Era ya más de medianoche cuando Marjorie Midden llegó por fin a casa. Estaba exhausta, y muy feliz también.
—Creo que el cuerpo me está pidiendo a gritos una copita —dijo. Y, sacando del armario una botella de licor de endrinas elaborado por ella misma antes de Navidad, se sirvió un vaso. Luego miró dubitativamente al mayor. El pobre hombre contemplaba con tanta ansiedad la botella, y había manejado tan bien a Timothy Bright…—. Bueno, anda… Acompáñame. Trae un vaso para ti. Tenemos motivos para celebrarlo. No sé cuánto dinero habrá en esta bolsa pero, así, por encima, yo diría que alrededor de medio millón de libras. Porque el paquete debe de contener dinero también. Tenía que llevarlo a España para dárselo a alguien allí. Así que, ¡a nuestra salud! Y no te quedes tan pasmado. Sólo es dinero.
Al mayor le había dado un pasmo, en efecto; tanto que aún no había tocado su vaso de pacharán.
—¿Medio millón? ¿Medio millón? —tartajeaba. ¡Y decía que era sólo dinero! El mayor MacPhee jamás había estado en presencia de tanto dinero en su vida. Y nunca en presencia de una mujer capaz de tratar con semejante desdén una suma así. No encontraba palabras para expresar su estupefacción.
—Puede que sea menos, o que sea más —añadió la señorita Midden—. Pero… ¿qué importa eso? Es un dineral. Y punto.
—¿Qué vas a hacer con él? —consiguió articular el mayor finalmente.
Marjorie se sentó a la mesa de la cocina y sonrió. La suya era una sonrisa exultante, con una pizca de malicia. El mayor era un hombre débil y tenía que saber de inmediato que no iba a dejarle tocar ni un penique de aquel dinero.
—Voy a irme a dormir con la escopeta al lado de la cama. Eso es lo primero que haré —respondió—. Y después…, ya veremos.
Acabó su vasito de licor y, agarrando la bolsa de lona, fue a su despachito en busca de la escopeta y de una trampa para topos. Las trampas para topos eran útiles para cazar más cosas que topos. Manos, por ejemplo. Una vez en su dormitorio, vació la bolsa y metió el dinero en una caja de cartón que dejó encima del viejo armario de caoba. Después de lo cual rellenó la bolsa con cajas de zapatos vacías y algunas ropas viejas. Finalmente colocó en el centro la trampa para topos, lista para saltar y tapada con un pedazo de papel. Cerró con llave su puerta y encajó una silla entre la manija y el suelo. Sólo entonces se metió en la cama. Fuera el tiempo había comenzado a cambiar. Una brisa nocturna sopló sobre el páramo y con ella llegó la lluvia, rachas de lluvia que el viento lanzaba contra la ventana. Marjorie Midden durmió profundamente. Había comenzado a realizar lo que se había propuesto. Algo que tenía muy poco que ver con el dinero.
Llovía aún por la mañana cuando se acercó a la granja un motorista y llamó a la puerta de detrás; traía un paquete envuelto en papel marrón. Un poco contrariada por tener que delatar su presencia en la casa, la señorita Midden fue a abrir.
—Paquete para el mayor MacPhee —dijo el mensajero, y se lo entregó junto con un albarán para que lo firmara.
Marjorie dejó el paquete en la mesa de la cocina y siguió con la vista al mensajero mientras se alejaba en la moto. Luego subió al antiguo cuarto de los niños a llevarle el desayuno a Timothy.
—Le traeré algunas ropas —le dijo—. Las del mayor no son de su talla. Es mucho más menudo. Pero creo que tengo algunas cosas de mi abuelo que le servirán.
Timothy le dio las gracias y se puso a dar buena cuenta de los huevos fritos con lonchas de panceta y el tazón de leche con copos de avena. Seguía sin saber dónde estaba pero, por lo menos, la comida era excelente. No había comido tan bien desde hacía siglos. E incluso se estaba evaporando el pánico. Empezaba a sentirse seguro.
La señorita Midden regresó al poco rato con unos pantalones azules con peto, una vieja camisa sin cuello y un jersey que tenía agujereados los codos. Traía también un par de botas que parecían haber servido para trabajar en el huerto y tenían la suela claveteada con tachuelas oxidadas. Eran de un número bastante mayor que el que él calzaba y carecían de cordones.
—Pero ni se le ocurra dejar la casa —le dijo la señorita Midden—. Ni asomarse a las ventanas. Quiero que sólo otra persona más sepa que está usted aquí.
—¿Qué persona? —preguntó Timothy alarmado.
—La que lo trajo —respondió la señorita Midden, y bajó las escaleras para encontrarse con el mayor de pie junto a la mesa de la cocina, contemplando el paquete enviado a su nombre.
—Anda, no te quedes ahí como un pasmarote. Ábrelo e invítame a un dulce —le dijo al mayor.
—Pero si no sé lo que es… Yo no he encargado nada. No imagino quién me lo envía.
La señorita Midden se había puesto a fregar.
—Alguna de tus admiradoras de la casa grande —sugirió—. Una pasión otoñal… La señora Consuelo McKoy, probablemente. Está convencida de que eres un auténtico militar. Eso le pasa por haber vivido demasiado tiempo en California, en la tierra de la fantasía.
A su espalda, el mayor se había hecho con unas tijeras y cortaba la cinta adhesiva del paquete. Permaneció callado unos instantes y luego lo oyó respirar como si jadeara. Al volverse vio lo que había sobre la mesa. No eran dulces. Cualquier cosa menos dulces. Objetos nauseabundos más bien. La señorita Midden no había visto nada semejante en su vida. Y ciertamente no deseaba volver a ver nada igual mientras viviera. La mirada que dirigió al mayor era expresión de un asco extremo.
—¡Cochino animal! —exclamó con voz ronca—. Eres una bestia repugnante…, un sucio pervertido. ¡Con niños…! ¡Con niños pequeños! Eres la forma ínfima del reino animal…, ni eso. Porque los animales no torturan a sus crías. ¡Puaj!
Pero el mayor MacPhee no dejaba de sacudir la cabeza y su cara se había cubierto de retazos purpúreos.
—Yo jamás he pedido estas cosas —tartamudeó—. Te juro que no. No lo he hecho. Y no sé de dónde vienen. No me gustan tampoco, en absoluto. Yo…
Marjorie Midden no dijo nada más. Reflexionaba a toda velocidad. Por una vez se sentía inclinada a creer al mayor. Si había pedido todo eso, no iba a ser tan necio como para abrir el paquete en su presencia. De eso estaba segura. Se lo hubiera llevado a su habitación para refocilarse con aquellas asquerosas fotografías y revistas en privado. Por otra parte, en lo tocante a… ¡Tocar!
—¡No las toques! —le gritó—. Voy a buscar una caja y un trapo. Pero tú no las toques.
Empleó en realidad un par de guantes y metió cuidadosamente aquella porquería, creación de mentes enfermas y codiciosas para sacar dinero de otras mentes enfermas y depravadas, dentro de una caja de cartón. El mayor la observaba mientras tanto, perplejo y apesadumbrado, repitiendo a cada momento sin dejar de sacudir la cabeza y a punto de saltársele las lágrimas:
—Yo no he sido, no he sido…
—La pregunta correcta es por qué a ti —dijo Marjorie—. Háztela tú mismo. Primero él debajo de tu cama, desnudo y sin sentido. Y ahora esta obscenidad…
Se calló. La cosa se estaba poniendo francamente mal. Alguien tramaba algo contra el mayor. Y la encontraría con él. ¡Narices si se iba a dejar! Pero con todo aquel dinero en la casa, el peligro era mucho más grave. Tendría que actuar rápidamente.
—Hemos vuelto de viaje esta mañana temprano —le dijo al mayor—. Digamos que ha cambiado el tiempo, o algo así. En todo caso, ya hemos regresado. Pon esta porquería en la parte de atrás del coche y tápala con… No, mejor aún: mete la caja en una bolsa de basura.
Y dejando al mayor intrigado por lo que pudiera llevarse entre manos, subió apresuradamente a su cuarto y vació sobre la cama el contenido de la bolsa de lona disparando la trampa para topos. Luego volvió a meter el dinero en la bolsa y, con ella, bajó otra vez las escaleras. Se encasquetó su sombrero viejo y un impermeable, y salió hacia el granero. Cinco minutos más tarde llegaba con el coche a The Middenhall. No había nadie a la vista. Eran muy poco madrugadores. Pudo, pues, pasar por delante de la puerta principal y dar la vuelta al edificio para alcanzar la parte de detrás sin que la vieran. En el huerto tapiado posterior habían construido durante la guerra un profundo refugio antiaéreo, con unos escalones de hormigón que se perdían en la oscuridad subterránea. La entrada estaba tapada por zarzas y por una buddleia silvestre, y la hierba había crecido sobre la pequeña elevación que formaba. Que Marjorie supiera, nadie la había descubierto desde hacía muchos años, pero ella la conocía desde niña. Había pasado mucho miedo cuando una vez bajó allí con su primo Lennox. En los pasadizos había casi un palmo de agua, y el frío, la oscuridad y las explicaciones de Lennox de que había servido para torturar a los prisioneros la llenaron de horror. Pero ahora necesitaba aquel profundo y escondido refugio. Se escurrió por debajo de las matas, apartó la tierra que cubría la puerta de hierro y, por fin, la abrió. Luego fue al coche a buscar una linterna y la bolsa de lona y se hundió en las tinieblas. Seguía habiendo agua. Quizá la misma en la que había chapoteado treinta y dos años antes. Pero esta vez Marjorie no tenía miedo. Estaba decidida a todo. Alguien la estaba desafiando y ninguna cosa podía parecerle más apasionante. La encantaba luchar.
Al fondo del largo pasadizo, tras dejar a uno y otro lado habitaciones con oxidadas literas de hierro, la linterna iluminó lo que estaba buscando: una especie de nicho alargado a media altura en la pared de hormigón. Lennox le había explicado que era para depositar los cadáveres de los hombres fusilados allí. En realidad no tenía ni idea de para qué pudo servir. Pero no podía verse desde la puerta y nadie que se asomara simplemente a ella lo descubriría jamás, a menos que entrara en la habitación y la mirara bien. Pasó la mano por dentro del nicho y lo encontró seco. Serviría, pues. Metió la bolsa dentro, regresó al coche en busca de la caja con las revistas y fotografías obscenas y la depositó también allí, no sin antes sacarla de la envoltura de plástico y emplear ésta para guardar la bolsa que contenía el dinero; así se mantendría seca en la húmeda atmósfera del antiguo refugio. Cuando lo tuvo todo listo, regresó chapoteando por el pasadizo, subió los escalones de la entrada y atisbo por entre los arbustos antes de salir para asegurarse de que no hubiera nadie cerca. La tierra y las matas volvieron a caer sobre la puerta de hierro al cerrarla.
Para cuando se sentó otra vez al volante del viejo coche, apenas advirtió ninguna señal de movimiento en el interior del edificio. Regresó, pues, a la granja. Ni siquiera había tenido que decir en The Middenhall que estaba ya de vuelta de su viaje de fin de semana. No había visto a nadie.
Pasó el resto del día ocupada en las tareas domésticas y planeando su siguiente jugada. Fuera continuaba arreciando la lluvia y el viento racheado obligaba incluso a las ovejas a apiñarse junto al terraplén de la vieja cañada, al resguardo de los frondosos arbustos de espino. Al caer la noche, llovía más aún y el viento ululaba a su paso por las chimeneas y entre el ramaje del bosquecillo que limitaba por detrás la finca de los Midden.
Para los agentes que participaban en la Operación Churumbel, la noche no invitaba a pasarla al raso. Pero el detective inspector Rascombe se mostró inflexible. Una noche sin luna, húmeda y ventosa era justamente la noche ideal para que los pervertidos habitantes de The Middenhall se quedaran dentro de la casa, pasando vídeos pornográficos. Ni por asomo se les ocurriría poner vigilancia alerta al eventual despliegue de unidades de policías con los uniformes de camuflaje polar que les habían sido facilitados por los marines de la Royal Navy, en un intento de pasar por ovejas pastando tranquilamente a lo ancho y largo de Scabside Fell. Reunió, pues, a sus hombres en la carretera de Parson, desde donde tendrían que atravesar tres kilómetros de áspero terreno hasta llegar a la vista de The Middenhall, todo ello desafiando la oscuridad, la lluvia y el viento nocturnos.
—Una vez que la avanzadilla se haya situado en el parque de enfrente de la casa y los grupos auxiliares estén listos para dirigirse hacia la granja, quiero que se muevan con la máxima precaución. Rutherford: usted y Mark rodearán el lago por aquí…
Justo en ese momento un agente abrió la puerta de la furgoneta de la compañía telefónica que el detective inspector empleaba como centro de operaciones, y la corriente de aire desprendió el mapa topográfico de la zona que tenían desplegado en la pared interior del vehículo. El recién llegado y el sargento Bruton consiguieron volver a extenderlo para que Rascombe pudiera continuar dando instrucciones.
—Como estaba diciendo, se reunirán con Markin y Spender aquí, en la parte baja de la vía de acceso, y tratarán de hacer un reconocimiento visual de la casa, por las partes delantera y trasera. ¿Alguna pregunta?
Al sargento Bruton se le ocurrían muchas, pero tuvo el buen juicio de no hacerlas. Otro agente, en cambio, quiso saber cómo debería actuar en el caso de que alguno de los sospechosos le saliera al paso y le preguntara qué estaba haciendo allí.
—Bien… En primer lugar, confío en que los ejercicios que hemos practicado evitarán semejante eventualidad. Y en segundo, doy por sentado que todos ustedes actuarán guiándose por su propia iniciativa. Lo único que yo no diría es que son agentes de la ley. Es obligado, si no queremos que los sospechosos se den el piro inmediatamente. Pueden decir que son excursionistas que se han extraviado o cualquier otra cosa que parezca razonable en la situación concreta. Les aconsejo, sin embargo, que no se hagan pasar por vendedores de helados.
Y, tras poner esta nota de humor, Rascombe deseó buena suerte a sus hombres y los grupos de vigilancia se desplegaron por el páramo. Eran las once y media. A unos seis kilómetros de allí, en la carretera que discurría por detrás de The Middenhall, la unidad C informaba que ningún vehículo había circulado entre sus puntos de control desde las nueve y media. Solicitaban permiso para retirarse. Como tenían que emplear el teléfono público de Iddbridge, Rascombe no tuvo conocimiento de la llamada hasta la una y cuarenta y un minutos, cuando se presentó en el centro de operaciones móvil un detective de Stagstead portador del mensaje.
—¡Por supuesto que no pueden irse a sus casas ahora! —exclamó irritado—. Ya hay designados agentes que los relevarán al término de su periodo de vigilancia.
—Sí, señor, ya lo sé —dijo el detective—. Pero la carretera está cortada por obras junto al río y nadie va a pasar por ella. No hay ninguna necesidad real de mantenerla vigilada.
El detective inspector Rascombe no iba a dejarse persuadir tan fácilmente.
—Razón de más para no quitarle ojo de encima —observó—. Si alguien circula por ella estando cerrada al tráfico, significará forzosamente que la están utilizando para algún siniestro propósito. Es evidente que así debe ser.
—Pero es que nadie pasa por allí. ¿Cómo van a hacerlo?
—El cómo es lo de menos —sentenció Rascombe—. Dígales que redoblen la vigilancia a partir de ahora, que estén con tres ojos.
—¿Al estilo cíclope, señor? —ironizó el detective, y se apresuró a salir de la furgoneta antes de que su jefe pudiera digerir la alusión y responderle que no se mostrara impertinente.
En su cuarto de la granja, el mayor MacPhee se entretenía con su viejo aparato de radio. Estaba captando mensajes extrañísimos, totalmente desprovistos de sentido, a su juicio. Porque lo cierto es que las advertencias de Rascombe acerca del silencio radiofónico estaban siendo ignoradas por sus hombres. El mayor, pues, se enteró de la asombrosa noticia, trasmitida con sorprendente claridad entre un cúmulo de obscenidades, de que alguien llamado Rittson acababa de hundirse en un «jodido y apestoso agujero o algo así» (un lavadero de inmersión para las ovejas, en realidad). Y estaba ya haciendo conjeturas acerca del tal agujero y del extraordinario hecho puesto por el azar en su conocimiento, cuando el individuo llamado Rittson fue conminado a mantener el silencio de radio.
«Deben de ser marines de maniobras en las marismas de Meltsea», pensó el mayor. Apagó la radio y se puso a dormir.
Fuera, en el páramo, diez hombres avanzaban mediante una extraña serie de pequeñas carreras en zigzag, como el detective inspector Rascombe había ordenado. Se adelantaban primeramente dos, dando traspiés, y a los pocos metros se agachaban y permanecían agazapados, mientras saltaba tras ellos otro grupo de cuatro, que los rebasaban, y después los cuatro restantes. Con esta curiosa y supuestamente ovejuna técnica de desplazamiento fueron ganando terreno entre cortinas de lluvia y ráfagas de viento. A su alrededor, las auténticas ovejas se dispersaban en la oscuridad para detenerse a una distancia respetable y volverse a mirar a sus extraños imitadores.
De esta forma el grupito atravesó la extensión de terreno abierto y saltó uno tras otro los cercados de piedra seca, no sin haber sufrido alguna sensible baja, como la del detective Rittson, caído en el lavadero de ovejas.
Para las dos de la madrugada habían alcanzado su primer objetivo, el bosquecillo de la orilla del lago más distante de la casa, desde donde tenían a la vista The Middenhall dominando la superficie del agua. El imponente edificio se hallaba prácticamente a oscuras; dentro sólo brillaba una luz. Pero los focos exteriores proyectaban su luz sobre el lago y se reflejaban en sus aguas entre los nenúfares.
—Desde aquí es muy difícil ver nada con esos condenados focos —dijo el detective llamado Mark—. Y nos pueden descubrir de inmediato.
Se introdujeron a gatas en el bosquecillo y probaron desde el otro lado. También allí los focos dificultaban notablemente la visión.
—El inspector nos encargó que vigiláramos también la granja —recordó Markin—. Supongo que será mejor que vayamos hacia allí.
El y Spender, pues, bordearon el lago, cruzaron el puentecillo que coronaba la compuerta y siguieron por la carretera que se dirigía a la granja Midden. A sus espaldas, Rutherford había descubierto una zona de sombras en un ángulo del edificio, donde estaban los contenedores de basura; y, dejando que Mark probara por el ala opuesta, en que los numerosos arbustos de azaleas ofrecían cierta protección, gateó por el césped. Había llegado ya a unos diez metros de la casa cuando algo pasó por delante de él. Incapaz de identificarlo exactamente, obedeció las órdenes recibidas y retrocedió a la manera ovejuna: a cuatro patas y tratando, al mismo tiempo, de mantener la vigilancia al frente. En realidad había alborotado a una familia de tejones. Se escuchó un fuerte ruido metálico al caer la tapa de uno de los contenedores de basura; luego gruñidos y el roce de unas patas escarbando en la tierra. Pero el detective Rutherford había dado media vuelta y rodaba ya por el césped para ganar apresuradamente el puentecillo de madera.
—La cosa está fatal —dijo a sus compañeros—. Tienen alguien de centinela en la parte trasera. Será mejor que nos larguemos.
La primera fase de la Operación Churumbel había sido un completo fracaso.