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La escena que recibió a Lennox Midden a su llegada a The Middenhall —aunque recibir no es el término más adecuado: tuvo que recorrer a pie el último kilómetro hasta la finca, por el embotellamiento del tráfico— no era nada tranquilizadora para un abogado decente de una ciudad pequeña que se había levantado pocas horas antes con la ilusión de competir en el campeonato anual del Urnmouth Club de Golf. Allí no se veían por ninguna parte los cuidados greens, las anchas calles despejadas de los hoyos, la divertida camaradería de la casa-club entre hombres convencidos de que lanzar bien lejos una pelotita blanca da sentido a la vida. Entre aquel confortable mundo y lo que estaba sucediendo en The Middenhall se abría un foso enorme, un abismo. Había retazos verdes entre la humareda, donde el césped bajaba hasta la orilla del lago, pero distaban mucho de parecer bien cuidados: bloques de hormigón arrojados desde las almenas y las torretas decorativas del tejado yacían empotrados en la hierba, y entre ellos, de vez en cuando, el patético cuerpo de un policía herido o muerto. Furgonetas aplastadas y coches patrulla ardiendo violentamente en la avenida. El amplio mirador ardía también, mientras la mole del gran edificio vomitaba volutas de humo entre las llamaradas que surgían de pronto de sus profundidades como un volcán en erupción.

A cualquier superviviente alemán del asalto final de Stalingrado por las tropas rusas, o a un militar norteamericano que contemplara la devastación bárbara e innecesariamente infligida al convoy iraquí al norte de la capital de Kuwait, le habrían parecido familiares aquellas imágenes y olores. Pero no a Lennox Midden, que se presentaba allí con sus pantalones bombachos de golf. Nunca antes se había hallado en presencia de la muerte y la destrucción a semejante escala, y a cada paso que iba dando, primero por la carretera y luego en la avenida de acceso, se acrecentaba su horror: especialistas en traumas infantiles que corrían en desbandada; policías heridos; prostitutas repelentes pero decididas con los rostros ennegrecidos por el humo; pastores alemanes enloquecidos con las colas humeantes y los bigotes totalmente quemados; «Búfalo» Midden irreconocible bajo su capa de estiércol de cerdo pero aún deseoso de saber el camino para llegar a Piccadilly Circus… Todo ello iba debilitando la fe de Lennox Midden en los valores de su sociedad suburbana.

Para cuando llegó al final de la avenida, donde se habían reunido los bomberos a observar respetuosamente el fuego que habían venido a apagar, se habían apagado también las esperanzas del abogado. No había nada que salvar de The Middenhall. Trozos de los pisos superiores seguían desplomándose aún a intervalos en el infierno de debajo, levantando nubes de polvo y humo. El hedor era horrendo. Incluso para Lennox resultaba obvio que allí se había quemado algo más que la caprichosa mansión de su bisabuelo. El tufo a barbacoa de parientes, de unos Midden llegados de África, de la India y de otros lugares lejanos y turbulentos, y que habían creído encontrar en la casa un retiro cómodo y seguro para su jubilación, apestaba la atmósfera de aquella mañana de verano.

Lennox Midden no lo entendía en absoluto pero, siendo como era abogado, buscaba ya a su alrededor alguien a quien responsabilizar de todo aquello. Y demandar. Se enteró de lo que necesitaba saber a través de Frank Midden, el de la granja de avestruces, que con gran sensatez había saltado por la ventana de su dormitorio para rodar por el tejadillo del mirador y aterrizar finalmente en el techo de una furgoneta de la policía.

—Lo empezaron esos malditos bastardos —gimió, señalándole el cuerpo de un tirador de la policía uniformado con su mono negro. Ahora cojeaba también de su otra pierna, pero le daba igual—. Llegaron como locos por la avenida en sus furgonetas, y se pusieron a disparar contra todo bicho viviente. Los vi matar a la señora Devizes, que se asomó a la ventana de su habitación y se limitó a preguntarles qué estaban haciendo. Supongo que ya nunca lo sabrá la pobre.

—¡Pero son policías! —dijo Lennox, que ya había visto los distintivos en las furgonetas—. Deben de haber tenido alguna razón para empezar a disparar.

Frank Midden no podía creerlo.

—¿Razón? ¿Policías? Si ésos son policías británicos, ¡me vuelvo a Suráfrica! Los que tenemos allí son bastante malos, ¡pero estos bastardos…!

No encontró palabras para expresar lo que pensaba de ellos, pero Lennox Midden no necesitaba oír más. Si la comisaría de Twixt y Tween había sido responsable de aquel criminal atentando contra personas y propiedades, tendría que pagar por ello. Lennox pensaba, sobre todo, en la propiedad: una casa que había costado una fortuna, para la que nunca hubiera podido encontrar comprador y que ahora, reducida a cenizas, alcanzaba un valor incalculable. Los Midden muertos lo acrecentarían. Pero su mente legal, afilada a la perfección por años de litigar en asuntos de indemnizaciones por daños y perjuicios, ni siquiera comenzaba a imaginar hasta qué punto incidiría en aquella valoración la desgraciada suerte de aquel grupito. O, como se lo dijo a Marjorie Midden al encontrarla en la granja colgada todavía al teléfono, con una ironía que poco podía suponer cuan exacta era:

—¡Qué suerte más negra!

La señorita Midden se reservó sus pensamientos. No tenía idea de cuál había sido el detonante de los catastróficos sucesos de aquella mañana, ni de por qué «Búfalo» se había puesto a disparar su rifle; pero, fuera lo que fuese, sentía una macabra gratitud. La maldición de The Middenhall se había roto.

Como las gafas del inspector Rascombe. Y no es que las necesitara para ver confusamente —sus ideas eran ya bastante borrosas de por sí— que era en buena parte responsable de la destrucción de un gran edificio, de las muertes de, como mínimo, media docena de tiradores de los comandos de intervención rápida de la policía y, si debía dar crédito a su olfato, de algunos de los anteriores ocupantes del maldito caserón. Por eso, mientras se arrastraba por el barro tratando de salir del lago artificial en que había buscado refugio, comprendió que su carrera como oficial de policía se había acabado. ¡Sólo Dios sabía lo que diría el comisario jefe al enterarse de aquel descalabro! Y, a juzgar por el ruido de varios helicópteros sobrevolando el lugar, probablemente se habría enterado ya y estaría buscando con saña una cabeza de turco… (Una no…, la suya). La única esperanza del inspector —muy leve, aunque muy sincera— estribaba en que a sir Arnold Gonders le hubiera dado un ataque de apoplejía o un infarto fatal.

En realidad, el comisario jefe no tenía idea de lo que el avieso destino le reservaba aquel domingo. El hecho de encontrarse en Boggington, a unos cincuenta kilómetros al norte de Tween, compartiendo con los feligreses de la iglesia del Santo Sepulcro los dones de sus coloquios con Dios, lo libró momentáneamente del conocimiento de los hechos. Los dones en cuestión consistían sobre todo en una serie de admoniciones que hacían que Dios se pareciera a la Gran Dama arengando a los suyos.

—Yo os digo —anunció desde el púlpito— que, a menos que mantengáis las garantías de la libre empresa y la libre iniciativa, os veréis atados a las obras de Satanás. Nuestra misión en este mundo es aumentar ese bien que ya es el amor de Dios con el disfrute de la libertad de empresa, rechazando el plato de lentejas que nos ofrece el Estado de bienestar para arrebatarnos una urgencia que hemos de sentir siempre. Esa urgencia, queridos hermanos y hermanas en el Señor, es la de cuidar de nosotros mismos como individuos, para evitar así al resto de la comunidad que tengan que cuidarnos por la vía de los impuestos. Esta misma semana me ha llenado de ánimos ver cuántos grupos de vigilancia y comisiones de vecinos se han formado para complementar el espléndido trabajo que está haciendo la policía en todas partes y, en particular, los hombres que tengo a mis órdenes. Yo no tengo muy a menudo la suerte…, la oportunidad, diría mejor…, de llevar a cabo la obra de Dios de la forma que Él quiere que lo haga; esto es, como lo hacéis vosotros animando a otros a librarse a sí mismos de los grilletes de la pasividad y el conformismo, y saliendo a la luz para mostrar a quienes son menos afortunados que vosotros cómo es posible conseguir las bendiciones, positivas y activas, de la salud, la riqueza y la felicidad. Esto no significa que debamos resignarnos a las necesidades sociales o a lo que llaman privación. Todo lo contrario: hemos de conseguir todo cuanto podamos de nosotros mismos, de nuestra riqueza y de nuestras dotes para los negocios. Como el Señor me ha mostrado, hay tantos triunfadores en el camino de los cielos como dadivosos en la resbaladiza carretera que lleva al infierno. Porque una cosa es dar una moneda a un pobre y otra muy distinta mendigar uno mismo. Por eso os digo, mis queridos amigos: ayudad a la policía en la medida de vuestras fuerzas en la prevención del crimen y la prosecución de la justicia, pero jamás olvidéis que el camino recto pasa por serviros a vosotros mismos, y no al revés. Y ahora, hermanos, oremos al Señor.

Enfrente de él, los fieles de la congregación inclinaron solemnemente sus cabezas mientras el comisario jefe, en un alarde de retórica, pronunciaba una oración por el éxito de la campaña contra los robos de coches y otros asuntillos afines. Fue realmente una gran pieza oratoria.

—Pienso que ha equivocado usted su vocación, sir Arnold —le dijo el ministro, luego, al despedirse—. Tal vez cuando decida dejar esa magnífica labor que está desempeñando como comisario jefe sienta usted la llamada al ministerio. ¡Hay muchas oportunidades para un hombre de su talento!

—No lo dudo —respondió sir Arnold, a quien no le hacían ninguna gracia las alusiones a su retiro—. Pero me veo más bien en un papel mucho más humilde, reverendo: como un pobre pecador que se goza en lo más íntimo de su corazón llevando el mensaje del Señor a…

—Lo comprendo, lo comprendo, sir Arnold —dijo el ministro, tratando de cortar el torrente oratorio del comisario jefe antes de que se desbordara otra vez—. Un sermón espléndido. Espléndido —repitió, y se alejó para atender a otro de sus feligreses.

Sir Arnold terminó de bajar la escalinata para dirigirse a su coche. De regreso a Sweep’s Place iba pensando en cómo haría mejor uso de aquella fortaleza moral que el hablar de Dios estimulaba siempre en él.

«Esto debería poner término a las desgracias, como le pasó al buen Job», pensó. «Dios no va a querer comprometer mis esfuerzos por mantener la ley y el orden».

Su esperanza no duró mucho. Al poner la radio del coche captó un avance de noticias que estuvo a punto de hacer que se estrellara contra una marquesina de autobús:

«La batalla en The Middenhall, tras la operación policial desarrollada esta mañana, ha concluido ya. El edificio está ardiendo y ha habido una enorme explosión. Las bajas de la policía ascienden a nueve muertos. No se conocen cifras relativas a los ocupantes de la mansión. Seguiremos facilitando nuevas informaciones a medida que nos sea posible».

El comisario jefe detuvo el coche en el arcén de la carretera y se quedó mirando fijamente el aparato de radio. ¿Nueve polis muertos? ¿Nueve de sus muchachos? ¡Imposible! ¿Y que ya no eran sus muchachos, ni muchachos siquiera, sino unos cadáveres…? ¡Condenación! ¡Y aquel cerdo quejica de Job pensaba que había caído sobre él la desgracia! Pero sir Arnold comprendía ahora por qué Job había maldecido el día…, y lo maldijo también él. El día en que había tenido la ocurrencia de nombrar a aquel jodido memo de Rascombe jefe de la Brigada de Represión de Delitos Mayores. Ése fue el día que maldijo. Y a Dios, por supuesto, por haber creado a Rascombe, para empezar. Tendría que haber tenido más sentido común… Porque, incluso cuando Rascombe no era más que un espermatozoide, seguro que fue posible determinar que no tenía los sesos de un…, bueno, de un simple espermatozoide siquiera. ¿Y qué estúpido óvulo lo invitó a pasar? Debió de haber estado fuera de sus cabales el jodido óvulo… Si él, sir Arnold Gonders, hubiera tenido las posibilidades de Dios, le habría retorcido el cuello al maldito espermatozoide y arrojado a la calle de un puntapié aquel óvulo retrasado mental. Y en el caso de no haber podido hacer eso —porque, pensándolo mejor, tal vez hubiera sido bastante difícil—, jamás hubiera dudado en emplear una aguja de hacer media para acabar con aquella infame pareja. O, mejor aún, le habría aplicado un lavado uterino a la señora Rascombe, con Harpic o Domestos, con cualquier cosa que la obligara a pensárselo dos veces antes de volver a meterse en la cama con el condenado Rascombe padre.

Sentado en su Jaguar a las afueras de uno de aquellos pueblos mineros de Twixt y Tween que tan despiadadamente había contribuido a convertir en un foco de desempleo, el comisario jefe contemplaba el radiante día veraniego de forma muy distinta a como lo veía el resto de la gente. Para él era un día nublado, con grandes nubarrones de tormenta negros y amenazadores…, tan negros y amenazadores como la hilera de casas de mineros, pequeñas, miserables, con latas de cerveza vacías en las cunetas de la calle. Algunas tenían las ventanas tapadas con maderas y en otras vivían hombres sin recursos que jamás volverían a trabajar, o viejos con los pulmones destrozados por la silicosis, y una chiquillería salvaje. Pero incluso en aquellas casuchas gozarían con la caída del hombre que había ordenado a sus agentes romper las Kneas de sus piquetes de huelga y, de paso, cuantas cabezas encontraran, ¡y al diablo las consecuencias! Los bastardos de aquellos cuchitriles saldrían probablemente a la calle para celebrar su destitución y beber a su desgracia hasta caer borrachos.

El comisario jefe aceleró para dejar atrás aquella horrible visión de su futuro. Abrigaba muchas ilusiones sobre muchas cosas, pero conocía a sus amigos y aliados políticos. Los Bload, los Serve, los jodidos y encumbrados magnates a los que había prestado ayuda, como Pullborough, el magnate de la Compañía de Aguas, lo dejarían caer como una patata caliente…, como una mierda de perro, mejor dicho. Amigos todos ellos para los vientos favorables, y ahora el suyo soplaba de contra. En su imaginación estaba diluviando ya y las rachas del temporal azotaban su cara. Otro avance de noticias. Las bajas de la policía ascendían a trece y el número de víctimas en The Middenhall se cifraba de momento en unas diez. Los comandos de intervención rápida ni siquiera habían sabido disparar certeramente. Aún no había sido posible localizar al comisario jefe, pero su segundo, Henry Hodge, entrevistado en su propia casa, había admitido que ignoraba que se hubiera autorizado una incursión armada en The Middenhall. Era su primera noticia.

—¡Estúpido mamón! —gritó a la radio el comisario jefe—. ¿No podía haberse limitado a decir «Sin comentarios»?

La pregunta era ociosa. Hasta sir Arnold podía entenderlo. El muy cerdo quería su puesto y por eso lo dejaba atascado en la mierda y le cargaba el muerto. Ahora sí que ni podía soñar en llegar a su casa de Sweep’s Place: estaría rodeada de periodistas y de los tipos de la BBC con sus cámaras y micrófonos que siempre andaban pidiendo su cabeza. Bien…, esta vez lo habían logrado. Con la maligna astucia de una rata acorralada, sir Arnold buscó una forma de escapar de la trampa en la que se encontraba. Y la encontró: una enfermedad violenta. En algún momento de su vida sórdida y brutal había oído decir que ingiriendo el contenido de un tubo de pasta dentífrica se conseguían algunos síntomas horribles y aparentemente auténticos. Paró, pues, delante de un supermercado abierto y compró dos tubos de tamaño familiar de diferentes marcas, por si una fallaba, y una botella de tónica. Lo encontrarían sin conocimiento dentro de su coche en algún lugar próximo al hospital general de Tween —no quería arriesgarse a morir—, al que se apresurarían a llevarlo para aplicarle un tratamiento de urgencia.

Con las renovadas fuerzas que le daba su determinación, el comisario jefe condujo hasta Tween y, tras aparcar el coche a las puertas del hospital, se las arregló como buenamente pudo, y con enorme dificultad, para tragar la pasta de los tubos entre sorbo y sorbo de tónica. Fue una ocurrencia que en seguida lamentaría. Porque el efecto fue casi instantáneo. Y horrible. Salió del Jaguar tambaleándose y se desplomó en la calzada. No estaba fingiendo. Ignoraba que tenía una úlcera, y ahora lo sabía…, con creces. O tal vez se trataba de alguna otra cosa. Una hernia de hiato no era… Pero quizá sí una intoxicación por flúor. ¡Dios santo! No se le había ocurrido pensarlo. Mientras se arrastraba hacia la entrada del hospital, supo que iba a morir. Tenía que estar muriéndose. ¡Maldita la hora en que había tratado de simular una enfermedad tomando en serio todas aquellas bobadas acerca de la pasta de dientes, que ahora salía a borbotones por entre los suyos! Había cometido un terrible error.

Una hora más tarde tuvo la evidencia de la enormidad de aquel error por más de un concepto.

—Es la primera vez en mi vida que sé de un intento de suicidio con pasta de dientes —dijo el médico que le había practicado el lavado de estómago—. Debe de haberse vuelto loco.

Esta opinión fue compartida en Whitehall. Y hay que decir que el primer ministro, que había visto por televisión el infierno desencadenado en The Middenhall (aquellos helicópteros habían prestado un excelente servicio a los medios de comunicación) y que gustosamente hubiera estrangulado a sir Arnold con sus propias y menudas manos, se quedó atónito al saber que seguía vivo a pesar de haber intentado suicidarse tragando dos tubos de pasta de dientes, por lo menos.

Y se quedó asimismo aterrorizado al enterarse, por el jefe de los servicios de Inteligencia de Interior, que el grupo especial enviado desde Londres para investigar el contenido de la casa de Sweep’s Place había encontrado montones de cintas de vídeo grabadas en un burdel y protagonizadas ampliamente por destacados miembros del partido local, prominentes hombres de negocios y notables contribuyentes a los fondos de la organización central del partido. Había aparecido también gran cantidad de información muy delicada en el disco duro y la base de datos del ordenador de sir Arnold.

—Tendrá que irse —le dijo al ministro de Interior—. No hay discusión que valga. No mantendré a un individuo tan corrupto en un puesto de gran responsabilidad. No quiero.

Era una afirmación demasiado tajante para venir de una persona tan débil. Pero el ministro de Interior no tenía la menor intención de oponerse al primer ministro: también a él le habría gustado estrangular al comisario jefe; y no sólo por la que había armado en The Middenhall, sino, a un nivel más personal, por la faena que le había hecho a él mismo. Alguien debería haberle puesto en guardia contra aquel establecimiento de Urnmouth y prevenirlo de que podría ser filmado en su papel de Marlene Dietrich. Para decirlo en términos suaves, el futuro de sir Arnold Gonders no iba ser placentero.

—Pero, por otra parte, no debemos zarandear demasiado la nave del partido local —prosiguió el primer ministro.

Era, en verdad un hombre muy débil. El ministro de Interior no podía avenirse a tantos miramientos. Él habría torpedeado la maldita nave y ametrallado a los sobrevivientes. Estaba de muy mala leche.