Marjorie Midden no se sorprendió demasiado al escuchar los estampidos de unos escopetazos provenientes de la casa grande. Aquel viejo loco, «Búfalo», había presumido con frecuencia de que enseñaría a los arrapiezos de la ciudad a seguir el rastro de los animales por sus pezuñas, a matar cosas tales como rinocerontes desde novecientos metros de distancia y, en general, a ser hombres. Era, sin duda, lo que estaría haciendo. Dio, pues, media vuelta en la cama y siguió durmiendo. Había regresado de Londres muy tarde, bien pasada la medianoche, y le apetecía quedarse echada un rato más. Por otra parte, cualquier cosa que hiciera «Búfalo» Midden no era asunto suyo. Sin embargo, el rugido de los motores de las furgonetas del grupo de asalto mandado por el SS Standartenführer Sigismund Rascombe al pasar a toda velocidad por delante de la granja pareció sugerir que estaba sucediendo algo muy extraño. Marjorie se puso una bata y bajó a la cocina, donde se encontró al mayor contemplando recelosamente por la ventana de detrás la Union Jack, que flameaba en el mástil por encima de las copas de los árboles.
—«Búfalo» —comentó simplemente Marjorie mientras ponía a calentar la leche—. Probablemente será ese viejo idiota jugando a los boy scouts a sus años. Para mí que se cree Baden-Powell.
Pero el mayor no estaba tan seguro. Su experiencia de la vida militar podía ser ampliamente imaginaria y de segunda mano, pero sabía lo suficiente para observar que la dirección del disparo y su intensidad daban a entender que, lejos de estar demostrando a los chicos de la misión lo que podía hacer un Lee Enfield ante la carga de un rinoceronte u otro animal por el estilo, «Búfalo» Midden les disparaba a ellos. Lo cual era excusable —el mayor se había visto sorprendido en cierta ocasión por un grupito de aquellos salvajes mientras se masturbaba contemplando sus tiendas de campaña, y no les tenía mayor simpatía que los moradores de la casa grande cuyas habitaciones habían revuelto y saqueado a veces—; pero disparar a esos pequeños bastardos era llevar las cosas demasiado lejos. Lo alarmó particularmente ver la columna armada de Rascombe. No la componían los carros blindados que imaginara el detective inspector, pero había tal urgencia en su avance que la sensación de autenticidad era neta y manifiesta. Y el mayor MacPhee sabía reconocer una furgoneta de la policía cuando la veía. Demasiadas veces había tenido que viajar dentro de una de ellas.
Su alarma fue en aumento al advertir entre las furgonetas una de mayor tamaño que llevaba pintado en sus costados el emblema de la sección de perros policía. La idea de que lo que fuera a suceder en The Middenhall requiriera la intervención de tantos perros como parecían caber en el vehículo no era nada tranquilizadora. Porque el mayor MacPhee tenía pánico a los perros. En una ocasión había sido mordido en el tobillo por un Jack Russell, y la experiencia le resultó atroz. El pensamiento de ser atacado por una jauría entera de perros policía lo llenaba de profunda aprensión.
Semejante posibilidad jamás se le había ocurrido a la señorita Midden y, de ocurrírsele, no la hubiera inquietado en absoluto. Lo que la preocupó de verdad fueron los gritos agónicos que la brisa traía a ráfagas desde The Middenhall. Abrió la puerta de detrás y prestó atención. El tiroteo arreciaba otra vez. Y los gritos. Cuando cerró la puerta estaba sumamente pensativa.
—¡Oh, querida…! ¿Qué vamos a hacer? —preguntó el mayor MacPhee—. Ocurre algo terrible. Espantoso, espantoso de veras… Alguien dispara, y la policía…
—Tú prepara un té bien cargado —ordenó Marjorie—. Y tranquilízate. Voy a hacer una llamada por teléfono.
—Pero la policía está aquí… —empezó a decir el mayor. Ella, sin embargo, estaba ya al teléfono marcando el número de su primo Lennox, el abogado de la familia.
—Me tiene sin cuidado que estés a punto de salir para jugar al golf, Lennox —le replicó cuando Lennox comenzó a quejarse y a decir que no podría ir en seguida, que era el campeonato anual de Urnmouth, y…—. No, mañana no será igual. Tampoco sabría decirte lo que ocurre, pero se ha presentado en la casa un convoy de la policía con perros, y hay un tiroteo tremendo… Sí, un tiroteo he dicho… Rifles. Si quieres, abro la puerta para que puedas oírlo por ti mismo. —Acercó el teléfono a la puerta abierta y miró al exterior justo a tiempo para ver pasar los primeros minibuses de las terapeutas de la Protección de Menores. Los rostros ceñudos y preocupados de las mujeres que viajaban dentro la impresionaron vivamente—. ¡Que me den por…! —exclamó.
—¿Queeé? —preguntó Lennox asombrado—. ¿Cómo has dicho? No, no lo repitas. Lo he oído perfectamente.
—¿Y los disparos y los gritos?
Lennox Midden afirmó haberlos oído también. Dijo que estaría allí lo antes posible. Marjorie colgó el teléfono y se puso a reflexionar otra vez. Tenía que hacer algo con Timothy Bright: sacarlo de la casa, por ejemplo, antes de que el departamento de investigación criminal iniciara en serio una investigación sobre lo que ocurría en The Middenhall, fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo. Regresó al teléfono y esta vez llamó a Carryclogs House.
—Quisiera hablar con la señorita Phoebe —le dijo a la chica, que era como el general había insistido en llamar siempre a Dora, la vieja ama de llaves.
—La señorita Phoebe ha ido a misa —la informó ésta—. Debe de estar a punto de volver.
Marjorie le dio las gracias y subió al piso para convencer a Timothy de que debía irse en seguida a Carryclogs. No hubo de recurrir a la persuasión. Lo que había oído y veía ahora desde su ventana de la antigua habitación de los niños lo había convencido de que se habían presentado los tipos de las navajas barberas dispuestos a hacerlo picadillo. No podía ocurrírsele ninguna otra explicación. Y el mayor accedió muy gustoso a acompañarlo. No le habían hecho ninguna gracia las miradas de aquellas mujeres de los minibuses, ni ahora, como tampoco a Marjorie, la procesión de coches que bloqueaba cada vez más la salida a la carretera desde la granja.
—No voy a poder sacar el coche a la carretera —observó el mayor. Marjorie asintió.
—Pues entonces tendréis que dar un paseo. El ejercicio os sentará bien a los dos —sentenció—. Yo me quedaré aquí a defender el fuerte.
La metáfora era muy oportuna. Cuando el mayor y Timothy empezaron a caminar a campo traviesa, los ecos de la batalla aumentaron. «Búfalo» Midden había abierto fuego desde la ventana de un dormitorio y luego se había retirado al otro extremo del edificio tratando de acertar al bastardo escondido detrás del coche de cabeza. Viendo que no lo conseguía, intentó darle a aquel maldito walkie-talkie del suelo que el otro se esforzaba en alcanzar. Desde la saetera del torreón este, apuntó cuidadosamente e hizo fuego. El walkie-talkie estalló en mil pedazos, algunos de los cuales saltaron a la cara del inspector Cecil Rascombe y le rompieron las gafas. Aislado del resto del comando de intervención rápida y de la realidad, el hasta entonces SS Standarten-führer se hizo el muerto. Como si lo estuviera en efecto. Porque estaba a punto de suceder algo mucho más catastrófico.
Fue una pequeñez, pero sus consecuencias iban a ser inmensas. El caso es que, en la fría oscuridad de la bodega, adonde había ido a refugiarse con el resto del personal doméstico interno, la cocinera era la única consciente de que, en su huida, había dejado al fuego dos grandes sartenes conteniendo una generosa cantidad de lonchas de panceta. Porque, por ser domingo y porque algunos de los residentes, ¡al diablo el colesterol!, insistían en desayunar huevos fritos con panceta, y pan frito y champiñones, estaba preparándoles el desayuno cuando «Búfalo» empezó a disparar. Pero ni siquiera ella, mujer perspicaz aunque no demasiado buena cocinera, imaginaba la cantidad de humo que podrían llegar a producir dos libras de panceta escasamente veteada —el difunto doctor Joseph Midden, que yacía ahora con la difunta señora Midden en el alféizar de su dormitorio, había mantenido siempre por razones médicas más que dudosas que el tocino era excelente para el útero y elegía siempre para su mujer las lonchas más grasas— al rebasar el punto óptimo de fritura en una cocina de gas propano. Ni qué llamas.
Y fue una irresponsabilidad muy censurable, por parte de la chica que había venido de Stagstead a echarle una mano en la cocina, haber puesto la alcuza que contenía el aceite de las patatas fritas junto a las sartenes. Así, cuando el humo de la panceta llenaba ya por completo la cocina, el aceite se sumó a la fiesta y hubo una llamarada que acompañó el primer fragor de lo que en adelante se conocería como el holocausto de The Middenhall.
Inclusive entonces la situación hubiera podido remediarse. Pero no fue así merced a la bienintencionada intervención de la señora Laura Midden Rayter, quien se abrió camino a través del humo con extraordinario valor y desconocimiento absoluto de lo que ocurriría si arrojaba un cubo de agua a un aceite de patatas fritas en llamas. Pronto lo averiguó.
Esta vez nadie pudo dejar de oír el rugido de la puesta en órbita de nueve litros de aceite ardiendo. La amplia y fregoteada mesa de trabajo de la cocina participó en la conflagración, y al minuto siguiente ardían también los armarios y estantes. La señora Laura Midden Rayder, que en su intento de escapar dejó abierta la puerta que comunicaba la cocina con el salón, aún pudo echar un último vistazo a los tapices que «El Negro» Midden había empleado para decorar las paredes forradas de madera del comedor y que ya empezaban a arder con toda la rapidez que merecían las escenas representadas en ellos.
En la planta de arriba, diezmados por los disparos de los tiradores de la policía, algunos de los cuales habían conseguido escapar de detrás de la rocalla para ganar la relativa seguridad de los árboles a uno y otro lado del caserón, varios Midden coloniales, aterrorizados, trataban de llegar a la gran escalera de roble antes de que lo impidiera la humareda. Y las llamas. No lo consiguieron. La moqueta de los peldaños se quemaba ya y el calor en la sala de estar era demasiado intenso. Sobre la chimenea, el gran retrato al óleo del «Negro» Midden, pintado por Sargent, mostraba una anticipación del infierno. Él, que jamás había sido un hombre de facciones agradables y ni remotamente bellas a pesar de la maestría cosmética de Sargent, mostraba ahora en su retrato una expresión realmente infernal. Pero ninguno de los huéspedes de la casa se detenía el tiempo necesario para contemplarlo. Su deseo de escapar de The Middenhall superaba con creces la insistencia en conseguir alojamiento manifestada el día en que llegaron allí. Nadie les había negado entonces el ingreso. Pero salir ahora era harina de otro costal. Cuando las llamas se extendían por toda la planta baja e incluso ardía la mesa de billar, se dirigieron a las escaleras que conducían al segundo piso y subieron por ellas. Fue un movimiento insensato. Tan sólo Frank Midden, antiguo criador de avestruces en El Cabo, que estaba algo cojo, tuvo el buen juicio de dejarse caer rodando por el tejadillo del mirador. No le importaba recibir un tiro: era mejor que quemarse vivo en aquella espantosa casa.
Por encima de él, en una de las torretas del tejado, el propio «Búfalo» estaba llegando a la misma conclusión. Una llamarada, una auténtica bola de fuego que emergió con un tremendo fragor, lo puso sobre aviso…, en la medida en que existiera algo capaz de obligar a reflexionar a aquel viejo loco, a reflexionar cuerdamente, claro…, dándole a entender que sus enemigos estaban empleando un nuevo y espantoso método para librarse de él. Tenía muy poco que ver con los métodos que él había previsto, pero demostraba cuan implacables eran los terroristas. Trataban deliberadamente de reducir a cenizas The Middenhall, buscando tal vez una especie de victoria propagandística como la voladura del jumbo de la Pan Am y, puesto que «Búfalo» había tenido alguna experiencia semejante en cierta ocasión había lanzado una manada de elefantes —a través de un campo de minas que había dispuesto él mismo con artefactos traídos de Mozambique, sólo para ver qué pasaba—, sabía perfectamente lo que era volar algo tan grande. O se lo imaginaba. Ahora bien…, a ese juego podían jugar dos, y él estaba dispuesto a hacerlo si era necesario, como empezaba a parecérselo, envidando un órdago. Y que se jodieran. Casualmente acababa de ver a dos de aquellos tipos con sus siniestros monos negros, que saltaban por una ventana envueltos en humo y corrían a ponerse a cubierto bajo el gran tanque de propano que abastecía de combustible a la casa para la calefacción y la cocina. Sacando, pues, una pistola Verey del morral en que llevaba las municiones, apuntó al tanque de propano. Pero se lo pensó mejor. No estaba seguro de cuál era el índice de penetración de una pistola Verey. Había visto, sí, lo que podía hacerle a un jabalí, y una vez, fingiéndose muerto, había abatido con aquel trasto a un buitre que se puso a volar en círculos esperando el momento oportuno de bajar y comer un bocado. Pero hasta para la mente simple y sanguinaria de «Búfalo» había una gran diferencia entre jabalíes o buitres (feos bichos ambos) y tanques de propano. Sería más prudente —¿prudencia?… ¡Señor!— agujerear primero el tanque con el rifle y después disparar el proyectil de la Verey al lugar por donde se produciría el escape de gas. Mucho mejor. Un bombazo, y a la mierda todos.
De hecho, el bombazo resultante, que se oyó hasta en Tween, tuvo todas las características combinadas de un trueno y la explosión de una refinería de petróleo. Algo semejante a la voladura del edificio gubernamental de Oklahoma ocurrió en la trasera de The Middenhall. Incluso a Phoebe Turnbird, que acogotaba al sometido Markin con una llave que ocasionalmente lo alzaba del suelo, la impresión la sobresaltó. Otros tuvieron menos suerte, porque la explosión hizo saltar sobre ellos grandes trozos del edificio. Dos grandes columnas corintias de las que ornamentaban la fachada se partieron y se desplomaron sobre algunos de los coches y furgonetas de la policía estacionados en la avenida de acceso —fue en este momento cuando el detective inspector Rascombe cayó en la cuenta de que sus máximas prioridades no tenían nada que ver con el rescate de chavalines a punto de morir degollados y corrió a zambullirse en el lago—; una falsa chimenea Tudor de grandes proporciones salió disparada hacia el techo y lo atravesó con facilidad —el calor de la bola de fuego de la cocina había reblandecido las planchas de plomo—; y varias componentes del equipo de terapeutas de la Protección de Menores tuvieron motivos de verdadera preocupación sin que sus camaradas se preocuparan en absoluto de ellas, pues corrían avenida arriba gritando histéricamente, acosadas por perros policía alemanes enloquecidos, cuyos amables cuidadores, en atención al calor reinante dentro de la furgoneta, habían decidido dejar sueltos.
Sólo las prostitutas mantuvieron el tipo e hicieron algo útil. Ya habían visto antes en acción los perros policía y, como eran incultas y estaban de heroína hasta el moño, no les preocupaban en absoluto. Pero se preocuparon y prestaron su ayuda a aquellas profesionales de la asistencia que las despreciaban —a las que se tenían en pie, por lo menos—, las alejaron de allí y vendaron sus heridas lo mejor que pudieron…, de resultas de lo cual algunas de las vendadas contrajeron el sida.
Los tiradores de la policía que poco antes habían ido a ocultarse detrás del tanque de propano ni se preocupaban de nada ni nadie se preocupaba de ellos. Aquello de «las cenizas a las cenizas, el polvo al polvo» resumía perfectamente su situación. Eran parte de la nube en forma de hongo que se alzaba de las ruinas del monumental mausoleo del «Negro» Midden. «Búfalo» Midden subió también con ellos pero, milagrosamente, de una sola pieza. Fue a aterrizar en un gigantesco montón de estiércol que había estado fermentando largo tiempo en el extremo más distante del huerto, de donde emergería media hora después sin tener una idea precisa de lo ocurrido y extrañado de la peste a cerdo y a socarrina que parecía ir desprendiendo. Se alejó de aquel infierno con paso inseguro, deteniéndose sólo para preguntar a un miembro del comando de intervención rápida, previamente muerto de un balazo del Lee Enfield, el camino para llegar a Piccadilly Circus.
—¡Cochino bastardo! —murmuró al reiniciar la marcha—. ¿Es que en este país no hay forma de que a uno le respondan civilizadamente?
A su espalda The Middenhall era una pira que se desplomaba lentamente sobre sí misma y sobre los demás infortunados Midden que encontraron en él su segundo hogar, con alojamiento y manutención gratis, y con el aliciente adicional de poder mostrarse tan groseros con el servicio doméstico como estaban acostumbrados a serlo en los trópicos. Quedaron, sin embargo, pocos sirvientes con los que ser groseros en el caso de haber sobrevivido. La cocinera, su hija y el restante personal de cocina se salvaron gracias a que reventó el depósito de agua que tenían encima e inundó la bodega. Pero aun así estuvieron a punto de perecer hervidos.
La llegada de una dotación de coches de bomberos no sirvió de ayuda. No pudieron pasar por culpa de los coches que bloqueaban la avenida y la verja de entrada. En cualquier caso, tampoco hubieran podido hacer nada. The Middenhall, aquella abominable construcción de ladrillo, piedra y mortero, aquel monumento a la vanidad imperial, la estupidez y el capricho, se había convertido ya en el mausoleo que «El Negro» Midden había querido que fuera, aunque no de la forma que él esperó siempre. Pasaría a la historia de Twixt y Tween. De hecho, ya había pasado a la historia en muchos aspectos. La gran mesa de billar —la pesada losa que fue lo único que quedó de ella— fue a desplomarse en la bodega, destruyendo los últimos vestigios de una excelente colección de oportos, claretes y vinos dulces de postre que él y sus sucesores habían reunido allí… y que los Midden coloniales no habían sido capaces de encontrar y beberse.
Y mientras todo esto sucedía, mientras el vórtice de aquel maremoto catastrófico engullía The Middenhall y a sus habitantes, la señorita Midden permanecía impasible, sentada en el recibidor de la vieja granja Midden y charlando, charlando insistente e incesantemente con una amiga del colegio de Devon, de cosas que no ocurrían a su alrededor en aquellos momentos: viejos recuerdos de otros tiempos, cuando ella y Hilda habían ido de excursión a Land’s End. Estaba montándose una coartada a toda prueba. Nadie podría decir jamás que había sido responsable de la destrucción de la odiosa casa que había destruido a su padre.