24

Al llegar el viernes, hasta el propio inspector Rascombe empezaba a perder la moral. Tres de sus hombres estaban de baja: uno con cierta desagradable afección de la piel provocada por el baño en el lavadero de ovejas, otro con un tobillo torcido y un tercero aquejado de pleuresía. Como informó al comisario jefe:

—El lugar está tan en el quinto pino y es tan difícil de cubrir, que estamos teniendo verdaderas dificultades.

Ya se lo imaginaba el comisario jefe. Sus propias investigaciones privadas tampoco lo llevaban a ninguna parte, y comenzaba a pensar si no sería que la condenada tía Bea había discurrido ella sola aquella jugada para apartar a lady Vy de él. Esta hipótesis se vio reforzada por una cáustica llamada telefónica de su suegro, en el curso de la cual sir Edward le había dicho sin ambages lo que pensaba exactamente de él, dejando caer de paso la información de que por una vez su hija demostraba algún sentido común yéndose a vivir con una desenfrenada lesbiana. Pero en aquel arrebato de sir Edward hubo más amenazas de problemas. Iba a almorzar en breve en el número 10 de Downing Street, y se proponía comentar con el primer ministro el tema de las deplorables tendencias del comisario jefe. Había sido, en suma, un desagradable monólogo, en el que sir Arnold apenas pudo meter baza para negar que se dedicara a llevar jóvenes drogados al lecho conyugal y que estuviera «metido» en asuntos de sábanas y cinta de embalar.

—¿De verdad esperas convencerme de que no metiste una jeringa de plástico en la boca del marica ese para cargarlo con una mezcla de valium y whisky? —le gritó sir Edward.

El comisario jefe lo esperaba. Naturalmente que sí lo esperaba. Jamás había oído una acusación tan descabellada.

—Pues mira…, ¡yo sí le doy crédito! —tronó su suegro—. Porque esa idiota de hija mía tiene menos cerebro que un piojo y no habría podido inventarse una historia así ni en siglos de estrujarse las meninges. Drogaste a ese marica y lo envolviste en sábanas. Sabes que lo hiciste. Y si piensas…

Sir Arnold pensó. ¡Vaya si pensó! Dedicó toda la noche a anotar nombres, direcciones y cantidades de dinero entregadas a unos y a otros, que parecían ser su única protección ahora. Pero aun así no quiso desanimar al detective inspector Rascombe. El muy idiota no podía hacer ningún daño, y tal vez consiguiera sacar algo de sus investigaciones en la zona de Stagstead.

También la señorita Midden tenía otras cosas en que pensar por entonces. Cada año, a principios de agosto, la misión Porterhouse del East End enviaba un grupo de niños a The Middenhall. Era una costumbre que se remontaba a los años de después de la guerra, cuando el deán de aquel centro benéfico había ido a dar unas conferencias en la región y había residido en Carryclogs Hall con el general de brigada Turnbird, antiguo alumno de Porterhouse y cristiano de recias complexión y convicciones. Los muchachos se habían alojado inicialmente en tiendas de campaña militares montadas en los terrenos de Carryclogs, donde, aparte de algunas disonantes interpretaciones de cánticos religiosos y ocasionales lecturas de la Biblia dirigidas por Phoebe, la hija del general, campaban a sus anchas por toda la finca y en el río Idd, cuyas aguas eran poco profundas allí.

«Es muy beneficioso para nuestros chicos de la ciudad pasar unos días de solaz en la Arcadia», había dicho el general en cierta ocasión a una comisión de granjeros vecinos que le manifestaban sus quejas de que se provocaran estampidas de ovejas, obligándolas a saltar las bardas, que las vacas fueran objeto de malintencionados ataques con tirachinas, y que cierto número de almiares hubieran sido pasto de las llamas por culpa de algunos rapazuelos que jugaban al escondite y se ocultaban entre el heno para fumar. Los granjeros no habían captado la alusión a la Arcadia, y les hubiera importado un carajo de haberla entendido. Al final prevalecieron sus criterios y las rentas que pagaban. Por eso, incluso antes de que el general falleciera, la misión se había trasladado a The Middenhall, que estaba suficientemente aislada para ahorrarles a los granjeros las anteriores depredaciones. Allí, dentro de los límites de la finca, los chicos y chicas que componían aquel grupo mixto y multirracial, en el que no faltaban algunos hijos de familias musulmanas que, por lo tanto, no se beneficiaban de las lecturas bíblicas de la señorita Phoebe, pasaban dos semanas explorando los bosques y los cuerpos de sus camaradas del sexo opuesto antes de regresar a sus hogares en la barriada de Isle of Dogs, hoy una zona mayoritariamente de clase media, donde aún operaba la misión Porterhouse. En realidad, si no hubiera sido por la insistencia de la señorita Midden, coincidiendo en este punto con los criterios del propio deán, en que se doblara el contingente de ex alumnos de Porterhouse que venían con cada hornada anual de chiquillos para tenerlos controlados, es dudoso que aquella visita anual hubiera podido seguir realizándose. En los dos últimos veranos, y en una docena de ocasiones por lo menos, los maduros moradores de la casa grande habían encontrado todas sus pertenencias revueltas y echado en falta algunas de ellas al volver a sus habitaciones después de la cena. Pero peor aún fue aquella vez en que la señora Louisa Midden se vio abordada por un muchacho de catorce años que le hizo una oferta de lo más antinatural. Su marido, el señor Joseph Midden, ginecólogo de cierto renombre ya jubilado, se llevó tal impresión por el ofrecimiento en sí y por el instante de vacilación de su esposa antes de rechazarlo, que hubo que llamar al doctor Mortimer para que le tratara su arritmia.

Ahora, al ver aproximarse por la carretera el autocar que traía a los niños, Marjorie Midden tuvo una extraña sensación de intranquilidad. La presencia allí de tantas mentes jóvenes y curiosas era un peligro que tendría que haber previsto. Debería hacer algo con la puerta del refugio antiaéreo del huerto. Había estado tan ocupada con los asuntos de Timothy Bright, que se había olvidado por completo de los chicos de la misión. Así que, mientras levantaban las tiendas de campaña en la orilla más distante del lago, la señorita Midden se dedicó a poner candados en todas las puertas de las tapias del huerto y decidió emprender un nuevo viaje. Tuvo antes una larga conversación con Timothy Bright en la intimidad de la salita de estar, y después hizo una llamada telefónica. Más tarde fue en el coche a la estación de autobuses y volvió a viajar hacia el sur. Había llegado el momento de actuar.

El mismo pensamiento ocupaba la mente del inspector Rascombe. La llegada de un autocar con una treintena de niños a bordo era el anticipo de una orgía tan descomunal, que apenas pudo dar crédito a la información que le llegó de la unidad que tenía a su cargo la vigilancia de los accesos por carretera a The Middenhall.

—¿Treinta? ¿Treinta niños y varios jóvenes de los dos sexos? ¿En un autocar? ¡Por Dios…! Esto parece… No sé lo que parece, pero es obviamente algo gordísimo; tiene que serlo. Creo que esta vez los tenemos, muchachos.

A resultas de esta averiguación, el detective inspector fue a informar directamente al comisario jefe y a solicitar su permiso para dar prioridad máxima al asunto. Sir Arnold apenas le escuchó. Estaba leyendo una carta de una firma de abogados, en la que le anunciaban que su mujer trataba de incoar una demanda de divorcio basada en alegaciones que significarían el fin de su carrera. Su máxima prioridad era ahora pararle los pies a aquella mala pécora. Dio, pues, su autorización, y el inspector Rascombe convocó a renglón seguido una reunión de la Brigada de Represión de Delitos Mayores para pergeñar la segunda fase de la Operación Churumbel. Como de costumbre el sargento Bruton planteó algunas preguntas embarazosas. Decía haber estado estudiando la relación de las personas que residían en The Middenhall y que tenían todas de setenta años para arriba.

—Ese lugar parece un geriátrico —observó. Pero el inspector Rascombe no se dejó impresionar por ello.

—¿Y qué? —replicó—. Son los hombres de esa edad los que tienen debilidad por los niños. Es lo único que puede excitarlos, ¡cochinos bastardos! Podemos estar a punto de descubrir el primer gran escándalo sexual protagonizado por ciudadanos de la tercera edad.

—¡Pero si la mitad de ellos son casados o viudos! Hay también tres viejas solteronas —insistió el sargento—. No puede ser que estén complicadas en abusos sexuales a menores.

El inspector reflexionó un instante y encontró una respuesta.

—Tal vez no, pero pudiera ser que las hayan amenazado y estén demasiado asustadas para hablar. Esos pervertidos sin entrañas y con una vena sádica son muy capaces de obnubilar con el terror las mentes de las damas de avanzada edad.

Y los planes para una incursión policial en The Middenhall siguieron adelante.

—La predicción meteorológica anuncia una noche clara. Nos reuniremos allí todos a la una de la madrugada. Quiero tener sobre el terreno dos equipos de observadores que se sitúen donde puedan grabar en vídeo las operaciones e instalar el equipo de escuchas que nos permitirá determinar el momento oportuno para atacar. Una unidad se colocará aquí, en el bosque, y la otra detrás de la casa. He encargado raciones de combate para cuarenta y ocho horas. Tendremos que haber resuelto el caso para entonces.

Esto ocurría el viernes.

El sábado fue el día elegido por la señorita Midden para mover sus fichas. A las nueve de la mañana salió de la pensión donde se había alojado en Clapham y se presentó en el domicilio londinense del juez Benderby Bright, en Brooke Street. Salió a abrir un criado, antiguo agente de la policía metropolitana, que hacía también las veces de guardaespaldas. La vida del juez Bright había sido amenazada en demasiadas ocasiones para que pudiera sentirse seguro salvo en alta mar. Hasta una galerna de fuerza 10 era cosa de poca monta en comparación con los sentimientos que había excitado en las familias de aquellos a quienes había impuesto las penas máximas que la ley le permitía aplicar. No era un hombre popular, ciertamente.

El guardaespaldas estudió a Marjorie con ojo crítico.

—¿Qué desea usted? —preguntó.

—Vengo a ver al juez Bright. Es importante. Y no, no estoy citada.

—Bueno… Ha venido usted en un mal momento. Su señoría aún está durmiendo. Los sábados se levanta tarde. Pero si quiere usted dejarme su nombre y su dirección…

—Vaya a despertarle y dígale: «Las acciones de tía Boskie». Aguardaré aquí fuera, porque seguro que querrá verme. Recuerde: «Las acciones de tía Boskie».

Se volvió de espaldas y el hombre cerró la puerta. Una vez dentro, dudó. Aquella mujer no parecía loca, pero nunca se sabe. Por otra parte, irradiaba autoridad y una impresionante confianza en sí misma. Descolgó, pues, el telefonillo interior de la casa, despertó al juez y, tras disculparse profusamente, le repitió el mensaje de la dama empeñada en verle. El efecto de sus palabras fue bien diferente del que había esperado.

—¡No la deje escapar! —gritó el juez Bright—. Hágala pasar en seguida. Bajo inmediatamente.

El criado fue a la puerta y la abrió.

—La recibirá —dijo, dispuesto a atraparla si trataba de huir.

—Ya sé —asintió la señorita Midden y entró por la puerta delante de él. Llevaba la bolsa de lona.

—Tendría que dejarme ver esa bolsa, señora —dijo el hombre.

—Puede abrirla y echar un vistazo a lo que contiene, y palparla por fuera. Pero no saque nada.

Él miró dentro y al punto comprendió la razón de aquellas palabras. Jamás había visto tantos billetes juntos desde que desbarató un intento de atraco a una sucursal bancaria de Putney. Hizo pasar a la visitante a la sala y aún no había salido de allí cuando se presentó el juez Bright en batín. Estaba, como de costumbre, de un humor de perros y no le había hecho ninguna gracia que lo despertaran con enigmáticos mensajes a propósito de las acciones de tía Boskie. Bastante malo había sido ya recibir la noche anterior una llamada telefónica de Ernestine, completamente fuera de sí, con la noticia de que Bletchley había marrado su tentativa de suicidio y sólo había conseguido volarse la mayor parte de sus dientes con un enorme pistolón de señales.

—Ese imbécil debe de estar loco —le había dicho—. ¿Por qué no empleó una escopeta para hacer bien las cosas?

—Creo que lo intentó, pero no conseguía accionar el gatillo con el dedo gordo del pie. ¡Es espantoso! Y no tiene muy buen aspecto, realmente. No sé qué hacer.

—Ve a buscarle un revólver adecuado —la animó el juez—. Un cuarenta y cinco hará bien la faena, aun tratándose de un cráneo tan grueso como el suyo.

Y ahora el juez Bright clavaba su mirada en Marjorie: la misma mirada que había aterrorizado a varios miles de los peores delincuentes de Inglaterra. La juzgó una mujer vulgar. Pero se equivocaba.

—Siéntese —le ordenó su visitante.

—¿Queeé? —preguntó el juez. Aunque fue menos una pregunta que un estallido. Al otro lado de la puerta, el ex policía se sobresaltó, preguntándose si debía irrumpir en la habitación o no. Marjorie golpeó de nuevo:

—Le he dicho que se siente. ¡Y deje ya de mirarme de esa manera! No le hará ningún bien.

El juez se sentó. En una vida larga y abundante en episodios enérgicos, jamás una desconocida le había ordenado tomar asiento en su propia casa. Y tenía razón en prevenirle de que su actitud no le hacía ningún bien. El corazón le había dado un vuelco y funcionaba de un modo un tanto excéntrico: con un ritmo alocado en el que perdía algún que otro latido.

—Veamos… —la oyó decir una vez que empezó a sentirse menos incómodo—. He venido a hacerle una pregunta. —Se detuvo al notar que el juez emitía unos ruidos muy peculiares, como si se estuviera asfixiando. Tampoco tenía buen color—. Quiero que me diga si desea volver a ver a su sobrino Timothy.

Al juez Benderby Bright por poco se le salen los ojos de las órbitas. ¿Que si quería volver a ver a aquel sinvergüenza de mierda? La mujer tenía que estar loca. ¡Matarlo es lo que deseaba! Y lo que haría sin pestañear si alguna vez volvía a poner los ojos en el maldito puerco que le había robado a Boskie todos sus ahorros. ¿Ganas de verlo?

—¡Ya! Me doy cuenta de que no lo desea —dijo la señorita Midden—. Es tan aparente como esa narizota que Dios le ha dado.

La nariz del juez, en su opinión, por lo menos, era fina y bien proporcionada. Aunque ahora sus aletas estuvieran blancas y temblaran de furia.

—¿Quién demonios es usted? —aulló—. Se presenta en mi casa so pretexto de decirme algo acerca de las acciones de mi hermana y…

—¡Oh, ande…! ¡Deje de comportarse como un necio! —le gritó Marjorie a su vez—. Échele un vistazo a esta bolsa.

Por un momento, un largo y espantoso momento, el juez consideró la posibilidad de atizarle un sopapo. Nunca antes había pegado a una mujer, pero hay un tiempo y un lugar para todo, y el salón de su casa, a las nueve de una mañana de sábado, cuando ni siquiera había podido entonarse con una taza de té, le parecían el lugar y el tiempo adecuados. Sin embargo, logró contenerse demostrando un admirable dominio de sí.

—¡Adelante! —insistió la señorita Midden—. No se quede ahí sentado como un pasmarote. Eche una mirada.

El juez Benderby Bright no podía haber oído bien. ¡Imposible! Nadie, nadie en toda su vida, le había tratado de aquel modo tan abominable. Había tenido que soportar la actitud insultante de hombres y mujeres que comparecieron delante de él en el banquillo de los acusados. Pero eso podía sufrirlo. E incluso disfrutar enviándolos a la cárcel por desacato. Ésta, en cambio, era una experiencia completamente nueva y horrible para él. Hizo lo que aquella mujer le pedía y atisbo, con el rostro lívido, el interior de la bolsa. Estuvo mirando un buen rato antes de levantar la cabeza y preguntar:

—¿De dónde…, de dónde demonios ha sacado usted…?

Pero la señorita Midden estaba ya de pie con una expresión en su rostro que él no había visto desde que su madre lo sorprendiera una tarde en el cuarto de la plancha mientras le daba un repaso a la doncella. Aquella mirada lo acobardó entonces, como le acobardaba ahora la de la señorita Midden.

—Conmigo no emplee ese tono. No soy una pobre infeliz llevada ante su tribunal ni uno de esos abogados a los que usted puede reprender. Y ahora responda a una pregunta. ¿Le dice a usted algo el nombre de Llafranc? Tengo entendido que amarra su yate, el Lex Britannicus, en el puerto deportivo de esa localidad.

Aquello no era propiamente una pregunta pero, aun así, el juez asintió obediente.

—Por suerte para usted —prosiguió su interlocutora—, Timothy lo ha salvado de convertirse en un involuntario traficante de drogas. Encontrará todos los detalles dentro de este sobre. He hecho que los escribiera punto por punto. Puede comprobar su veracidad. Estoy segura de que podrá hacerlo. Y el dinero que hay en esta bolsa es el que Timothy le robó a su tía. Encárguese de devolvérselo. Ahora tengo que irme.

Y antes de que el juez pudiera preguntarle quién era o cómo se había visto mezclada en los asuntos de aquel condenado sobrino suyo, la señorita Midden había abandonado la casa. Tras ella dejaba a un anciano estupefacto, incapaz de recordar el rostro de la mujer que le había plantado cara en su propia casa. Tan sólo, quizá, que vestía posiblemente una vieja falda de tweed, con un lamparón, y un gastado anorak. Un misterio, sí.