17

Aquella tarde trasladaron a Timothy Bright, envuelto sólo en una toalla, a la antigua habitación de los niños, cuya ventana estaba protegida por una buena reja. Lo de «habitación de los niños» era un eufemismo. Los barrotes eran de hierro, sólidos, y la puerta reforzada porque uno de los antepasados de la señorita Midden, un tal Elías Midden, a finales del siglo XVIII, movido por el mismo impulso extravagante que llevaría al «Negro» Midden a construir su residencia-mausoleo, había comprado a unos gitanos un osezno en la feria de Twixt. Elías, que acababa de triunfar en el concurso de lucha, proclamándose campeón de los Páramos, y que, para celebrarlo, había bebido una buena cantidad de cerveza, supuso que se trataba de un oso ya adulto y que sería divertido medir sus fuerzas con las de él cualquier noche. Por su parte, los gitanos estaban deseando librarse de él: se lo habían comprado a unos marineros en los muelles de Tween, quienes a su vez lo trajeron al regreso de un viaje al Canadá en el que uno de ellos había matado a la madre del animal. En resumen, que el oso era una cría y aún no había completado ni muchísimo menos su desarrollo.

Como había pagado una buena suma por el animal, Elías Midden estaba preocupado por darle el mejor acomodo y tenerlo a mano para futuros combates nocturnos. Su mujer no compartía aquel entusiasmo. Le disgustaba compartir la granja con un osezno en pleno crecimiento, aunque lo tuvieran siempre con bozal. Amenazó con llevarse a sus hijos y abandonar a Elías y a su oso, a menos que lo encerrara en un lugar seguro.

Reacio a desprenderse del animal y consciente de que si echaba de casa a su mujer por culpa del oso sería la rechifla de todos los granjeros desde Stagstead a…, bueno, de todas partes —habría que oír sus chistes subidos de tono a propósito de las relaciones entre el oso y él—, Elías Midden había construido aquella sólida dependencia para meterlo dentro. Menos mal que lo hizo. Porque, al correr de las semanas y de los meses, el oso creció. Creció hasta el punto de que incluso Elías, hombretón ufano de su espléndido físico, tuvo que admitir su derrota. Aquel oso no era adecuado para la lucha libre: era demasiado fuerte y resabiado. Y se hizo tan enorme, tan gigantesco y tan feroz, que el alimentarlo se convirtió en un riesgo. Como construyó aquella habitación para él convencido de que se trataba de un animal manso y ya adulto, no había practicado en la puerta una trampilla para meterle la comida. Para colmo, la pesada puerta se abría hacia dentro de la habitación, en vez de hacia fuera: una precaución juiciosamente sugerida por la señora Midden, que temía que el oso pudiera derribarla en mitad de la noche y hacerles algo horrible a ella y a sus hijos. Con todo ello, Elías arriesgaba la vida cada vez que tenía que abrirla.

El remate —casi en sentido literal— vino cuando perdió tres dedos de su mano derecha entre la puerta y el marco mientras trataba de introducir en el cuarto un montón de paja.

—¡La culpa es tuya! —le gritó a su mujer—. Esto no habría ocurrido si no te hubieras quejado del mal olor.

La señora Midden le replicó que él sí que había sido un rematado loco al gastarse un dineral en un osezno, o lo que fuera aquel monstruo; que ahora comprendía de dónde le venía el apellido «Midden»[1] a la familia; que no estaba dispuesta a compartir su hogar con un oso que no podía ir fuera a hacer sus necesidades; que la peste era asfixiante e inadmisible para una mujer decente con fama de tener limpia su casa, y que, o hacía algo, o si no…

Elías Midden respondió que intentaría hacer algo con la maldita fiera. De hecho, no hizo nada. No iba a abrir otra vez aquella puerta ni por todo el oro del mundo. ¡Que se jodiera el bicho! Y el oso se jodió. Había venido gozando hasta allí de una dieta parca, pero a partir de entonces tuvo que ayunar. Su último tentempié fueron aquellos tres dedos. Día tras día, y noche tras noche, golpeó y arañó la puerta; probó también a derribar las paredes y dobló incluso los barrotes de la ventana. Pero al final murió y Elías explicó a todo el mundo que lo había matado cuerpo a cuerpo y perdido tres dedos en la lucha. Enterró en el huertecillo doméstico los enflaquecidos despojos, junto con varias carretadas de excrementos, donde hicieron más bien que el que habían hecho en la casa. Luego, puesto que su mujer aún seguía negándose a entrar en la que fue guarida del oso, lijó y volvió a pintar las paredes. No tocó, sin embargo, la puerta, sino que quiso conservarla con los arañazos, mordida y a medio reventar, para poder demostrar a las visitas la extrema ferocidad del oso que se había visto obligado a sacrificar.

La idea de designar la habitación como «el antiguo cuarto de los niños» fue cosa de otros Midden posteriores y más refinados. Con sus barrotes doblados y la desvencijada puerta, la denominación tenía cierto toquecillo macabro, y los jóvenes Midden que durmieron en ella sufrieron terroríficas pesadillas que, en tiempos más ilustrados, habrían requerido las atenciones de psicoterapeutas, especialistas en aliviar viejos traumas y asesores psíquicos expertos en tratar el estrés.

En aquel cuarto soñó por primera vez «El Negro» Midden con una vida aventurera en África, donde no había osos. Y allí fue confinado ahora Timothy Bright.

—Se quedará usted aquí hasta que nos explique quién es y cómo se coló en mi casa —le dijo la señorita Midden después de cenar—. Si no accede de buen grado, no tiene más que decir una palabra y llamaré a la policía.

Timothy Bright manifestó rotundamente que no deseaba en absoluto que llamara a la policía, y rogó que le fueran devueltas sus ropas.

—Cuando las encontremos —asintió la señorita Midden, y cerró la puerta con llave. Luego subió a su cuarto y se sentó a la luz del crepúsculo pensando en cuál de los arrogantes y estúpidos moradores de la casa grande podría ser responsable de aquella faena.

En otras circunstancias, Marjorie habría sospechado del mayor, pero estuvieron juntos todo el tiempo y su terror al encontrarse al joven había sido auténtico. Claro que, por otra parte; él mejor que nadie sabría decirle quién de los residentes en The Middenhall tenía inclinaciones sadomasoquistas… No es que tuviera muchas ganas de conversar con aquel hombrecillo estúpido; aún estaba furiosa con él y sentía un inmenso desprecio por su cobardía. Pero, a pesar de todo, tenía que preguntárselo.

Lo encontró contemplando su cama manchada. Había también un olor desagradable en el dormitorio.

«Mierda de perro», pensó Marjorie Midden. «Eso es. Pero en la casa grande nadie tiene perro…».

—Tiene que haber sido alguien que supiera que yo estaba ausente —le dijo al mayor—. Y los únicos que podían saberlo sor los de la casa.

—¿Quieres que vaya a ver qué puedo averiguar? —preguntó el mayor, pero Marjorie sacudió la cabeza.

—Que te eche una mirada el que hizo esto y podrá dormir tranquilamente. Con tu ojo morado y los puntos, eres el sospechoso perfecto.

—Pero puedo probar que me lo pusieron así en Glasgow, en aquel pub…

—¿Qué pub?

El mayor trató de hacer memoria. ¡Había estado en tantos, y tan borracho…!

—¿Ves? —dijo Marjorie—. Ni siquiera lo sabes. Además…, ¿qué nombre diste en el hospital? Apuesto a que no el de MacPhee, porque tienes tan poco de escocés como yo.

—Jones —admitió el mayor.

—Y la doctora que te atendió tenía muchísimo trabajo, aparte de que no le caíste nada bien. Así que no va a sernos de ninguna utilidad. Y eso no es todo. No sabemos cuándo entró en la casa el muchacho, ni cuándo le pasó lo que le pasara. Lo que podría hacer pensar que estabas tratando de fabricarte una especie de coartada. Sólo un loco haría que lo zurraran así en un pub. O una persona asustada y culpable. Asoma por allí arriba, y la policía recibirá una llamada anónima de alguien que sabe que el muchacho está en esta casa y lo cree probablemente muerto. Además, ¿qué me dices de tus antecedentes?

—¿Antecedentes? —dijo el mayor echándose a temblar.

—No me digas que no has estado en chirona. ¿Con tus sucias tendencias? ¡Oh, sí, a ti te han trincado antes de ahora! Probablemente por espiar por un agujero en algunos lavabos públicos… O por otra cosa peor. A mí no me la das… La policía estaría encantada de echarte el guante. Pero no te preocupes. No lo conseguirán si puedo hacer algo para evitarlo.

—Pero… ¿qué vamos a hacer, entonces?

—Lo que no haremos es dejarnos ver. No estamos aquí.

Aguardaremos muy quietos a ver quién se presenta para comprobar si el muchacho sigue aquí y está aún vivo. Entraron por la ventana del comedor. La próxima vez que lo hagan estaré esperándolos. Y ahora voy a esconder el coche dentro del cobertizo. Será divertido.

Aquello no se adecuaba precisamente a la idea de diversión que tenía el mayor MacPhee.

En Londres, el tipo que decía llamarse Brian Smith estaba lívido. Era evidente que tampoco se divertía.

—El cagueta ese se ha dado el piro —le decía a alguien por teléfono—. Con la pasta, también. Sí, ya sé cuánto había. Pero… No, ni se me ocurrió. Jamás pensé que tuviera redaños. Tenía que haber estado en el barco, y no estaba. Sí, ya sé que no es cosa de risa. Soy el primero en saberlo, ¿no? Puede haber tenido un accidente, claro…, o haber ido por otro medio. Pero yo sólo contaba con un fulano en Santander para salirle al encuentro, y no ha llegado en ningún ferry. Si no hace el resto del trabajo a tiempo, ya veremos. Sí, sí…, ¡faltaría más!

Colgó el teléfono despacio y se puso a maldecir en voz alta a Timothy Bright, con una ferocidad que justificaba todos los temores del joven.

Sir Arnold Gonders estaba también al teléfono, en una cabina pública, hablando con el fulano que regentaba El Santo Templo de la Divinidad y Las Puertas Nacaradas del Paraíso. Veía ahora luz en la habitación de encima de las cristaleras pintadas del sex shop, y ya había pasado dos veces por allí enfundado en una gabardina y llevando una gorra echada sobre la cara. Se había puesto también guantes. En la segunda ocasión se había detenido un instante para meter por el buzón un sobre de papel de estraza. Ahora empleaba un distorsionador de voz. El comisario jefe estaba tomando todas las precauciones posibles y no quería correr ningún riesgo.

—Me interesan los jóvenes —dijo en un tono remilgado que confiaba pareciera auténtico—. Ya sabe lo que quiero decir.

El propietario dijo que creía saberlo.

—¿Hombre o mujer, señor? —preguntó.

—Las dos cosas —dijo sir Arnold.

—Y… ¿jóvenes?

Sir Arnold dudó.

—Sí, jóvenes —asintió por último—. Que les guste que los aten…, ¿comprende? —El propietario lo comprendía a la perfección—. Quisiera películas, revistas… Y necesito discreción. Si baja a su tienda encontrará allí un sobre con dinero. Envíeme el material dentro de una caja a la dirección que le he escrito. Habrá suficiente con doscientas libras, supongo.

—¡Por supuesto, señor!

—He incluido otras cien por la discreción. ¿Estamos?

—Comprendido, señor. Muy amable de su parte.

—Y habrá un pedido adicional si me agrada lo que vea. Me llamo MacPhee. —Dudó otra vez antes de proseguir en un tono de voz más siniestro—: Y ni se le ocurra quedarse con el dinero y no enviarme el pedido. Tengo amistades.

—¿Amistades, señor?

—Como Freddie Monee, como La Antorcha… No me gustaría tener que llamarlos…

Tampoco al otro le gustaría que los llamara: ver incendiado su sex shop no le sería de ningún provecho. El comisario jefe colgó el teléfono y se apresuró a alejarse. La primera parte de su plan estaba ya en marcha. Fue a casa y se cambió de ropa. Eran las diez de la noche cuando volvió a salir conduciendo su Jaguar y tomó por la carretera de la costa hacia Urnmouth. Al Balneario. Max, el dueño del Balneario, siempre estaba al tanto de lo que se cocía en cualquier parte. Necesitaba tener un cambio de impresiones con Maxie.