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La corte del Señor de la Noche

DÍA QUINTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

El título oficial de Iolanthe era el de Hechicera del Emperador. Extraoficialmente se la conocía como «la bruja de Ariakas» u otros nombres menos agradables, pero éstos sólo se utilizaban a sus espaldas. Nadie se atrevía a llamárselo directamente, porque la «bruja» era muy poderosa.

Los guardias de la Puerta Roja la saludaron cuando se acercó a ellos. El Templo de Takhisis tenía seis puertas. La principal estaba en la fachada delantera. Ésa era la Puerta de la Reina y estaba vigilada por ocho peregrinos oscuros, cuyo deber consistía en escoltar a los visitantes al templo. En el edificio se abrían otras cinco puertas. Cada una de ellas daba al campamento de uno de los cinco ejércitos de los Dragones, que combatían en las filas de la Reina Oscura en su guerra por la conquista del mundo.

Iolanthe evitaba la puerta principal. Aunque era la amante del emperador y gozaba de su protección, seguía siendo una practicante de la magia, devota de los dioses de la magia y, a pesar de que uno de esos dioses era hijo de la Reina Oscura, los peregrinos oscuros trataban a todos los hechiceros con profunda desconfianza y recelo.

Los peregrinos oscuros le habrían permitido entrar en el templo (ni siquiera el Señor de la Noche, portavoz de la Orden Sagrada de Takhisis, osaba despertar la ira del emperador), pero los clérigos la habrían entorpecido tanto como estuviera en sus manos, agraviándola, exigiendo saber qué quería y, finalmente, obligándola a aceptar a uno de esos peregrinos repugnantes como escolta.

Por el contrario, los draconianos del Ejército Rojo de los Dragones, encargados de vigilar la Puerta Roja, se desvivían por agradar a la hermosa hechicera. Una sola mirada lánguida de sus ojos color lavanda, que brillaban como amatistas bajo sus largas y sedosas pestañas negras; el delicado roce de sus finos dedos sobre el brazo cubierto de escamas del sivak; una sonrisa cautivadora dibujada en esos labios de color carmesí; y el comandante sivak estaba más que dispuesto a permitir que Iolanthe entrara en el templo.

—Venís tarde, señora Iolanthe —comentó el sivak—. Ya ha pasado hace tiempo la Vigilia Oscura. No es el mejor momento para recorrer sola los salones del templo. ¿Querríais que os acompañase?

—Gracias, comandante. Estaría muy agradecida por la compañía —contestó Iolanthe, dispuesta a seguirlo. Era un draconiano nuevo y estaba intentando recordar su nombre—. Comandante Slith, ¿no es así?

—Sí, señora —contestó el sivak, con una sonrisa y un aleteo galante.

Para Iolanthe, el Templo de Takhisis resultaba desazonador incluso a plena luz del día. No era que la luz del día lograra penetrar en el interior del edificio, pero al menos el pensamiento de que el sol lucía en algún sitio la ayudaba a sentirse mejor. Alguna vez Iolanthe se había visto obligada a recorrer los salones del templo después del anochecer y la experiencia no le había sido grata. Los peregrinos oscuros, esos clérigos dedicados a la adoración de la Reina Oscura, llevaban a cabo sus ritos impíos en las horas de oscuridad. Iolanthe no podía decir, ni mucho menos, que ella misma no tuviera las manos manchadas de sangre, pero al menos le bastaba con lavárselas después. No se bebía la sangre.

Ésa no era la única razón por la que Iolanthe se alegraba de tener un escolta armado. El Señor de la Noche la detestaba y habría disfrutado mucho viéndola enterrada en la arena, mientras las águilas le sacaban los ojos y las hormigas devoraban su cuerpo. Estaba a salvo, al menos por el momento. Ariakas la cubría con su enorme mano.

Al menos por el momento.

Iolanthe era consciente de que el emperador acabaría cansándose de ella. Entonces, esa misma mano la aplastaría o, lo que era mucho peor, la despediría con un gesto indiferente. Pero no creía que el momento en que quisiera librarse de ella hubiera llegado todavía. Aunque así fuera, Ariakas no la dejaría a merced de los clérigos oscuros. La desconfianza y el desprecio que sentía por el Señor de la Noche eran mutuos. Más bien, Ariakas era del tipo de los que simplemente la estrangularían.

—¿Qué os trae al templo a estas horas, señora? —preguntó Slith—. No habréis venido al servicio de la Vigilia Oscura, ¿verdad?

—¡Por todos los dioses, no! —exclamó Iolanthe con un escalofrío—. El Señor de la Noche me ha mandado llamar.

Un peregrino oscuro la había despertado en plena noche, gritando bajo la ventana de su casa, que se encontraba encima de una tienda de hechicería. El clérigo no estaba dispuesto a rebajarse llamando a la puerta de un hechicero, así que decidió ponerse a gritar en medio de la calle. Despertó a todos los vecinos, que abrieron las ventanas, listos para vaciar el contenido de sus bacinillas sobre quien estuviera armando tal escándalo. Al distinguir la túnica negra de un clérigo de Takhisis y oírle invocar el nombre del Señor de la Noche, los vecinos habían vuelto a cerrar las ventanas, seguramente para esconderse acto seguido debajo de la cama.

El peregrino oscuro no esperó para acompañarla. Tras cumplir su misión, se marchó apresuradamente antes de que Iolanthe tuviera tiempo de vestirse y averiguar qué estaba pasando. Era la primera vez que el Señor de la Noche la convocaba en el Templo de Takhisis, y la novedad no le gustaba nada. No le había quedado más remedio que recorrer las peligrosas calles de Neraka, sola y de noche. Había conjurado una bola de intensa luz y la había llevado chisporroteando en la palma de la mano. No era un hechizo complicado, pero sí muy llamativo, y dejaba bien claro que se trataba de una practicante de magia. Los criminales que vagaran por la calle se darían cuenta rápidamente de que no era una víctima fácil y se apartarían de su camino.

Apenas se veía a nadie en las calles, pues la mayor parte de las tropas estaba combatiendo en la guerra de la Reina Oscura. Por desgracia, los soldados que permanecían en Neraka estaban de un humor más bien hosco. Se había extendido el rumor de que la guerra de Takhisis, que ya se había dado por ganada, no iba tan bien como se creía.

Un grupo de cinco soldados con la insignia del Ejército Rojo se había quedado observándola cuando cruzó el callejón en el que los hombres compartían una jarra de aguardiente enano. La habían llamado para que se uniera a ellos. Cuando Iolanthe los ignoró con aire arrogante, dos de ellos se mostraron decididos a abordarla. Otro soldado, que no estaba tan borracho, se dio cuenta de que era la bruja de Ariakas y, después de una acalorada discusión, habían decidido dejarla en paz.

El simple hecho de que hubieran insultado a la amante de Ariakas ya era un mal presagio. En los primeros y victoriosos días de guerra, aquellos mismos soldados no se habrían atrevido siquiera a pronunciar el nombre de Ariakas, mucho menos a hacer comentarios groseros sobre su valor o a ofrecerle a Iolanthe la oportunidad de descubrir lo que era «un hombre de verdad» en la cama. Para Iolanthe no suponían ningún peligro. Si la hubiesen atacado, los cinco soldados se habrían convertido en cinco montoncitos de cenizas grasientas en medio de la calle. Pero le pareció muy revelador conocer el ánimo mudable de las tropas. La Señora de los Dragones Kitiara estaría muy interesada en saberlo. Iolanthe se preguntó si Kit ya habría vuelto de Flotsam.

Mientras Iolanthe y su escolta draconiano se internaban en el templo, la hechicera le dijo al comandante Slith que no tenía la menor idea de dónde encontrar al Señor de la Noche. El sivak le contestó que él preguntaría. A Iolanthe le gustaban los sivaks. Por muy extraño que pudiera parecer, a ella le gustaban los soldados draconianos, a los que la mayoría de los humanos llamaba despectivamente «lagartos», porque habían sido creados a partir de los huevos de los dragones bondadosos. Los draconianos eran mucho más disciplinados que sus iguales humanos. Eran mucho más inteligentes que los goblins, los ogros y los hobgoblins. Además, eran unos guerreros notables. Algunos practicaban la magia con destreza y eran magníficos oficiales, pero de todos modos la mayoría de los humanos los miraban por encima del hombro y se negaban a servir a sus órdenes.

Slith era un draconiano sivak. Había nacido del cachorro asesinado de un Dragón Plateado y tenía las correspondientes escamas plateadas, con las puntas negras. Sus alas también eran de un tono gris plateado y gracias a ellas podía volar distancias cortas. Slith también practicaba la magia con cierto talento. Se ofreció a quitar las trampas mágicas que la misma Iolanthe había repartido por el salón. Las trampas imitaban las armas del aliento de cada uno de los cinco dragones a los que estaban dedicadas las puertas. La trampa que había colocado en la Puerta Roja cubría el salón con un fuego abrasador que calcinaría de inmediato a cualquiera que tratara de cruzarlo.

Iolanthe aceptó. Ella misma podría haberse encargado de retirar los conjuros, pero eliminar la magia requería esfuerzo y prefería reservar todas sus fuerzas para enfrentarse a lo que fuera que la esperaba.

Acompañada por el draconiano, Iolanthe recorrió los salones del Templo de la Reina Oscura, con la estela majestuosa de su capa negra ribeteada con piel de oso cerrando sus pasos. Vestía una espléndida túnica de terciopelo negro —un regalo por superar la Prueba de la Torre que le había hecho Ladonna, su mentora y maestra—. El tejido parecía liso, pero si se miraba desde más cerca y bajo cierta luz (y se sabía qué se buscaba), se distinguían unas runas bordadas en la urdimbre. Las runas se superponían como una malla metálica y tenían el mismo efecto; la protegían de cualquier ataque, ya fuera un hechizo o la daga de un asesino. Los clérigos de Takhisis tenían prohibido utilizar armas blancas, pero esa prohibición no implicaba no contratar a quienes sí podían utilizarlas.

Un peregrino oscuro dijo al sivak que encontrarían al Señor de la Noche en la Corte del Inquisidor, en el piso de las mazmorras. Iolanthe ya había estado en las mazmorras y éstas no se contaban precisamente entre sus lugares favoritos. El templo por sí solo ya era más que espantoso.

Construido en parte en el plano físico y en parte en el Abismo, el reino de la Reina Oscura, el templo estaba en este mundo pero no en el otro, en el otro pero no en éste. Lo irreal era real. Lo existente no existía. Cualquiera dudaba al sentarse en una silla, por miedo a que en realidad no fuese una silla y se moviese al otro extremo de la habitación o sencillamente desapareciera. Los cubículos no terminaban nunca. Los eternos corredores morían al tercer paso. Las habitaciones parecían moverse. Nada estaba donde había estado.

Ariakas tenía allí unos aposentos, al igual que todos los Señores de los Dragones. Pero a ninguno de ellos le gustaba vivir en el templo y pocas veces visitaban sus habitaciones. Ariakas había dicho una vez que siempre oía la voz de Takhisis, susurrándole al oído: «No te pongas demasiado cómodo. Tal vez seas poderoso, pero no olvides nunca que yo soy tu reina».

No resultaba sorprendente que los Señores de los Dragones prefiriesen dormir en las rudimentarias tiendas de los campamentos militares o en un sencillo dormitorio de una de las posadas de la ciudad, antes que en los ostentosos aposentos del Templo de la Reina Oscura. Ariakas había comprado su propia mansión, conocida como el Palacio Rojo, para librarse de la obligación de entretener a los importantes huéspedes del templo.

A Iolanthe le asaltó una vez más la duda de cómo podrían vivir allí los clérigos de Takhisis sin sucumbir a la locura. Tal vez fuera porque ya eran todos unos lunáticos antes de llegar.

Se alegró de haber aceptado la compañía del comandante Slith, porque no tardó mucho en estar perdida. El templo bullía de actividad por la noche. Iolanthe trató de no oír los aterradores sonidos. El comandante, que era nuevo en el templo, tuvo que pedir a una peregrina oscura que los acompañara hasta las mazmorras. La peregrina agachó la cabeza. No pronunció palabra, silenciosa y espectral como una aparición.

—El Señor de la Noche me ha mandado llamar —explicó Iolanthe.

La peregrina oscura miró a la hechicera de arriba abajo. Hizo una mueca desdeñosa con los labios, pero al fin se dignó a acompañarla.

—He oído que había problemas —repuso la mujer secamente.

Era alta y descarnada. Parecía que todos los peregrinos oscuros sin excepción eran altos y descarnados o bajos y descarnados. Quizá el hecho de servir en el templo les quitara el apetito. Iolanthe estaba segura de que a ella le pasaría.

—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Iolanthe, sorprendida. Si había algún problema en el templo, ¿por qué el Señor de la Noche la llamaba a ella? A juzgar por los gritos desgarradores de los torturados, no tenía ningún reparo en ocuparse de los problemas él solo—. ¿Qué pueden tener que ver conmigo?

Por lo visto, la peregrina pensó que ya había hablado más de la cuenta. Cerró la boca para no volver a abrirla.

—Menudos cabrones asquerosos, estos peregrinos. Me ponen las escamas de punta —dijo Slith.

—Deberías bajar la voz, comandante —le advirtió Iolanthe en un susurro—. Las paredes tienen oídos.

—Y pies también. ¿Os habéis dado cuenta de cómo saltan de un lado a otro? —repuso Slith—. Me encantaría estar en cualquier otro lugar que no fuera éste.

Iolanthe estaba completamente de acuerdo.

La peregrina los condujo a la Corte del Inquisidor. No permitió que Slith entrara, ni siquiera que esperara fuera a Iolanthe, como se ofreció a hacer. La peregrina sacudió la cabeza y al sivak no le quedó más remedio que marcharse.

Iolanthe detestaba aquel lugar. Odiaba los sonidos espeluznantes, las imágenes aterradoras y los olores insoportables, que siempre le inspiraban un terror indescriptible. La peregrina oscura la observaba con aire de suficiencia, con la esperanza de que el miedo la traicionase. Iolanthe se cogió la falda de la túnica y pasó junto a la mujer para entrar en la Corte del Inquisidor.

Se trataba de una estancia amplia y oscura, excepto por un haz de agresiva luz que caía desde un origen desconocido y formaba un círculo iluminado en el centro. En un extremo, el Señor de la Noche se hallaba sentado en un banco elevado, que le otorgaba un aire de magistrado. El verdugo, al que se conocía como Ejecutor, estaba de pie a su lado. El Ejecutor era el encargado de llevar a cabo las torturas y cumplir las ejecuciones, y era un hombre bajo y de constitución recia. Nada podía decirse de su cuello, pues no tenía, pero sí de los marcados músculos de sus brazos, de los que estaba increíblemente orgulloso y que lucía siempre que podía. Por eso vestía la misma túnica negra y larga que los demás clérigos, pero sin mangas; ése era el método más eficaz para presumir de bíceps. Alrededor de la habitación se repartían varios peregrinos oscuros, que hacían las veces de guardias y siempre se mantenían en las sombras.

Iolanthe entró con cautela, sin ver muy bien dónde ponía los pies, pues el círculo de intensa luz sumía la oscuridad en sombras aún más impenetrables.

Si hubiese querido, el Señor de la Noche podría haber rezado a su reina para poder bañar la habitación con su luz profana. Sin embargo, prefería mantener su tribunal entre sombras. Al situar a la víctima bajo la luz cegadora, y dejar el resto de la estancia sin iluminar, la pobre desdichada se sentía aislada, sola y vulnerable.

Iolanthe se quedó cerca de la puerta, más por instinto que porque realmente tuviera la esperanza de escapar si algo salía mal. Hizo una reverencia al Señor de la Noche. Éste era un humano de edad avanzada, alrededor de los setenta años, de altura media y enjuto. El cabello largo y gris, que siempre llevaba cuidadosamente peinado, y su expresión amable y benévola le daban la apariencia de un viejo caballero lleno de bondad.

Hasta que se descubrían sus ojos.

El Señor de la Noche veía las simas más oscuras a las que podía caer el alma de los hombres, y se deleitaba con ello. Lo complacían el dolor y el sufrimiento de los demás. El Ejecutor infligía las torturas bajo la atenta mirada del Señor de la Noche, quien reaccionaba ante los gritos y el martirio de formas tan perversas que incluso aquellos a su servicio lo miraban con miedo y aversión. Los ojos del Señor de la Noche estaban tan carentes de vida como los de un tiburón, tan vacíos como los de una serpiente. El único momento en que se adivinaba en ellos un destello coincidía con el culmen de sus pavorosos placeres.

El Señor de la Noche hacía que Iolanthe se estremeciera, y la hechicera no era muy dada a sentir miedo. Al fin y al cabo, ella era la amante de Ariakas, el segundo hombre más peligroso de Ansalon. Incluso el emperador tenía que reconocer a regañadientes que el Señor de la Noche era el primero.

Con aquellos ojos sobrecogedores clavados en ella, Iolanthe no estaba dispuesta a darle la satisfacción de descubrir su falta de valor. Le dedicó una ligera reverencia y después, como si ya estuviera cansada de su imagen, dirigió su mirada hacia el prisionero. Descubrió, para su gran sorpresa, que la víctima era un mago, que era joven y que vestía la túnica negra. Se le cayó el alma a los pies. Ya no cabía duda de por qué el Señor de la Noche la había llamado.

—Estáis metida en un buen problema, señora Iolanthe —anunció el Señor de la Noche con su suave voz—. Como veis, hemos capturado a vuestro espía.

El Ejecutor sonrió y tensó sus bíceps.

—¿Mi espía? —repitió Iolanthe, perpleja—. ¡No había visto a ese hombre en mi vida!

El Señor de la Noche la estudió atentamente. Su diosa le había concedido el don de saber cuándo le mentían, aunque no solía utilizarlo. Normalmente no le importaba si la gente decía la verdad o no, pues los torturaba de todos modos.

—Y, sin embargo, ambos tenéis en común vuestro plumaje de pajarracos.

—Ambos vestimos la túnica negra, si es eso a lo que os referís —repuso Iolanthe con desdén—. No somos los únicos. Supongo que vuestro señor no conoce a todos y cada uno de los siervos de Takhisis de este mundo.

—Os sorprendería —contestó el Señor de la Noche con aspereza—. Pero si realmente no os conocéis, permitidme que yo haga las presentaciones. Iolanthe, os presento a Raistlin Majere.

«Raistlin Majere —repitió Iolanthe para sí—. No es la primera vez que oigo ese nombre…».

Entonces lo recordó.

«¡Por Nuitari!». Iolanthe miró fijamente al joven. «¡Raistlin Majere era el hermano de Kitiara!».