberíamos esperarlo aquí. En este sitio horrendo, nunca sé dónde estoy.

Raistlin miraba en derredor.

—En la escalera ibas muy concentrado en algo. Te he dicho una cosa y ni siquiera me has oído.

—Lo siento —contestó Raistlin—. Estaba contando.

—¿Contando? —repitió Iolanthe, perpleja—. ¿Contando el qué?

—Los escalones.

—¿Para qué?

—Tengo la costumbre de observarlo todo. Veinte escalones bajan al puesto de guardia desde la abadía en la que me materialicé. Mi repentina aparición de la nada causó bastante revuelo —añadió con un destello de humor en sus desconcertantes ojos.

—Ya me imagino.

—Al salir de la sala, subimos cuarenta y cinco escalones en la última escalera.

—Todo eso es muy interesante, supongo, pero no le encuentro una utilidad práctica. Sobre todo en un sitio tan inquietante como éste.

—Evidentemente, te refieres al movimiento entre planos, entre el mundo físico y el Abismo —respondió Raistlin.

—¿Cómo lo has sabido? —quiso saber Iolanthe, sorprendida una vez más.

—Leí sobre el fenómeno antes de venir a Neraka. Sentía curiosidad por ver cómo era, una de las razones por las que decidí visitar el templo. En realidad, los pasillos no se mueven. Parece que lo hacen por un efecto óptico, producido por la distorsión entre un plano y otro. Es muy parecido a cuando se mira por un prisma —le explicó—. En realidad el edificio no está dando saltos ni cambiando constantemente de forma. Sin embargo, me di cuenta de que el efecto de la distorsión visual se mitigaba al llegar a las escaleras. Es bastante lógico porque, si no, los clérigos oscuros estarían todo el tiempo cayéndose y rompiéndose la crisma. Pero no estoy más que diciendo lo evidente. Tú vienes con frecuencia. Seguro que ya te habías dado cuenta.

Iolanthe se dio cuenta entonces de que nunca había tenido ningún problema para subir y bajar las escaleras. No había considerado que esa información fuera relevante.

»La distorsión hace que sea muy fácil desorientarse al recorrer el templo, que es precisamente el efecto que se busca —prosiguió Raistlin—. Quien lo visita ocasionalmente se pierde de inmediato, lo que hace que se sienta asustado y vulnerable, y así su mente queda abierta al poder y la influencia de la Reina Oscura. ¿Nunca te habías preguntado cómo encuentran el camino los clérigos oscuros?

Como si estuviera esperando ese preciso momento, su guía apareció en el otro extremo de la sala, con expresión molesta. Sin dejar de observarles, echó a andar hacia ellos con decisión.

—La verdad es que no —contestó Iolanthe—. Evito este sitio siempre que puedo. ¿Qué tiene que ver el número de escalones con todo esto?

—El hecho de que las escaleras no estén sujetas a las distorsiones las convierte en una buena herramienta para controlar dónde se está —explicó Raistlin—. Me fijé en que el clérigo oscuro que me escoltó a las mazmorras iba contando los escalones. Lo vi contando con los dedos. Supongo, aunque no estoy seguro, que cada escalera tiene un número diferente de escalones y que es así como se orientan.

—Ya empiezo a entenderlo —se alegró Iolanthe—. Si quiero llegar a la Corte del Señor de la Noche, tengo que buscar la escalera con cuarenta y cinco escalones.

Raistlin asintió e Iolanthe lo miró admirada. Tenía a Kitiara por una mujer notable y ahora pensaba lo mismo de su hermano. Debía de ser una familia de cerebritos.

El hechicero oscuro regresó por ellos, con la severa advertencia de que no se quedaran atrás. Volvió sobre sus pasos por el pasillo y los guió aprisa hasta la salida más cercana. Era obvio que estaba deseoso de librarse de su compañía.

Iolanthe suspiró aliviada cuando cruzaron el umbral de la puerta principal. Siempre se alegraba de salir del templo. Pasó el brazo por el de Raistlin, en un gesto amistoso.

Se quedó sorprendida al notar que el joven se estremecía y tensaba los músculos. Se apartó de ella.

—Ruego que me perdones —dijo Iolanthe con frialdad, dejando caer la mano.

—No, por favor —repuso Raistlin, confundido—. Yo soy quien debería pedirte perdón. Es sólo que… No me gusta que me toquen.

—¿Ni siquiera si se trata de una mujer hermosa? —preguntó ella con una sonrisa pícara.

—Eso no es algo a lo que esté acostumbrado —respondió con ironía.

—Pues ha llegado el momento —repuso Iolanthe, enlazando su brazo con el de él. Y añadió con humor más sombrío—: Las calles no son seguras. Será mejor que nos mantengamos muy juntos.

Las calles estaban prácticamente desiertas. Pasaron junto a un hombre tirado sobre una alcantarilla. Tenía una borrachera de muerte, o realmente estaba muerto. Iolanthe no se acercó lo suficiente para averiguarlo. Guió a Raistlin al otro lado de la calle.

—¿Tienes dónde quedarte en Neraka?

Raistlin negó con la cabeza.

—Acabo de llegar a la ciudad. Lo primero que hice fue ir al templo. Tenía la esperanza de encontrar una habitación en la torre. ¿Crees que habrá alguna libre? Una celda pequeña, como la que darían a un aprendiz, me sería suficiente. No tengo más pertenencias que las que llevo conmigo. Mejor dicho, que las que llevaba conmigo.

—Siento que perdieras tu bastón —comentó Iolanthe—. Me temo que no volverás a verlo. El Señor de la Noche sabe magia y no tardó en reconocer su valor…

—No había alternativa —repuso Raistlin, encogiéndose de hombros.

—No pareces muy preocupado por su pérdida —dijo Iolanthe, mirándolo con curiosidad.

—Puedo comprar otro bastón en cualquier tienda de magia —se consoló Raistlin con una sonrisa compungida—. Pero no puedo comprar otra vida.

—Supongo que en eso tienes razón —concedió Iolanthe—. De todos modos, debe de ser una pérdida demoledora.

Raistlin volvió a encogerse de hombros.

«Está aceptándolo demasiado bien —pensó Iolanthe—. Aquí pasa algo más. ¡Éste joven está resultando todo un misterio!». Iolanthe cada vez se sentía más fascinada por el mago.

—Ésta noche puedes quedarte conmigo, aunque tendrás que dormir en el suelo. Mañana te encontraremos una habitación.

—Soy un antiguo soldado. Puedo dormir en cualquier sitio —dijo Raistlin. Parecía desilusionado—. Por lo que dices, no queda sitio para mí en la torre.

—Y dale con esa torre. ¿De qué torre estás hablando? —preguntó Iolanthe.

—De la Torre de la Alta Hechicería, por supuesto.

Iolanthe lo miró con expresión divertida.

—Ah, esa torre. Te llevaré mañana. Ya es muy tarde, o temprano, depende de cómo se mire.

Raistlin miró a uno y otro lado de la calle. No había nadie alrededor, pero de todos modos bajó la voz.

—Eso que dijo el Señor de la Noche sobre Ladonna y Nuitari, ¿es verdad?

—Tenía la esperanza de que tú lo supieras —contestó Iolanthe.

Raistlin estaba a punto de responderle, pero ella sacudió la cabeza.

—Asuntos tan peligrosos es mejor discutirlos a puerta cerrada.

Raistlin asintió, entendía lo que quería decir.

—Lo hablaremos cuando lleguemos a mi casa —dijo Iolanthe, y añadió en tono burlón—: mientras jugamos a las canicas.