Para la hora del almuerzo la memoria de Timothy Bright había mejorado considerablemente. Y a la de cenar lo recordaba todo con una nitidez notable.
El proceso se había visto acelerado por el hambre y los olores que le llegaban, suponía, de la cocina. Fue, para empezar, el aroma de los huevos fritos con unas lonchas de panceta. Luego el del cordero asado con romero y, finalmente, a eso de las seis, podría haber jurado que estaban cocinando un jamón de cerdo. En realidad se trataba de una simple chuleta, pero bien tostadita para añadir un chisporroteo incitante y lograr el efecto buscado. Y el olor, el delicioso olor, no procedía de la cocina. Tras quitarse los zapatos, la señorita Midden había subido en calcetines hasta la puerta del antiguo cuarto de los niños cargada con unas fuentes, y las había colocado allí durante diez minutos para que la corriente de aire arrastrara los olores por debajo de la puerta. Luego había vuelto a bajar sigilosamente la escalera, se había puesto los zapatos y subido otra vez, pisando fuerte, a preguntarle si deseaba comer algo. ¡Y vaya si lo deseaba Timothy Bright! Estaba hambriento. Pero seguía negándose a decirle quién era exactamente o por qué había allanado su casa para ir a esconderse debajo de la cama del mayor. Intentó ponerse farruco.
—No la asiste ningún derecho a tenerme encerrado así —le había dicho después de la terapia con el cordero asado. Pero la señorita Midden había negado que lo estuviera reteniendo contra su voluntad.
—Es usted libre de dejar la casa en este mismo instante. Nadie se lo impide.
—Pero usted se niega a darme mi ropa. No puedo salir sin nada encima.
—No le doy su ropa porque no la tengo. La he buscado por toda la casa. Y en el jardín tampoco aparece. Si a usted le da por entrar en las casas de otros como su madre lo trajo al mundo, es asunto suyo. Faltaría más que yo tuviera que proporcionar a los ladrones pantalón y chaqueta.
—Sí, la comprendo —dijo Timothy—. Pero me está usted matando de hambre.
—¡Nada de eso! —protestó la señorita Midden—. Es sólo que no visto a los intrusos ni doy de comer a los que irrumpen en mi casa y se niegan a decirme quiénes son o qué han venido a hacer aquí.
Timothy alegó ignorar también lo que estaba haciendo en su casa.
—Pues será mejor que reflexione sobre ello con todo su empeño porque, hasta que no me diga la verdad y nada más que la verdad, va a seguir siendo un joven muy hambriento. —Se volvió hacia la puerta, pero se detuvo antes de abandonar la habitación—. Claro que si usted quiere que llame a la policía, me encantará complacerle.
El rostro de Timothy se había puesto ceniciento.
—No, por favor… No lo haga —dijo.
Si aquella mujer llamaba a la policía, se vería en un apuro mucho mayor aún. El hombre de la navaja, los cochinillos, el dinero que le había robado a tía Boskie… No, no podía dejar que llamara a la policía.
Fueron los efluvios de asado de cerdo los que acabaron con su resistencia. En particular el crepitar de la piel al rustirse. Le trajo a la memoria la imagen del cochinillo desollado, junto con el pensamiento de que, en su caso, no habría nada semejante aunque lo asaran. Y el mayor había subido a verle en dos ocasiones para preguntar cómo le iba y asegurarle que la señorita Midden era una persona decente y en absoluto dura de corazón.
—Puede usted fiarse de ella —le dijo—. Tiene muy buen carácter en realidad, pero es una Midden, chapada a la antigua. Hará lo que sea por cualquiera si la tratan como es debido. Pero no soporta que le mientan ni la fastidien.
—Pues a mí no me parece muy amable —replicó Timothy Bright.
—Eso es porque usted se empeña en no decirle la verdad —dijo el mayor—. Odia los embustes y las excusas. Sea franco con ella, que le irá bien. Y otra cosa… Ella no simpatiza con la policía. No la llamará con tal de que usted se decida a contárselo todo.
Timothy quiso saber por qué no le caía bien la policía.
—Dice que son unos corruptos y que hacen objeto de malos tratos a los detenidos en sus celdas. Y le tiene ojeriza al comisario jefe, además. Es un individuo horrible. Seguro que ha leído usted algo acerca de la forma como han amañado aquí pruebas contra personas inocentes. Salió en Panorama y en los periódicos. La Brigada de Represión de Delitos Mayores es tan falsa como un billete de nueve libras. Y no digamos en cuanto a brutalidad policial.
Y, tras esta pincelada optimista, el mayor había vuelto a la cocina a exponer su informe.
—Una comida más —dijo— y lo desembuchará todo. Lo que ocurre es que no se fía de ti.
—Yo tampoco me fío de mí —declaró la señorita Midden enigmáticamente, y volvió a ocuparse del asado de cerdo.
A las seis de la tarde, Timothy Bright se vino abajo deshecho en lágrimas. Ofreció contárselo todo si prometían no decírselo a nadie más. La señorita Midden no estaba dispuesta a hacerle ninguna promesa.
—Si ha cometido usted alguna acción realmente horrible, un delito violento como una violación o un asesinato… —empezó. Pero Timothy se apresuró a jurarle que no estaba implicado en nada semejante. Lo suyo era sólo un asunto de dinero y de deudas, y…
—¿Podrían darme algo de comer?
—Dependerá de lo que usted me cuente —replicó Marjorie Midden—. Y si trata de colarme una sola mentira, lo descubriré. Pregúntele a él —añadió señalando al mayor que estaba de pie en el umbral a su espalda.
El mayor asintió. La señorita Midden tenía un olfato prodigioso para las falsedades, dijo.
—Y no crea que por el hecho de tener yo una enemistad personal con el comisario jefe rehusaré entregarlo —remachó ella—. Si me miente, claro.
Timothy le juró por su honor que le diría la pura verdad. La señorita Midden tenía sus dudas, pero las guardó para sí.
—De acuerdo. Puede bajar a la cocina y contarnos la historia. Envuelto en esa toalla. No pienso darle ropas hasta que sepa con quién y con qué he tenido la desgracia de tropezar.
En la mesa de la cocina, con el olor del cerdo asado llenando la estancia, Timothy Bright contó su historia. Al finalizar, la señorita Midden se mostró satisfecha. Sacó del horno el asado, los chicharrones curruscantes…, patatas, judías, zanahorias…, la salsa de manzana…, y se quedó viéndole comer, pensativa, reflexionando sobre lo que debía hacer. Por lo menos tenía buenos modales en la mesa, y lo que había oído llevaba el marchamo de la verdad. Era justamente el tipo de joven alocado y presuntuoso que se metería en líos con tahúres y traficantes de drogas. La había impresionado en particular su confesión de haber robado las acciones de su tía Boskie.
—¿Dónde vive esa tía suya? —le preguntó.
—Tiene una casa en Knightsbridge, pero reside habitualmente en una clínica. Bueno…, lo que quiero decir es que ya tiene noventa y uno o noventa y dos años, y…
La señorita Midden le había preguntado a continuación la dirección exacta. Aquello alarmó a Timothy.
—¿Por qué quiere saberla? —preguntó. Estaba dando cuenta ahora de un pastel de manzana—. No pensará ponerse en contacto con ella, ¿verdad? Si supiera lo que he hecho, me mataría. Es una anciana de armas tomar.
—Sólo quiero asegurarme de que existe —respondió Marjorie, y le obligó a darle su dirección así como la del tío Fergus y la de sus padres. A Timothy le entró pánico cuando, incomprensiblemente, la vio dirigirse al teléfono del recibidor.
—¡Oh, por amor de Dios! ¡Use el poco cerebro que parece tener! —le espetó cuando Timothy salió disparado detrás de ella sujetándose la toalla a la cintura—. Sólo voy a llamar a información. Vuelva y acabe de cenar.
Pero él permaneció allí de pie mientras Marjorie Midden marcaba el número y recibía confirmación de la existencia de una señorita Bright en la dirección dada. Y de un señor Fergus Bright en Drumstruthie.
—Parece todo en regla —dijo después de colgar el aparato—. Ahora puede servirse café, si quiere.
Media hora más tarde, Timothy Bright regresaba a la antigua habitación de los niños con un libro que el mayor le había prestado. Era una obra de Alan Scholefied titulada, muy oportunamente, Cazador de ladrones.
En el piso de abajo, entre tanto, Marjorie Midden olvidaba la cena que tenía delante, absorta en sus reflexiones. No le caía demasiado bien el señorito Bright, pero por lo menos había tenido el buen juicio de contarle la verdad. Tendría que hacer algo al respecto.
En su apartamento orientado a Hyde Park, sir Edward Gillmott-Gwyre colgó el teléfono y dejó escapar un hondo y meditabundo suspiro. No tenía a menudo noticias de su hija y daba gracias por semejante parquedad. Pero ahora la condenada le acababa de telefonear para decirle que iba a presentarse y que tenía algo terriblemente urgente que decirle.
—¿Por qué no me lo puedes contar por teléfono, querida? —preguntó en tono casi plañidero.
—¡Oh, no, papá! Es demasiado importante para eso —había gimoteado ella—. Y, en cualquier caso, no te gustará.
Sir Edward movió su corpachón en el silloncito. No, ya suponía él que no le iba a gustar. Jamás le había gustado nada de su hija. Por una parte, le recordaba demasiado a su mujer y, además, era la única muchacha a la que había visto pasar de los mofletes de la adolescencia a los michelines de la mediana edad sin una transición, siquiera breve, de esbeltez femenina entre una y otra. Y en cuanto a su cerebro, si podía llamársele así, había permanecido tan vacío como fueron capaces de dejarlo varios centros coeducativos carísimos y una escuela suiza para señoritas.
Para los ojos de su progenitor, poco cegados por el cariño paterno, Vy Carteret Purbrett Gillmott-Gwyre, a sus veintitrés años, había tenido el atractivo físico y mental de una morcilla contaminada de plomo. Por eso se sintió absolutamente feliz cuando Arnold Gonders, a la sazón un simple superintendente, la pidió en matrimonio. Y, como algunos comentaron entonces, su padre no la entregó, sino que se desembarazó de ella en la boda. Pero ahora, a juzgar por su vacuo parloteo al teléfono, pudiera hallarse realmente en un problema serio. Sir Edward no tenía el más mínimo deseo de sacarla de él. Y, para afrontar su visita, se tomó dos copazos de brandy y escondió la botella de ginebra. ¡Maldito si iba a permitir que le diera un tiento! La falta de alcohol, además, abreviaría la visita. Tenía invitado a comer al erudito profesor Elisha Beconn, por lo que procuraría echarla del piso mucho antes de que llegara éste.
A la hora de la verdad, le sorprendió encontrar a su hija completamente sobria y presa, además, de una turbación tan evidente como genuina.
—Veamos… ¿De qué se trata? —preguntó con la total carencia de simpatía que caracterizaba todos sus contactos emocionales con las mujeres de la familia. Lady Valence, su mujer, ya había observado en cierta ocasión que la vida con sir Edward sólo podía compararse a sufrir el proceso de curación del jamón ahumado. «No es que me importe que fume como una chimenea» decía. «Lo que me ha convertido en la mujer marchita que veis es la contumaz misoginia de ese bruto».
Pero era una comparación injusta. El indescriptible aburrimiento que le producía la conversación de su esposa y la estupidez de su hija habían hecho de sir Edward un acérrimo partidario del Movimiento Feminista, como medio para preservar su propia intimidad. «La gran ventaja de la mujer liberada y educada es que no quiere tener nada que ver conmigo», había dicho. Y pasó a convertirse en defensor del lesbianismo universal, hasta el punto de propugnar, por la misma razón, que las mujeres hicieran el servicio militar. Ahora, al encontrarse frente a su sobria y trastornada hija, sólo podía suspirar por que la media hora siguiente pasara cuanto antes.
—No sé cómo explicártelo, papaíto —dijo Vy, adoptando el tono infantil que suponía de su agrado, aunque nada más lejos de la realidad.
—¿Es necesario que te molestes en hacerlo? —le preguntó su padre—. Si no te sientes…
—Se trata de Arnold, papaíto —prosiguió ella—. Se ha puesto imposible.
—¿Se ha puesto? —recalcó sir Edward, al que siempre le había parecido insoportable su yerno.
—Ha empezado a maquinar contra mí, papaíto… De verdad que lo ha hecho.
—¿Maquinación? ¿Qué demonios trama?
—Quiere hacerme callar.
—¿De veras? ¡Un hombre emprendedor tu marido! Yo intenté conseguirlo durante años con tu madre, pero no me sirvió absolutamente de nada.
El rostro de lady Vy se ensombreció todavía más.
—¿Por qué eres siempre tan desagradable conmigo, papaíto? —gimoteó.
—Porque vienes a verme, querida. Sólo por eso —replicó sir Edward—. Si te mantuvieras alejada de mí, no podría mostrarme desagradable, ¿o sí?
—¡Pero si ni siquiera oyes lo que tengo que decirte! —protestó Vy.
—Trato de no oírlo pero, a pesar de todo, algo queda. ¿A qué parte de tu explicación te refieres?
—A la de que Arnold está maquinando contra mí. ¿Sabes…? Quiere hacerme callar con los periódicos.
—Muy juicioso por su parte, diría yo. Estoy de acuerdo con él. No deberías tener líos con la prensa. ¿De qué te quejas, querida?
Lady Vy miró desesperadamente las paredes llenas de libros y corrió las gruesas cortinas de terciopelo de la habitación.
—El otro día metió un hombre desnudo en mi cama, y luego por poco lo mata a golpes —explicó casi a gritos, dando rienda suelta a su pánico—. Después me obligó a ayudarle a bajarlo al sótano, lo envolvió en unas sábanas, lo ató con metros y metros de cinta, trajo de la cocina una jeringa y…
—¡Aguarda, aguarda un momento! Me he perdido. ¿Dices que Arnold echó mano de una jeringa de cocina? ¿Con qué propósito?
—Para meterle con ella el valium con whisky. Fue espantoso, papaíto.
—Sí, me lo imagino. Una acción repugnante y bastante peligrosa, además. Deberías decírselo. Al fin y al cabo es tu marido, aunque sólo Dios sabe por qué diablos te casaste con esa basura. Pero, en fin… Es tu cama y tienes que dormir en ella.
—¡Pero no con un hombre desnudo, amigo o lo que sea de Arnold, papaíto! No puedes esperar que yo haga eso.
—¿Tú crees? No veo por qué no. Yo diría que cualquiera es mejor que Arnold. ¡Qué horror de individuo! Siempre me lo pareció.
—¡Pero, papaíto…! ¿No comprendes lo que te estoy diciendo?
—Trato de no entenderlo, querida —dijo sir Edward al tiempo que, para dar mayor énfasis a sus palabras, se aclaraba la boca con brandy y escupía a la chimenea—. Encuentro todo esto sumamente asqueroso. Pero si te empeñas en que yo lo sepa…
Lady Vy hizo una tentativa final:
—Tienes que hacer algo, papaíto. No hay que consentir que Arnold se salga con la suya. Hemos de detenerlo.
Sir Edward encogió sus macizos hombros y guardó silencio. Había comprobado a menudo la eficacia de dejar transcurrir el tiempo en que su hija era capaz de centrar su atención en una cosa, para que ella misma olvidara lo que estaba diciendo. Pero esta vez no funcionaba.
—Me matará cuando averigüe que te lo he contado —estaba diciéndole ahora.
Sir Edward la miró interesado.
—Es una posibilidad, claro —dijo finalmente.
Por una vez su hija había hablado sin la ñoñería habitual.
—Y manchará también tu reputación. Dijo que se encargaría de que la familia entera apareciera en las páginas de la prensa amarilla, junto al padre de Fergie, al príncipe Carlos… Es muy capaz, ya sabes. Ha hecho cosas terribles y sabe que están a punto de arrestarlo; por eso trata de salvar la piel utilizándonos. No lo entiendes… Lo he dejado definitivamente. Y está sediento de sangre.
Empezaban a salirle todas las palabras que tía Bea le había metido en la cabeza y, por primera vez en la vida, sir Edward le prestó atención.
Le había horrorizado en particular la alusión al mayor Ferguson, el padre de Sarah, y por supuesto no le hacía gracia que se hablara de sangre. Se sentía verdaderamente alarmado. Jamás había tenido tiempo para dedicárselo a sir Arnold, pero debía reconocer que el hombre no podía ser tan cretino como parecía. A su modo de ver fue una desgracia que nombraran comisario jefe a un individuo de su calaña; había considerado su nombramiento como un ejemplo más de la decadencia administrativa y de la incapacidad de los hombres de Whitehall para actuar con claridad de ideas en los temas sociales. Ahora la decadencia se manifestaba por todo lo alto con la publicidad de unos pecadillos privados que siempre existieron, pero que nunca habían trascendido al conocimiento del común de los mortales por razones de Estado perfectamente justificables. Mucho habían cambiado las cosas, y ni siquiera la Familia Real era ya invulnerable a las denuncias calumniosas y a la destrucción de una mística que era esencial para la estabilidad política. Sir Edward Gillmott-Gwyre conocía el paño, pero tampoco se hacía ilusiones acerca de la lealtad de sus amigos si llegaran a ponerlo a él mismo en la picota. Le darían la espalda en masa y lo abandonarían sin dudarlo. El atribuía esta tendencia a la necesidad de librarse cuanto antes del contagio del desprecio; algo tan imprescindible como la rápida acción de las hienas para evitar que la carroña de los animales muertos se pudra al sol. Pero, por otra parte, no tenía la menor intención de ser pasto de hienas y, por una vez, la moralidad jugaba de su parte. Porque, si había que dar crédito a lo que le contaba Vy, estaba siendo amenazado por un individuo que era tan descaradamente corrupto como cualquier otro oficial de policía promovido y protegido por la señora Thatcher. Era preciso invertir la situación apelando al pasado para limpiar el presente. Con frases rimbombantes como ésta, e igualmente hueras, sir Edward había engatusado en otro tiempo a los votantes. No veía ninguna razón para que no pudiera aplicar sus dotes de elocuencia a fines más personales.
—Ahora, querida —le pidió a su hija—, quiero que pongas por escrito…, es decir, que escribas todo cuanto me acabas de contar. —Dudó un instante. Pedirle a la pobre infeliz que redactara algo vagamente coherente, o que escribiera cualquier cosa, incluso, era exigirle un esfuerzo brutal—. ¿Tienes a alguien que pueda ayudarte a escribirlo? ¿Dónde vives ahora?
—Con tía Bea, papaíto —respondió Vy, mucho más feliz ahora que la tormenta parecía haber pasado.
Sir Edward sintió nuevas dudas.
—¿Con tía Bea? —preguntó, consciente de no haber podido reprimir un estremecimiento de horror. En cierta ocasión, a mediados de los setenta, durante una misión parlamentaria informativa enviada a Mongolia Exterior, se había visto obligado a compartir alojamiento con la llamada tía Bea, y la fascinación que ésta sentía por los látigos y las connotaciones sexuales del cuero le resultó al principio divertida y, después, aterradora. Nunca antes le había tocado hacer el papel femenino en un ligue con una mujer. De las experiencias escolares de Eton conservaba un recuerdo bastante malo; pero la de Ulan Bator fue francamente terrible. Que su hija fuera ahora juguete de una mujer como tía Bea le sorprendía por la esperpéntica ironía de la situación.
Sin embargo, no podía tener ninguna duda acerca de la capacidad intelectual de tía Bea cuando se decidía a usarla. Podía dejar tranquilamente en sus manos la redacción del siniestro curriculum vitae de sir Arnold Gonders. Y confiarle a Vy, por supuesto. Sir Edward se animó. Volvía a tener una meta en la vida y su hija había encontrado finalmente una mujer que podría sacar partido de ella.
Cuando al rato pudo librarse de lady Vy, hizo varias llamadas telefónicas y se vistió para comer con su invitado. Sondearía al viejo Elisha Beconn acerca de la corrupción policiaca y las formas de combatirla, y pondría en marcha una influencia más. Aquello bien valía descorchar una buena botella de clarete. Además, había descubierto la razón de que la señora Thatcher fuera ardiente partidaria de armar a los musulmanes bosnios: su hijo traficaba en armas y, con tan decidido apoyo a los musulmanes, seguro que le echaba una manita al pequeño Markie en sus negocios en Arabia Saudita. Descubrir las motivaciones reales de la política era para sir Edward el placer mayor de la vida.