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Recuerdos

Un viejo amigo

DÍA TERCERO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

No era el dolor físico que me nublaba la mente. Era aquel dolor interior ya conocido que me atenazaba, que me desgarraba como unas garfas ponzoñosas. Caramon, fuerte y jovial, bondadoso y amable, transparente y honesto. Caramon, el amigo de todos. No como Raistlin, el canijo, el Ladino.

—En mi vida no he tenido más que mi magia —dije, hablando con claridad, pensando con claridad por primera vez en mi vida—. Y ahora tú también tienes eso.

Apoyándome en la pared, levanté las dos manos y junté los pulgares. Empecé a pronunciar las palabras, esas palabras que invocarían la magia.

—¡Raist! —Caramon empezó a retroceder—. Raist, ¿qué estás haciendo? ¡Venga! ¡Me necesitas! Yo cuidaré de ti, como siempre he hecho. ¡Raist! ¡Soy tu hermano!

—No tengo hermanos.

Bajo aquella superficie de fría y dura piedra, bullían y se agitaban los celos. El temblor resquebrajaba la roca. Los celos, al rojo vivo y abrasadores, se extendieron por mi cuerpo y ardieron en mis manos. La llama centelleó, se agitó y envolvió a Caramon…

Alguien llamó a la puerta y bruscamente devolvió a Raistlin a la realidad.

Se estiró en la silla y, de mala gana, dejó que el recuerdo se alejara de él lentamente. No disfrutaba reviviendo ese momento, ni mucho menos. Sus recuerdos de la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería eran espantosos, pues le devolvían los amargos mordiscos de los celos y la ira, la visión de Caramon muriendo entre las llamas, el desgarro de los gritos de su gemelo, el hedor a carne quemada.

Y después de todo eso, tuvo que enfrentarse a Caramon, que había conocido la muerte a manos de su hermano. Ver el dolor en sus ojos, en cierto sentido mucho más cruel que el dolor de la agonía. Pues todo había sido una ilusión, una parte de la Prueba, para enseñar a Raistlin a conocerse a sí mismo. Él jamás habría querido rememorarlo, habría mantenido sus recuerdos encerrados, pero estaba intentando aprender algo de todo eso y era necesario que lo soportara de nuevo.

Era primera hora de la mañana y se encontraba en la pequeña celda que le habían asignado en la Gran Biblioteca. Los monjes lo habían llevado allí cuando creyeron que se moría. En aquella celda, por fin se había atrevido a asomarse a la oscuridad de su propia alma y había encontrado el valor de enfrentarse a los ojos que le devolvían la mirada. Había recordado la Prueba y el pacto que había hecho con Fistandantilus para pasarla.

—Dije que no me molestaran —gritó Raistlin, enfadado.

—¡Que no lo molesten! Yo sí que voy a molestarlo —gruñó una voz grave—. ¡Voy a darle una buena colleja!

—Tiene una visita, señor Majere —alzó la voz Bertrem, en tono de disculpa—. Dice que es un viejo amigo. Está preocupado por su estado de salud.

—Claro que está preocupado —dijo Raistlin en un tono cortante.

Estaba esperando esa visita. Incluso cuando vio que Flint empezaba a cruzar la calle hacia la biblioteca, pero después cambiaba de opinión. Flint se pasaría toda la noche dándole vueltas, pero al final iría. Sin Tas. Acudiría solo.

«Dile que se vaya. Dile que estás ocupado. Tienes un montón de cosas que hacer para preparar tu viaje a Neraka». Al mismo tiempo que Raistlin pensaba todo eso, ya había empezado a deshacer el hechizo mágico con el que había cerrado la puerta.

—Puede pasar —anunció Raistlin.

Bertrem, con la cabeza calva reluciente de sudor, abrió la puerta con cuidado y miró hacia dentro. Al ver a Raistlin sentado en la silla, vestido con la túnica gris, abrió los ojos como platos.

—Pero ésas son… Es… Son…

Raistlin lo miró airado.

—Di lo que hayas venido a decir y desaparece.

—Una… visita… —repitió Bertrem con un hilo de voz antes de marcharse apresuradamente, con sus sandalias resonando sobre el suelo de piedra.

Flint entró como un huracán. El viejo enano se quedó observando a Raistlin. Sus ojos furiosos lo estudiaban desde debajo de sus pobladas cejas grises. Cruzó los brazos sobre el pecho, por debajo de la larga barba. Vestía la armadura de piel tachonada que los enanos preferían a las de acero. Era una armadura nueva y grabada con el dibujo de una rosa, el símbolo de los caballeros solámnicos.

Flint llevaba el mismo yelmo de siempre. Lo había encontrado en una de sus primeras aventuras, Raistlin no recordaba dónde. El casco estaba decorado con una cola hecha de crines de caballo. Flint sostenía que se trataba de la crin de un grifo y nada lograba convencerle de lo contrario, ni siquiera el hecho de que los grifos no tuvieran crines.

No habían pasado más que unos pocos meses desde la última vez que se habían visto, pero Raistlin se quedó sorprendido por los cambios que se apreciaban en el enano. Flint había adelgazado, y su piel había adquirido una tonalidad blanquecina. Respiraba trabajosamente, y en su rostro se apreciaban nuevas arrugas producidas por el dolor y la pérdida, por el cansancio y las preocupaciones. Pero en los ojos del viejo enano ardía el mismo espíritu bronco mientras miraba a Raistlin con ferocidad.

Ninguno de los dos dijo nada. Flint se aclaró la garganta, mientras lanzaba miradas alrededor de la celda. Con el rabillo del ojo vio los libros de hechizos que había sobre el escritorio, el Bastón de Mago que descansaba en una esquina y la taza vacía de té. Todos eran pertenencias de Raistlin, nada que fuera de Caramon.

Flint frunció el entrecejo y se rascó la nariz. Lanzaba miradas a Raistlin con expresión ceñuda y pasaba el peso de una pierna a otra, incómodo.

«Hasta qué punto se sentiría incómodo si supiera la verdad —pensó Raistlin—. Que dejé morir a Caramon y a Tanis y a los demás». Preferiría que Flint no hubiera ido a visitarlo.

—El kender dijo que te había visto —dijo Flint, atreviéndose al fin a romper el silencio—. Dijo que estabas moribundo.

—Como puedes comprobar, estoy bastante vivo —repuso Raistlin.

—Sí, bueno. —Flint se acarició la barba—. Llevas una túnica gris. ¿Eso qué se supone que significa?

—Que he dado a lavar la roja —repuso Raistlin, y añadió mordazmente—: Mis riquezas no me permiten tener un gran armario. —Hizo un gesto impaciente—. ¿Has venido a mirarme y a comentar mi vestuario o tienes algún propósito?

—He venido porque estaba preocupado por ti —contestó Flint, frunciendo el entrecejo.

Raistlin sonrió con gesto sarcástico.

—No has venido porque estuvieras preocupado por mí. Estás aquí porque estás preocupado por Tanis y Caramon.

—Bueno, y tengo derecho a estarlo, ¿no? ¿Qué les ha pasado? —quiso saber Flint. Sus mejillas grises enrojecieron.

Raistlin no respondió de inmediato. Podía decir la verdad. No había ningún motivo que se lo impidiera. Al fin y al cabo, no le importaba lo más mínimo lo que Flint ni ninguno de ellos pensaran de él. Podía decir la verdad: que los había dejado morir en El Remolino. Pero Flint se indignaría y tal vez llegara a atacar a Raistlin, impulsado por su ira. El viejo enano no suponía una amenaza, pero Raistlin no tendría más remedio que defenderse. Flint podía acabar herido, y se iba a montar una escena. Se crearía un alboroto enorme entre los Estetas. Lo echarían de allí y todavía no estaba preparado para irse.

—Laurana, Tas y yo sabemos que tú y los demás escapasteis de Tarsis —dijo Flint—. Compartimos el sueño. —Parecía realmente incómodo al admitir eso.

Raistlin estaba muy intrigado.

—¿El sueño en la angustiosa tierra de Silvanesti? ¿El sueño del rey Lorac? ¿De verdad hicisteis eso? Qué interesante. —Recordó aquella experiencia, preguntándose cómo era posible—. Sabía que los demás del grupo lo habían compartido, pero eso era porque nosotros estábamos en el sueño. Me pregunto cómo lograsteis hacerlo vosotros.

—Gilthanas dijo que fue gracias a la Joya Estrella, la que Alhana le entregó a Sturm en Tarsis.

—Alhana mencionó algo sobre eso. Sí, podría ser por la Joya Estrella. Son objetos mágicos muy poderosos. ¿Sturm todavía la tiene?

—Lo enterraron con ella —repuso Flint con brusquedad—. Sturm ha muerto. Lo mataron en la batalla de la Torre del Sumo Sacerdote.

—Lo siento —dijo Raistlin, sorprendiéndose de lo sinceras que eran sus palabras.

—Sturm murió como un héroe —prosiguió Flint—. Se enfrentó él solo a un Dragón Azul.

—Entonces murió como un idiota —comentó Raistlin.

El rostro de Flint volvió a enrojecer.

—¿Y Caramon? ¿Por qué no está aquí? ¡Él nunca te dejaría solo! ¡Antes moriría!

—Ahora mismo podría estar muerto —dijo Raistlin—. Quizá todos lo estén. No lo sé.

—¿Lo mataste? —preguntó Flint, cada vez más rojo.

«Sí, lo maté —pensó Raistlin—. Estaba envuelto en llamas…».

—La puerta está detrás de ti —dijo en voz alta, en lugar de lo que estaba pensando—. Por favor, ciérrala al salir.

Flint intentó decir algo, pero la rabia sólo le dejaba balbucear.

—¡No sé por qué he venido! —logró exclamar por fin—. «Adiós y muy buenas», fueron mis palabras cuando oí que eras tú quien estaba muriéndose. ¡Y ahora lo repito: Adiós y muy buenas!

Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta con pasos airados. Llegó junto a ella y la abrió con brusquedad. Estaba a punto de decir algo, pero se le adelantó Raistlin.

—Estás teniendo problemas de corazón —dijo Raistlin, hablando a la espalda del enano—. No te encuentras bien. Sufres dolores, mareos, te quedas sin aliento. Te cansas enseguida. ¿Me equivoco?

Flint estaba inmóvil en el umbral de la puerta de la pequeña celda, con la mano quieta en el pomo.

—Si no te tomas las cosas con más calma, el corazón te va a estallar —continuó Raistlin.

Flint giró la cabeza y se lo quedó mirando.

—¿Cuánto me queda?

—La muerte podría llegar en cualquier momento —repuso Raistlin—. Tienes que descansar…

—¡Descansar! ¡Estamos en guerra! —lo interrumpió Flint, levantando la voz. Después tosió, resolló y se llevó la mano al pecho. Al ver que Raistlin lo observaba, murmuró—: No todos estamos llamados a morir como héroes. —Tras decir esto, salió ruidosamente, olvidando cerrar la puerta.

Raistlin lanzó un suspiro y se levantó para cerrarla él mismo.

Caramon chilló e intentó apagar las llamas, pero era imposible escapar de la magia. Su cuerpo se retorcía, se encogía en el fuego, hasta convertirse en el cuerpo marchito de un viejo; un viejo que vestía una túnica negra y cuyos cabellos y barba eran volutas de fuego ensortijado.

Fistandantilus, con la mano extendida, caminaba a su encuentro.

—Si tu armadura está rota —dijo el viejo con voz suave—, yo encontraré sus grietas.

Yo no podía moverme, no podía defenderme. La magia se había cobrado mis últimas fuerzas.

Fistandantilus estaba delante de mí. La túnica negra del viejo eran jirones de noche; su cuerpo estaba cubierto de carne putrefacta; los huesos se le veían bajo la piel. Las uñas eran largas y afiladas, como las de los cadáveres. En sus ojos brillaba el calor abrasador que había albergado mi alma, el ardor que había devuelto la vida a los muertos. Del descarnado cuello pendía un colgante con un heliotropo engastado.

La mano del viejo me tocó el pecho, acarició mi carne, de forma burlona y martirizante. Fistandantilus hundió la mano en mi pecho y se aferró a mi corazón.

Cuando el soldado agonizante cerró la mano alrededor del astil de la lanza que le había desgarrado la carne, yo agarré al hombre por la muñeca y mis dedos lo aprisionaron con tanta fuerza que ni siquiera la muerte podría soltarlo.

Atrapado, aprisionado, Fistandantilus trató de zafarse de mi mano, pero no podía liberarse y al mismo tiempo seguir asiendo mi corazón.

La luz blanca de Solinari, la luz roja de Lunitari y la luz negra y vacía de Nuitari —luz que yo podía ver— se unieron en mi visión borrosa y formaron un ojo inmóvil que me clavó la mirada desde las alturas.

—Puedes tomar mi vida —dije, aprisionando la muñeca del hombre, mientras Fistandantilus asía mi corazón—. Pero a cambio tendrás que servirme.

El ojo parpadeó y desapareció.

Raistlin cogió una bolsa de piel que colgaba de su cinturón. Metió la mano y sacó algo que parecía una bola pequeña de cristal coloreado, muy parecida a la canica de un niño. Dio vueltas a la bola de cristal sobre la palma de la mano, contemplando cómo giraban y se descomponían sus colores.

—Has acabado siendo un incordio, viejo —dijo Raistlin en voz baja, y no le importaba lo más mínimo si Fistandantilus lo oía o no.

Tenía un plan, y el hechicero muerto no podría hacer nada por detenerlo.