A muchos kilómetros de allí, tía Bea estaba esforzándose en persuadir a lady Vy de que debía exponer la situación a su padre.
—Mira, querida… Tienes que comprender que es la única forma de ponerte a salvo. Arnold quiere chantajearte con la amenaza de hacer público el asunto y entregarte a la prensa amarilla. Pero si consigues que intervenga tu padre…
—Pero, Bea… ¿No ves el sofoco que se llevaría papá? —objetó lady Vy, mirando distraídamente a su alrededor, como buscando ayuda entre los demás clientes del restaurante Le Clit, recién abierto en el local de un antiguo garaje en Fulham Road y decorado en una imitación de Art Déco, no parecía la atmósfera adecuada para hablar de papá. Porque sir Edward Gillmott-Gwyre tenía puntos de vista muy estrictos acerca de las mujeres que frecuentaban lugares así.
—Y, por otra parte —prosiguió lady Vy—, aunque se lo dijera…, ¿qué podría hacer el pobre papá? Tiene casi ochenta años, y últimamente anda pachucho…
—¡Bobadas! —replicó tía Bea en plan dominador—. Tu padre es un hombre que rebosa salud y no hay nada que le encante tanto como demostrar su poder y su influencia. Si le cuentas lo que ha estado haciéndote Arnold…
—¡Oh, no! No podría… —gimoteó Vy. La mano enguantada de tía Bea se cerró firmemente en su muñeca y los dedos apretaron hasta hacerle daño. Vy la miró a los ojos con los suyos empañados en lágrimas—. Me exiges demasiado.
—Creo que ya te anticipé que iba a pedir mucho más de ti —susurró tía Bea suavemente. Luego se humedeció los labios con la lengua: un gesto que tuvo la virtud de hacer que Vy se sintiera desesperadamente vulnerable—. Lo estoy haciendo. Irás a ver a tu padre mañana temprano y se lo contarás todo. Todo…, ¿me has oído?
Lady Vy asintió. Una sombra nubló el azul celeste de sus ojos.
—¿Todo? ¿También lo de nosotras? —preguntó en un murmullo infantil. Los dedos enguantados se hundieron más aún en su muñeca.
—No. Ni una palabra de lo nuestro —replicó Bea echando chispas—. ¡Ni se te ocurra! Me refiero a lo de Arnold y el muchacho ese de tu cama…
—¡Ay, no, Bea…! No sería capaz de hacerlo. ¿No ves que papá pensaría que le propuse acostarse conmigo? Jamás le convencería de lo contrario. Nunca ha creído mis explicaciones. Cree que yo soy una…
—Sí, sí, querida —se apresuró a interrumpirla tía Bea, considerando este nuevo aspecto de la cuestión. Era de sobras conocida la arraigada opinión de sir Edward Gillmott-Gwyre sobre el lugar donde debían estar las mujeres: en la cocina y calladitas. Se rumoreaba incluso que le había impedido abortar a su hija mayor con el argumento de que, puesto que se había comportado como una elefanta en celo, tenía que atenerse a las consecuencias. El hecho de que sólo los elefantes machos tengan un periodo de celo no influía para nada en la convicción de sir Edward de que las mujeres, sin excepción, actuaban movidas por oscuros y siniestros impulsos sexuales que debían ser domados o, mejor aún, ignorados. Lady Vy tenía, además, algunas razones particulares para temer su ira.
—Y ahora escucha, querida… —prosiguió Bea, empleando la mirada para someter la voluntad de Vy y aferrando aún su muñeca—. Debes decirle sin ambages que Arnold metió personalmente a ese muchacho en tu cama con el deliberado propósito de implicarte en sus crímenes.
—Pero no sé cómo…
—¿No te dice nada acerca de las tendencias de Arnold el hecho de que el chico estuviera desnudo, que lo envolviera en sábanas y que siguiera drogándolo con valium?
—Bueno, supongo que es un poco pervertido, tal vez… —admitió Vy—. Puede ponerse muy violento, y estoy segura de que tiene una querida en alguna parte de Tween.
—¿Y por qué ha de ser precisamente una querida? ¿Qué tal si se tratara de un lindo muchachito?
—¡Oh, Bea, no sé…! ¡Es tan confuso todo! —exclamó lady Vy. Y, sin transición, suspirando por cambiar de tema—: Me moría de ganas de ir de tiendas para ver ese abrigo en Tamara’s. ¿Crees que me sentará bien?
Pero tía Bea no iba a dejarse distraer por los cantos de sirena de los caros modistos de Davies Street. Estaba a punto de jugar su baza decisiva.
—Me parece que no te das cuenta de que la prensa anda ya detrás de Arnold. Se han olido un escándalo de campeonato, mucho más gordo que el anterior. Tienes que actuar antes de que estalle y te veas implicada con Arnold y los otros.
—¿Qué nuevo escándalo? ¿A qué te refieres? ¡Has de decírmelo!
—Sólo si me prometes que irás a ver a tu padre mañana por la mañana. ¿Me das tu palabra?
Por un instante lady Vy dudó; pero la ginebra y la curiosidad eran sus puntos flacos.
—Te lo prometo —dijo. Pero aun así Bea no quiso soltar prenda.
—Debes contarle todo lo que sabes de Arnold. Has de hacerlo para salvarte. Tu padre sabrá qué medidas tomar.
Tía Bea hizo una señal para pedir la nota. Luego fueron a su piso en un taxi.
—Esta noche tendrás que dormir sola —dijo Bea—. Quiero que reflexiones cuidadosamente sobre lo que vas a decir mañana. Cuando nos levantemos, me lo cuentas.
Le dio un beso en la mejilla y se marchó. Lady Vy suspiró al meterse en la cama. No le gustaba tener que pensar en cosas desagradables. Y la perspectiva de ir a ver a papá era, en verdad, sumamente desagradable.
Las cosas se estaban poniendo al rojo vivo. Aquella noche, a las doce y media, el teléfono empezó a sonar y sonar en Voleney House hasta que Ernestine Bright se levantó, se echó una bata encima y acudió a descolgarlo.
—¿Sabe usted qué hora es? —preguntó con su tono más altivo de voz…, y se quedó horrorizada cuando Fergus, que telefoneaba desde Drumstruthie, le dijo que ya lo sabía.
—Sí, sé perfectamente que ya son las tantas de la madrugada.
Y no te estaría llamando a estas horas si no fuera importante. ¿Dónde está ese chico vuestro, Timothy?
—En Londres, supongo. Es allí donde suele estar.
—Lo sé. Si te telefoneo es porque no he podido dar con él allí. Tengo suma urgencia en saber dónde está ahora.
—Te encuentro raro, Fergus… —observó Ernestine—. A tus años, no deberías beber. Es malo para tu presión. Y ahora, si tienes la bondad de llamar mañana por la mañana…
—Guárdate tus advertencias, ¿vale? —dijo el tío Fergus—. Quiero que sepas que no he estado bebiendo. Y quiero que sepas también que tengo a tía Boskie a mi lado y…
—¿Que está ahí tía Boskie? —preguntó Ernestine, genuinamente sorprendida ahora—. ¿Tía Boskie? ¡Pero si nos dijeron el mes pasado que se hallaba en las últimas! No puede ser que esté contigo.
—Te aseguro que sí, y ciertamente no se muere. ¿Verdad, Boskie?
Por los sonidos que llegaron desde el otro extremo de la línea era evidente que, a pesar de sus noventa y un años, tía Boskie estaba bien viva.
—Veamos, Ernestine… Boskie quiere hablar con ese hijo tuyo.
—¿Para qué? ¿Qué quiere de Timothy?
—Si de veras te interesa saberlo, mi impresión es que quiere matarlo —dijo Fergus—. Y, si yo estuviera en su lugar, que gracias a Dios no lo estoy, andaría pensando en una muerte atroz para ese sinvergüenza, como cocerlo en vivo. De todas formas, aquí tienes a Boskie. Ella te explicará.
Se oyeron ruidos diversos por el aparato. Ernestine trató de tomar la iniciativa.
—¡Hola, Boskie! —dijo mientras se arrebujaba en la bata y lamentaba no haberse calzado las zapatillas. Hacía realmente frío. Pero la temperatura del ambiente no era nada comparada con el tono glacial de la voz de Boskie cuando finalmente logró acomodar su aparato auditivo a los requisitos del teléfono.
—¿Eres tú, Ernestine? —preguntó—. ¡Oiga! ¿Eres tú? No había nadie. No hay nadie al otro lado, Fergus.
—¡Sí que estoy aquí! —gritó Ernestine, y su esfuerzo se vio recompensado por un chillido estridente de Boskie diciéndole a Fergus que no hacía falta que gritara, porque oía perfectamente a pesar de su edad.
Para Ernestine, que sostenía el reverberante auricular lejos del oído, la razón de aquella sorprendente llamada nocturna no estaba nada clara. Pero era obvio que Timothy había hecho algo para enfadar a la tía Boskie… Sus pensamientos fueron interrumpidos por las voces de la anciana clamando que, si su Guillamo viviera, sabría muy bien cómo tratar a aquel mocoso… Ernestine alejó aún más de sí el aparato, y luego trató de salir en defensa de su hijo.
—¡Boskie, querida…! ¡Soy Ernestine! —clamó. En la cocina, los perros habían empezado a ladrar—. ¡Boskie, querida! Te habla…
De nuevo volvió a vibrar alarmantemente el auricular mientras Boskie vociferaba en el otro extremo:
—¡Se ha metido en la línea una pelmaza que no hace más que llamarme «Boskie querida»! ¡Qué fisgona más impertinente! Dile que cuelgue, Fergus. Quiero hablar con esa tonta de Ernestine. Si hay algo que detesto en una mujer es la bobería. Y esa Ernestine…
Después de oírse algo así como un bufido en el recibidor de Drumstruthie, el teléfono fue arrancado de manos de la vieja dama y Fergus se puso al aparato.
—Era Boskie —explicó, aunque no hacía mucha falta en realidad.
—Ya lo sé —replicó Ernestine furiosa—. Y puedes decirle de mi parte a esa vieja que…
—Creo que no le diré nada —la interrumpió Fergus—. Y si estuviera dentro de tus zapatos, me desviviría por ser amable con la querida Boskie. ¿Quieres saber por qué?
—¿Por qué? —preguntó imprudentemente Ernestine.
—Pues porque tu querido Timothy ha liquidado todas sus acciones, ciento cincuenta y ocho mil libras en total, y ha desaparecido…
—Pero… ¡si no puede hacerlo! —alegó Ernestine desesperadamente—. No está autorizado a vender las acciones de otro.
—No, Ernestine. Tienes razón en eso. Y me alegra mucho que lo veas también tú de esta forma. Pero resulta que el muchacho ha puesto pies en polvorosa, se ha evaporado, tomado las de Villadiego, desaparecido… Llámalo como quieras. Pero ya puedes imaginar cómo lo está llamando Boskie.
Ernestine comenzaba también a hacerse una idea. Un sordo gemido de fondo pareció indicar que a Boskie le estaba dando una especie de ataque. Ernestine trató de aprovechar la situación.
—Debe de ser un error por parte de Boskie. Timothy jamás haría una cosa así. Aparte de que…, ¿cómo iba a poder hacerlo, aunque quisiera? Las acciones debían de estar a nombre de Boskie.
—¡Oh, muy sencillo! Falsificó su firma en unos poderes —dijo Fergus.
—No me lo creo —replicó Ernestine—. Tim es incapaz de hacer eso. ¿Cómo dices? ¿Que tú sí lo crees? Bueno…, habrá que demostrarlo. Boskie no está en su sano juicio, evidentemente.
—Ésta es la primera cosa sensata que has dicho —asintió Fergus—. Por desgracia, su demencia no es de tipo senil. La encuentro ahora mucho mejor que la última vez que la vi. No diré que sea la viva imagen de la salud, pero para una mujer que ya ha rebasado los noventa… Bueno, digamos que no sufre precisamente de hipotensión. Y ahora, si no te importa, querría hablar con Bletchley.
—No es posible. No está en casa.
—¡Ah, claro! El fin de semana… Supongo que estará con… ¿Vuelve a jugar al golf?
—No sé qué quieres decir —contestó Ernestine recuperando su tono altivo en un esfuerzo por imbuirse confianza a sí misma.
—Bueno, bueno… —concedió Fergus, sabedor de que había cosas que era mejor callar—. En fin, si puedes ponerte en contacto con él, haz que comprenda que estoy haciendo lo imposible para disuadir a Boskie de llamar personalmente al comisario de policía de Scotland Yard, pero que no podré contener la situación mucho tiempo. Dile a Bletchley que el dinero tiene que aparecer y ser devuelto. Repito: que tiene que salir. Hablo en serio, Ernestine… No bromeo. Los hijos de Boskie llegarán aquí en los primeros vuelos procedentes de Detroit y Málaga para…
Ernestine colgó el teléfono y se acurrucó en una silla. Ya no sentía el frío. A los pocos instantes tomó nuevamente el aparato y marcó el número de Timothy en Londres. Nadie respondió… Por último pasó al estudio de su marido, buscó un número al que jamás había llamado antes y esta vez lo hizo. Respondió una soñolienta voz femenina.
—Quiero hablar con el señor Bletchley Bright —dijo Ernestine con firmeza—. Y, por favor, no pierda el tiempo diciéndome que no está ahí. Es una emergencia.
Aguardó a que el mensaje fuera trasmitido y su marido se pusiera al teléfono.
—¡Ernestine, por Dios! ¿Se puede saber a qué viene esto? —le preguntó furioso.
—Será mejor que vengas a casa, querido —replicó fríamente.
—¿A casa? ¿Ahora? ¿Por qué? ¿Qué sucede? ¿Es que se ha muerto alguien?
—En cierto modo, sí. Cabe decirlo de esa forma. Si quieres más explicaciones, telefonea a Fergus a Drumstruthie. Aunque pienso que sería mejor que lo hicieras desde aquí. Te estaré esperando despierta.
Colgó y pasó a la cocina a prepararse una reconfortante…, una taza de té, sin más. No la reconfortó gran cosa.
A la mañana siguiente se había iniciado ya la búsqueda de Timothy Bright.
En el antiguo cuarto de los niños Midden, Timothy Bright estaba tumbado en la cama, con la mirada fija en las terribles huellas de arañazos marcadas en la gruesa puerta de madera, preguntándose dónde demonios estaría. Llevaba un buen rato tratando de recordar lo que le había sucedido. Podía verse yendo en moto a la casa de campo del tío Víctor, pero de esto parecía hacer mucho tiempo. El viaje en sí estaba aislado de los hechos qué le habían llevado hasta allí, y pasó mucho tiempo sin poder explicarse por qué había tenido que ir a Fowey. Pero poco a poco, a medida que iban disipándose los efectos de las drogas y de su conmoción, empezó a vislumbrar fugaces retazos de aquel horroroso pasado. Un súbito destello de lucidez lo retrotraía a recuerdos mucho más amplios, como ocurrió con la imagen del casino y del señor Markinkus exigiendo el pago de la totalidad de la deuda en diez días. Otro salto, hacia delante esta vez, le hizo verse en un bar en compañía del hombre de la navaja barbera, y tomando prestadas las acciones de tía Boskie… Y vendiéndolas. Fue en este punto cuando lo asaltó el terror impidiéndole totalmente pensar y lo dejó despatarrado en el colchón, lívido de miedo. La conciencia de haber vendido las acciones de tía Boskie le causaba mayor pánico aún que las amenazas de los señores Markinkus y Brian Smith juntas. Ahora se daba cuenta de que era lo peor que podía haber hecho. Siempre hubiera podido escapar de aquellos matones de pacotilla atrincherándose en la familia: los Bright cuidaban siempre de los suyos cuando las cosas se ponían realmente feas. Lo hacían para proteger el buen nombre de la familia. Pero ahora era distinto: había vendido las acciones de tía Boskie y no podía restituir el dinero. Eso no se lo perdonarían jamás.
El pánico alcanzaba tales niveles, que por un instante casi se vio a sí mismo como era en realidad, antes de que las nubes de la autocompasión y el engaño volvieran a cerrarse y se sintiera de nuevo el pobre Timothy, duramente tratado por la vida. Pero…, ¿qué había sido de todo aquel dinero retirado del banco? En alguna parte tenía que estar. Timothy trató de juntar hasta la última brizna de recuerdo tratando de resolver el misterio. Había guardado el dinero, meticulosamente ordenado, en un maletín grande. De eso se acordaba. Y después había… No, no podía estar seguro de haberlo bajado a la moto. Tenía la impresión de que alguien le había llamado por teléfono justo entonces… O de que había sucedido algo. Luego probó a partir del lugar donde concluyera su viaje. ¿Llevaba entonces consigo el maletín con el dinero? En realidad, ¡estaba tan preocupado por aquel paquete, con aspecto de caja de zapatos, que posiblemente contenía dinero también…! Pero, si llevaba éste, también se habría llevado el maletín. ¡Y aún debía de estar en la casa del tío Victor! ¡Dios santo…! Tenía que ir allí en seguida y… La llegada de la señorita Midden cortó el curso de sus pensamientos.
—¿Qué? ¿Ya tiene usted nombre? —le preguntó.
—Sí…, Bright. Me llamo Timothy Bright. Oiga…, ¿podría darme mis ropas?
—No. Llegó aquí en cueros, y en cueros va a quedarse hasta que averigüe por qué y con quién vino a esta casa y qué es exactamente lo que se llevaban entre manos. Puede usar la toalla para ir un poco más decente.
—¡Pero es que no puedo permanecer aquí! Quiero decir…, que no sé quién es usted ni qué es esto, y es de capital importancia que…
No concluyó la frase. No debía explicarle nada más a aquella mujer. Ni siquiera hubiera debido decirle su nombre.
—¿Qué es lo que tiene tanta importancia? —le preguntó ella.
—Nada —respondió Timothy en plan retador.
—Pues eso mismo es lo que tendrá usted para desayunar —replicó la señorita Midden y se fue cerrando la puerta con llave.
Timothy saltó de la cama y miró a través de los barrotes hacia el campo abierto. No había nadie a la vista. Sólo unas ovejas que mordisqueaban las hierbas a la orilla de una vieja cañada orientada en suave pendiente hacia las distantes colinas azules. A lo lejos, la luz del sol arrancaba destellos reflejos del agua del embalse, pero el paisaje no le dijo nada. Sin embargo, hizo surgir una nueva imagen: algo que tenía que ver con el yate del tío Benderby… ¡Dios bendito! ¡El paquete de papel de estraza! Tenía que haberlo llevado a España. Y a medida que los restantes recuerdos, todos ellos terribles, afloraron borboteantes, Timothy Bright fue quedándose más y más inmovilizado. Porque en aquella habitación, por lo menos, estaba a salvo de momento. No quería pensar nada más. Se arropó con el edredón manchado de sangre y trató de dormir.
En su despacho de la sede central de la policía, el comisario jefe dejó a un lado el informe sobre las actividades del fin de semana. No hacía más que preguntarse cómo sacar a colación el tema de la llamada anónima sobre la granja Midden sin levantar la más mínima sospecha de que pudiera haberla hecho él mismo. Obviamente no había otro medio que… Mandó llamar al jefe de la Brigada de Represión de Delitos Mayores.
—¡Ah, Rascombe! —le saludó—. Espléndida fiesta la del sábado. Le felicito. Lo pasé muy bien. ¿Tuvo algún problema más con la prensa?
—Los hermanos Saphegie distrajeron su atención de nuestros asuntos, señor.
—¿Los hermanos Saphegie? ¿Han vuelto a las andadas? Creía que habían decidido redimirse —dijo el comisario jefe.
—¡Oh, sí! Y lo han hecho, señor. Llevan una vida totalmente en regla. Pero, sabiendo cómo funcionan los chicos de la prensa, se me ocurrió servirles un crimen, el caso Puddley, para que le hincaran el diente. Y nos dejaran a nosotros tener la fiesta en paz.
—Pero los Saphegie no han tenido nada que ver con el asunto Puddley —observó el comisario jefe, que andaba a tientas sin comprender la relación entre una cosa y otra.
—Ahí está el quid, señor —respondió Rascombe—. No les importa mucho que los de la prensa crean que lo hicieron. Mejora su reputación. En los círculos en que se mueven cuenta mucho estar relacionado con un crimen brutal como ése. Tuve unas palabritas con ellos primero. Y logré que aceptaran.
—Es muy de agradecer por su parte —dijo el comisario jefe.
Rascombe sonrió.
—Como dicen ellos, señor, no hay nada como una mala publicidad.
Sir Arnold Gonders no hizo ningún comentario. Nunca como ahora le había llamado tanto la atención la absurda paradoja de aquel dicho. Sin embargo, si los hermanos Saphegie, especialistas en cobrar las deudas de los extorsionados por su propio negocio de protección, querían aparecer públicamente relacionados con el brutal asesinato de toda una familia, allá ellos. Los afanes de sir Arnold iban en dirección opuesta: tenía que conseguir, como fuera, cargarle a la señorita Midden el mochuelo de aquel intruso.
—¿No hay nada más que yo deba saber? —preguntó mirando inquisitivamente al inspector—. ¿Nada que se salga de lo corriente?
Eran el tipo de pregunta y mirada que el inspector Rascombe sabía interpretar a la perfección. Por lo común hubiera entendido por dónde iban los tiros, pero esta vez no tenía ni idea.
—¿En algún capítulo en particular, señor? —preguntó.
Sir Arnold consideró la situación unos instantes. Tenía a Rascombe por un buen policía, como lo había sido él mismo; y en todo caso sabía suficientes cosas del inspector como para estar seguro de su lealtad. Pero, aun así, el comisario jefe dudaba. Era mejor guardar algunas cosas en el propio almario. Por otra parte, la condenada Bea lo sabía y con toda probabilidad había sido cómplice de quienquiera que fuese el que descargó a aquel cabrón en su cama. El comisario jefe no se sentía aún en condiciones de abordar el problema con entera cordura… Y estaba, además, la señora Thouless. A esas horas habría ido ya a Solwell a buscar la leche y el pan, en cuyo caso, casi con certeza, medio vecindario estaría enterado de su versión de lo sucedido. Era inevitable. Iba siendo, pues, hora de devolver el golpe y, por lo menos, encenagar un poco las aguas.
—¿Alguna vez le ha propuesto alguien que se vistiera como un maricón, Rascombe? —le preguntó.
El inspector sonrió.
—Ya se sabe —dijo, y comprendió las reticencias del jefe. Pensándolo bien, ya había oído contar algo semejante de Edgar Hoover… Pero, aun así, era difícil imaginarse a sir Jodido Arnold Gonders vestido de fémina. Horroroso.
—A poco de entrar en el departamento, supongo… —aventuró el comisario jefe intentando tirarle de la lengua.
Pero Rascombe no se dejó enredar por aquel tono confidencial de su superior.
—No…, no se rinden fácilmente, señor —respondió—. Piensan que el hecho de estar en el Cuerpo, y todo eso, viendo a diario los numeritos que se montan tantos pervertidos, usted ya me entiende, debilita la hombría de uno. Y por eso te vienen una y otra vez con lo mismo. Supongo que con alguno tendrán éxito. Claro que en otras ocasiones se meten de narices en una buena ratonera. Eso es lo que les pasó conmigo. Aún estarán preguntándose cómo diablos fueron a parar a chirona. Catorce y diez les echaron. A veces pienso en ellos por las noches cuando estoy sentado frente a la tele.
Y el detective inspector Rascombe sonrió al recordarlo.
—¿Catorce y diez años? —exclamó el comisario jefe—. No me irá a decir que fueron Bugsy Malone y Sundance Kid quienes trataron de llevárselo al huerto… —El inspector asintió—. ¿Y usted los cargó con dos kilos de coca para pringarlos? ¡Santo cielo, Rascombe! Yo siempre pensé que se habían metido en la droga también. Pero tiene mérito, sí. Mucho. Fue una gran idea colgarles ese paquete. Una idea magnífica. Y recuerde esto siempre: se lo tenían bien merecido por haber intentado putear a un policía. Para mí que no existe mayor cochinada que intentar joder a uno de los nuestros. Bueno… Pienso que algo podremos hacer para evitar que les den la condicional… Como digo siempre, un trabajo bien hecho merece el esfuerzo.
Y el comisario jefe anotó en su agenda que debía tener una conversación con Laurie Osbenn, de la junta de libertad condicional de la penitenciaría de la isla de Wight.
—Bien… ¿Por dónde íbamos?
El detective inspector Rascombe optó por una aproximación con sumo tacto.
—¿Indicios de que alguien se dispone a actuar? —sugirió.
El comisario jefe hizo un gesto de aprobación.
—Algo por el estilo —dijo, y decidió seguir por ahí—. Es sólo un rumor que me ha llegado. Ninguna certeza y, por supuesto, podría quedar en nada.
—Naturalmente. Es lo que ocurre la mayoría de las veces —asintió el inspector, pero añadió para animarle—: Aunque, como yo digo siempre, a menudo estos rumorcillos nos ponen sobre la pista de algo gordo. ¿Alguien que yo conozca?
Sir Arnold volvió a sumirse en una discreción más que notable.
—No…, ni yo tampoco. Ahí está el problema. —Hizo una pausa antes de preguntar—. ¿Le dice algo el término «niñera»?
—Lo natural sólo… —respondió Rascombe—. ¿No estará usted pensando en…?
—Pudiera ser, Rascombe… Pudiera ser muy bien —asintió el comisario jefe—. Y, si es así, tenemos que cortar por lo sano antes de que nos encontremos entre las manos con otro maldito caso Orkney. Y, cuando digo cortar, quiero decir cortar de raíz. No pienso permitir que Twixt y Tween pase a la historia como otro lugar donde camparon a sus anchas todo tipo de pederastas. Es una cosa horrenda.
—Repugnante, señor… Abominable de todas todas —dijo Rascombe, obligado a abandonar ahora la idea de que alguien pudiera estar tratando de complicar al comisario jefe en un crimen así. Era evidente el genuino horror de sir Arnold por la pederastía—. ¿Tiene usted alguna idea de por dónde iniciar la investigación, señor?
El comisario jefe contempló la ciudad por la ventana.
—Para empezar, debemos olvidar por completo el Centro de Protección a la Infancia Maltratada de la Asistencia Social —dijo—. Deje caer allí una palabra, y al instante se sabrá en todo el condado.
—Muy cierto, señor. Esos tipos armados de buenas intenciones enredan las cosas hasta extremos terribles.
—¡Bien puede decirlo!
Aunque no lo decía abiertamente, sir Arnold era de la opinión de que casi cualquiera podía enredarle las cosas, fuera o no bienintencionado. Por otra parte, aquella idea de los pederastas era excelente: la mera mención de los corruptores de niños disparaba una carga emocional que cegaba a la gente impidiéndola ver los hechos más obvios. No cabían ambigüedades. Y tenía otras ventajas más. Era, en suma, un espléndido hallazgo. Cortado a medida para aquel apuro.
—Lo que quiero que haga —siguió el comisario jefe— es que busque cualquier indicio, cualquier información de que hay algo extraño. No importa lo insignificante que parezca…, investíguela. Y si mi corazonada es cierta… y recuerde que se trata de una simple corazonada…, si no me equivoco y si lo que escuché tiene algún sentido… —Hizo una pausa y miró un instante a Rascombe como dudando de si el inspector era la persona adecuada para llevar aquel delicado asunto—. Las palabras exactas fueron: «detrás mismo de Stagstead». Por lo visto se trata de un militar ya retirado, que ha encontrado el lugar ideal para hacer ciertas fotos de niños… Ésa es una fuente, y me llegó por pura casualidad, en un cruce de líneas telefónicas. En otras circunstancias no me habría fijado…, de no ser porque el fulano aquel tenía una de esas voces que te suenan, aunque no eres capaz de ponerle rostro. Podría jurar que me lo he encontrado antes metido en estas guarradas. Pude haber colgado el teléfono, pero no lo hice. Y entonces el otro tipo dijo algo que me sorprendió: «¿Crees que debería constar en las páginas de la Gide Bleu?». ¿Qué le parece, Rascombe?
—¿No diría en la Guide Bleu, más bien? Lo de Gide no me suena.
—Bueno… En circunstancias normales, yo también hubiera dicho que se trataba de una mala pronunciación francesa, naturalmente…, pero parecía una voz demasiado engolada para cometer ese tipo de errores. Aunque el quid de la cuestión está en que el otro, el fulano de voz babosa, repitió exactamente lo mismo: «Pienso que no les gustaría figurar en ninguna lista como la Gide Bleu. Hay que ir con mucho tiento». Después de eso, los perdí.
—Eso de la Gide Bleu me resulta muy extraño, señor —dijo el inspector.
—Más extraño de lo que usted se imagina, quizá —asintió sir Arnold, dando gracias interiormente a tía Bea por haber remediado este capítulo de su desinformación literaria. Bea había estado animando a Vy a que desempolvara su francés leyendo La porte étroite de André Gide, y el comisario jefe se había sentido herido en su amor propio al tener que confesar que no sabía quién era el tal Gide. Aquella noche, al ir a acostarse, Vy le había dicho: «¡Eres tan analfabeto!». Pues bien, aquella bruja le había servido en bandeja un detalle de erudición que venía de perlas ahora.
—Verá usted, inspector —prosiguió el comisario jefe—. Averigüé luego algunas cosas sobre ese tipo, Gide. ¿Y qué creerá usted que encontré? Que fue un mariconazo horrible, con una debilidad por los chiquillos árabes. Escribió libros sobre ellos. Uno se titula La puerta estrecha, y no cuesta mucho imaginar por qué. Inmunda basura. Por donde venimos a deducir nuevamente que la Gide Bleu es… otra cosa.
El inspector Rascombe estaba manifiestamente impresionado.
—Podríamos estar ante algo realmente gordo, señor —dijo—. Quiero decir que, con la mala publicidad que hemos venido teniendo últimamente por lo de la brigada y otros jaleos, podríamos conquistar un poco de apoyo popular poniendo entre rejas a un montón de pervertidos sexuales.
—Eso es exactamente lo que yo pienso.
—Y otra cosa que se me ocurre, señor —continuó el inspector, animado por la actitud de sir Arnold—, es que en la zona de que hablamos, encima de Stagstead, vive gente muy rica, con grandes mansiones, fincas y demás. —Vaciló y miró al comisario jefe con la sensación de estar caminando sobre hielo sumamente fino. Después de todo, el viejo cabrón tenía allí una casa también… Pero sir Arnold estaba muy relajado, aunque se le notaba bastante cansado.
—Ya sé lo que iba usted a decir, inspector, y aprecio su tacto y delicadeza de sentimientos. Pero no debe pensar en mí —dijo el comisario jefe—. Tiene usted un deber que cumplir y ha de ignorar mi posición en la comunidad. Comprenderá ahora por qué le he confiado este caso en particular. Es vital que yo adopte una actitud del todo imparcial y usted es el hombre en cuyas manos puedo dejar el asunto con absoluta garantía de que sabrá llevarlo adelante. Todo lo que tiene que hacer es pedirle al ordenador una lista de los delincuentes sexuales fichados y ver si en esa zona ocurre algo fuera de lo corriente.
Y con la completa seguridad de que el ordenador proporcionaría el nombre del mayor MacPhee y de que cualquier investigación minuciosa en Stagstead sacaría a la luz aquella llamada anónima sobre los Midden y muchachos sodomizados, el comisario jefe despidió al detective inspector Rascombe y se puso de nuevo a trabajar en el sermón que había prometido pronunciar en la iglesia del Santo Sepulcro el domingo siguiente. Pretendía insistir en cuan misteriosos eran los caminos del Señor para lograr sus fines. Y, como de costumbre, el comisario jefe no tenía ninguna duda acerca de a quién se refería el «sus» de los tales fines. Ni dudaba tampoco de que esos fines estuvieran envueltos en misterio.
Iba ya por la mitad del sermón, recalcando la necesidad del castigo para los transgresores como anticipo del que les aguardaba en la otra vida, cuando lo asaltó la sensación punzante de estar omitiendo algo crucial en el aspecto práctico de su propia vida. Había algo que debía hacer si no quería pasarse el resto de su vida a merced del chantaje. Tenía que averiguar quién había sido el verdadero responsable de aquel intento de pringarlo con el joven bastardo. Ya vería la forma de atrapar a tía Bea, pero primero había aspectos que precisaban una auténtica investigación. Y eso no era todo tampoco. Sir Arnold sacudió la cabeza y se levantó para prepararse una taza de café bien cargado. Realmente necesitaba aclarar sus ideas.