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El Balneario de Urnmouth es un edificio impresionante. Construido en los años de mayor esplendor de la época victoriana y en impecable estilo clásico, se alza en la hermosa finca como un templo griego. Sus blancas columnas son de hierro colado, vaciadas en la fundición de cañones de Gundron, y sus muros de piedra ferruginosa marrón. Pero es en su interior donde el ambiente clásico se adecua mejor a su función actual. El propietario original insistió en que debía exhibir por dentro un gusto romano tan auténtico como los ecos atenienses de su trazado exterior. Y el arquitecto y el decorador habían seguido sus instrucciones tan al pie de la letra como se lo permitió su conocimiento de la historia y las costumbres de la antigua Roma. Un anciano clérigo, ya aturdido por la controversia darwiniana de la época, se llevó tal impresión al contemplar las escenas orgiásticas pintadas en los muros del atrio, que murió de un ataque de apoplejía en los brazos del mayordomo. Todavía ahora aquellos murales dejaban estupefactos a los visitantes. Se decía incluso que algunos caballeros habían experimentado una eyaculación precoz antes de darles tiempo a despojarse de sus abrigos. Y fue debido a esas pinturas el que, tras un prolongado periodo de descuido, el edificio se transformara en lo que Maxie Schryburg, un empresario de Miami, dio en llamar el Balneario.

Sir Arnold Gonders se interesó desde el primer momento en el proyecto de Maxie Schryburg. Estaba convencido de que el Balneario atraería al tipo de gente con que deseaba tener trato. Aparte de que el propio Maxie le resultaba un individuo interesante. Maxie decía siempre que era originario «de la Gran Manzana», pero el comisario jefe sabía de buena tinta que había tenido un pequeño negocio en Florida, de donde consideró prudente alejarse a causa de ciertos problemas con los exiliados cubanos. Ciertamente Urnmouth era el último lugar de la tierra en que alguien buscaría al propietario de un restaurante algo especial. El viento frío que soplaba del mar hacía del pueblo un lugar inhóspito para los forasteros. El Balneario era su único lugar de recreo, aparte de unos cuantos pubs dispersos en la calle mayor, pero la admisión en él, teóricamente abierta a todo el mundo que pudiera pagar, estaba restringida a la gente de mucho dinero o capaz de pagar en especie. Sir Arnold, que siempre usaba allí el nombre de señor Will Cope, pertenecía a este último tipo de clientes, aunque hay que decir que, a cambio de su protección, le sacaba a Maxie gran cantidad de informaciones.

Así pues, tras entrar en el edificio por una puerta trasera privada que conducía al pabellón de Maxie a través de un pasillo cubierto, subió las escaleras para llegar a su reservado habitual, con el feliz convencimiento de que, con Vy y aquella loca de Bea ausentes y presumiblemente en Harrogate, podría tomarse un descanso y combinar el placer con la investigación.

Aceptó el menú que le ofrecía el obsequioso Maxie en su papel de maitre.

—¿Me permite sugerirle que, para entremeses, elija el número 3? —le preguntó—. Muy fresco y jugoso.

—¿De veras? Muy interesante, sí. Y… ¿de cantidad?

—Creo que lo encontrará de su gusto, señor. Está, como usted suele decir, muy bien dotado.

—Me parece muy bien —convino sir Arnold—. ¿Y como entrante? ¿Qué tenemos esta noche? ¿Algo especial?

—La parrillada mixta estará dispuesta hacia las diez. Antes vamos un poco justos, me temo. Las cosas ya no son lo que eran.

—En todas partes es igual, Maxie…, en todas partes —comentó el comisario jefe, siguiéndole el juego—. Creo que aguardaré a que esté lista esa parrillada. Será fresca, ¿no?

Maxie acompañó su gesto afirmativo con un encogimiento de hombros a modo de rechazo.

—¿Qué puedo decirle, señor Cope? Yo procuro que sea todo fresco, pero luego tengo que conformarme con lo que haya. Y eso que lo pago muy bien.

—La parrillada mixta, pues —dijo sir Arnold, y se repantigó en su asiento para ver el espectáculo que se desarrollaba abajo. Era, como mínimo, muy apropiado para aquel marco: dos chicas bailoteando sobre un colchón de agua, que luchaban luego entre sí por quitarse la una a la otra las respectivas bragas y que, finalmente, hacían las paces a base de besarse largamente de las maneras más peregrinas. El comisario jefe terminó su whisky y pidió otro.

—Que sea triple, Maxie —le dijo—. Y… ¿qué hay de esos entremeses? Tardan en venir.

—Aún no han llegado —se excusó Maxie.

—¿Qué puedo hacer mientras aguardo?

—Si le apetece un masaje entretanto…

—Me sorprende usted, Maxie. Ya me conoce y sabe que a mí no me van esas cosas.

De nuevo repitió el señor Schryburg su gesto de asentimiento y repudio.

—¡Ni a mí, ni a mí! —dijo—. No me creerá usted, pero siempre he tenido en gran estima los valores familiares. Ríase si quiere…, es la pura verdad. Como decía la Gran Dama: «Lo que necesitamos es restaurar los valores de la familia de la época victoriana». ¡Qué razón tenía! ¿Sabe, señor Cope…? Debería haber resistido. Una gran señora, sí. Brindo por ella. ¡Por la Dama de Hierro!

El comisario jefe alzó también su copa y bebió. Se sentía algo incómodo cuando el señor Schryburg peroraba así. Como quien se echa un pedo en una iglesia. Aquello era impropio y, por otra parte, tampoco estaba muy seguro de la dama en cuestión. Mientras aguardaba, se puso a darle al mando controlador de canales del cuadro múltiple de pantallas de televisión. Nada ocurría en el menú 1. En el menú 3, un individuo delgado y de aspecto nervioso se servía generosos tragos de vodka polaco puro. Sir Arnold sacudió la cabeza en gesto de desaprobación. De nada servía eso. Aun así, siguió adelante con el menú 3. El hombre se había quitado los pantalones, dejándolos cuidadosamente doblados junto a su camisa. El comisario jefe conectó entonces la video-grabadora: había reconocido a Fred Phylleps, el jefe de campaña del partido tory para la circunscripción de Twixt Sur, personaje influyente, además, por su condición de director de transportes de las Industrias Químicas Intergrowth. De hecho, sir Arnold sabía por una fuente digna de todo crédito que FF, como llamaban a Fred Phylleps sus amigos, había hecho de intermediario en un pago a cierto individuo que sabía demasiado de los asuntos financieros de un pariente muy próximo a determinada persona. Nada de nombres, nada de comprobantes… No estaría mal añadir unas secuencias de Fred Phylleps a su pequeña colección de personajes grabados en vídeo… Aunque, francamente, sir Arnold no estaba demasiado satisfecho de su elección: ver una mujer de treinta y cinco años en plan de quinceañera no le decía nada y, además, ya había conseguido librarse hacía poco de su afición a los adminículos de cuero. Aunque no le iría mal tener a mano una grabación de FF para protegerse… Al cabo, después de degustar otros varios menús, el comisario jefe volvió a pensar en sus necesidades. No había venido a cenar, sino en busca de información.

—No tiene usted muchos clientes para ser una noche de lunes —le dijo a Maxie cuando éste le trajo su whisky triple.

—Así son los lunes. Va como va. A veces tenemos un llenazo, como cuando las esposas están de veraneo o hay una convención. Y, por supuesto, los habituales acuden a primera hora de la tarde, aunque también tenemos algunos por la mañana. Vienen con sus cañas de pescar, sobre todo. Las mañanas son sorprendentemente buenas para el negocio.

—Me imagino —dijo el comisario jefe—. Y, a propósito, ¿qué tal anda de sumisos?

—Pruebe en La Mazmorra —respondió Maxie inclinándose para apretar un botón marcado con la letra M. Sir Arnold se encontró contemplando una habitación amueblada con lo que parecía ser una mesa de operaciones dotada de correas de sujeción, un sillón de dentista y, lo más siniestro de todo, un pequeño patíbulo con una soga acabada en nudo corredizo. Las paredes exhibían un surtido de instrumental y látigos.

—Me gusta pensar que contamos con un buen equipo —prosiguió Maxie—. Sí, señor…, que podemos hacer bien la faena. Tenemos un cliente médico que dice que lo único que necesitaríamos para ser homologados como centro colaborador de la Sanidad Nacional es una sala de reanimación. Pero lo que él ignora es que disponemos de una sala de reanimación ahí mismo, detrás de esa puerta del ángulo. No se imagina usted la de cosas que le gusta a la gente que le hagan… Tuvimos en cierta ocasión un tipo que se trajo a su propio cura para que lo confesara…, y le estoy hablando de un cura auténtico. Como que es católico o algo así… Una de las chicas, la que hace de verdugo, se viste sólo con esa capucha, las bragas y un sujetador que deja los pezones al aire…, todo de cuero negro. Las otras dos atan al sujeto, en serio, y el cura, entonces, lo confiesa y le…, bueno, usted ya sabe. Entonces me di cuenta de que era un cura de verdad, porque al hombre no le hacía ninguna gracia verse metido en esto: sudaba a chorros y no paraba de santiguarse. Y luego va Ruby, que es la que hace de verdugo, le pone al tío esa capucha de seda en la cabeza, y le pasa el lazo con ese arnés de goma… Todo ello sin prisas, para que dure y no se quede con la sensación de haber pagado un dineral por nada. Porque la cosa es cara… Ya me dirá usted: el equipo, los gastos de personal, el patíbulo, etcétera. Y a continuación Ruby baja, empuja la palanca y el sujeto cae por la trampilla con el arnés. ¡Tendría que haberlo visto! Pero la cosa es que teníamos conectados los efectos sonoros del audio y no oíamos el ruido real. ¡Menos mal que aquella noche había aquí un médico eminente! Es la única vez que he tenido que pedirle a un cliente que interrumpiera lo que estaba haciendo y viniera a ayudarnos en el acto… Al sujeto le había dado un soponcio ya antes de la escena de la caída. Y luego el numerito del ahorcamiento…, y el morrón que se pega y la sensación de estar con el cuello pillado en el arnés para acabar de empeorar las cosas… Aparte del arnés que, como es elástico, lo sube de nuevo por la maldita trampilla, y lo baja, y lo sube… Pataleaba y se retorcía como si fuera a perder la piel, cosa que casi estuvo a punto de ser cierta en su caso. El cura estaba tan espantado, que va y se pone a darle los últimos auxilios de nuevo. Por si faltara algo, yo me he apresurado a pedir una ambulancia. Entran a toda prisa y…, ¿qué es lo primero que ven? Ruby con sus garambainas de cuero, el jodido doctor en pelotas, con un condón puesto, tratando de cortar el arnés de goma con unas tijeras sin filo para bajar al sujeto y hacerle la respiración artificial, y un cura de rodillas lloriqueando en latín o lo que sea. Nunca había visto yo antes sacramentar dos veces al mismo individuo en cosa de diez minutos… Ya imaginará lo que me costó la broma. ¡Mierda! Tuve que comprar el silencio de los muchachos de la ambulancia, darle al doctor tres semanas de servicios gratuitos… Y eso no fue todo… Tuve que comprometerme a pasar por la iglesia católica y confesarme de verdad para calmar al maldito cura, porque estaba histérico. Claro que quien todavía está pagando es el sujeto en cuestión…, después de que lo sacaron de cuidados intensivos, porque estaba para el arrastre, y lo tuvieron luego en el hospital siete semanas. Eso fue lo que me decidió a montar nuestra propia sala de reanimación. ¡Afortunadamente!… Porque al poco tiempo de tenerla ocurrió un accidente con la silla eléctrica. Bueno…, tampoco fue un accidente, en realidad. El cliente que lo provocó es un mal bicho. No un simple aficionado al sado, sino un bastardo de pies a cabeza. Le gusta torturar como ha leído que lo hacen en Suráfrica, en El Salvador…, donde sea. Electrodos y descargas eléctricas, ya sabe. Toda esa parafernalia. Así que se metió allí con Lucille. Lucille es la única que hace los dos papeles, de dominante y de sumisa. Una gran chica, y no del tipo que uno imaginaría inclinada a estas cosas. Más bien maternal…, si comprende lo que quiero decirle.

El comisario jefe lo comprendía muy bien. Tenía en su caja fuerte un vídeo de Lucille trabajándose al diputado al Parlamento por East Seirsley con el mango de una fusta, y dando muestras de hacerlo con auténtico placer. Obviamente disfrutaba con su trabajo, lo que no podía decirse en la misma medida del parlamentario. Aunque éste, al acabar, hubiera dicho que lo había pasado de coña. Era una cinta interesante, sí.

—El bastardo ese se trajo su propio transformador —prosiguió Maxie—. Desde entonces examinamos mediante un escáner el equipo que se trae cada uno de casa, pero esto ocurrió antes. Va el muy bestia y sienta a Lucille en la silla, la sujeta con las correas, le pone el casquete con el electrodo, desconecta el limitador y enchufa su aparato. Ambas cosas. ¿Se lo imagina? Lucille dispuesta a fingir el instante en que le dé la corriente…, pero esta vez no hay ninguna necesidad de fingimiento. Debería ver usted las marcas de las quemaduras que le hizo. ¡Un cochino bastardo! ¡Y luego aún tuvo el morro de quejarse de la factura! Algunos tipos no tienen arreglo. Desde entonces registramos las bolsas de los clientes.

Sir Arnold incluyó La Mazmorra en su lista de futuros menús. Pero ahora tenía una pregunta importante que hacer a su interlocutor.

—Dígame, Maxie… Entre sus clientes de La Mazmorra…, ¿hay algunos que tengan obsesión por eso que llaman el bondage?

Maxie Schryburg sonrió con cierta indulgencia.

—Mire usted, señor Cope… Tenemos obsesos del bondage y… Bueno, de cualquier cosa que a usted se le ocurra y de algunas otras de que no habrá oído hablar nunca. El otro día vino un editor empeñado en engurruñir a Pauline… «¿Engurruñirla?», le digo. «¿Quiere usted decir envolverla? ¡Pues la va a ahogar!». ¿Y sabe qué me dijo? Que quería envolverla en plástico para retractilarla. Hay cosas en este negocio que aún no acierto a entender, y eso que son ya muchos años… Lo de retractilarla suena muy fuerte, ¿no? Así que me voy a ver a Pauline y le digo: «Tienes un tipo aquí que quiere envolverte en plástico para retractilarte». ¡Jesús! ¡Qué respingo que dio! Es una chica bastante atrevida también… Deportes acuáticos, windsurf, marido y mujer, por delante, por detrás, en compañía…, vamos, que no es remilgada. Pero si dice que nada de retractilado, muchacho, eso queda totalmente fuera del menú. ¿Piensa usted que el fulano encajó bien la negativa? Se puso desagradable de veras. Pero está en la puerta, es un cliente de la casa, y yo no quiero crearme problemas porque se trata de un editor influyente de Londres. Voy, pues, y le digo que no puede ser con Pauline, que tendrá que probar suerte fuera de la casa; y llamo a la señora Ferrow y me dice que de acuerdo, que lo hará, pero a condición de que el tipo no le vea la cara; no quiere que la identifiquen, aunque no conozco yo a nadie que no sepa quién es. A mí ya me está bien… Porque… ¿quién va a querer mirar la cara de la señora Ferrow? Pero tengo que decirle otra cosa: «El cliente la quiere a la australiana». No hay inconveniente por parte de la señora Ferrow, pero quiere saber como qué tipo de animal, si como un koala o un jodido canguro… ¿Tiene que meársele encima o algo así? Vuelvo al hombre y le pregunto que cómo quiere recibir la mierda. Me mira con cara de extrañeza y no entiende de qué estoy hablándole; dice que ya tiene kilómetros de cinta adhesiva por el suelo y que ya no quiere más mierda. Eso me dice… Y yo le creo. Casi vomita cuando se lo explico. Retractilar, en su mundillo, significa envolver en plástico, y no que la señora Ferrow se le ponga con el coño encima y…

—Deje, Maxie, no siga… —dijo el comisario jefe, que conocía de vista a la señora Ferrow y no le hacía ninguna gracia lo que iba a venir—. Todo lo que quiero son nombres de sus obsesos por el bondage y de individuos que disfruten drogando a los jóvenes. Y los quiero todos, ¿me comprende?, todos los nombres.

Maxie puso cara de sentirse ofendido.

—Vamos, señor Cope, usted ya sabe que yo nunca…

—Me consta que es discreto, Maxie —se apresuró a decir sir Arnold, conciliador—. Es una de las cosas que me agradan de usted. Y sabe también que yo jamás haré uso de una información que alguien pueda deducir como procedente de usted. Es un excelente seguro para los dos. O sea, que si tiene alguna información sobre individuos que anden buscando chicos para hacerles perder la chaveta con LSD, quiero que me la dé.

Maxie Schryburg se tranquilizó.

—Eso está hecho —dijo—. Es el tipo de cosa que puedo proporcionarle fácilmente. Y si lo desea de forma privada, a mí ya me está bien. Quiere usted hacer el papel del muchacho, ¿eh? Nada más fácil… —Interrumpió la frase. La cara del comisario jefe estaba adquiriendo un tono purpúreo—. ¡Comprendo, comprendo…, sólo quiere nombres! —añadió Maxie apresuradamente, tratando de enmendar su error—. Ahora mismo se los consigo.

Y antes de que el comisario jefe pudiera decirle lo que pensaba de él, puso tierra por medio. Sir Arnold pasó el resto de la velada contemplando la parrillada mixta en el colchón de agua. Pero de cuando en cuando le daba al botón marcado D y estudiaba con interés el equipo de La Mazmorra. Tenía que hacer que Maxie se lo mostrara personalmente. El único problema era que jamás se había aventurado a otras dependencias del Balneario distintas de la sala de vídeo en que se hallaba… Y no pensaba hacerlo. A él nadie iba a grabarlo con una cámara oculta.

A las once y media salió cautelosamente por el pasillo cubierto y regresó en su coche a Tween. Llevaba en el bolsillo una lista de nombres que podrían conducirlo hasta el muchacho que encontró en su cama, y estaba muy satisfecho de sí mismo. Hasta el punto de que iba dándole vueltas a la idea de echar una canita al aire… Glenda no se acostaba nunca antes de medianoche… A menos que él estuviera de visita, naturalmente. Pero, pensándolo mejor, decidió no ir. Había tenido un fin de semana agotador y debía estar al pie del cañón a la mañana siguiente.