22

Cuando llegó a Fowey, Marjorie Midden era una persona completamente distinta. Había tenido que hacer un trasbordo de trenes para llegar a Plymouth y había dormido muy poco. Al mirarse en el espejo de los lavabos de la estación, pensó que su rostro tenía el punto de sufrimiento justo para representar el papel escogido. Salió, se compró un sombrero redondo y un abrigo azul en una tienda de ropas de segunda mano, se los puso… Entró en otra tienda a comprar una bolsa grande de lona, fue a una agencia de coches de alquiler, en la que contrató un Escort para todo el día, y finalmente tomó con él la carretera en dirección a Put End. Quería llegar a la hora del almuerzo, cuando el señor Gould estuviera demasiado ocupado o hambriento para querer hacerle demasiadas preguntas embarazosas.

Y la verdad es que Victor no le preguntó apenas nada. No tenía ningún interés en saber del condenado Timothy Bright. Aún lo sulfuraba la actitud grosera de Bletchley al teléfono.

—Soy del hospital —le dijo Marjorie—. Vengo a buscar las cosas de Timothy Bright. Está mucho mejor ahora que le han quitado el gota a gota y ha pedido que se las trajéramos.

Victor respondió que se alegraba mucho, aunque no quedó claro si de saber que le habían retirado el gota a gota, de que estuviera en el hospital o, simplemente, de no tener que seguir guardando en su casa las cosas de Timothy Bright. El caso es que fue por ellas, con la señorita Midden pisándole los talones y abrumándolo con su cháchara acerca de lo ocupada que estaba, de que tenía que seguir viaje a Bodmin porque el anciano señor Revis necesitaba su inyección de insulina y… Victor Gould la vio alejarse con el coche antes de darse cuenta de que no le había preguntado siquiera en qué hospital estaba su maldito sobrino. No es que le importara. Aguardaba para el día siguiente el regreso de su mujer, y no se sentía de humor para nada. Decidió no decir palabra de Timothy ni de sus cosas. En lo tocante a la familia Bright, el silencio era oro. En todo caso, ya encontraría la señora Gould bastante materia de que perdonarle sin necesidad de que él le diera más motivos.

A las dos, la señorita Midden subía nuevamente al tren. Acababa de telefonear al mayor para pedirle que fuera a recogerla a la llegada, prevista para las once de la noche.

Para entonces la investigación del inspector Rascombe en torno a actividades inusuales en la zona de Stagstead había desenterrado la llamada telefónica anónima.

—La hicieron el lunes por la mañana, a las once y doce —le informó la agente de servicio—. Voz de hombre. No quiso dejar nombre ni dirección. Llamaron desde una cabina pública. Aquí está escrito todo.

El detective inspector leyó el mensaje:

—«Están abusando de niños en The Middenhall». Repetido dos veces. Interesante…, muy interesante. Ahí es donde vive esa arpía, ¿no? La que nos dio tantos quebraderos de cabeza hace unos años.

La agente no compartía su ojeriza.

—La señorita Midden. Una dama muy respetable por todos los conceptos. Los Midden llevan siglos viviendo allí.

—Todo eso está muy bien, pero… ¿qué sabemos de ellos? —dijo Rascombe, y siguió revisando la lista de llamadas, en la que había dos robos de coches en Pyal, un robo con escalo en Raften y, finalmente, la desaparición de algunas ovejas en el Loft Fell Moss. Nada que pareciera tener una relación clara con la pederastia. Mejor suerte tuvo con la base de datos del ordenador acerca de los delincuentes sexuales, y en especial al ver aparecer el apellido de un MacPhee que había cumplido condena en 1972 por «homosexualidad» y cuya última dirección conocida, en 1984, había sido el Hotel Ruffles, Stagstead. En el curso de los años, al tal MacPhee lo habían detenido y multado dos veces por embriaguez y conducta desordenada.

—Tendría usted que investigar a este mamón —dijo el inspector al sargento—. Sí, me gustaría saber algo más de este mayor MacPhee.

Pero de hecho el nombre del mayor apareció muy atrás en la lista de delincuentes sexuales interesantes facilitada por el ordenador, y la relación era lo suficientemente amplia como para tener ocupado al sargento mucho tiempo. Fue luego en su despacho cuando, al advertir que la dirección actual del citado mayor MacPhee era The Midden Farm, volvió a interesarse por él. Fue a decírselo a Rascombe.

—O sea, que recibimos una llamada de un bromista diciéndonos que en The Middenhall están abusando de niños, y resulta que tenemos por allí cerca a un individuo con todo un historial de embriaguez, desórdenes y homosexualidad —comentó el detective inspector—. Esto me huele mal, sargento. ¿Qué más tenemos allí? Explíqueme.

—¿En la zona o en la residencia propiamente dicha? —preguntó el sargento.

—¿Residencia? ¿Por qué la llama así?

—No sabría cómo describirla, señor. No es exactamente una casa de huéspedes ni un sanatorio. Al menos, no me lo parece. Es una especie de comuna a la que viene gente y se instala.

—¿De veras? ¿Una comuna? ¿Qué tipo de personas la forman? —quiso saber Rascombe, cuyo olfato policial apuntaba ahora decididamente a The Middenhall.

—Bueno…, no lo sé muy bien. He oído decir a alguien que la señorita Midden… Es la propietaria de la casa, señor, una solterona… Que la señorita Midden le había dicho que eran todos familia y que tenían derecho a vivir allí gratis.

—¡No me diga! ¿Familia? ¿Qué clase de familia? ¿Tienen hijos? —preguntó el detective inspector—. Quiero saberlo todo acerca de esa familia.

—Conseguiré sus nombres a través de las oficinas del ayuntamiento, de las listas de contribuyentes… Quizá nos proporcionen alguna pista.

—Sígala, sargento. Quiero saber todo lo que pueda saberse acerca de The Middenhall y de la gente que vive allí. Envíe a alguien a las oficinas del condado. ¡Ah! Y asegúrese de que proceda con suma discreción. Tal vez hayamos de vérnoslas con un caso muy serio.

Como resultado de estas instrucciones, se presentó un agente de paisano en la oficina de impuestos locales, donde actuó con una discreción tan inusual que la noticia de que la policía se interesaba por la señorita Midden y por las idas y venidas en The Middenhall recorrió al punto el edificio y, de allí, se extendió a los habitantes de Stagstead en general.

Aquella tarde el detective inspector Rascombe trajo algunos de sus hombres de Tween y montó una unidad especial para vigilar The Middenhall.

—Les he hecho venir —les dijo— porque podríamos estar ante algo gordo. Y si es tan gordo como me imagino, tenemos que actuar con absoluta cautela. Si esto sale bien, podremos dar a nuestra imagen pública el lavado que necesita. Lo que estamos a punto de descubrir hará que la prensa nos idolatre… Considerando toda la mierda que han vertido sobre nosotros, esta vez van a tener que lamernos el culo encantados. —Hizo una pausa para dejar que esta idea calara en sus hombres antes de proseguir—: La única pega es que hemos de enfrentarnos a personas muy influyentes, con respaldo político. Por eso los he traído a ustedes. No son de aquí y no los conocen en este distrito. No podemos permitirnos ningún desliz. ¿Entendido? Muy bien, ¿Alguna pregunta?

Un sargento detective que se hallaba en primera fila levantó el brazo.

—¿Sí, Bruton? ¿Qué hay?

—Yo soy de aquí —dijo.

—Bueno…, sí… Lo necesitamos porque usted conoce el terreno. Por eso está usted aquí.

—¿Podría decirnos dónde se está cometiendo el delito, señor?

—A su debido tiempo. Lo sabrán a su debido tiempo, sí. Ahora sólo quiero que se formen una buena composición de lugar para que el asunto no se nos vaya de las manos. Porque eso es lo que podría ocurrir si armáramos demasiado alboroto. De hecho, en el instante en que esos tipos huelan un policía, les entrará tal cagalera que escaparán corriendo y no sabremos ni si estaban allí. Así que lo que hace falta es una vigilancia de largo alcance, prolongada, lo cual nos lo pone más difícil aún. ¿Entendido? Muy bien. —Y tras haberse respondido a sí mismo, el detective inspector inquirió si alguien más quería preguntar algo. De nuevo alzó el brazo el sargento sentado en la primera fila.

—Al decir una vigilancia de largo alcance, ¿a qué se refiere exactamente, señor?

Rascombe miró a Bruton dubitativamente. Empezaba a cuestionarse si sería prudente tener en el equipo a semejante agitador. Porque, para la mentalidad del detective inspector, las preguntas equivalían a problemas. Cuantas menos hiciera uno, mejor. Y mejor le caía también. Estaba empezando a cobrarle manía al sargento.

—Por vigilancia de largo alcance, sargento —respondió adoptando la jerga oficial—, se entiende la evitación de toda línea de contacto visual con el sospechoso o, como en el presente caso, los sospechosos; el uso de equipo audiovisual auxiliar en un contexto no observativo para mantener un seguimiento continuo de los modus vivendis y operandis de los dichos sospechosos; y, finalmente, la valoración del material así obtenido por parte de agentes entrenados con vistas a elaborar un perfil psicológico comprehensivo y profundo de la psicología del sospechoso o los sospechosos. Espero haberme explicado con claridad, sargento.

Por un instante pareció que el sargento Bruton iba a responder la verdad. Pero prevaleció la discreción.

—Por supuesto, señor. Sólo quería estar seguro —dijo—. Ha quedado claro, muy claro.

El inspector Rascombe se acercó a la puerta, comprobó que no hubiera nadie en el pasillo y luego la cerró con cuidado antes de volver a dirigirse a su equipo con andares furtivos.

—Cuando les revele la zona en que va a desarrollarse nuestra investigación, pienso que convendrán conmigo en la necesidad de una discreción total —dijo bajando la voz al tiempo que desplegaba un mapa a gran escala del páramo por el norte. Hubo un súbito destello de interés en las miradas de los agentes. Todos sabían quién vivía allí. El puntero esgrimido por el inspector Rascombe se movió hacia The Middenhall—. Como todos ustedes pueden comprobar por el presente mapa, nuestro objetivo concreto no es un lugar fácilmente accesible. Ésta es, casi con toda seguridad, la razón de que fuera elegido para tan horribles actividades. Y hace condenadamente difícil la vigilancia. Por aquí tenemos el campo abierto, el páramo, que se extiende a lo largo de varios kilómetros hasta alcanzar aquí la antigua carretera de Parson y Six Lanes End. No hay nada donde emboscarse por este lado, salvo uno o dos cercados de piedra seca y algunas ovejas; lo cual, como podrán ustedes ver, no es de gran ayuda. Aquí se encuentra la granja Midden, que ha de estar bajo vigilancia continua. A la derecha, siguiendo la carretera, está el lugar llamado The Middenhall. Es un objetivo importante; el objetivo principal, de hecho. Como podrán ver por sí mismos, aquí, hacia el sur, hay un lago; y por detrás, a través de estos bosques, se llega a la cantera. Más allá de ellos corre el río Idd, que ofrece una excelente cobertura a lo largo de sus orillas y en los meandros que traza en el valle. Ésta es, a mi entender, la única ruta de aproximación posible para las patrullas de vigilancia. Pero, aun teniendo en cuenta todos estos factores, no la tomaremos. ¿Alguien podría decirme por qué?

—¿Guarda tal vez alguna relación con el hecho de que la señorita Midden pueda esperar que la utilizaremos? —dijo el sargento Bruton desde su puesto en primera fila. El inspector lo observó con renovada curiosidad.

—Muy inteligente por su parte, Bruton —dijo—. Ha dado usted en el clavo. Pero… ¿nos puede decir cómo ha adivinado a quién me he estado refiriendo desde el principio?

El sargento Bruton agachó la cabeza y se estuvo mirando las rodillas antes de volver a levantarla y responder:

—Bien, señor… Usted nos dijo que debíamos vigilar continuamente The Middenhall… Y puesto que la señorita Midden es la propietaria de The Middenhall y de la granja Midden, deduje que pudiera estar implicada…, o algo así.

—Muy bien. Me alegra ver que se lo toma usted con mucho interés. ¿Alguien más tiene algún comentario que hacer?

—Si no vamos a usar la protección del río para aproximarnos, ¿por dónde lo haremos? —preguntó un detective sentado en la tercera fila. El inspector Rascombe sonrió.

—Por aquí —dijo, señalando la extensión de campo abierto por el oeste—. Acercándonos por este camino, evitaremos hacer lo más obvio, que es lo que ellos estarán esperando que hagamos. El último lugar por donde supondrán que llegaremos es por el páramo. Así que ésta será nuestra ruta.

—Pero yo pensaba… Bueno…, nada, señor —comenzó a decir el sargento Bruton y se abstuvo de señalar que, si lo que había dicho antes el inspector era cierto y los sospechosos que residían en The Middenhall huirían a todo correr en cuanto olfatearan a un policía, a estas horas ya estarían muy lejos y no habría forma de verlos en la polvareda, porque era de dominio público en Stagstead que la policía iba a investigar a la señorita Midden. Creyó más seguro no decir nada. A mayor abundamiento, él había colaborado personalmente con la señorita Midden en varias comisiones para reunir fondos para fines benéficos, y no podía imaginarla implicada en una red de pederastas. Pero… si el idiota del inspector se empeñaba en seguir adelante, no había forma de detenerlo. Más valía no meterse en líos. Rascombe estaba ya formando las diversas unidades y asignándoles las respectivas misiones.

—La unidad A se encargará de la identificación del tráfico —dijo—. Symes, Rathers, Blighten y Saxton. Observación permanente de todos los vehículos que circulen por esta carretera. —El puntero se movió siguiendo la línea de la carretera que iba a The Middenhall y a la granja—. Quiero la matrícula de todos los coches y, si hubiera algo fuera de lo normal, llamarán a la base, aquí, donde la unidad B continuará la vigilancia y, en el caso de que el vehículo que se aproxime deba ser seguido o interceptado, se encargará de ello.

A medida que daba las instrucciones, se iba revelando la amplitud de la operación.

—No habrá comunicación por radio salvo en caso de absoluta emergencia —prosiguió Rascombe—. La comunicación entre las unidades A y B se efectuará mediante enlace telefónico directo. Ya he hecho gestiones con la compañía telefónica para disponer de una línea lo antes posible. Mientras tanto, la unidad A utilizará la cabina de teléfonos de Iddbridge para informar a la unidad B. Por el otro lado del mismo sector de vigilancia, esta carretera de detrás que recorre el valle del Idd estará vigilada por la unidad C, con hombres a uno y otro lado del río, aquí, y se determinará un tiempo medio de trayecto entre los dos puestos de observación. Cualquier vehículo que no aparezca por el otro extremo en dicho tiempo medio, y que por consiguiente pueda haber dejado o, alternativamente, tomado en el trayecto a alguna persona con procedencia de o destino a nuestro objetivo principal, será observado con particular interés y, en caso necesario, interceptado aquí… —Señaló con el puntero un cruce de carreteras cinco kilómetros más al norte.

—¿Y si circula en dirección contraria, señor? —preguntó un detective, que vio recompensada su observación con un fruncimiento de cejas que el inspector Rascombe trató luego de transformar en sonrisa.

—Buena pregunta, muy buena pregunta. Me satisface que la haya planteado —dijo subrayando cada sílaba, como si estuviera marcando un paso de desfile—. Los vehículos que accedan a la zona en dirección norte-sur serán interceptados…, serán interceptados… —El puntero osciló vagamente en busca de algún cruce de carreteras adecuado y finalmente señaló Iddbridge, a unos ocho kilómetros de distancia—. Aquí. O, alternativamente, aquí… —Esta segunda posibilidad era una cañada para el ganado, situada a unos cuatro kilómetros de la carretera de Iddbridge. Pero, antes de que pudiera suscitarse cualquier debate sobre los diversos problemas que plantearía semejante punto de intercepción, el inspector Rascombe había pasado a otro tema—: Yo personalmente dirigiré las unidades D y S, que serán unidades de vigilancia para cubrir la granja, el edificio principal y la finca. Pretendo establecer una base móvil sobre esta zona, aproximadamente, y Six Lanes End. Nos desplazaremos de noche y confío en que podremos interpolarnos en los terrenos de la finca a cubierto de la oscuridad para trabajar en turnos de veinticuatro horas, a tenor de las circunstancias que se den en su momento…

Por espacio de otros tres cuartos de hora el detective inspector siguió ronroneando, y sólo cuando el sargento Bruton, para mantenerse despierto, había garabateado por decimoquinta vez en su bloc de notas: «Buscar “interpolar” en el diccionario», volvió Rascombe a referirse con rodeos a la naturaleza de los crímenes que supuestamente estaban investigando.

—Tenemos que prestar particular atención —dijo— a cualquier niño o niños, en plural, que sean introducidos en la zona de The Middenhall, o que, ojalá, sean sacados de ella… ¿Sí, sargento?

—No estará usted sugiriendo que la señorita Midden pueda tener algo que ver con abusos a menores…, ¿verdad, señor? —preguntó el sargento Bruton, casi sin poder contenerse—. Quiero decir que la señorita Midden es…, bueno que eso, creo yo, es una… —Renunció a seguir.

—Cuando usted lleve en el Cuerpo tanto tiempo como yo, sargento —respondió el detective inspector, que en realidad llevaba bastante menos que Bruton—, aprenderá que la apariencia exterior de algunos de los criminales más peligrosos está en relación inversa a su peligrosidad. Recuérdelo, sargento, y no se dejará engañar. O viceversa, naturalmente.

Al caer la noche, las distintas unidades habían tomado posiciones en torno a The Middenhall. La Operación Churumbel, como había decidido llamarla en clave el inspector Rascombe, estaba en marcha.