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La última botella de vino

DÍA SEGUNDO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

Los dioses de la magia, Solinari, Lunitari y Nuitari, eran primos. Sus padres conformaban el triunvirato de dioses que gobernaba Krynn. Solinari era hijo de Paladine y Mishakal, dioses de la luz. Lunitari era la hija de Gilean, dios del Libro. Nuitari descendía de Takhisis, Reina Oscura. Desde el mismo día de su nacimiento, los tres primos habían forjado una alianza, unidos por su dedicación a la magia.

Hacía varios eones, los Tres Primos habían concedido a los mortales la capacidad de controlar y manipular la energía arcana. Fieles a su naturaleza, los mortales habían abusado de ese don que se les concedió. La magia actuaba fuera de control por el mundo y fue la causante de males inenarrables y de la pérdida de muchas vidas. Los primos se dieron cuenta de que debían establecer unas leyes que regulasen la práctica de ese poder y así se crearon las Órdenes de la Alta Hechicería. Dirigida por el Cónclave de Hechiceros, la orden determinaba unas leyes sobre el uso de la magia, mediante las cuales se ejercía un estricto control sobre aquellos que practicaban tan poderoso arte.

La Torre de la Alta Hechicería de Wayreth era el último de los cinco centros de magia originales que había habido en Ansalon. Tres de esas torres, que se encontraban en las ciudades de Daltigoth, Losarcum e Istar, habían sido destruidas. La Torre de Palanthas seguía en pie, pero estaba maldita. Únicamente la Torre de Wayreth, que se alzaba en el misterioso y enigmático bosque de Wayreth, albergaba gran actividad.

Debido a que se tiende a temer todo lo desconocido, los hechiceros que trataban de vivir entre los demás mortales solían enfrentarse a una vida plagada de dificultades. Sin importar si servían a Solinari, Dios de la Luna Plateada; a Nuitari, Dios de la Luna Oscura; o a Lunitari, Diosa de la Luna Roja, normalmente los hechiceros eran recibidos con vilipendios y recelo. No resultaba muy sorprendente entonces que los magos gustasen de pasar todo el tiempo posible en la Torre de Wayreth. Allí, entre iguales, podían mostrarse tal como eran, estudiar su arte, practicar nuevos hechizos, comprar o intercambiar objetos mágicos y disfrutar de la compañía de aquellos que también hablaban el lenguaje de la magia.

Antes del regreso de Takhisis, los hechiceros de las tres órdenes vivían y trabajaban juntos en la Torre de Wayreth. Los Túnicas Negras se codeaban con los Túnicas Blancas y se enzarzaban en intensos debates relacionados con la magia. Si para un hechizo se necesitaba una telaraña, ¿era mejor utilizar una telaraña tejida por arañas silvestres o por las que se criaban en cautividad? Dado que los gatos eran por naturaleza tan independientes, ¿podían considerarse unas mascotas de confianza?

Cuando la reina Takhisis declaró la guerra al mundo, su hijo Nuitari rompió con sus primos por primera vez desde la creación de la magia. Nuitari se entregó con reticencia a su madre. Sospechaba que todos sus halagos y promesas eran falsos, pero quería creer. Se unió a las filas del ejército de la Reina Oscura y llevó consigo a muchos de sus Túnicas Negras. Los hechiceros de Ansalon seguían presentándose ante el mundo como un frente unido, pero en realidad las órdenes empezaban a dividirse.

Existía un organismo conocido como el Cónclave, encargado de dirigir a los hechiceros y que estaba formado por el mismo número de magos de cada orden. El jefe del Cónclave en aquellos tiempos tan tumultuosos era un hechicero Túnica Blanca llamado Par-Salian. Era un hombre de sesenta y pocos años que la mayoría de los magos apreciaba por ser un líder firme, justo y sensato. Pero el revuelo entre los hechiceros era cada vez mayor y algunas voces ya empezaban a decir que Par-Salian había perdido el control y que no era la persona adecuada para ocupar el puesto.

Par-Salian estaba sentado, solo, en su estudio de la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. La noche era fría y en la chimenea ardían las llamas. Era un fuego real, no mágico. Par-Salian era contrario a utilizar la magia por pura comodidad. Leía alumbrado por una vela, no por una luz mágica. Barría el suelo con una escoba normal y corriente. Hacía que todos aquellos que habitaban y trabajaban en la torre siguieran su ejemplo.

La vela se consumió y el fuego se fue apagando. Par-Salian quedó envuelto en la oscuridad, apenas mitigada por el resplandor de las débiles brasas. Desistió de intentar estudiar sus hechizos. Para eso se necesitaba concentración y no lograba que su mente se concentrara en memorizar las arcanas palabras.

Ansalon se hallaba inmerso en el caos. Las fuerzas de la Reina Oscura estaban peligrosamente cerca de ganar la guerra. Quedaba alguna chispa de esperanza. La celebración del Consejo de la Piedra Blanca había reunido a elfos, enanos y humanos. Las tres razas se habían mostrado de acuerdo en dejar a un lado sus diferencias y unirse contra el enemigo común. La Dama Azul, la Señora del Dragón Kitiara y sus fuerzas habían conocido la derrota en la Torre del Sumo Sacerdote. Los clérigos de Paladine y de Mishakal habían llevado la esperanza y la curación al mundo.

A pesar de todas las buenas nuevas, la aterradora amenaza de los Dragones del Mal y la poderosa fuerza de sus ejércitos seguían alzándose contra las fuerzas de la luz. En ese mismo momento, Par-Salian esperaba con desasosiego que de un momento a otro le llevaran la noticia de la caída de Palanthas…

Llamaron a la puerta. Par-Salian suspiró. Estaba seguro de que se trataba de las noticias que tanto temía recibir. Su ayudante se había acostado hacía un buen rato, por lo que Par-Salian se levantó para abrir él mismo. Se quedó atónito al ver que su visitante era Justarius, de la Orden de los Túnicas Rojas.

—¡Amigo mío! ¡Eres la última persona a la que esperaba ver esta noche! Entra, por favor. Toma asiento.

Justarius entró en la habitación renqueando. Era un hombre alto, recio y fuerte como un roble, a no ser por la pierna de la que cojeaba. De joven siempre había disfrutado participando en competiciones de destrezas físicas. Todo aquello se había acabado con la Prueba de la Torre, que lo había dejado lisiado para siempre. Justarius nunca hablaba de la Prueba ni se quejaba de su cojera, a no ser para decir, encogiéndose de hombros y con media sonrisa, que había sido muy afortunado. Bien podría haber muerto.

—Me alegra ver que estás bien —seguía diciendo Par-Salian mientras encendía las velas y echaba leña al hogar—. Creí que estarías con los que luchan contra los ejércitos de los Dragones en Palanthas.

Se detuvo para mirar a su amigo con consternación.

—¿Ya ha caído la ciudad?

—Todo lo contrario —contestó Justarius, tomando asiento delante de la chimenea. Apoyó la pierna lisiada sobre un escabel para mantenerla elevada y sonrió—. Abre una botella de tu mejor vino elfo, amigo mío, porque tenemos algo que celebrar.

—¿De qué se trata? Dímelo sin más tardanza. Mis pensamientos han estado asediados por oscuros presagios —lo apremió Par-Salian.

—¡Los Dragones del Bien han entrado en la guerra!

Par-Salian se quedó mirando largamente a su amigo, dejó escapar un profundo suspiro y se estremeció.

—¡Alabado sea Paladine! Y Gilean, por supuesto —añadió rápidamente, lanzando una mirada a Justarius—. Cuéntame todos los detalles.

—Los Dragones Plateados llegaron esta mañana para defender la ciudad. Los ejércitos de los Dragones no lanzaron el ataque que se esperaba. Se nombró Áureo General a Laurana, de los elfos de Qualinesti, y se la puso al frente de las fuerzas de la luz, que incluyen a los Caballeros de Solamnia.

—Esto se merece algo especial. —Par-Salian sirvió vino para los dos—. Mi última botella de vino de Silvanesti. Por desgracia, me temo que no habrá más vino elfo de esa desgraciada tierra por una buena temporada.

Volvió a sentarse.

—Así que han elegido a la hija del rey elfo de Qualinesti como Áureo General. Es una sabia elección.

—Más bien una elección política —repuso Justarius con expresión irónica—. Los caballeros no lograban elegir un líder. La victoria sobre los ejércitos de los Dragones en la Torre del Sumo Sacerdote se debió en gran parte al coraje y la inteligencia de Laurana. Tiene el poder de inspirar a los hombres tanto con sus palabras como con sus actos. Los caballeros que combatieron en la torre la admiran y confían en ella. Además, hará que los elfos se unan a la batalla.

Los dos hechiceros alzaron sus copas y bebieron por el éxito del Áureo General y por los dragones bondadosos, como se los conocía popularmente. Justarius dejó la copa de plata en una mesita cercana y se frotó los ojos. Estaba demacrado. Se recostó en la silla con un suspiro.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Par-Salian, preocupado.

—Llevo varias noches sin dormir —explicó Justarius—. Y he recorrido los pasillos de la magia para venir aquí. Ésos viajes siempre son agotadores.

—¿El Señor de Palanthas te pidió ayuda para defender la ciudad? —Par-Salian estaba asombrado.

—No, claro que no —contestó Justarius con cierta amargura—. De todos modos, yo estaba preparado para cumplir mi parte. Tengo que proteger mi casa y mi familia, además de mi ciudad, a la que amo.

Volvió a levantar la copa, pero no bebió. Fijó una mirada taciturna en el vino, de un intenso color ciruela.

—Vamos, suéltalo ya —lo instó Par-Salian sombríamente—. Espero que las malas noticias que traes no empañen las buenas.

Justarius lanzó un profundo suspiro.

—En más de una ocasión, tú y yo nos hemos preguntado por qué los dragones bondadosos se negaban a escuchar nuestras súplicas de ayuda. Por qué no entraron en la guerra cuando Takhisis envió a sus Dragones del Mal a quemar ciudades y a masacrar inocentes. Ahora ya sé la respuesta. Y es atroz.

Justarius volvió a sumirse en el silencio. Par-Salian bebió un trago de vino, como si quisiera darse ánimos.

—Una hembra de Dragón Plateado que se llama a sí misma Silvara fue quien hizo el espeluznante descubrimiento —siguió contando Justarius—. Por lo visto, hace varios años, alrededor del 287 DC, Takhisis ordenó a sus dragones malvados que entraran en secreto en los cubiles de los Dragones del Bien mientras dormían el Gran Sueño y que les robaran los huevos.

»Cuando tuvieron a los pequeños en su poder, Takhisis despertó a los dragones bondadosos y les dijo que planeaba lanzar una guerra contra el mundo. Los amenazó: si los dragones bondadosos intervenían, Takhisis destruiría sus huevos. Temerosos por sus crías, los Dragones del Bien hicieron un juramento por el que prometieron que no se enfrentarían a ella.

—Y ahora ese juramento se ha roto —intervino Par-Salian.

—Los dragones bondadosos descubrieron que había sido Takhisis quien había roto el juramento en primer lugar —contestó Justarius—. Los sabios especulan con que el origen de los conocidos como «lagartos», los draconianos…

Par-Salian miraba a su amigo petrificado por el horror.

—No querrás decir que… —Cerró los puños—. ¡Eso es imposible!

—Por desgracia, me temo que no. Silvara y un amigo, un guerrero elfo llamado Gilthanas, descubrieron la espeluznante verdad. Sirviéndose de la magia profana y oscura, pervirtieron los huevos de los dragones de colores metálicos y convirtieron a los dragones en esas criaturas que conocemos como draconianos. Silvara y Gilthanas pueden dar fe. Ellos mismos presenciaron la ceremonia. Casi no logran escapar con vida.

Par-Salian estaba desconsolado.

—Una pérdida terrible. Una pérdida trágica. La belleza, la sabiduría y la nobleza transformadas en esas monstruosidades infames…

Se sumió en el silencio. Los dos hombres sabían qué pregunta venía a continuación. Ambos conocían la respuesta. Ninguno quería pronunciarla en voz alta. No obstante, Par-Salian era el jefe del Cónclave. Su responsabilidad era descubrir la verdad, por muy desagradable que fuera.

—Me he fijado en que has dicho que los huevos se pervirtieron mediante magia profana y magia oscura. ¿Quiere eso decir que un miembro de nuestras órdenes llevó a cabo un acto tan aberrante?

—Eso me temo —respondió Justarius en voz baja—. Los hechizos fueron concebidos por un Túnica Negra llamado Dracart, junto con un sacerdote de Takhisis y un Dragón Rojo. Tienes que hacer algo sin más dilación, Par-Salian. Por eso he venido esta noche con tanta celeridad. Debes disolver el Cónclave, denunciar a los Túnicas Negras, expulsarlos de la torre y prohibirles que ni siquiera se acerquen aquí.

Par-Salian no dijo nada. Abría y cerraba el puño derecho. Miraba fijamente el fuego.

—El mundo ya nos considera sospechosos —continuó Justarius—. Si se descubriera que un hechicero ha sido cómplice en un acto tan atroz, ¡el pueblo se alzaría contra nosotros! Eso podría significar nuestra destrucción.

Par-Salian seguía en silencio.

—Señor —añadió Justarius con un tono de voz más duro—, el dios Nuitari también estuvo implicado. Tuvo que estarlo, necesariamente. Hace años que se puso al lado de su madre, Takhisis, lo que significa que Ladonna, jefa de los Túnicas Negras, también debe estar implicada.

—Eso no lo sabes con seguridad —lo contradijo Par-Salian con gravedad—. No tienes pruebas.

Par-Salian y Ladonna habían sido amantes, en el lejano pasado, en su lejana juventud, en los días en que la pasión se imponía a la razón. Justarius conocía esa historia y tuvo mucho cuidado en no mencionarla, pero Par-Salian sabía en lo que estaba pensando su amigo.

—Ninguno de nosotros ha visto a Ladonna o a sus seguidores desde hace más de un año —continuó Justarius—. Nuestros dioses, Solinari y Lunitari, no han ocultado su enojo y su consternación cuando Nuitari se separó de ellos para servir a su madre. Debemos enfrentarnos a la verdad, señor. Los Tres Primos están enemistados. Nuestra hermandad sagrada de hechiceros, los lazos que nos unen —blanco, negro y rojo— se han roto. Además, no es descabellado pensar que Ladonna y sus Túnicas Negras estén dispuestos a lanzar un ataque contra la torre…

—¡No! —exclamó Par-Salian, dando un puñetazo en el reposabrazos de su silla y derramando su vino.

En más de una ocasión, Par-Salian, con su larga barba blanca y sus ademanes reposados, era tomado por un viejo débil y benévolo. Caían en ese error incluso quienes mejor lo conocían. Pero el jefe del Cónclave no había alcanzado una posición tan alta debido a su falta de ardor, precisamente. La intensidad de ese ardor podía resultar sorprendente.

—¡No voy a disolver el Cónclave! Ni por un instante estoy dispuesto a creer que Ladonna tiene algo que ver con ese crimen. Tampoco culpo a Nuitari…

Justarius frunció el entrecejo.

—Dracart, un Túnica Negra, fue visto en la ceremonia.

—¿Qué quiere decir eso? —Par-Salian miró a su amigo con ferocidad—. Podría tratarse de un renegado…

—Y lo era —dijo una voz.

Justarius se volvió en su asiento. Cuando descubrió quien había hablado, lanzó una mirada acusadora a Par-Salian.

—No sabía que tenías compañía —dijo Justarius con frialdad.

—Ni siquiera yo lo sabía —repuso Par-Salian—. Deberías haberte anunciado, Ladonna. Espiar es de mala educación, sobre todo entre amigos.

—Tenía que asegurarme de que todavía erais mis amigos —contestó ella.

Ladonna era una mujer de mediana edad que no estaba dispuesta a disimular sus años, como había quien hacía, recurriendo a artificios de la naturaleza y de la magia para tener una piel tersa. Lucía su espesa melena gris con el mismo orgullo que una reina viste su corona y lucía esmerados peinados. Sus túnicas negras solían ser del mejor de los terciopelos, suaves y acariciadores, con runas bordadas en hilos de oro y plata.

Pero cuando emergió de las sombras del rincón en el que había estado observando sin ser vista, los dos hombres se quedaron atónitos al ver lo mucho que había cambiado. Ladonna estaba demacrada y pálida, y parecía haber envejecido varios años de golpe. Hebras de su cabello largo y gris se escapaban de las dos trenzas que le caían por la espalda. La elegante túnica negra estaba sucia y harapienta, parecía un trapo andrajoso y gastado. Se la veía agotada, como a punto de desplomarse.

Par-Salian se apresuró a acercarle una silla y le sirvió una copa de vino. La mujer lo bebió agradecida. Sus ojos negros se posaron en Justarius.

—Muy rápido estás dispuesto a juzgarme, señor —le reprochó con amargura.

—La última vez que nos vimos, señora —repuso él en el mismo tono—, proclamabas con orgullo tu devoción por la reina Takhisis. ¿Debemos creer que no has participado en este crimen?

Ladonna bebió un sorbo de vino.

—Si ser un necio se considera un crimen, me declaro culpable —añadió en voz baja.

Alzó los ojos y envolvió a los dos hombres con una mirada centelleante.

»¡Pero os juro que yo no tuve nada que ver con la corrupción de los huevos de dragón! No supe nada de ese escalofriante hecho hasta hace poco. Y cuando lo descubrí, hice lo posible por remediarlo. Podéis preguntar a Silvara y a Gilthanas. Ahora mismo no estarían vivos de no ser por mi ayuda y la de Nuitari.

Justarius permanecía con gesto adusto. Par-Salian la observaba con gravedad.

Ladonna se puso de pie y alzó la mano hacia el cielo.

—Invoco a Solinari, Dios de la Luna Plateada. Invoco a Lunitari, Diosa de la Luna Roja. Invoco a Nuitari, Dios de la Luna Oscura. Éste es mi juramento. Juro en nombre de la magia que llamamos sagrada que estoy diciendo la verdad. Arrebatadme vuestras bendiciones, vosotros, los dioses, si miento. ¡Que las palabras de la magia desaparezcan de mi mente! Que los ingredientes de mis hechizos se conviertan en polvo. Que mis pergaminos sean devorados por las llamas. Que mi mano se desprenda de mi muñeca.

Esperó un momento y después volvió a sentarse.

—Hace frío aquí —dijo, mirando con dureza a Justarius—. ¿Enciendo un fuego?

Señaló la chimenea, donde las llamas ya se apagaban, y pronunció una palabra mágica. Las llamas lamieron con renovada intensidad la rejilla de hierro. El calor era tan intenso que los tres tuvieron que alejar sus sillas. Ladonna cogió su copa y bebió un sorbo.

—¿Nuitari se ha alejado de Takhisis? —preguntó Par-Salian con sorpresa.

—Lo sedujeron las palabras dulces y las deslumbrantes promesas. Como a mí —explicó Ladonna con amargura—. Las palabras dulces de la reina no eran más que mentiras. Y sus promesas eran falsas.

—¿Qué esperabas? —preguntó Justarius, resoplando—. La reina Oscura ha frustrado tus ambiciones y ha herido tu orgullo. Así que ahora acudes a nosotros arrastrándote. Supongo que estás en peligro. Conoces los secretos de la Reina. ¿Te ha echado los perros? ¿Por eso has venido a Wayreth? ¿Para esconderte en nuestras faldas?

—Yo descubrí sus secretos —repuso Ladonna con suavidad. Permaneció sentada, con la vista clavada en sus manos. Todavía tenía los dedos largos y finos, aunque se veía la piel enrojecida y tirante sobre sus delicados huesos—. Y sí, estoy en peligro. Todos estamos en peligro. Ésa es la razón por la que he vuelto. He arriesgado mi vida para venir a advertiros.

Par-Salian y Justarius se miraron alarmados. Los dos conocían a Ladonna desde hacía muchos años. La habían visto en la grandeza de su poder. La habían visto temblando de rabia. Uno de ellos había conocido la ternura y dulzura de su amor. Ladonna era una luchadora. Había peleado por alcanzar la posición más alta entre los Túnicas Negras, para lo que había tenido que derrotar, y a veces matar, en combates mágicos a aquellos que la retaban. Era un enemigo valiente y muy a tener en cuenta. Ninguno de los dos había sido testigo jamás de una muestra de debilidad en aquella mujer poderosa y tenaz. Ninguno de los dos la había visto tal como la veían en ese momento: consternada…, asustada.

—En Neraka hay un edificio llamado el Palacio Rojo. A veces Ariakas se aloja allí cuando regresa a Neraka. Ése palacio es un santuario consagrado a Takhisis. No se trata de un santuario tan suntuoso como el que hay en su templo. Es algo mucho más secreto y privado, abierto sólo para Ariakas y sus favoritos, como Kitiara y la hechicera Iolanthe, antigua discípula mía y amante de Ariakas.

»Resumiendo: muchos de mis colegas fueron asesinados de forma atroz. Yo tenía miedo de ser la siguiente. Fui al santuario para hablar directamente con la reina Takhisis…

Justarius dijo algo para sí.

»Ya lo sé —convino Ladonna. Le temblaban las manos y derramó el vino—. Ya lo sé. Pero estaba sola, y desesperada.

Par-Salian se inclinó y apoyó su mano sobre la de la mujer. Ella le sonrió con gesto trémulo y le apretó la mano. El hechicero se sorprendió y se quedó sobrecogido al adivinar el brillo de las lágrimas en los ojos de la mujer. Nunca antes la había visto llorar.

—Estaba a punto de entrar en el santuario cuando me di cuenta de que había alguien más. Era la Señora de los Dragones Kitiara, hablando con Ariakas. Me hice invisible con mi magia y escuché su conversación. ¿Habéis oído que la Reina Oscura busca a un hombre llamado Berem? Se lo conoce como el Hombre Eterno o el Hombre de la Joya Verde.

—Todos los ejércitos de los Dragones han recibido la orden de encontrarlo. Hemos intentado descubrir la razón —contestó Par-Salian—. ¿Por qué es tan importante para Takhisis?

—Yo puedo darte la respuesta —dijo Ladonna—. Si Takhisis encuentra a Berem, saldrá victoriosa. Regresará al mundo con todo su poder y su fuerza. Nadie, ni siquiera los dioses, podrá detenerla.

Narró a los dos hombres la trágica historia del Hombre Eterno. Ambos escucharon con aflicción y perplejidad la desgracia de la historia de Jasla y Berem, una historia de muerte y perdón, de esperanza y redención.

Par-Salian y Justarius se sumieron en el silencio, entregados a sus propios pensamientos sobre lo que acababan de oír. Ladonna se recostó en la silla y cerró los ojos. Par-Salian se ofreció a servirle otra copa de vino.

—Gracias, mi querido amigo, pero si bebo una copa más, me voy a quedar dormida aquí mismo. Bueno, ¿qué pensáis?

—Yo creo que tenemos que actuar —fue la respuesta de Par-Salian.

—A mí me gustaría llevar a cabo algunas investigaciones por mi cuenta —contestó Justarius secamente—. La señora Ladonna deberá disculparme, pero he de decir que no confío plenamente en ella.

—Investiga todo lo que quieras —dijo Ladonna—. Llegarás a la conclusión de que lo que he dicho es cierto. Estoy demasiado cansada para mentir. Y ahora, si me perdonáis…

Al levantarse, se tambaleó y tuvo que apoyarse en el reposabrazos de la silla para recuperar el equilibrio.

—Ésta noche no puedo viajar. Si me dejaras una manta en la esquina de la celda de cualquier aprendiz…

—No digas tonterías —repuso Par-Salian—. Dormirás en tu habitación, como siempre. Todo está como lo dejaste. No se ha movido ni cambiado nada. Incluso encontrarás la chimenea encendida.

Ladonna agachó su orgullosa cabeza y después alargó una mano hacia Par-Salian.

—Gracias, viejo amigo. Cometí un error. Estoy dispuesta a admitirlo. Por si sirve de algo, puedo decir que lo he pagado con creces.

Justarius se levantó con dificultad, sujetándose a la silla. Siempre que pasaba un rato sentado, la pierna lisiada se le agarrotaba.

—¿Tú también pasarás la noche con nosotros, amigo mío? —preguntó Par-Salian.

Justarius negó con la cabeza.

—Me necesitan de vuelta en Palanthas. Tengo más noticias. Si pudieras esperar un momento, señora, esto también te interesará. El vigesimosexto día de Rannmont se encontró a Raistlin Majere medio muerto en la escalera de la Gran Biblioteca. Dio la casualidad de que uno de mis discípulos pasaba por allí y fue testigo de lo que ocurrió. Mi discípulo no sabía quién era ese hombre, sólo que era un hechicero que vestía la túnica roja de mi orden.

»Aunque dicho esto, no creo que Raistlin siga perteneciendo a mi orden por mucho tiempo —añadió Justarius—. Hoy mismo uno de los tintoreros de la ciudad me ha avisado de que fue a su negocio un hombre joven, para que le tiñeran de negro una túnica roja. Me temo que tu «espada» tiene una mella, amigo mío.

Par-Salian parecía profundamente afectado.

—¿Estás seguro de que se trataba de Raistlin Majere?

—El joven dio un nombre falso, pero no puede haber muchos hombres en el mundo con la piel dorada y las pupilas como relojes de arena. No obstante, quise asegurarme y le pregunté a Astinus. Él asegura que el joven es Raistlin. Piensa tomar la Túnica Negra y ni siquiera se va a molestar en consultárselo al Cónclave, como debe hacerse.

—Va a convertirse en un renegado. —Ladonna se encogió de hombros—. Lo has perdido, Par-Salian. Parece que no soy la única que comete errores.

—Nunca me ha gustado decir que ya te lo había dicho —dijo Justarius con expresión seria—. Pero ya te lo había dicho.

Ladonna se dirigió a sus aposentos. Justarius regresó a Palanthas por los pasadizos de la magia. Par-Salian volvía a estar solo.

Se sentó de nuevo junto al fuego casi extinguido, reflexionando sobre todo lo que acababa de oír. Intentó concentrarse en las noticias nefastas que había traído Ladonna, pero se dio cuenta de que no podía alejar sus pensamientos de Raistlin Majere.

—Quizá me equivocara cuando lo elegí para que fuera mi espada para combatir el mal —musitó Par-Salian—. Pero, viendo lo que he oído esta noche y por lo que sé de Raistlin Majere, tal vez no haya sido así.

Par-Salian bebió lo que quedaba de vino elfo. Tiró el poso a las brasas, lo que acabó de apagarlas, y fue a acostarse.