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La torre maldita

El Orbe de los Dragones

El silencio

DÍA CUARTO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

La nueva túnica negra todavía estaba un poco húmeda por las costuras y desprendía un ligero olor a almendras. El olor se debía al índigo, según le explicó el tintorero. Raistlin estaba convencido de que también se distinguía el olor a orina, la cual se utilizaba para fijar el tinte, a pesar de que el tintorero le aseguró que la tela se había aclarado muchas veces y que ese olor sólo estaba en su cabeza. Le ofreció quedarse con la túnica para volver a lavarla, pero Raistlin no disponía de tanto tiempo.

Su peor temor era que la Reina Oscura ganase la guerra antes de que él tuviera la oportunidad de unirse a ella, impresionarla con sus dotes y conseguir su apoyo para proseguir su carrera. Se veía a sí mismo convertido en un líder de los Túnicas Negras de la Torre de la Alta Hechicería de Neraka, la capital de la reina. Se imaginó la torre… debía de ser magnífica. Suponía que la hechicera Ladonna viviría allí, si seguía siendo la jefa de la Orden de los Túnicas Negras. Hizo una mueca al pensar que tendría que humillarse ante esa vieja arpía, tratarla como a su superior. Tendría que justificar por qué había tomado la túnica negra sin solicitar su permiso.

Bueno, en fin, su servidumbre no duraría demasiado. Con la ayuda de la Reina Oscura, Raistlin se alzaría sobre todos. No volvería a necesitarlos jamás. Sus ambiciosos sueños se verían hechos realidad.

—¿Tus sueños? —gruñó Fistandantilus. Su voz resonaba en los oídos de Raistlin como los latidos de su corazón—. ¡Tus sueños no son más que mis sueños! Dediqué toda una vida, más de una vida, a alcanzar mi objetivo, ¡convertirme en el Maestro del Pasado y el Presente! ¡No me lo va a arrebatar un advenedizo llorón y enfermizo!

Raistlin controló sus pensamientos, pues no quería que lo arrastraran al campo de batalla antes de estar preparado. Se dirigía a su destino, con pasos rápidos y decididos a través de la noche. El Bastón de Mago iluminaba su camino, el globo sujeto en la garra del dragón brillaba con luz tenue e iluminaba las calles que, en aquella parte de la ciudad, estaban desiertas y envueltas en sombras. No se veía ninguna luz en las ventanas, que en su mayor parte estaban rotas. No se oía ninguna risa en los edificios en ruinas. Las calles estaban vacías. Nadie, ni siquiera los osados kenders, se atrevía a aventurarse en las sombras de la Torre de la Alta Hechicería; ni de día ni, especialmente, de noche.

Había habido un tiempo en que la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas había sido la más bella de todas las Torres de la Alta Hechicería. Conocida como Lorespire, estaba consagrada a la búsqueda de la sabiduría y el conocimiento. La torre ayudó a Palanthas en la Tercera Guerra de los Dragones, cuando los hechiceros se unieron a los caballeros para luchar contra la reina Takhisis. Los hechiceros de las tres órdenes se habían aliado para crear los legendarios Orbes de los Dragones, con los que habían atraído a los dragones malignos hacia su trampa. Takhisis fue arrastrada al Abismo y la torre blanca de los hechiceros y la Torre del Sumo Sacerdote de los caballeros se alzaron como orgullosos guardianes de Solamnia.

Entonces comenzó el dominio de los Príncipes de los Sacerdotes, quienes declararon que la hechicería era maligna. Los caballeros apoyaban sin fisuras a los Príncipes de los Sacerdotes y empezaron a mirar a los hechiceros con desconfianza, hasta que acabaron exigiendo que los hechiceros abandonaran la torre. Ya se habían producido ataques contra dos Torres de la Alta Hechicería y los hechiceros las habían destruido, con atroces consecuencias para los habitantes de esas ciudades. Los hechiceros de Palanthas decidieron entregar su torre. El Señor de Palanthas tenía la intención de apoderarse de la torre para sí, tal como el Príncipe de los Sacerdotes había hecho con la Torre de Istar, pero antes de que pudiera meter la llave en la cerradura, un hechicero negro llamado Andras Rannoch lanzó una maldición.

El gentío que se había reunido para disfrutar del espectáculo de los hechiceros abandonando su torre se convirtió en el testigo horrorizado del bramido de Rannoch: «Las puertas permanecerán cerradas y los salones vacíos hasta que llegue el día en que el Señor del Pasado y el Presente regrese con todo su poder». Tras pronunciar tales palabras, el hechicero se tiró desde lo alto de la torre y quedó clavado en las puntas de los hierros de la reja. Mientras su sangre se derramaba sobre el hierro, lanzó una maldición con su último aliento.

La hermosa torre se convirtió en un objeto del mal, algo tan horrible que los ojos rehuían posarse en ella. Habían transcurrido ya cerca de cuatrocientos años y nadie se había atrevido a acercarse demasiado. Muchos lo habían intentado, pero muy pocos eran los que podían armarse del valor necesario para mirar siquiera el pavoroso Robledal de Shoikan, el bosque que vigilaba la torre. Nadie sabía lo que sucedía en el robledal. Nadie que se hubiera internado en él había vuelto para contarlo.

Raistlin se encontraba en aquella zona de Palanthas porque tenía que hacer magia y era esencial que estuviera completamente solo. Cualquier interrupción, como Bertrem llamando a la puerta, podía ser fatal.

Ante él aparecieron las ruinas sinuosas de la torre, ocultando las estrellas y oscureciendo la luz de las dos lunas, Solinari y Lunitari. Nuitari, la luna oscura, permanecía visible, pero sólo para los ojos de los iniciados en los secretos del dios oscuro. Raistlin no apartaba la mirada de la luna oscura y en ella buscaba el coraje que necesitaba.

Siguió caminando con paso firme, a pesar del terror que le infundía la torre, que era como un torrente de aguas heladas. El miedo empezó a atenazarle sus pies. Se estremeció, se arrebujó en su túnica y prosiguió su camino. El miedo se hizo más intenso. Empezó a sudar. Le temblaban las manos, su respiración era cada vez más trabajosa y temía que no tardara en sobrevenirle un ataque de tos. Se aferró al Bastón de Mago y, aunque la sombra de la torre apagaba cualquier otra luz del mundo, el resplandor del bastón no lo abandonó.

El torrente de pavor que lo asaltaba hacía que apenas encontrara el valor para poner un pie delante del otro. La muerte lo aguardaba. El siguiente paso sería su condena. Pero dio ese paso. Y apretando los dientes, dio otro paso más.

—¡Vuelve! —le ordenó Fistandantilus, y su voz resonó en la cabeza de Raistlin—. Estás loco si piensas que vas a destruirme. Me necesitas.

—¡Me necesitas, Raist! —había exclamado Caramon con voz suplicante—. Yo puedo protegerte.

—¡Silencio! —ordenó Raistlin—. ¡Los dos!

Ante él apareció el Robledal de Shoikan y Raistlin se estremeció y cerró los ojos. No podía seguir, al menos sin correr el riesgo de morir de miedo. Ya estaba lejos de la parte habitada de la ciudad. Aquél sitio serviría. Buscó en derredor un lugar adecuado para conjurar su hechizo. Cerca de allí divisó un edificio abandonado con tres hastiales y ventanales de vidrio emplomado. Según rezaba un letrero que se balanceaba peligrosamente de un gancho, aquel edificio había sido una taberna conocida como El Sombrero del Hechicero, un nombre muy adecuado para una posada en los alrededores de la Alta Hechicería de Palanthas.

El cartel apenas tenía color pero, iluminado por la luz del bastón, Raistlin pudo distinguir el dibujo de un hechicero riéndose mientras bebía cerveza de un sombrero puntiagudo. A Raistlin le recordó al viejo hechicero Fizban, ya senil, que siempre llevaba, y continuamente perdía, un sombrero muy parecido a aquél.

El recuerdo le hizo sentirse incómodo y Raistlin lo borró rápidamente. Se acercó a la puerta y la empujó. La hoja chirrió sobre los goznes oxidados y se abrió lentamente. Raistlin estaba a punto de entrar, pero sintió que alguien lo observaba. Se dijo que eso no era más que una tontería, pues nadie en su sano juicio iba a aquella parte de la ciudad. Sólo para asegurarse, echó un vistazo a la calle. No vio a nadie y ya estaba a punto de entrar en la taberna cuando, por casualidad, levantó la vista hacia el cartel. Los ojos pintados del hechicero estaban clavados en él. Mientras lo miraba, le hizo un guiño.

A Raistlin lo recorrió un escalofrío. De repente pensó que si fracasaba, aquél sería el lugar en el que iba a morir, y nadie sabría jamás lo que le había sucedido. No encontrarían su cuerpo. Moriría y sería olvidado, un pequeño canto arrastrado por las aguas del río del tiempo.

—No seas idiota —se reprendió Raistlin a sí mismo. Se quedó mirando el cartel—. No ha sido más que un efecto de la luz.

Entró rápidamente en la posada abandonada y cerró la puerta tras de sí. Fistandantilus no había dejado de increparlo.

—¡Yo lancé la maldición de Rannoch! Soy yo el Señor del Pasado y el Presente. Tú no eres nadie, no eres nada. Sin mí, no habrías superado la Prueba de la Torre.

—Sin mí —replicó Raistlin—, estarías perdido y a la deriva en la vastedad del universo, serías una voz sin boca, un grito que nadie podría oír.

Tú has aprovechado mis conocimientos —se defendió Fistandantilus—. ¡Te he alimentado con mi poder!

—Fui yo quien pronunció las palabras que sojuzgaron el Orbe de los Dragones —repuso Raistlin.

¡Yo te dije cuáles eran esas palabras! —argumentó Fistandantilus.

—Es cierto —convino Raistlin—, y al mismo tiempo querías destruirme. Esperarás hasta que mi energía te dé fuerza y entonces la utilizarás para matarme. Tu plan consiste en convertirte en mí. No permitiré que eso suceda.

Fistandantilus se echó a reír.

—¡Mis manos envuelven tu corazón! Estamos unidos. Si me matas, morirás.

—No estoy tan seguro de eso. De todos modos, no voy a correr el riesgo. No tengo intención de matarte.

Se sentó en un banco cubierto de polvo. El interior de la posada se conservaba prácticamente como había sido siglos antes, cuando era una taberna muy conocida en la que los hechiceros y sus discípulos gustaban de reunirse. No había una barra, pero sí mesas rodeadas por cómodas sillas. Raistlin había imaginado que la habitación estaría llena de telarañas y tomada por las ratas pero, por lo visto, incluso las arañas y los roedores evitaban vivir bajo la sombra de la torre, pues la capa de polvo era gruesa y no presentaba ni una sola huella. En una pared había un mural en el que se veía a los tres dioses de la magia brindando con sendas jarras de espumosa cerveza.

Raistlin paseó la mirada por las mesas y las sillas vacías, y se imaginó a los hechiceros sentados a ellas, riendo, contándose anécdotas y discutiendo sobre su trabajo. Raistlin se vio a sí mismo sentando entre ellos, debatiendo con sus colegas. Lo habrían aceptado por lo que era, en vez de injuriarlo. Lo habrían querido, admirado, respetado.

Pero la realidad era que estaba solo en la oscuridad, con un espectro maligno por toda compañía.

Raistlin dejó el Bastón de Mago sobre la mesa para que derramara su luz blanca y pura sobre la superficie. Cuando se sentó, se elevó una nube de polvo, y Raistlin estornudó y tosió. Cuando el ataque de tos por fin hubo pasado, sacó el orbe de su bolsa y lo colocó sobre la mesa.

Fistandantilus se había quedado callado. Raistlin ya no podía seguir ocultando sus pensamientos al viejo, pues debía concentrarse con todas sus fuerzas en dominar el Orbe de los Dragones. Fistandantilus había reconocido el peligro en que se hallaba y estaba buscando el modo de salvarse.

Raistlin acomodó el Orbe de los Dragones en la mesa, de forma que no rodara hasta caer al suelo. De otra bolsa, sacó un soporte de madera toscamente tallado que él mismo había hecho en aquella época en que viajaba por todo Ansalon en carro, con Caramon y los demás.

Por aquel entonces, Raistlin había sido feliz, más feliz de lo que había sido en mucho tiempo. Él y su hermano habían redescubierto algo de su antigua camaradería y habían recordado sus días de mercenarios, cuando sólo eran ellos dos, con el acero y la magia para sobrevivir.

Limpió el polvo de la mesa en la que descansaba el orbe y limpió de su mente cualquier rastro de Caramon. Colocó el artefacto en el centro del soporte de madera. El orbe estaba frío al tacto. Bajo la luz del bastón, distinguía las tonalidades verdosas que se arremolinaban lentamente en su interior. Sabía qué venía a continuación, pues ya había utilizado el orbe antes, y aguardó haciendo acopio de paciencia y luchando contra el miedo.

Recordó los escritos de un hechicero elfo llamado Feal-Thas, que había tenido un Orbe de los Dragones en su poder. Raistlin pensó en una frase en concreto:

«Cada vez que tratas de dominar un Orbe de los Dragones, el dragón que hay en su interior trata de dominarte a ti».

El Orbe de los Dragones empezó a crecer hasta alcanzar su tamaño real, aproximadamente de un palmo grande.

Alargó la mano hacia el orbe.

—Te arrepentirás de esto —lo amenazó Fistandantilus.

—Lo añadiré a mi lista de arrepentimientos —repuso Raistlin, y apoyó las manos sobre el frío cristal del Orbe de los Dragones.

»Ast bilak moiparalan. Suh tantangusar.

Pronunció las palabras que había aprendido de Fistandantilus. Las dijo una vez, a continuación una segunda.

La tonalidad verde que abarcaba el orbe se deshizo en una miríada de colores que giraban tan rápido que casi lo marearon. Cerró los ojos. El cristal estaba frío y su mero contacto era doloroso. Lo sujetó con firmeza. El dolor remitiría, pero sólo para ser sustituido por una agonía más atroz.

Pronunció las palabras una tercera vez y abrió los ojos.

Una luz brillaba en el orbe. Era una luz extraña, formada por todos los colores del espectro. La comparó a un arco iris oscuro. En el orbe aparecieron dos manos que se alargaron hacia las suyas. Raistlin tomó una profunda bocanada de aire y asió aquellas manos. Tenía seguridad en sí mismo y no sentía temor. En el pasado, aquellas manos lo habían sostenido, lo habían apaciguado como una madre calma a su pequeño. Y se sobresaltó al sentir que esas manos se cerraban sobre las suyas con violencia.

La mesa, la silla, el bastón, la posada, la calle, la torre, Palanthas… todo desapareció. La oscuridad lo encerraba; no la oscuridad viva de la noche, sino la abrumadora oscuridad de la nada eterna.

Las manos tiraban de las suyas, intentando arrastrarlo al vacío. Raistlin empleó toda su voluntad, toda su energía. No era suficiente. Las manos eran más fuertes. Iban a arrastrarlo.

Miró hacia las manos y vio, consternado, que no eran las manos del orbe. La carne estaba putrefacta y se desprendía del hueso. Las uñas eran largas y amarillentas, como las de un cadáver. El colgante de heliotropo, cuya superficie verde estaba manchada de la sangre del sinfín de jóvenes magos a los que el viejo había arrebatado la vida, se balanceaba en el escuálido cuello.

El combate consumía las escasas fuerzas de Raistlin. Tosió y escupió sangre. Como no estaba dispuesto a soltar aquellas manos, tuvo que limpiarse la boca en la manga de su túnica negra nueva. Habló a Viper, el dragón cuya esencia estaba prisionera en el interior del orbe.

—¡Viper, tú me has reconocido como tu señor! Me has servido en el pasado. ¿Por qué me abandonas ahora?

»Porque eres orgulloso y débil. Al igual que el rey Lorac, caíste en mi trampa» —respondió el dragón.

Lorac era el desdichado rey que había tenido la arrogancia de creer que podía controlar el Orbe de los Dragones. Éste lo había subyugado y lo había embaucado para que destruyera Silvanesti, la arcaica patria de los elfos.

—Él destruyó lo que más amaba. Yo destruí a Caramon —dijo Raistlin febril, sin pensar siquiera qué estaba diciendo—. El dragón me ha engañado…

Las manos lo asieron con más fuerza y tiraron de él, inexorablemente, hacia el vacío infinito. Raistlin se resistía con una fortaleza que se alimentaba de su desesperación. No sabía qué estaba pasando, por qué el orbe se había vuelto contra él. Sus brazos temblaban por el esfuerzo. Sudaba bajo la túnica negra. Se debilitaba por momentos.

—Tú flotas sobre las aguas del río del Tiempo —dijo Raistlin con voz entrecortada, esforzándose por tomar aire pues sentía que se le cerraba la garganta—. El futuro, el pasado, el presente fluyen a tu alrededor. Tú tocas todos los planos de la existencia.

«Eso es cierto».

—Tengo un enemigo en uno de esos planos.

«Lo sé».

Raistlin miró el interior del orbe, miró más allá de sus manos. Podía ver, en la otra ribera del Río del Tiempo, el rostro de Fistandantilus. Raistlin había visto a las ratas correr sobre los cadáveres en el campo de batalla. Las había observado mientras devoraban la carne muerta, mientras la arrancaban de los huesos. Lo que quedaba tras el paso de las ratas era todo lo que quedaba del viejo.

Allí seguían sus ojos, iluminados por una determinación despiadada. Las cadavéricas manos atrapaban a Raistlin, una agarraba su propia mano, la otra su corazón. Fistandantilus se enfrentaba a Raistlin para hacerse con el dominio del Orbe de los Dragones. Y estaba absorbiendo la energía de Raistlin.

—Ya veo que no se te escapa la ironía —dijo Fistandantilus. Su voz se suavizó y adquirió un tono casi dulce—. Deja de resistirte, joven mago. No es necesario que sigas soportando la lucha, el dolor y el miedo de tu miserable vida. Ante mí estás desnudo, vulnerable y solo. Todos aquellos que una vez te quisieron ahora te detestan y te desprecian. Ni siquiera cuentas con la magia. Tus dotes, tu talento y tu poder provienen de mí. Y, en el fondo, lo sabes.

«Dice la verdad —pensó Raistlin con consternación—. Yo no tengo ningún don. Él me dictó las palabras de los hechizos. Su sabiduría me dio el poder. Él me cuidó, él me protegió como Caramon me cuidaba. Y ahora que Caramon no está, no tengo a nadie ni nada».

«No es cierto. Tienes la magia».

La voz que le hablaba era su propia voz. Venía de su alma y ahogaba la subyugante voz de Fistandantilus.

—Tengo la magia —dijo Raistlin en voz alta, y supo que era verdad. Para él, ésa era la única verdad. Se hizo más fuerte a medida que hablaba—. Las palabras podían ser tus palabras, pero mía era la voz. Míos los ojos que leyeron las runas. Mías las manos que esparcieron los pétalos de la rosa del sueño y que ardieron con el fuego mágico de la muerte. Yo sostuve la llave. Me conozco. Conozco mi flaqueza y conozco mi valor. Conozco la oscuridad y la luz. Fue mi fortaleza, mi poder y mi sabiduría las que subyugaron a este Orbe de los Dragones.

Raistlin tomó una bocanada de aire y sus pulmones se llenaron de vida. El corazón le latía con ímpetu, vigoroso. Por un momento, se levantó la maldición que velaba sus pupilas en forma de reloj de arena. Ya no veía las cosas marchitas por el paso del tiempo. Se vio a sí mismo.

—Durante toda mi vida he tenido miedo. Me convertí en tu víctima por mi miedo.

Vio a su enemigo como una sombra de sí mismo, arrojado a través del espacio y el tiempo. Raistlin sujetó las manos con decisión y seguridad.

»Ya no tengo miedo. Nuestro pacto se ha roto. Yo lo rompo.

¡Sólo la muerte puede romper nuestro pacto! —exclamó Fistandantilus.

—Atrápalo —ordenó Raistlin.

Las luces azules y rojas, negras y verdes, las luces blancas, giraron con violencia en el interior del orbe. Aturdían la mirada de Raistlin, explotaban en su mente. Los colores se mezclaron, y el verde se impuso sobre los demás. En el corazón del orbe empezó a formarse el dragón, Viper. Raistlin distinguió varias partes de la bestia mientras ésta se revolvía: un ojo fiero, un ala verde, una cola mortífera, un morro astado y unas fauces abiertas, unos colmillos que chorreaban y unas garras que despedazaban. El ojo miró con ferocidad a Raistlin y después se clavó en Fistandantilus.

Viper extendió las alas y, encerrado todavía en el orbe, se alzó sobre el tiempo y el espacio.

Fistandantilus vio el peligro. Miró en derredor desesperado, buscando algo que le permitiera escapar. Su refugio se había convertido en su jaula. No podía huir del plano de su delicada existencia.

—Para utilizar tu magia contra el dragón, has de tener las manos libres —dijo Raistlin—. Suéltame y yo te soltaré a ti.

Fistandantilus masculló un juramento y se aferró a Raistlin con más fuerza. Raistlin sentía que le ardían los músculos de los brazos y los hombros, y que las manos le temblaban por el esfuerzo. Entre las brumas del Orbe de los Dragones, veía al dragón Viper lanzándose en picado sobre el hechicero.

Fistandantilus gritó unas palabras mágicas. Salieron de su boca como una sarta de vocablos sin sentido. Con una mano atrapada en el puño de Raistlin y la otra aferrada a su corazón, no podía hacer los gestos necesarios para desatar el poder de su hechizo. No podía dibujar las runas en el aire, no podía lanzar bolas de fuego o dirigir lanzas de rayos desde la yema de los dedos.

El dragón abrió sus aterradoras fauces y extendió sus garras.

Raistlin apenas tenía fuerzas. Pero resistió. Si el esfuerzo lo mataba, la muerte aún apretaría más su puño.

Fistandantilus lo soltó. Raistlin cayó sobre la mesa, jadeando en busca de aire. Aunque tenía las manos temblorosas y sin fuerza, consiguió que no se separasen del Orbe de los Dragones.

—¡Deja que me vaya! —bramó Fistandantilus—. ¡Libérame! Ése era nuestro trato.

—Yo no estoy reteniéndote —contestó Raistlin.

Oyó un chillido de rabia y vio un torbellino verde; el dragón estaba volviendo al orbe de los Dragones. Raistlin clavó la mirada en el orbe, en sus brumas onduladas.

Vio el rostro de un hombre viejo, un rostro devastado y comido por el tiempo. Sus manos descarnadas golpeaban los muros de cristal de su prisión. Su boca vociferante aullaba amenazas.

Raistlin esperó, rígido, a escuchar la voz en su cabeza. La boca se abría y cerraba y farfullaba, mientras Raistlin sonreía.

No oía nada. Todo era silencio.

Pasó la mano sobre la superficie lisa y fría del Orbe de los Dragones, y el objeto empezó a menguar. Cuando no era más grande que una canica, Raistlin lo cogió y la dejó caer en su bolsa. Desmontó el tosco soporte y deslizó las piezas en un bolsillo de su túnica negra.

Se detuvo un momento antes de salir de la taberna, para contemplar las mesas y las sillas vacías. Podía ver a los hechiceros allí sentados, bebiendo vino elfo y cerveza de los enanos.

—Un día volveré —les dijo Raistlin—. Me sentaré con vosotros y beberemos juntos. Brindaremos por la magia. Un día, cuando sea Señor del Pasado y el Presente, viajaré a través del tiempo. Volveré. Y cuando vuelva, venceré donde él ha fracasado.

Raistlin se echó la capucha de la túnica negra sobre la cabeza y salió de El Sombrero del Hechicero.