1

Tinte negro

Un encuentro inesperado

DÍA SEGUNDO, MES DE MISHAMONT, AÑO 352 DC

La ciudad de Palanthas había pasado en vela la mayor parte de la noche, preparándose para la guerra. La ciudad no había sucumbido al pánico; las grandes damas de la antigua aristocracia como era Palanthas jamás se dejan arrastrar por el pánico. Se sientan muy erguidas en sus sillas ricamente talladas, sujetando sus pañuelos de encaje mientras esperan con semblante serio y la espalda muy recta que alguien les diga si va a haber una guerra y, si de ser así, va a ser tan poco educada como para trastocar sus planes para la cena.

Corrían rumores de que las fuerzas de la temida Dama Azul, la Señora del Dragón Kitiara, marchaban hacia la ciudad. Los ejércitos del señor habían sufrido la derrota en la Torre del Sumo Sacerdote, que guardaba el paso que bajaba de las montañas hacia Palanthas. La pequeña partida de caballeros y soldados de infantería que había protegido la torre del primer asalto no era lo suficientemente fuerte para resistir otro ataque. Habían abandonado la fortaleza y las tumbas de sus muertos, y se habían retirado a Palanthas.

La ciudad no se había alegrado. Si los caballeros, militares y guerreros no hubieran cruzado sus murallas, la paz de Palanthas habría sido respetada. Los ejércitos de los dragones no habrían osado atacar una ciudad tan venerada y respetada. Pero los más sabios no se engañaban. Casi todas las ciudades principales de Krynn habían caído bajo los ejércitos de los dragones. La mirada torva del emperador Ariakas se había vuelto hacia Palanthas, hacia su puerto, sus navíos y su riqueza. Esa ciudad resplandeciente, la joya de Solamnia, sería la piedra preciosa perfecta para la Corona del Poder de Ariakas.

El Señor de Palanthas envió sus tropas a las almenas. Los ciudadanos se recogieron en sus casas y cerraron todos los postigos. Las tiendas cerraron sus puertas. La ciudad pensaba que estaba preparada para lo peor y que, si realmente llegaba lo peor, como había sucedido en otras ciudades como Solace y Tarsis, Palanthas combatiría valientemente pues el corazón de la gran dama albergaba un gran arrojo. De acero estaba hecha su erguida espalda.

Finalmente no llegó el temido momento. Lo peor no sucedió. Las fuerzas de la Dama Azul habían sido enviadas a la Torre del Sumo Sacerdote y estaban retirándose. Los dragones que habían avistado aquella mañana, volando hacia las murallas de la ciudad, no eran las fieras rojas de aliento abrasador ni los Dragones Azules que lanzaban rayos y que tanto temían las gentes. Las luces de la mañana se reflejaban en relucientes escamas plateadas. Los Dragones Plateados habían abandonado sus cubiles de las islas de los Dragones para defender Palanthas.

O eso afirmaban los dragones.

Como la guerra no llegó, los ciudadanos de Palanthas salieron de sus casas, abrieron las tiendas y se echaron a las calles, donde hablaban y discutían. El Señor de Palanthas aseguró a sus súbditos que los dragones recién llegados estaban del lado de la luz, que adoraban a Paladine, Mishakal y el resto de los dioses de la luz, que habían prometido ayudar a los Caballeros de Solamnia, defensores de la ciudad.

Había quienes creían a su señor. Había quienes no. Algunos argumentaban que no podía confiarse en los dragones de ningún color, que sólo habían acudido para que todos se quedaran muy tranquilos y después, en mitad de la noche, los dragones los atacarían, y todos morirían devorados en sus camas.

—¡Idiotas! —masculló Raistlin más de una vez mientras se abría camino entre la multitud, entre rebotes y empellones. A punto estuvo de morir aplastado bajo las ruedas de un carro de caballos.

Si hubiera vestido la túnica roja que lo distinguía como hechicero, las gentes de Palanthas lo hubiesen mirado con recelo y lo habrían dejado completamente solo, apartándose de su camino con tal de evitarlo. Pero como iba ataviado con la túnica gris lisa de los Estetas de la Gran Biblioteca, Raistlin tenía que soportar esos empujones, además de pisotones y codazos.

Los palanthinos no sentían demasiado aprecio por los hechiceros; ni siquiera por los Túnicas Rojas, que se mantenían neutrales en la guerra; ni por los Túnicas Blancas, que estaban consagrados a la luz. Las dos Ordenes de la Alta Hechicería habían trabajado y se habían esforzado por lograr el regreso de los dragones de colores metálicos a Ansalon. El jefe de su orden, Par-Salian, sabía que la visión de aquel amanecer de primavera reflejándose en las alas doradas y plateadas sería como un puñetazo en el estómago para el emperador Ariakas, el primer golpe que lograba atravesar su armadura de escamas de dragón. A lo largo de toda la guerra, las alas de los dragones de Takhisis habían ensombrecido el cielo. Ahora los cielos de Krynn brillaban con una luz intensa y el emperador y su reina empezaban a inquietarse.

Los habitantes de Palanthas no sabían que los hechiceros habían estado esforzándose por protegerlos y tampoco lo habrían creído si se lo hubiesen dicho. Para ellos, el único hechicero bueno era aquel que no vivía en Palanthas.

Raistlin Majere no vestía su túnica roja porque la llevaba hecha un fardo bajo el brazo. Lo que vestía era la túnica gris que había tomado «prestada» de uno de los monjes de la Gran Biblioteca.

Prestada. Al pensar en esa palabra se acordó de Tasslehoff Burrfoot. Aquél kender de espíritu alegre y mano larga jamás «robaba» nada. Cuando lo pillaban con algo robado encima, el kender siempre se defendía diciendo que había tomado «prestado» el azucarero, se había «encontrado» los candelabros de plata y estaba «a punto de devolver» la gargantilla de esmeraldas. Aquélla mañana Raistlin se había «encontrado» la túnica del Esteta cuidadosamente doblada sobre una cama. Tenía la más sincera intención de devolverla en un día o dos.

La mayoría de la gente, absorta en sus conversaciones, no le prestaba atención mientras se esforzaba por abrirse camino entre las calles abarrotadas. Pero de vez en cuando, algún ciudadano lo detenía para preguntarle qué pensaba Astinus sobre la llegada de los dragones de colores metálicos, los dragones de la luz.

Raistlin no sabía la opinión de Astinus y no le importaba lo más mínimo. Con la capucha bien echada hacia delante para ocultar el brillo dorado de su piel bajo la luz del sol y sus pupilas en forma de reloj de arena, murmuraba una excusa y se alejaba apresurado. Contrariado, pensó que ojalá los trabajadores del lugar al que se dirigía estuvieran haciendo algo más que dedicarse a cotillear.

Se arrepentía de haberse acordado de Tasslehoff. El recuerdo del kender le había traído las imágenes de sus amigos y de su hermano. Más bien tendría que decir de sus «difuntos» amigos y su «difunto» hermano: Tanis, Tika, Riverwind y Goldmoon y Caramon. Todos estaban muertos. Sólo él había sobrevivido, y la única razón era que él sí había sido lo suficientemente listo para anticiparse al desastre y preparar una vía de escape. Tenía que enfrentarse al hecho de que Caramon y los demás habían muerto y dejar de obsesionarse. Pero aunque se decía a sí mismo que tenía que dejar de pensar en ellos, seguía haciéndolo.

Cuando huían de los ejércitos de los Dragones en Flotsam, él, su hermano y sus amigos habían intentado escapar comprando un pasaje a bordo de un barco pirata, el Perechon. Los perseguía un Señor del Dragón que resultó ser Kitiara, su medio hermana. El timonel, presa de la locura, gobernó el barco directamente al corazón del temido Remolino del Mar Sangriento. El navío se quebraba, los palos se caían y de las velas quedaban meros jirones. Las aguas enloquecidas saltaban por encima de la cubierta. Raistlin tenía que tomar una decisión. Podía morir junto a los demás o podía escapar. La elección estaba clara para cualquiera con dos dedos de frente, lo que excluía a su hermano. Raistlin tenía en su poder el Orbe de los Dragones, que había pertenecido al desgraciado rey Lorac, y utilizó su magia para escapar. Era cierto que podía haber llevado consigo a sus amigos. Podría haberlos salvado a todos. Al menos, podría haber salvado a su hermano.

Pero Raistlin apenas conocía los poderes del Orbe de los Dragones. No estaba seguro de que el orbe pudiera salvar a los demás, así que se salvó a sí mismo. Y al otro. Ése otro que siempre estaba con él, que seguía con él mientras se abría camino por las calles de Palanthas. Antes, aquel «otro» era un susurro en la cabeza de Raistlin, una voz desconocida, misteriosa y capaz de volver loco a cualquiera. Pero el misterio ya estaba resuelto. Raistlin ya podía poner una cara horrenda a aquella voz carente de cuerpo, dar un nombre a aquel que le hablaba.

—Tu decisión fue la más lógica, joven mago —dijo Fistandantilus, y añadió con desprecio—: Tu gemelo está muerto. ¡Ya era hora! Caramon te hacía más débil, te hacía de menos. Ahora que te has librado de él, llegarás lejos. Yo me encargaré de eso.

—¡Tú no te encargarás de nada! —le contradijo Raistlin.

—¿Perdón? —preguntó un hombre que pasaba por allí, deteniéndose—. ¿Decíais algo, señor?

Raistlin respondió algo entre dientes y, sin hacer caso a la mirada ofendida del desconocido, siguió caminando. Se había visto obligado a escuchar aquella voz fastidiosa durante toda la mañana. Incluso le pareció ver que aquel espectro chupa almas, con la túnica negra del archimago, le seguía los pasos. Raistlin se preguntó con amargura si el trato que había hecho con el maligno hechicero realmente había valido la pena.

—Sin mí, habrías muerto durante la Prueba en la Torre de Wayreth —dijo Fistandantilus—. Saliste muy bien parado con nuestro trato. Un poco de tu vida a cambio de mi sabiduría y mi poder.

A Raistlin no le asustaba la idea de morir. Pero sí lo atormentaba la idea de fracasar. Ésa era la verdadera razón por la que había hecho el trato con el viejo. Raistlin no habría podido soportar el fracaso. No habría podido aguantar la compasión de su hermano o la certeza de que dependería de su gemelo más fuerte durante el resto de su vida.

Sólo pensar que un hechicero muerto le chupaba la vida como puede chuparse el jugo de un melocotón le provocó un ataque de tos. Raistlin siempre había sido enfermizo y delicado, pero el acuerdo al que había llegado con Fistandantilus —por el cual el espíritu del archimago seguía con vida en el plano oscuro de su atormentada existencia a cambio de la huida de Raistlin— se había cobrado su parte. Parecía que siempre tuviera los pulmones rellenos de lana. Se asfixiaba. Le sobrevenían unos ataques de tos que le doblaban por la mitad, justo como le estaba pasando en ese momento.

Tuvo que detenerse y apoyarse en un edificio. Luego, se limpió la sangre de los labios con la manga gris de la túnica robada. Se sentía más débil que de costumbre. La magia del Orbe de los Dragones que había utilizado para viajar de un continente a otro le había cansado más de lo que había previsto. Cuando había llegado a Palanthas cuatro días antes, estaba más muerto que vivo. Era tal su debilidad que se había desplomado en la escalera de la Gran Biblioteca. Los monjes se habían apiadado de él y lo habían llevado adentro. Más o menos se había recuperado, pero todavía no estaba bien. Nunca estaría bien…, hasta que rompiera aquel acuerdo.

Por lo visto Fistandantilus pensaba que el alma de Raistlin sería su recompensa. El archimago iba a sufrir una decepción. El alma de Raistlin era suya, no se la iba a entregar sin más a Fistandantilus.

Raistlin opinaba que el archimago había salido bien parado del trato que habían hecho en la torre. Al fin y al cabo, Fistandantilus estaba alimentándose de parte de la vitalidad de Raistlin para seguir aferrado a su miserable existencia. Raistlin consideraba que ambos estaban en paz. Había llegado el momento de poner fin a aquel acuerdo. El único inconveniente era que Raistlin no daba con la forma de hacerlo sin que Fistandantilus se enterara y lo detuviera. El viejo siempre andaba merodeando, escuchando a escondidas los pensamientos de Raistlin. Tenía que existir una manera de atrancar la puerta y cerrar las ventanas de su mente.

Al fin, Raistlin se recuperó y pudo reanudar su camino. Siguió recorriendo las calles, siguiendo las indicaciones que le daba la gente que se encontraba, y no tardó en dejar atrás el centro de la Ciudad Vieja y, con ella, la muchedumbre. Se adentró en los barrios obreros de la ciudad, donde las calles recibían el nombre de sus comercios. Pasó por la Avenida de los Ferreteros y la Ringlera de los Carniceros, por el mercado de Caballos y la callejuela de los Orfebres, de camino a la calle donde los mercaderes de lana ejercían su oficio. Estaba buscando un local en concreto, cuando miró callejón abajo y vio un letrero con los símbolos de las tres lunas: una luna roja, una plateada y una negra. Era una tienda de hechicería.

El comercio era pequeño, apenas un hueco en la pared. Raistlin se sorprendió de que hubiera una tienda así, ya fuera grande o pequeña. Le parecía inconcebible que alguien se hubiese molestado en abrir una tienda de objetos relacionados con la magia en una ciudad donde se despreciaba a aquellos que la practicaban. Sólo sabía de un hechicero que residiera en la ciudad y se trataba de Justarius, jefe de la misma orden a la que pertenecía Raistlin, los Túnicas Rojas. Raistlin suponía que habría alguno más. Nunca se había parado a pensarlo.

Sus pasos se fueron haciendo más lentos. Quizá la tienda de hechicería tuviera lo que estaba buscando. Sería caro. No podría permitírselo. No tenía más que una pequeña suma de piezas de acero, que durante meses había tenido que reunir y guardar celosamente. Necesitaba reservar ese dinero para pagar el alojamiento y la comida en Neraka, que era su destino, cuando ya se hubiera recuperado y hubiese terminado sus asuntos en Palanthas.

Por otra parte, el dueño de la tienda tendría que informar al Cónclave, el organismo que velaba por el cumplimiento de las leyes de la magia, de la compra de Raistlin. El Cónclave no lo detendría, pero lo convocarían en Wayreth y le instarían a que se explicase. Raistlin no tenía tiempo para todo eso. En esos momentos estaban pasando cosas cruciales que cambiarían el mundo. El final estaba a punto de llegar. No faltaba mucho para que la Reina Oscura celebrara su victoria. Y en los planes de Raistlin no estaba quedarse en la esquina de una calle vitoreándola, mientras ella desfilaba con paso triunfal. En sus planes, él mismo lideraba la comitiva.

Raistlin pasó de largo por delante de la tienda de hechicería y por fin llegó al lugar que estaba buscando. Pensó que habría podido encontrarlo guiándose únicamente por el hedor, mientras se tapaba la nariz y la boca con la manga. El negocio estaba en un patio grande, lleno de pilas de troncos para alimentar las hogueras. El humo se mezclaba con el vapor que salía de las calderas y de las enormes cubas, de las que emanaba una pestilencia provocada por los distintos ingredientes que allí se utilizaban, algunos de los cuales no eran precisamente muy agradables.

Agarrando su hatillo, Raistlin entró en un edificio pequeño que había cerca de donde hombres y mujeres cargaban aquellos troncos y removían el interior de aquellas cubas con unas palas grandes de madera. Un empleado escribía números en un libro voluminoso, sentado en una banqueta. Otro hombre, sentado en otra banqueta, repasaba unas listas interminables. Ninguno de los dos prestó atención a Raistlin.

Raistlin esperó un momento y después carraspeó, lo que hizo que el hombre que estudiaba las listas levantara la mirada. Al ver a Raistlin esperando en la entrada, el hombre se levantó y se acercó a averiguar en qué podía servir a uno de los respetados Estetas.

—Tengo que teñir una tela —dijo Raistlin, alargando la túnica roja.

La capucha le tapaba el rostro, pero no podía esconder las manos. Por suerte, el edificio estaba en penumbras y Raistlin tenía la esperanza de que el hombre no se percatara del color dorado de su piel.

El tintorero estudió el color, acariciando el tejido con la mano.

—Una buena lana —declaró—. Nada excepcional, es verdad, pero no está mal y puede aprovecharse. No tiene por qué coger mal el tinte. ¿Qué color querríais, reverenciado señor?

Raistlin estaba a punto de responder, pero lo interrumpió un ataque de tos tan fuerte que se tambaleó y tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta. Echó de menos el brazo fuerte de su hermano, que siempre había estado a su lado para sostenerlo.

El tintorero miró a Raistlin y retrocedió un poco, alarmado.

—No será contagioso, ¿verdad, señor?

—Negro —dijo Raistlin sin aliento, ignorando la última pregunta.

—Perdón, ¿cómo habéis dicho? —preguntó el tintorero—. Es difícil oír con todo este jaleo.

Hizo un gesto hacia el patio que estaba detrás de él, donde las mujeres que removían las telas de las cubas intercambiaban mordaces comentarios con los hombres que alimentaban el fuego, todo ello a gritos.

—Negro —repitió Raistlin, alzando la voz. Normalmente hablaba bajo. Gritar le irritaba la garganta.

El tintorero enarcó una ceja. Los Estetas que servían a Astinus en la Gran Biblioteca vestían túnicas grises.

—No es para mí —añadió Raistlin—. Vengo de parte de un amigo.

—Entiendo —repuso el tintorero. Lanzó una mirada inquisitiva a Raistlin, quien no se dio cuenta, presa de un nuevo ataque de tos.

—Tenemos tres tipos de tinte negro —explicó el tintorero—. El más barato se hace con cromo, alumbre, arcilla roja, palo de Campeche y baphia nítida. Se obtiene un buen negro, pero no muy duradero. El color se va perdiendo con los lavados. El siguiente tinte contiene sándalo, sulfato de hierro y palo de Campeche. Es de mejor calidad que el primero que he mencionado, aunque después de un período largo de tiempo, el negro adquiere una tonalidad verdosa. El mejor tinte es el de índigo y sándalo. Se consigue un negro intenso que nunca se destiñe, da igual las veces que se lave el tejido. Evidentemente, este último es el más caro.

—¿Cuánto? —preguntó Raistlin.

Al oír el precio que dijo el tintorero, Raistlin hizo una mueca. Aquello mermaría considerablemente el número de monedas que guardaba en una bolsa de piel, escondida en un armarito protegido por un hechizo en la celda que le habían asignado en la Gran Biblioteca. Debería encargar el tinte más barato. Pero entonces se imaginó a sí mismo presentándose ante los poderosos y ricos Túnicas Negras de Neraka y se avergonzó al verse entre ellos con una túnica negra que no era exactamente negra, sino que tenía cierta «tonalidad verdosa».

—El índigo —decidió, y entregó su túnica roja.

—Muy bien, reverenciado señor —repuso el tintorero—. ¿Podríais decirme vuestro nombre?

—Bertrem —respondió Raistlin con una sonrisa que quedó oculta bajo la sombra de su capucha. Bertrem era el nombre del sufrido, y siempre hostil, ayudante principal de Astinus.

El tintorero tomó nota.

—¿Cuándo puedo volver a recogerlo? —quiso saber Raistlin—. Tengo…, es decir, mi amigo tiene prisa.

—Pasado mañana.

—¿Antes no puede ser? —preguntó Raistlin, decepcionado.

El tintorero negó con la cabeza.

—No, a no ser que vuestro amigo quiera ir dejando un reguero negro por las calles.

Raistlin asintió con un gesto brusco y se dispuso a marcharse. En el mismo momento en que Raistlin se daba la vuelta, el tintorero dijo algo a su ayudante y éste salió apresuradamente del edificio. Raistlin lo vio bajar la calle con prisas, pero estaba agotado por la caminata y medio ahogado por los humos asfixiantes, así que no le prestó atención.

* * *

La Gran Biblioteca se alzaba en la Ciudad Vieja. Ya había llegado la Vigilia Alta, cuando las tiendas solían cerrar para comer y las multitudes tomaban las calles. El ruido era tan ensordecedor que Raistlin creía que iba a perforarle los oídos. El largo paseo le había exigido un esfuerzo tal que cada poco tenía que detenerse para descansar. Cuando por fin vio ante sí las columnas de mármol y el grandioso pórtico de la biblioteca, estaba tan débil que no creía que pudiera cruzar la calle sin desplomarse.

Raistlin se dejó caer sobre un banco de piedra que no estaba muy lejos de la Gran Biblioteca. La larga noche del invierno tocaba a su fin. El amanecer de la primavera se acercaba sigiloso. El sol intenso lo envolvía en su calidez. Raistlin cerró los ojos. La cabeza se le cayó sobre el pecho y se quedó dormitando bajo el sol.

Volvía a estar a bordo del barco, con el Orbe de los Dragones en la mano y mirando a su hermano, a Tanis y al resto de sus amigos…

… utilizando mi magia. Y la magia del Orbe de los Dragones. Es de lo más sencillo, aunque seguramente esté fuera del alcance de vuestras pusilánimes mentes. Ahora tengo el poder de unir la energía de mi cuerpo físico y la energía de mi espíritu en una sola fuerza. Me convertiré en pura energía… en luz, si preferís pensarlo de esa manera. Y al convertirme en luz, puedo viajar a través de los cielos como los rayos del sol y regresar al mundo físico donde y cuando yo decida.

—¿El orbe puede hacer eso con todos nosotros? —preguntó Tanis.

—No lo voy a comprobar. Sé que yo puedo escapar. Los demás no son asunto mío. Tú los metiste en esta trampa mortal, semielfo. Tú tendrás que sacarlos.

—No harás daño a tu hermano. Caramon, ¡detenlo!

—Díselo, Caramon. La última Prueba de la Alta Hechicería fue contra mí mismo. Y fracasé. Lo maté. Yo maté a mi hermano…

—¡Ajá! ¡Sabía que te encontraría aquí, retaco de kender!

Raistlin se estremeció entre sueños.

«Ésa es la voz de Flint y eso no está nada bien —pensó Raistlin—. Flint no está aquí. No he visto a Flint desde hace mucho tiempo, desde hace meses, desde la caída de Tarsis». Raistlin volvió a hundirse en su sueño.

—No intentes detenerme, Tanis. Maté a Caramon una vez, ya sabes. Mejor dicho, era una ilusión para enseñarme a luchar contra la oscuridad de mi interior. Pero llegaron demasiado tarde. Yo ya me había entregado a la oscuridad.

—¡Te digo que lo he visto!

Raistlin se despertó sobresaltado. También conocía aquella voz.

Tasslehoff Burrfoot estaba bastante cerca de él. Raistlin sólo tenía que levantarse del banco, dar unos pasos y, alargando la mano, ya podría tocarlo. Flint Fireforge estaba junto al kender y, aunque los dos daban la espalda a Raistlin, éste podía imaginarse perfectamente la expresión de desesperación del viejo enano intentando discutir con un kender. Raistlin ya había visto más de una vez esa barba temblorosa y esas mejillas encendidas.

«¡No puede ser! —se dijo Raistlin, conmocionado—. Tasslehoff estaba en mi cabeza y ahora lo he hecho aparecer».

Pero sólo por si acaso, Raistlin se puso la capucha de la túnica gris, asegurándose de que le tapara bien la cara, y metió sus manos de piel dorada en las mangas.

De espaldas, el kender parecía Tas; pero todos los kenders parecen iguales por delante y por detrás: bajos de estatura, vestidos con la ropa más vistosa que hayan podido encontrar, el pelo largo sujeto en un moño extravagante y el menudo cuerpo adornado con un sinfín de bolsas. El enano era igual que todos los enanos, pequeño y recio, vestido con una armadura, cuyo yelmo estaba decorado con una crin de caballo… o de un grifo.

—¡Que te digo que vi a Raistlin! —repetía el kender. Señalaba hacia la Gran Biblioteca—. Estaba tumbado en esa misma escalera. Todos los monjes estaban rodeándolo. Ése bastón suyo… el Bastón de Miga…

—De Mago —murmuró el enano.

—… estaba en la escalera, a su lado.

—¿Y qué si era Raistlin? —replicó el enano.

—Creo que estaba muriéndose, Flint —contestó el kender con mucha solemnidad.

Raistlin cerró los ojos. Ya no había ninguna duda. Tasslehoff Burrfoot y Flint Fireforge. Sus viejos amigos. Ambos le habían visto crecer, a él y a Caramon. Más de una vez, Raistlin se había preguntado si Flint, Tas y Sturm seguirían vivos. Se habían separado en el ataque a Tarsis. Ahora se preguntaba, atónito, cómo habrían ido a parar a Palanthas. ¿Qué peripecias los habrían llevado hasta aquel lugar? Sentía curiosidad y, para su sorpresa, se alegraba de verlos.

Se echó la capucha hacia atrás y se levantó del banco con la intención de dirigirse a ellos. Les preguntaría sobre Sturm y sobre Laurana. Laurana la de los cabellos de oro…

—Si ese ladino está muerto, adiós y muy buenas —dijo Flint con crudeza—. Me ponía la piel de gallina.

Raistlin volvió a sentarse y se echó la capucha sobre la cara.

—En realidad no piensas eso… —empezó a contradecirle Tas.

—¡Claro que lo pienso! —bramó Flint—. ¿Cómo vas a saber tú lo que yo pienso o dejo de pensar? Lo dije ayer y lo repito hoy. Raistlin siempre nos miraba por encima del hombro. Y había convertido a Caramon en su esclavo. «Caramon, ¡hazme un té!». «Caramon, ¡lleva mi petate!». «Caramon, ¡límpiame las botas!». Menos mal que Raistlin nunca le dijo a su hermano que se tirara por un precipicio. Ahora mismo Caramon estaría en el fondo de un barranco.

—Vaya, pues a mí medio me gustaba Raistlin —intervino Tas—. Una vez me convirtió en un estanque de patos. Ya sé que a veces no era demasiado agradable, Flint, pero es que no se sentía bien con esos ataques de tos que tenía y además te ayudó cuando tuviste reúma…

—¡Yo no he tenido reúma ni un solo día en toda mi vida! El reúma es de viejos —se enfadó Flint—. ¿Y ahora dónde crees que vas? —añadió, sujetando a Tasslehoff, que ya estaba a punto de cruzar la calle.

—Pues pensaba subir a la biblioteca, llamar a la puerta y preguntar muy educadamente a los monjes si Raistlin está allí.

—Donde quiera que esté Raistlin, ten por seguro que no anda metido en nada bueno. Ya puedes estar sacándote de esa cabezota tuya la idea de llamar a la puerta de la biblioteca. Ya oíste lo que dijeron ayer: no se admiten kenders.

—Supongo que también podría preguntarles sobre eso —dijo Tas—. ¿Por qué no admiten kenders en la biblioteca?

—Porque si los admitieran, no iba a quedar ni un solo libro en los estantes, por eso. Robaríais hasta la última hoja.

—¡Nosotros no robamos a la gente! —se defendió Tasslehoff, muy ofendido—. Los kenders son muy honrados. Y me parece una auténtica vergüenza que ahí no admitan kenders. Voy a ir a cantarles las cuarenta…

Se zafó de Flint y echó a correr hacia el otro lado de la calle. Flint lo fulminó con la mirada.

—Vete si quieres, pero quizá te gustaría oír lo que he venido a decirte. Me envía Laurana. Mencionó algo sobre ti a lomos de un dragón… —le gritó un segundo después, con un brillo nuevo en los ojos.

Tasslehoff dio media vuelta tan rápido que se enredó con sus propios pies, tropezó y cayó al suelo cual largo era, con lo que se desparramó por la calle el contenido de la mitad de sus bolsas.

—¿Yo? ¿Tasslehoff Burrfoot? ¿A lomos de un dragón? ¡Oh, Flint! —Tasslehoff se levantó y recogió sus sacos—. ¿No es maravilloso?

—No —contestó Flint con frialdad.

—¡De prisa! —lo instó Tasslehoff, tirando de la camisa de Flint—. No querrás perderte la batalla.

—No está pasando en este mismo momento —repuso Flint, dando manotazos a las manos del kender—. Vete tú. Yo voy ahora.

Tas no necesitaba que se lo dijeran dos veces. Salió disparado calle abajo, parándose para decirle a todo el mundo que se encontraba que él, Tasslehoff Burrfoot, iba a montar un dragón con el Áureo General.

Flint se quedó quieto un buen rato después de que el kender se hubiera marchado, mirando fijamente la Gran Biblioteca. La expresión del viejo enano se puso muy grave y severa. Se dispuso a cruzar la calle, pero después se detuvo. Sus tupidas cejas grises se unieron en una sola línea. Hundió las manos en los bolsillos y sacudió la cabeza.

—Adiós y muy buenas —murmuró, y se dio la vuelta para seguir a Tas.

Raistlin permaneció sentado en el banco bastante tiempo después de que se hubieran ido. Estuvo allí sentado hasta que el sol desapareció por detrás de los edificios de Palanthas y sopló el aire frío de aquella noche de los albores de la primavera.

Por fin se levantó. No se dirigió a la biblioteca, sino que recorrió las calles de Palanthas. A pesar de que era de noche, las calles estaban atestadas de gente. El Señor de Palanthas había hecho una aparición pública para dar confianza a su pueblo. Los Dragones Plateados estaban de su parte. El señor había asegurado que los dragones habían prometido protegerles y por ello anunció grandes celebraciones. La gente encendía hogueras y bailaba por las calles. A Raistlin todo aquel ruido y alegría lo enervaban. Se abrió camino entre los borrachos, en dirección a una parte de la ciudad donde las calles estaban desiertas y los edificios, oscuros y abandonados.

Ni un alma habitaba aquella zona de la grandiosa ciudad. Nadie la visitaba. Raistlin nunca había estado allí, pero conocía bien el camino. Giró en una esquina. Al final de la calle desierta, rodeada por un bosque espectral de muerte, se levantaba una torre de negra silueta sobre el cielo en llamas.

La Torre de la Alta Hechicería de Palanthas. La torre maldita. Tiznado de negro y en ruinas, el edificio llevaba siglos vacío.

Nadie podrá entrar excepto el Señor del Pasado y el Presente. Raistlin dio un paso hacia la torre y se detuvo.

—Todavía no —murmuró—. Todavía no.

Sintió que una mano fría y cadavérica le acariciaba la mejilla y se estremeció.

—Sólo uno de nosotros, joven mago —dijo Fistandantilus—. Sólo uno puede ser el Señor.