Rememorando los sucesos de aquel domingo, la señorita Midden solía decir que los comandos de intervención rápida, o comoquiera que se llamaran aquellos payasos, habían llegado en el momento preciso. No está nada claro a qué momento ni a qué precisión aludía, como no lo estuvo para ninguno de los que se vieron involucrados en lo que estaba ocurriendo a su alrededor, fuera cual fuese la naturaleza de aquello en que se vieron envueltos. Ni siquiera el agente Markin, que había sido testigo de casi todo lo que parecía haber sucedido desde el amanecer (no pudo ver lo que pasó o estaba pasando en la parte de detrás de la maldita casa, pero tuvo la intuición de que el maldito coche fúnebre iba a resultar útil, después de todo)…, ni siquiera él, cuando llegó la hora de las audiencias preliminares, pues hubo varias, y de someterse a un interrogatorio de lo más insistente y desagradable, pudo llevarse la mano al pecho y ofrecer bajo juramento una versión mínimamente lúcida de lo que había visto. Tuvo que admitir que se hallaba escondido debajo de un montón de hojas con una videocámara y un teléfono móvil (lo llamaron walkie-talkie en el tribunal, donde pasaron también una y otra vez los vídeos que había filmado), y que, aunque era un oficial de policía entrenado, inteligente y fiel cumplidor, todo aquello no le sirvió de nada o, tal vez mejor dicho, que él no sirvió de nada para todo aquello. En cualquier caso, que el asunto aquel no tuvo, no tenía y no tendría jamás el más mínimo sentido para él.
Según su declaración, un fulano viejo y en pelotas había salido de la casa para darse un baño en el lago, y… ¿cómo demonios iba a saber él que lo que había bajo aquel sombrero y dentro de aquel vestido blanco era una mujer? (Afortunadamente, Phoebe Turnbird no se hallaba en la sala en aquel momento concreto. Tenía otro compromiso. Dicho literal, aunque escuetamente). Y si a fulanos bajitos, gruesos y patosos con aspecto de clérigos les daba por pasearse con capas y extraños sombreros de teja, que él entonces no sabía aún que se llamaran así, cargados con mastodónticas Biblias encuadernadas en piel y grandes cruces de latón, y por embarcarse en botes para ser llevados a golpe de remo a través de lagos hasta donde aguardaba una multitud de críos que, según había sido informado oficialmente por su superior, estaban a punto de ser sodomizados y maltratados (lo cual era precisamente el motivo de su presencia allí)…, ¿cómo iba a saber él que se trataba de un auténtico cura, del deán del Porterhouse College, en Cambridge, un antiguo y acreditado centro educativo, etcétera?
Preguntado si necesitaba tratamiento psiquiátrico para superar el trauma, o si lo había recibido ya, respondió que no. Que lo único que podía aliviarlo era alejarse lo más rápidamente posible de la comisaría de Twixt y Tween para ocuparse en otro trabajo que no le exigiera valorar situaciones a las que en su momento no vio ni veía aún cabeza ni pies, inclusive admitiendo que aquella concreta situación pudiera tener cabeza y pies.
Sin embargo, el relato del agente Markin resultaba trabado y preciso, e infinitamente más perspicaz que el del detective inspector Rascombe, que fue quien precipitó el terrible desastre y el responsable de su resultado.
Hay que reconocer que, cuando aquella mañana se puso al frente de la columna de los comandos de intervención rápida en marcha hacia The Middenhall, el inspector Rascombe no era exactamente él mismo. Las noches en vela en el centro móvil de comunicaciones, los disparos de rifle atronando delante de él y la urgencia de su misión de rescatar a unos chavalillos a punto de sentir seccionadas sus gargantas en un altar por una reina/rey de las Tinieblas, o lo que hubiera bajo aquel vestido, suscitaron en el espíritu del inspector una nueva visión de su propia persona. Se vio a sí mismo, no ya como un simple inspector de policía miembro de la Brigada de Represión de Delitos Mayores, sino… (y en esto tal vez tuvo algo que ver un libro de Alan Clark que había leído últimamente, Operación Barbarroja, sobre la guerra en Rusia)… como el Standartenführer Sigismund Rascombe, del Waffen SS Sturmgruppe AQRT, cumpliendo órdenes del Ober-kommando der Wermacht de tomar al asalto The Middenhall o morir en el intento.
Malo tener una ilusión así; peor aún dejarse poseer por ella, como desgraciadamente ocurrió. Al detective inspector Rascombe no le faltaba el fervor fanático de un Standartenführer: más bien le sobraba para haber podido ser un obediente asesino de masas de las SS en Rusia, por mínima que fuera su graduación en el mando. En cualquier caso, no hubiera sido mejor. Pero habría sido un mal cocinero o mozo de equipajes: carecía completamente de inteligencia y de capacidad para organizar algo distinto de una gran catástrofe. En el presente caso, no tenía la menor idea de adonde conducía a sus hombres. Por no saber, apenas sabía dónde estaba The Middenhall. Jamás había visto el caserón: para él no era más que un punto en el mapa del servicio topográfico que tenía en la furgoneta prestada por la compañía de teléfonos (y aquí su imagen de Standartenführer se confundía con la del general Montgomery, que dirigía siempre sus operaciones desde una especie de caravana), y sus unidades de vigilancia no se habían molestado en intentar describírselo. Cierto que The Middenhall escapaba a cualquier descripción: hasta el mismísimo sir John Betjeman había renunciado a aquella formidable tarea y se había encerrado durante dos días en su habitación del hotel en Stagstead para recuperarse de la impresión sufrida tras contemplarlo sólo diez minutos desde el pie de la avenida de acceso. Así que cuando finalmente el inspector pudo ver el gran edificio con sus propios ojos, se encontró con que no era como había esperado que fuera.
Tampoco los comandos de intervención rápida que saltaban de sus vehículos armados hasta los dientes eran como se los había imaginado «Búfalo» Midden. Acababa justamente de izar su Union Jack en lo alto del mástil cuando se presentaron aquéllos y extrajo la peor de las conclusiones posibles: creía haber desbaratado el ataque de un grupo terrorista musulmán-sionista-negro-IRA, pero había pecado de exceso de optimismo. Los malditos volvían a la carga con refuerzos. «Búfalo», pues, inició una rápida retirada estratégica desde el tejado y marchó corriendo a su habitación para echar mano de su escopeta, un revólver y abundantes cartuchos para el Lee Enfield. Luego, para confundir a aquellos bastardos de allá abajo y desorientarlos acerca de su posición de tiro real, atravesó a balazos los neumáticos delanteros de los vehículos, perforó el radiador del que encabezaba la columna y se replegó al segundo piso, desde donde podía dominar las fachadas delantera y trasera del edificio pasando de una a otra de las torretas que guarnecían sus cuatro esquinas, convenientemente dotadas de saeteras. Nadie en su sano juicio, ni siquiera «El Negro» Midden en el colmo de su megalomanía, había supuesto jamás que aquellas saeteras tuvieran una finalidad militar: servían sólo de ornamentación en aquel disparate arquitectónico. Pero «Búfalo» Midden opinaba de distinta manera. En su desvarío, las veía perfectas para batir al enemigo. Mientras los tiradores del comando de intervención rápida corrían a ponerse a cubierto, metió un balazo a tres de ellos en diferentes partes del jardín y de su anatomía, y luego volvió su atención al grupo de rescate que intentaba llegar hasta donde seguía gimiendo el superviviente de la unidad de observación, parapetado en la pocilga. Para cuando acabó con ellos, había otros tres policías heridos detrás de aquel precario refugio, además de una octava víctima que «Búfalo» había cobrado por entre la rocalla.
Era el momento de cambiar de táctica. Bajó corriendo la escalera en curva que llevaba a la planta baja para hacer frente a cualquier terrorista que intentara infiltrarse por la cocina. No fue necesario. La cocinera y el resto del servicio doméstico se habían refugiado ya en la bodega, y los demás moradores de la casa, con la excepción de Consuelo McKoy, se apiñaban en los pasillos y en el salón preguntándose unos a otros qué estaba pasando. «Búfalo» Midden aumentó la confusión informándoles a gritos de que eran atacados por terroristas del IRA y que debían luchar hasta la muerte. La señora Devizes había muerto ya, aunque en la posterior investigación judicial hubo algún debate sobre si estaba combatiendo desde la ventana cuando fue abatida por un tirador de la policía, o si, corta de vista como era, simplemente se había asomado a ella para tratar de ver lo que ocurría. El tirador en cuestión no estaba allí para ofrecer su versión de los hechos, porque su instante de satisfacción había sido efímero: «Búfalo», disparando desde detrás del sofá de la biblioteca a través de la ventana abierta, lo alcanzó de lleno, y a continuación ganó el comedor auxiliar para meter otro balazo a una figura enfundada en un mono negro que trataba de colarse en la casa por la puerta trasera.
Mientras los cadáveres comenzaban a amontonarse —el señor Joseph Midden, el ginecólogo jubilado, había muerto cuando le preguntaba a un policía herido qué estaba haciendo tumbado allá abajo, y los esfuerzos de su mujer para evitar que cayera por la ventana fueron probablemente malinterpretados—, las fantasías militares del detective inspector Rascombe se evaporaron. Como gran parte de los efectivos de la brigada de intervención rápida. Los supervivientes del mortífero fuego de «Búfalo» habían buscado refugio en diversos lugares aislados del jardín, a la espera de lanzar un ataque conjunto contra los criminales habitantes de la casa, y el inspector se escondía acobardado tras el vehículo de mando, incapaz de coordinar la siguiente fase de la Operación Churumbel porque se le había caído el walkie-talkie en terreno batido y tenía el suficiente sentido común como para no tratar de alcanzarlo. Fue, pues, el agente Markin, desde la otra orilla del lago, quien emitió la llamada pidiendo refuerzos.
—¡Está ocurriendo una terrible matanza aquí! —aulló por su teléfono móvil—. ¡Los muchachos están cayendo como moscas! ¡Por amor de Dios, hagan algo!
Fue un error gritar. El deán acababa de decidir que sería prudente alejar de allí a los chicos de la misión y a la señorita Turnbird y buscar un lugar más seguro —le importaba un pimiento lo que pudiera ocurrirle a aquella loca del maillot plateado, si eso es lo que era—, cuando Phoebe oyó la petición de ayuda del agente Markin y sacó sus propias conclusiones sobre hombres vestidos con uniforme de camuflaje y escondidos bajo montones de hojas. Fueron tan erróneas como lo habían sido las del policía acerca de su sexo (o género, mejor dicho, porque, por una vez, esta palabra se aplicaba mejor a la naturaleza de Phoebe Turnbird; sexo no tenía), pero muy comprensibles dadas las circunstancias. Siendo la mujer valiente que era, que jamás en su vida de cazadora había permitido a su caballo negarse a saltar una cerca o un muro de piedra con una zanja al otro lado (un par que lo intentaron escarmentaron para siempre), Phoebe Turnbird lanzó contra el agente Markin todo su insatisfecho afán de tomar cumplida venganza de los hombres. La frustración sexual acrecentó su furia.
Fue una batalla desigual. A un policía medio asfixiado debajo de un montón de hojarasca y presa de un acceso de homofobia de lo más natural no se le puede pedir que dé lo mejor de sí mismo al ser atacado por una hercúlea mujer descendiente de una rama de los Turnbird que podía remontar su linaje a los tiempos sajones. Un Turnbird había combatido con Harold en la batalla de Hastings, y el mismo espíritu ancestral inspiraba ahora a Phoebe. Muerte o victoria. En realidad fue el agente Markin quien estuvo en un tris de morir. No es agradable ser pateado en la cabeza por una mujer de ocho arrobas y treinta y cinco años que habla con los espejos y escribe poesías antes de salir de su casa para convertir en un infierno la vida de los zorros y otras alimañas. Porque Phoebe Turnbird no tenía la más mínima duda de que aquella cosa oculta en la hojarasca era una sabandija. Si algo necesitaba para corroborar su condición rastrera, ahí estaba su miserable actitud rindiéndose sin ofrecer resistencia. Y el que no dejara de gimotear pidiendo que, por favor, no lo sodomizaran, que no quería contraer el sida, contribuía poco a la simpatía y el respeto de Phoebe por una criatura tan vil. Para sofocar el hedor de tanta bajeza, Phoebe Turnbird se arrodilló sobre el vencido y le obligó a hundir su ennegrecido rostro en la tierra húmeda. Alrededor de ambos contendientes, los muchachos daban gritos de ánimo…, momento aprovechado por Consuelo McKoy para llevarse hacia la espesura a uno de los mayores con la promesa de enseñarle algo que nunca había visto antes.
Pero era en la avenida de acceso a The Middenhall, bajo los castaños, donde se preparaban nuevos y más horribles acontecimientos. Las psicólogas y especialistas de la Protección de Menores estaban llegando en número asombroso. Procedían de todos los puntos del país, pues casualmente estaban celebrando en Tween un simposio dedicado a: «El esfínter anal: su importancia para diagnosticar casos de violación paterna». Llegaban junto con expertas en brujería escocesas, especialistas en sodomía provenientes del sur de Gales, asesoras en sexualidad oral infantil, consejeras de masturbación recíproca para adolescentes, algunas expertas en estimulación del clítoris, cuatro especialistas en vasectomía (mujeres) y, finalmente, quince prostitutas convocadas por las organizadoras del simposio para explicar a los asistentes qué era lo que de verdad deseaban los hombres. A juzgar por el común denominador de todas ellas, lo que los hombres deseaban era algo, sí, pero cualquier cosa que tuviera dos piernas, falda corta y una dentadura picada. A esto había que añadir otra que no hacía más que quejarse de su marginación social.
«Desfavor» fue la palabra clave del simposio. Los esfínteres estaban mal vistos, los sodomitas desfavorecidos… Había habido un largo debate sobre quiénes eran los más desfavorecidos de todos y, en conjunto, los sodomitas se alzaron con la palma, mayormente porque, a juicio de las delegadas, ratificado por la experiencia, los sodomitas no suponían (o no habían supuesto en sus casos) ninguna amenaza para las mujeres por debajo de los sesenta y cinco años. Consuelo McKoy hubiera podido contar otra historia. Lo que estaban dándole, o disfrutaba, bajo el denso seto que cercaba la finca no era ni mucho menos lo que había esperado. El muchacho de Isle of Dogs tal vez no fuera capaz de distinguir con toda seguridad entre una vagina y un ano, aunque era dudoso, pero sabía lo que prefería en el caso de Consuelo. Y los gritos de ésta, amortiguados por la distancia y por su incapacidad para abrir completamente la boca ni aunque estuvieran arrancándole la cabellera, nadie los oyó.
En cualquier caso, aunque hubieran oído los gritos, las expertas de Protección de Menores habrían hecho caso omiso de ellos: los malos tratos a abuelas correspondían a otro departamento. Se dispersaron, pues, buscando a los niños necesitados de sus consejos, y con sus rostros animados por un desesperado deseo de protegerlos. O, más exactamente, velados mortalmente por un desesperado deseo. Estaban preocupadas. Habían venido a combatir la miseria y el desvalimiento ajenos, pero también y en mayor medida a comunicar su miseria y desvalimiento propios. Parecían envueltas en miasmas de emociones confusas y un odio amargo hacia cualquier cosa con visos de ser agradable o normal. Estaban especializadas en la crueldad y el sadismo, y parecían haberse contagiado de ambos. En el fondo se sentían culpables de muchas crueldades y miserias lejanas, y tranquilizaban sus mezquinas conciencias haciendo cosas mezquinas. Y echando las culpas de todo a la sociedad. O a Dios. O a los hombres, a los padres que aman y castigan a sus hijos para que sean educados y sociables y trabajen en la escuela. Represoras, sobre todo, del sexo, pero que jamás cesan de complacerse en sus propias miserias. Ahora, sacadas por la llamada del deber de sus camas, de las camas ajenas, en el más caro hotel de Tween, pocas habían tenido tiempo de lavarse. Pero tampoco les habría apetecido gran cosa hacerlo aunque hubiesen tenido todo el tiempo del mundo. Les gustaban sus propios olores, olores a pescado apestoso que les recordaban su celo; de ahí su complacencia en rechazar la higiene. El grupito de brujas de Aberdeen era particularmente alborotador y algunas de las asesoras de sexualidad oral aún llevaban vello púbico pegado a sus barbillas. Mientras sus coches se amontonaban uno tras otro en la avenida y bloqueaban la verja de la entrada, las mujeres discutieron una línea de acción. Y, después de un breve debate, una o dos de las más decididas se lanzaron a la caza y captura de chiquillos para aconsejarles y dar rienda suelta a su propio cuidado y preocupación. Pero no había ninguno a la vista. Con una clarividencia digna de encomio, el deán y los mayores se los habían llevado de allí dejando atrás a la señorita Turnbird y adentrándose en el bosque, donde los obligaron a esconderse junto a la tapia de la propiedad, fuera de peligro. Tan sólo algunas de las prostitutas hicieron algo útil. Una de ellas administrando una peculiar forma de últimos auxilios a un policía moribundo. Jamás le habían herido antes y nunca le habían hecho una felación. Pero la mujer no lo sabía: estaba, simplemente, obedeciendo a su instinto. Lo mismo que las del simposio bajo los castaños. Entre todas habían traído a The Middenhall la atmósfera de un hospicio en ruinas. No podían haber elegido un sitio mejor.