Sir Arnold Gonders iba de un lado para otro en su casa de Sweep’s Place, cavilando en su fatal sino. Porque todo aquello era cosa de la fatalidad, sin duda. Un destino fatal que se había acercado a él sigilosamente con algún terrible propósito. Debía tener algún significado. Para el comisario jefe, todo tenía algún significado. E inevitablemente se volvió hacia Dios. Cayó de rodillas en su despacho y rezó como no había rezado nunca. Rezó pidiendo la ayuda divina, inspiración, una señal que le mostrara cómo actuar en aquel trance que era con mucho el peor de su vida. Pero si Dios no quería atender sus ruegos, que le mostrara al menos en qué había obrado tan mal como para atraer sobre sí aquel destino horrible.
En realidad, el comisario jefe no se sentía identificado con aquel faraón al que Dios acogotó con plagas de langosta y años de escasez y demás, porque el egipcio era un perfecto bastardo y se tenía muy merecida cualquier cosa que el Buen Dios quisiera enviarle. Alguna vez, sin embargo, pensaba en él y esperaba y pedía al cielo que su castigo no durara tanto. Pero en quien más pensaba era en Job. Y le gustaba compararse con él. Porque Job, a fin de cuentas, había sido un tipo cabal, respetable donde los hubiera…, un pilar de la sociedad, con mucha pasta…, y mira lo que le había caído encima. El comisario jefe hacía cuentas de las desgracias que Dios había amontonado sobre Job…, y se estremecía. ¡Menuda limpia para el pobre fulano! Se quedó sin sus bueyes, sin sus asnos…: los sabeos cayeron sobre ellos y se los llevaron después de dar muerte a los criados. Luego Dios envió un fuego que consumió las ovejas y a otros criados; tres bandas de caldeos le afanaron sus camellos y se cargaron a más criados todavía… (Al llegar a este punto, sir Arnold daba gracias a Dios por no haber sido empleado de Job, y se asombraba de que, después de aquello, hubiera podido convencer a alguien más de trabajar para él). Por si esto fuera poco, los hijos y las hijas de Job la habían diñado en una especie de huracán. Debieron de montarles un funeral de órdago, aunque el comisario jefe no alcanzaba a entender por qué Job había tenido que afeitarse la cabeza para la ocasión.
Dios, sin embargo, no se había dado por satisfecho. Era de lo más comprensible que la salud de Job se resintiera con tanto sufrimiento. A juicio de sir Arnold, hasta resultaba sorprendente que no hubiera perdido la chaveta. Lo que sí tuvo fueron unos diviesos que lo cubrieron «desde la planta de los pies hasta la coronilla». Porque, claro, en aquel tiempo no tenían antibióticos. A sir Arnold le había salido una vez un forúnculo debajo del cogote y sabía bien lo doloroso que era. No podía ni pensar en lo jodido que sería tenerlos en las plantas de los pies.
Pero la guinda del pastel fueron aquellos tres fulanos que, diciéndose amigos suyos, se presentaron de visita y lo tuvieron despierto siete días con sus siete noches, sin decirle siquiera «¡Anímate!», o algo útil por el estilo. El comisario jefe había visto los efectos que tenía sobre un individuo impedirle dormir durante una semana. Había que turnarse para no cesar de gritarle preguntas, pero el tratamiento era muy eficaz para hacerlo entrar en razón. Ahora bien, sir Arnold hubiera preferido un interrogatorio de este tipo a tener a unos amigos así contemplándolo como unos pasmarotes sin decir esta boca es mía. Para sacar a uno de quicio, realmente. A todo esto, lo único que se le había ocurrido al tal Job fue abrir la boca y maldecir el día… ¿Qué demonios tenía que ver el día en el asunto?
El comisario jefe no se sentía con fuerzas para seguir meditando. Aquella historia era demasiado horrible y, si la memoria no le fallaba, la muy pánfila de la señora Job tampoco se había mostrado de gran ayuda. Cierto que a su marido debía de olerle mal el aliento, o algo así. No es extraño. Con el cuerpo lleno de forúnculos, probablemente desprendería una peste… A ninguna mujer en su sano juicio le gustaría acercársele.
Sir Arnold se saltaba el resto de la historia para llegar al final del Libro de Job. Era asombroso y conmovedor ver lo bien que se le ponían todas las cosas al buen hombre después de lo que había pasado. Catorce mil ovejas, seis mil camellos, un millar de bueyes y otros tantos asnos. Y su esposa complaciente y dispuesta. ¡Natural, después de tantos meses de no acercarse a él! No es extraño que tuvieran siete hijos y siete hijas más, y que las chicas salieran realmente guapas. Pero lo mejor de todo es que Job vivió luego hasta los ciento cuarenta años, algo fuera de lo común habida cuenta de sus penalidades. Debió de ser cosa del ginseng o lo que usaran en aquella época.
En conjunto, pues, el comisario jefe encontraba el Libro de Job casi reconfortante. Como la historia de quien cumple una condena de tres años y, al salir, se encuentra aguardándole un botín de unos cuantos milloncejos. ¡Con tal de que Dios no sugiriera a Satanás la aplicación del tratamiento con diviesos…! Porque no sería muy divertido tenerlos en la planta del pie.
Como no era divertido tampoco el mensaje que había recibido de Londres citándole a comparecer en Whitehall. Una nota deliberadamente escueta, que coincidió con otra carta de los abogados de Vy incluyendo una declaración jurada de la muy zorra en la que afirmaba que la había violado repetidas veces, que había insistido en sodomizarla durante su luna de miel y que la había animado a mantener relaciones sexuales con las esposas de sus amigos.
—¡Maldita vaca mentirosa! —rugió el comisario jefe. Era evidente la mano de la jodida Bea en todo aquello. Estaba haciéndole la puñeta, como se la hacía casi seguramente a Vy. Más o menos. La carta de los abogados concluía con la sugerencia de que sir Arnold consintiera en la demanda de divorcio de su mujer, basada en adulterio, y en abonar todas las costas para, comillas, evitar una publicidad innecesaria y muy desfavorable, cerrar comillas. Lo que sir Arnold dijo al leer esto no puede citarse entre comillas. Los honorarios de Lapline y Goodenough, abogados, eran ya exorbitantes. Tendría que vender la vieja Casa de la Presa para poder pagarlos. Sólo entonces recordó, y lamentó vivamente, que la había adquirido a nombre de Vy para evitar la acusación de estar aprovechándose de su amistad con Ralph Pulborough, el nuevo director de la Compañía de Aguas de Twixt y Tween.
Todo esto, en resumen, viene a cuento para explicar por qué sir Arnold no tenía ánimos ni humor para ocuparse en aquellos momentos de los asuntos de la policía. Otros problemas muy distintos lo traían al retortero.
Por su parte, el detective inspector Rascombe no se daba ni un momento de respiro. Le había entusiasmado particularmente enterarse, por el detective de vigilancia en el bosque, que a las siete y media de la mañana había salido de The Middenhall un fulano mayor, desnudo como su madre lo parió, el cual había caminado despacio por el césped, en porretas, antes de zambullirse en el lago y nadar de espaldas, repito, de espaldas, mostrando su cosa a todo el mundo, y en particular a la treintena de muchachos que habían salido de sus tiendas de campaña a mirar.
—¿Su qué? —había preguntado el inspector por el teléfono móvil.
—Su eso —le explicó el agente—. Bueno…, ¡el pito, qué caray! Ahora acaba de salir del agua y se está secando.
—¡Cómo! ¿Delante de todos esos chavalines? ¡Si será guarro! Fílmelo, ¿eh?
—Ya lo hemos hecho —dijo el agente de vigilancia—. Hemos filmado toda la exhibición. Pero a ésos yo no los llamaría chavalines precisamente. Algunos están ya talluditos.
—A esos tíos asquerosos les gustan de todos los tamaños, los muy cerdos… —afirmó el inspector—. ¿Qué está haciendo ahora el tipo ese?
—Regresa a la casa, en cueros, saludando con la mano… ¡Espere…, no! ¡Está tirando besos! ¡Joder…!
—¿Queeé? —bramó el inspector en voz tan alta que un conejo de los alrededores huyó ruidosamente bosque adentro—. ¿Tirándoles besos a los chavalines? Le van a caer años por esto.
—No, a los cha…. Bueno, si usted quiere llamarlos chavalines, adelante. Pero a mí no me parece que lo sean —insistió el agente.
—No importa lo que le parezcan. Grábelo con la cámara. Grábelo tirándoles besos a los chiquillos.
—Ya lo hago, pero los besos no son para los… chavalines: se los tira a alguien de la casa. Hacia una ventana de arriba. Pero no…, ¡aguarde! No hay un alma en ninguna ventana. No sé qué estará haciendo….
—¡Pues yo sí lo sé! —gritó el inspector—. Y sé también lo que le aguarda: una larga condena en prisión, por animal.
Pero fue a las ocho y cuarenta y cinco cuando las esperanzas más atrevidas del inspector Rascombe se vieron finalmente colmadas con la llegada de Phoebe Turnbird en su coche acompañada del deán de Porterhouse. Vestía éste un manteo negro sobre su sotana y se cubría la cabeza con el clásico sombrero de teja. No era su atuendo habitual, pero el difunto general de brigada Turnbird había insistido siempre en que el manteo y el sombrero de teja, en particular, ayudaban a grabar en las mentes de los chicos de los suburbios la importancia que había que dar a las ceremonias religiosas, por lo que, en recuerdo de su viejo amigo, el deán conservó la costumbre. Phoebe, por su parte, se había puesto el más veraniego de sus vestidos de verano: vaporoso, de un blanco reluciente, que en su opinión le prestaba un aire de lo más juvenil. Para completar el conjunto, había coronado su radiante atavío con una pamela y, siendo como era un poco corta de vista, había elegido para pintarse los labios un tono especialmente chillón.
«Hay que pensar en los apuestos jóvenes que duermen con los niños en las tiendas», le había dicho al espejo de su tocador. De todas formas, era estupendo tener un hombre en casa…, aunque no fuera más que el viejo deán. Y como de vez en cuando le venían arrebatos poéticos, murmuró:
—Mi juventud, mi belleza y mi encanto dan gozo a todos y a ninguno llanto. En este hermoso y soleado día, he de mostrarme llena de alegría.
Alegre, sí, la vieron los miembros de la unidad de vigilancia, aunque una pizca menos bella y joven. De encanto, por supuesto, no cabía hablar. Porque Phoebe Turnbird, incluso a caballo y vista desde medio kilómetro de distancia, era tan llamativamente desgarbada que distraía a cualquiera que la viera: muchos zorros habían tenido una segunda, e incluso una tercera o cuarta posibilidad de cobrar aliento en su desesperada carrera para escapar de la muerte cuando ella, impetuosa, tomaba el mando de la partida de caza.
—¡Que me aspen si no es el travesti peor encarado que haya conocido en mi vida! —murmuró el agente mientras filmaba al deán y a Phoebe dirigiéndose al embarcadero para subirse a un bote de remos. Porque Phoebe remaba ciertamente con un vigor que no cuadraba ni de lejos con aquellas ropas femeninas. El deán, nervioso, iba sentado a popa, con semblante siniestro. Portaba una gran cruz de latón dorado y la gruesa Biblia familiar del difunto general de brigada, objetos ambos de especial significación en la ceremonia con que tradicionalmente se iniciaba la estancia de los chicos de la misión.
—¿Cómo dice? —preguntó el inspector Rascombe desde el centro de comunicaciones. Porque al agente de vigilancia le faltaban palabras para narrar lo que veía. No simpatizaba gran cosa con Rascombe, pero tenía que reconocer que esta vez el cabrón había dado en el clavo.
—Me parece que se disponen a celebrar una misa negra de ésas —explicó—. Hay un fulano que va de cura, con una cruz y un libraco viejo descomunal; se ha metido en un bote y está cruzando el lago. El que rema es una especie de Míster Universo vestido con un traje de mujer blanco…, un tipo con unos brazos de campeón de lucha libre. Tendría usted que verlos. Yo no he visto cosa igual en mi vida.
—¿Y lo está filmando usted todo?
—Hago lo que puedo. Aún están algo lejos. Llegaron en un viejo Daimler. ¿Sirve de pista? Parece un coche fúnebre.
—¡Jesús! —exclamó el detective inspector, a la vez horrorizado y feliz por el rumbo que por lo visto estaban tomando las cosas—. Y eso es lo que será también probablemente… Van a hacer un sacrificio humano con alguno de los chavalines. No los pierda.
—¿Perderlos? ¿Bromea usted? Al travestido no lo perdería ni en una noche negra como boca de lobo. No con ese vestido blanco y el sombrero.
—No me interprete mal. Quiero decir que siga filmándolos y… ¡por Dios!, que no se deje ver. Esto saldrá en la hora punta por todos los canales de televisión. Ahora mismo saco de sus camas a todos los de Protección de Menores, aunque sea domingo.
—Será mejor que llame pidiendo tropas de intervención rápida, y en seguida —replicó el agente—. Están bajando del bote y algunos de los otros han preparado una especie de altar delante de las tiendas. ¡Dios! ¡Esto es horrible! Cuando pienso que yo también tengo hijos…
Por un instante el inspector dudó. No quería cargar con el reproche de haber permitido que asesinaran a un chiquillo desnudo en ese altar.
—Escuche —dijo—. En el momento en que tengan al pobre pequeño desnudo y a punto, y el cabrón ese disfrazado de sacerdote haya dicho lo que tenga que decir, aparece usted y les sacude. ¿Me ha oído usted?
—Oírle sí le he oído —respondió el agente—. Pero si piensa que podré enfrentarme con el monstruo del vestido blanco y salir vivo, es que no ve lo que yo estoy viendo.
Hubo una pausa y luego unos jadeos. Pero el detective inspector Rascombe estaba demasiado ocupado para oírlos. Trataba frenéticamente de reunir, a través de la central de policía de Twixt, un pelotón de aguerridos especialistas en combatir traumas de malos tratos infantiles…, sin lograr ningún resultado porque, como se le informó, era domingo y el estrés de tener que aguantar durante toda la semana los insultos de padres furiosos e inocentes y las bromas de sus colegas de los servicios sociales les pasaba factura el fin de semana, y les gustaba quedarse en la cama hasta…
—¡Ya sé lo que les gusta y lo que están haciendo en la cama! Los conozco de los tribunales, así que no venga con ésas. Esto es una orden de prioridad máxima. Hable con los servicios sociales de emergencia… ¡Y sáquelos de la cama también, maldita sea!
Tenemos aquí en marcha una condenada misa negra, y en cualquier momento pueden hacer una barbaridad… Sí, ya sé que han de tener la cruz cabeza abajo, ¿pero eso qué demonios importa ahora? El que me preocupa es ese chiquillo que tienen desnudo encima del altar. No…, no lo están sodomizando…, aún no, por lo menos. Lo que harán es degollar a la pobre criatura para beberse su sangre en un cáliz. ¡A ver si lo entiende usted de una vez! Corto y fuera.
El telefonista de la centralita de la policía lo había entendido perfectamente bien. En especial lo del «corto y fuera». Rascombe pudo recuperar ahora la comunicación con el agente de la unidad de vigilancia en The Middenhall. Los jadeos habían cesado.
—¿Qué está ocurriendo ahí? —le preguntó—. ¿Han puesto ya a ese chiquillo desnudo en el altar?
—¿Un chiquillo? No… Por lo menos, yo no puedo verlo. Están aguardando a una mujer que se acerca corriendo por la orilla del lago. Y comprendo que no quieran empezar sin ella… ¡Joder! Ésta sí que es despampanante. Un bombón con maillot plateado. ¡Tiene unas tetas que…!
Pero el inspector no estaba interesado en la descripción de aquellas tetas. Por él, ni que fuera la Dolly Parton con todos sus perendengues al aire. Y no iba muy desencaminado. Porque a Consuelo McKoy no se la podía calificar de «bombón» ni haciendo un esfuerzo de imaginación descomunal. Había dedicado años de su vida, que ya eran un montón, y grandes sumas del dinero de su marido a enriquecer a algunos de los más competentes cirujanos plásticos desde Santa Bárbara a Los Ángeles. Vista desde unos centenares de metros de distancia parecía un pino de oro, aunque se lo había gastado con creces para conseguir semejante ilusión. Tenía, pues, la gloriosa esbeltez de una muchacha de dieciocho años, lo cual, considerando que ya tenía ochenta y dos e iba para los ochenta y tres, no era pequeña hazaña, atribuible en particular a la fortuna del difunto señor McKoy. Lo que la liposucción no había conseguido en sus muslos, ni los implantes de silicona en sus pechos —aunque sus últimos pezones daban el pego asombrosamente—, lo completaba el maillot plateado. La apretaba a conciencia y mantenía la ilusión de que el ombligo se hallaba aún en su ubicación de siempre, en vez de estar, como curiosamente aparecía ahora, en mitad del escote. Incluso en Santa Bárbara había llamado la atención. Y volvía a llamarla en The Middenhall como una visión de belleza tan indescriptible que, a la radiante luz de la mañana, superando la distancia, dejó al agente sin respiración.
El hombre la siguió con la cámara…, un hecho del que tendría toda una vida para arrepentirse. Sólo cuando, en su camino rodeando el lago, llegó tan cerca del agente como para permitirle enfocar el objetivo en su rostro y aproximarlo con el zoom, comenzó aquél a darse cuenta de su inmenso error. Porque aquella cara no cuadraba con su cuerpo. De hecho no cuadraba con nada. Ni los mejores cirujanos plásticos, empleando porciones de piel estirada de la garganta, del cuello, e inclusive retiradas del pecho, habían sido capaces de corregir los estragos del tiempo y de las amarguras conyugales. No quiere esto decir que Consuelo McKoy, Midden de soltera, hubiera tenido alguna vez un rostro agraciado. A los dieciocho sus ojos, que jamás se apartaban de la caja registradora de la tienda de su padre, tenían una mirada mezquina y hambrienta que hubiera debido prevenir al cabo McKoy de la trampa en que se estaba metiendo. Pero puesto que él era un hombre increíblemente inocente, apasionado y con una vena romántica por todo lo inglés, omitió mirarla fijamente a los ojos y prefirió imaginárselos como las ventanas del alma que, hasta cierto punto, eran en realidad. En el caso de Consuelo, habrían podido serlo si tuviera un alma que necesitara ventanas. Pero no la tenía. O, para ser justos, digamos que tenía la misma que un escorpión molesto por la entrada de un pie desnudo en una bota vacía abandonada. Sus ojos eran negros y menudos, e irradiaban tal malignidad que su madre, una mujer plácida en absoluto dada a los derroches imaginativos, había dicho en cierta ocasión que le recordaban el extremo de la broca del torno de un dentista, por lo despiadados que eran.
Para el agente Markin, que filmaba entonces un primer plano de aquella máscara tirante y coriácea bronceada por el sol, aquellos ojos eran una prueba de la existencia del infierno y de que lo que estaba a punto de ocurrir en el improvisado altar por obra del viejo cabrón del curioso sombrero negro tenía que ser forzosamente algo diabólico. Un sudor frío pareció erizarle los pelos del cogote. Y en el instante en que el deán se puso a leer la Biblia familiar de los Turnbird, el agente balbució por el teléfono móvil:
—¡Por Dios, dense prisa! Han empezado ya. ¡Esto es espantoso! No quiero mirar… ¡Dios mío!
Pero Rascombe y los comandos de intervención rápida estaban ya convergiendo en The Middenhall. Sus coches y furgonetas se precipitaban como una exhalación por las estrechas carreteras…, atropellaron a un perro pastor y a dos gatos en los alrededores de la granja de Charlie Harrison y siguieron sin detenerse. Muy oportunamente. Porque en aquel preciso momento el señor Armitage Midden, o «Búfalo» Midden, como prefería que lo llamaran, que se había pasado sesenta años de su vida diezmando manadas de elefantes, rinocerontes, leones, núes y, naturalmente, búfalos a lo largo y ancho de África, y que alardeaba de haber rastreado más animales que cualquier otro cazador blanco al norte del Zambesi, se desplazaba con mortal sigilo por la plomería de los tejados de la casa grande, portando un rifle Lee Enfield .303 para el que carecía de licencia de armas. Desde la ventana de su dormitorio había visto a los hombres de la unidad B avanzar entre la maleza del huerto trasero y tomar posiciones en una caseta de chapa ondulada que antaño sirvió de retrete para los jardineros. Por desgracia no pudo ver qué clase de armamento llevaban, si llevaban alguno; pero aquellos hombres con uniformes de camuflaje que llegaban deslizándose a través de la hierba y corrían luego para apostarse en el exterior de la casa estaban llevando obviamente a cabo alguna terrible acción criminal.
«Búfalo» Midden se había pasado la velada anterior leyendo un artículo sobre el IRA y los terroristas en general que le había helado la sangre. La amenaza del bolchevismo rojo pudiera haber pasado tal vez, aunque lo dudaba: estaría más bien acechando al mundo civilizado como un búfalo herido oculto tras una acacia solitaria y dispuesto a embestir cuando menos se espera. Pero en su imaginación seguía existiendo una conspiración a escala mundial integrada por sionistas aliados a los ayatollahs, los irlandeses y, por supuesto, los negros y cualesquiera endemoniados más. Una conspiración que, en aquella hermosa mañana veraniega, lanzaba sus mortales dardos contra The Middenhall. «Búfalo» Midden ya se imaginaba el porqué: aquél era el lugar ideal, aislado, apartado del mundo y equipado con construcciones y refugios militares. Tenía todo lo necesario para convertirlo en una base terrorista.
Solo, pues, en el tejado de aquel caserón, se agazapó a la sombra de una alta chimenea y apuntó el arma cuidadosamente al retrete y al miserable cerdo que se había metido en su interior. Con la experiencia del veterano, desplazó hacia atrás el gatillo, suavemente…, un gatillo sensible al menor roce, como a él le gustaba, que conocía perfectamente por haberlo afinado él mismo. De su eficacia dieron fe una fracción de segundo más tarde los dos policías escondidos dentro del retrete de paredes metálicas. No hace falta decir que no supieron con exactitud lo que estaba ocurriendo, pero al momento se formaron una idea bastante precisa de lo que les ocurriría si seguían allí: que la palmaban sin remedio. Así que decidieron no quedarse. Apenas la bala atravesó con estrépito la puerta del retrete y hubo salido por la pared de detrás, los dos corrían ya como alma que lleva el diablo buscando ponerse a cubierto. «Búfalo» Midden disparó de nuevo. Y otra vez. Y otra. Se lo estaba pasando en grande. Los policías no. Inmovilizados tras una cochiquera de hormigón que, afortunadamente para el cerdo, se hallaba vacía, oían rebotar las balas en el interior de la pocilga y solicitaban frenéticamente socorro por el transmisor. Uno de ellos había sido herido en el hombro y al otro una bala le había atravesado la pierna.
A sus ochenta y cinco años, la agudeza visual de «Búfalo» Midden ya no era del ciento por ciento, pero aun así su vista era suficientemente aguda para darle a una cochiquera desde ciento cincuenta metros y su viejo Lee Enfield que, como solía decir siempre, era todo cuanto necesitaba para cortar en seco la carga de un elefante enloquecido, disparaba unos proyectiles del .303 suficientes para hacer muy desagradable la vida detrás de una cochiquera.
En la orilla del lago más alejada de la casa, los estampidos de aquel rifle provocaron cierta aprensión. No estaba equipado con un silenciador. A «Búfalo» le gustaba alardear de que, cuando disparaba, el animal que recibía el tiro no volvía a oír cosa alguna a este lado de la eternidad, y que el estruendo del primer disparo sobresaltaba de tal modo al resto de la manada de lo que estuviera cazando, que su siguiente blanco estaría corriendo como loco, actitud mucho más adecuada para ser abatido por un cazador deportista. Cuando cesaron los disparos («Búfalo» se estaba desplazando a una posición que le ofrecía más posibilidades de acertar al marrano escondido tras la cochiquera), el deán y su peculiar congregación volvieron la vista hacia la casa. También lo hizo el agente Markin, que era un experto en armas de fuego y que sabía reconocer las detonaciones de un rifle de gran calibre cuando las oía. Por un momento imaginó que el imbécil de Rascombe había lanzado al grueso de los comandos de intervención rápida contra la casa, donde no eran en absoluto necesarios. Su verdadero objetivo se hallaba a esta parte del lago, donde la misa negra seguía su curso. Aún se preguntaba qué hacer cuando recomenzó el tiroteo. Esta vez acompañado de gritos también. «Búfalo» había dado en el blanco y se sentía eufórico. Nuevamente oyó el familiar alarido precursor de la muerte, de una agonía terrible y mortal. Se puso en pie exultante y abandonó el tejado para dirigirse apresuradamente a su cuarto. Tenía allí una bandera del Reino Unido y pensaba izarla en el mástil que «El Negro» Midden había erigido para celebrar la coronación de Jorge V.