Mientras el último tirador de la policía era evacuado del césped frente a las ruinas humeantes y los forenses llegados de Scotland Yard —«¡Al diablo con lo que pueda decir ese imbécil de Gonders! Le pongo a usted al mando», le había dicho el ministro de Interior al comisario jefe de Scotland Yard— iniciaban la tarea casi imposible de distinguir los restos de la señora Devizes de los de la señora Laura Midden Rayter y de los demás cuerpos carbonizados (algo sólo viable mediante análisis del DNA)…; mientras la cocinera, roja como una langosta, explicaba a una audiencia de al menos quince millones de televidentes cómo ella y otras personas que la ayudaban en la cocina habían logrado escapar del holocausto escondiéndose en la bodega y sufriendo la experiencia de ser pasadas por agua…; mientras las interesadas y especialistas en traumas infantiles regresaban al salón de conferencias de su lujosísimo hotel para seguir debatiendo sobre el esfínter anal en un contexto totalmente distinto y, en concreto, aplicado a los sumideros del Estado antifeminista, a la policía…; mientras, en suma, todas las cosas volvían a sus cauces, el deán se llevó a los chicos de la misión Porterhouse de vuelta a Isle of Dogs, lejos de aquel vertedero nauseabundo que había sido The Middenhall.
Entre tanto Consuelo McKoy, aún con su maillot plateado, trataba de abrirse camino en la maleza y se preguntaba si alguna vez volvería a tener los mismos sentimientos de antes por los niños.
Quien seguro no volvería a tenerlos era el detective inspector Rascombe. Sentado en la trasera de una furgoneta de la policía, no albergaba ya el más mínimo interés por la suerte que pudieran correr todos los chiquillos del mundo. Por él, podían utilizarlos para celebrar misas negras, y sacrificarlos de hora en hora: hasta se alegraría de que así fuera. Porque ya no le quedaban otros motivos de alegría. Le estaban esperando en la central, y los dos detectives que lo metieron en la furgoneta le habían dicho que llegaban de Londres unos investigadores especiales para tener un cambio de impresiones con él. Rascombe sabía muy bien lo que era eso. Él mismo había mantenido «cambios de impresiones» con otros, a los que no les quedaron ganas de repetir la experiencia.
Detrás de él, en el bosque, Phoebe Turnbird dejó al agente Markin con los brazos alrededor del tronco de un árbol y las manos atadas a la espalda: un truco que le había enseñado el difunto general de brigada Turnbird, quien había hecho lo mismo con un buen número de prisioneros de guerra para interrogarlos. Y a continuación se dirigió triunfante a la granja Midden, con su vestido blanco desgarrado y sucio, y la pamela hecha una pena. Quería consolar a la pobre Marjorie y expresarle cuánto, cuánto lo sentía, así como su afecto en aquellos momentos de desgracia. Para su sorpresa, encontró a Marjorie Midden sentada ante la puerta de la granja y con un aspecto notablemente jovial para tratarse de una mujer que lo había perdido todo.
—¡Oh, mi pobre querida…! —empezó Phoebe, haciendo caso omiso del brillo de satisfacción que irradiaba el rostro de Marjorie.
Porque la señorita Turnbird, a pesar de su amor por la poesía, no era una mujer de profunda sensibilidad ni intuición. O tal vez la poesía era, para ella, el sustitutivo de ambas. Se había acercado allí a compadecer a la pobre y querida Marjorie (y mostrarse condescendiente, de paso), y lo haría contra viento y marea. Para vientos, los que se habían abatido sobre The Middenhall y, para marea, la que tan oportunamente salvó la vida de la cocinera. Pero Marjorie había tenido un día demasiado bueno para consentir que se lo aguara la cursilería sentimentaloide de Phoebe Turnbird: la cursilería y sus odiosos aires de superioridad. Además, estaba claro que, fuera lo que fuese lo que había estado haciendo Phoebe aquella mañana, no volvía de misa. El mantillo que manchaba su rostro y sus manos, y el estado de sus ropas, lo indicaban con claridad. Obviamente se lo había pasado bomba retozando en el suelo… Al observarla, Marjorie Midden se vio iluminada por una inspiración repentina. Levantó la mano y la voz:
—Déjate de eso, Phoebe. No estoy para monsergas. Tráete una silla y… No, mejor: sube arriba a lavarte la cara primero. Te pareces a la Barbara Cartland… Vamos, que no tienes tu aspecto normal. Ese lápiz de labios no te va. Supongo que te lo has puesto porque el pelma ese del deán dijo en una ocasión que… No importa. Voy a preparar una taza de té y en seguida te lo contaré todo.
Phoebe subió patosamente las escaleras y cuando volvió su aspecto era mucho mejor. Por lo menos había podido quitarse la pintura de labios, aunque su intento de la pasada noche de depilarse las cejas se revelaba ahora claramente un error a juzgar por los muchos puntos visibles. Fue a buscar una silla y se reunió con Marjorie en el jardín.
—Mira, Phoebe…, tengo una cosa que decirte. Así que deseo que me escuches con atención. Temo haber abusado de tu hospitalidad… —empezó, al tiempo que le tendía una taza grande en un plato—. El caso es que estos días he tenido aquí como huésped a un muchacho muy simpático. Ha sufrido recientemente una crisis nerviosa y está un poco inquieto. Por eso esta mañana, cuando comenzó todo ese jaleo en la casa grande… No, no, querida… No me digas nada. Prefiero no hablar del asunto. Esto otro es mucho más importante. Como te iba diciendo, cuando la policía empezó a matar a la gente de allí, pensé inmediatamente en ti y me dije que Carryclogs era el lugar ideal para enviar al pobre chico. Bueno…, si te he de ser sincera, ya no es exactamente un chico: más bien un animalote de veintiocho años, que no destaca por ser muy brillante que digamos. Y eso que le gusta que lo llamen Bright, Timothy Bright… Pero, de brillante, nada de nada. De ahí le viene buena parte de su problema de nervios. Ha sido no sé qué en la City, y el estrés lo ha afectado. No me extraña que sufra terribles pesadillas: nadie debería poner delante de un ordenador todo el día a un joven sano, y obligarle a tomar decisiones instantáneas en asuntos de dinero. No es natural. Sin embargo, dándole a ese muchacho afecto, buenos alimentos y aire fresco (estoy segura de que monta y dispara bien, porque es de ésos), y contando con la mano sanadora del tiempo, en seguida se pondrá como nuevo. Por eso lo he enviado a tu casa, porque me consta lo buena, lo amable y lo afectuosa que eres. Es de tu posición social, además. He conocido a su tío y se trata de una familia excelente. Y él tampoco está mal de modales. Estoy segura de que podrás ayudar a ese pobre chico. Espero que no te sepa mal que me haya tomado esta libertad en tu nombre, pero pensé que…
Lo que Marjorie realmente pensaba se lo guardó para sí. Si Phoebe Turnbird no abría su generoso seno al fantasmón de Timothy y no lo llevaba hasta el altar, ella no era Marjorie Midden, hija de Bernard Foss Midden y Cloacina von Misthaufen, hija ésta, a su vez, del general Von Misthaufen, a la que conoció su padre con ocasión de haber logrado ella permiso para visitar al moribundo general en The Middenhall, en 1949. Marjorie no había llegado a conocerla, porque su madre murió al darla a luz; pero su padre siempre se la había descrito como una mujer extraordinariamente decidida, cuya sencilla cocina alemana había sentado a la perfección a su maltrecho estómago. «¡Mi querida Clo…!», exclamaba de cuando en cuando. «A veces echo de menos su Blutwurst y Nachspeise… Tenía un maravilloso apetito tu madre. Era un placer verla comer». Solía decirme: «Nuestra familia no era von de nada. Ni Misthaufen. Pura afectación. Nos llamábamos simplemente Scheisse, como vosotros Midden, hasta que llegó el Kaiser y, por arte de magia, nos convertimos en Von Misthaufen. Pero Scheisse es mejor. Bien pegado a la tierra y sin pretensiones. ¡Cuánta razón tenía! Tu madre era una mujer excepcional, Marjorie. Veía las cosas con clarividencia».
Finalmente Marjorie, mientras la humareda iba desvaneciéndose en el cielo a sus espaldas, llevó a Phoebe en su coche a Carryclogs Hall y recogió allí al mayor MacPhee. Se había librado de aquel caserón pretencioso y ya no tendría que volver a pensar en él nunca más.
Tampoco tendría que preocuparse por el dinero. Encima de su armario ropero, dentro de una caja de cartón, había un envoltorio de papel de estraza conteniendo miles y miles de libras: el paquete de aquel individuo de la navaja barbera que tanto había aterrorizado a Timothy Bright. Ya no viajaría a ninguna parte. Los Bright habían recuperado su dinero y Phoebe tenía un novio en puertas. Ella seguiría viviendo en la granja mientras Lennox les sacaba a las autoridades hasta el último penique por la destrucción de The Middenhall.
Pero… ni por asomo pensaba asistir a la boda de Phoebe. Ella se lo pediría, sin duda, y que fuera su dama de honor. Marjorie se estremeció al pensarlo. Sería una boda fastidiosamente ruidosa y, en cualquier caso, ella ya no estaba para hacer de dama de honor de nadie. Ni envidiaba a Phoebe. Seguiría siendo lo que era ahora y lo que siempre desearía ser: una mujer independiente. No tenía la más mínima intención de casarse, ni aunque la mataran. Ya había demasiados Midden en el mundo para ponerse a hacer más. Y el mayor que se quedara en la casa, si quería. Era un hombrecillo patético, ciertamente, pero no le vendría mal para ayudarla en la casa. Sin embargo, dudaba que quisiera quedarse. La afición del mayor por la vida del arroyo (nostalgia del fango la había oído llamar una vez, aunque en su caso era menos del fango que de la basura) acabaría llamándolo.
El viejo Humber acababa de dejar atrás Six Lanes End cuando Marjorie vio acercarse a ellos una figura andrajosa y mugrienta. Paró el coche para preguntar si podía prestarle alguna ayuda.
—Muy amable de su parte, señora. Estoy tratando de encontrar el camino de Piccadilly Circus, pero por aquí nadie parece saberlo.
Era «Búfalo» Midden y el barro, en su caso, era de verdad.
—Suba —dijo Marjorie—. Precisamente voy en esa misma dirección.
A su lado, el mayor MacPhee empezó a farfullar una protesta. Pero ella la cortó de raíz:
—Cierra el pico. Cierra el pico o bájate del coche y camina.
El mayor se calló. Ya había caminado bastante aquel día. Para cuando llegaron al patio de la granja, Marjorie sabía ya que jamás podría librarse de los viejos estúpidos y de sus locas fantasías. Pero, como era una mujer amable y de buenos sentimientos, no le importaba. En cierto modo, era su vocación.