El hombre que trataba de sonsacar al chico era muy distinto del que había dejado encogido y acobardado en un rincón del dormitorio. Y lo que estaba haciendo era de lo más útil. Trataba de mostrarse simpático con el muchacho. Los sentimientos del mayor, superficiales y tenues como eran, se serenaban pronto. Y ahora que parecía haber pasado el peligro inmediato, intentaba sacar algún provecho de aquella situación.
—Tiene que haberse dado un mal golpe de veras y por eso no puede recordar —le decía—. Pero recuperará la memoria. Yo mismo he tenido alguna experiencia parecida. Hace sólo un par de días iba tranquilamente en mi bicicleta, pensando en mis cosas, cuando de pronto me salió al paso un tractor. Tuvieron que darme seis puntos, y no podía recordar cómo había llegado allí. Probablemente se caería usted de su moto… Espero que llevara puesto el casco. Porque, si no, se habría matado sin duda. La herida se la causaría algo que lo atravesó. Aun así…, la verdad es que las motos son muy peligrosas. ¿De qué marca es la suya?
—Una Suzuki.
—¿Es muy rápida?
—Le he sacado hasta doscientos cuarenta por hora —respondió Timothy.
—¡Oh…! Pero…, ¿cómo ha podido…? Quiero decir que eso es el doble de la velocidad permitida… Tiene suerte de que los agentes de tráfico no le hayan detenido. ¿Es por eso por lo que no quiere que venga la policía?
Timothy Bright aprovechó al punto la excusa.
—Sí. No quiero que me retiren el permiso.
—¿Y qué me dice de su familia? Querrán saber que está usted bien. ¿Dónde viven?
—Tienen una casa en… No lo sé —dijo Timothy.
Marjorie se alejó de puntillas. Después de todo, el mayor estaba ganándose el sustento. Y tenía debilidad por los jóvenes desnudos y heridos. Pero ella sí que se sentía débil ahora y estaba necesitando una buena taza de té para reanimarse y tiempo para pensar en lo que debía hacer. Su primer impulso de llamar a los servicios de emergencia se había evaporado. El joven Timothy no tenía una herida tan grave como parecía a primera vista. Se expresaba ahora con claridad, así que a lo sumo habría sufrido una conmoción ligera y no tenía la fractura de cráneo que temió en un principio.
Pero es que, además, la señorita Midden tenía otros motivos para no querer implicar a las autoridades. Jamás se había llevado bien con los tipos del consejo municipal, cuyo lucrativo oficio consistía en buscar razones para seguir instalados en él. Tiempo atrás había tenido sus más y sus menos con un hombre y una mujer del departamento de sanidad, que se habían colado de rondon en la cocina de The Middenhall en la creencia de que la mansión era una residencia de ancianos y que, en el altercado que siguió, la acusaron de carecer de licencia para dirigirla y no tener autorización para… Marjorie los había expulsado de la finca y conseguido que su primo Lennox, el abogado, denunciara formalmente al consejo municipal por allanamiento de morada.
Pero ni eso había espantado a los funcionarios del ayuntamiento. Poco tiempo después se presentó un tipo del departamento de bomberos, esta vez con un documento oficial que acreditaba su derecho a inspeccionar «la Casa de Huéspedes u Hotel The Middenhall», para comprobar si el edificio disponía de las salidas de incendios prescritas y de puertas interiores a prueba de fuego. La señorita Midden le había quitado de la cabeza la idea de que aquello fuera algo más que una residencia privada, y había estado a punto de partirle personalmente la ídem en el curso de la discusión al echarlo de allí con cajas destempladas; Lennox Midden tuvo que presentar otra denuncia.
En otra ocasión, el departamento de aguas de Twist y Tween, que reclamaba la jurisdicción sobre todas las aguas del condado y, en particular, por el arroyo que alimentaba el lago artificial construido por «El Negro» Midden, le había enviado inspectores para cerciorarse de que no pasaban sustancias nocivas desde el lago al embalse que se encontraba más abajo. Pero la única sustancia nociva que encontraron allí fue la propia señorita Midden. Una vez más Lennox se vio obligado a puntualizar que el lago había sido construido en 1905 y que cualquier contaminante químico que pudiera verterse en el embalse procedía, casi con toda seguridad, de los residuos lácteos de una granja situada a diez kilómetros de distancia en la carretera de Lampaeter.
En conjunto, pues, Marjorie Midden estaba hasta las narices de aquellos chupatintas entrometidos. Y, en cuanto a la policía, tenía la sensibilidad en carne viva. Habían perseguido por el césped al viejo «Búfalo» y lo habían tenido toda una noche en las celdas de Stagstead después de hacerlo objeto de malos tratos y acusarlo de conducir en estado de embriaguez. Y luego aquel maldito comisario jefe empeñado en vallar las tierras comunales conocidas como el Folly Moss para su uso privado… Se había enfrentado a él por el tema y le había ganado la partida, como se la ganó en los tribunales en el caso de «Búfalo» Midden. Había vencido y humillado a aquel bruto corrupto. Seguro que estaría encantado de enviar a sus hombres a la casa para interrogar a todo bicho viviente y meter las narices en sus asuntos privados… Querrían saber dónde y cómo habían herido al mayor, y…
No, lo último que ella deseaba era una visita de la policía.
Aparte de que el muchacho había manifestado con toda claridad que no quería tener tratos con ellos: la simple perspectiva de que fuera a llamarlos lo había aterrorizado. Probablemente sería un malhechor, o un drogadicto tal vez. La señorita Midden se sentó a la mesa de la cocina y se sirvió otra taza de té. Aún estaba allí una hora más tarde, cuando el mayor se presentó para decirle que Timothy Bright se había aseado en el baño y, de paso, comentarle que él mismo estaba desfallecido y necesitaba comer y beber algo. Marjorie volvió hacia él un rostro severo y dijo simplemente:
—Agua.
Pero luego se levantó, abrió la despensa y sacó unos huevos para hacer una tortilla. También a ella le apetecía tomar algún bocado y saltaba a la vista que el mayor estaba muerto de hambre: su aspecto era horrible, aunque se lo merecía de sobras. Y ahora resulta que estaba muy afectado porque el muchacho había roto un frasco de colonia en su lavabo y le había rasgado la cortina de la ducha… ¡Patético! Pero se las había arreglado para sonsacarle alguna información al chico.
—Trabaja como financiero o algo así en la City. No recuerda dónde exactamente.
—¿Un financiero? ¿Un financiero ése? ¡Ja! —replicó la señorita Midden, cuyas ideas al respecto estaban claramente pasadas de moda y que seguía imaginando a los que se dedicaban al mundo de las finanzas como unos hombres de mediana edad enfundados en trajes oscuros a rayas.
—Una especie de yuppie —prosiguió el mayor—. De esos que se pasan el día sentados delante de la pantalla de un ordenador y telefoneando a la gente. Debes de haberlos visto en la televisión.
Era una ocurrencia estúpida, porque Marjorie Midden no veía la televisión; no tenía ningún televisor en la casa y jamás había permitido que el mayor instalara uno en su cuarto. «Si quieres ver esa porquería, te vas a la casa grande y la ves allí con ellos. El ejercicio te sentará bien», le había respondido cada vez que le pidió permiso para poner un aparato en su habitación.
—¿Y por qué tiene tanto temor a la policía? —le preguntó ahora—. ¿Lo has averiguado también?
—Está terriblemente asustado porque alguien le amenaza de muerte, o con algo espantoso, si tiene algún trato con ellos.
—¿Con la policía?
El mayor asintió.
—Entonces es que está metido en algún asunto turbio. Estupendo… Ahora ya sois dos de la misma catadura bajo el mismo techo. Lo que quiero saber, para empezar, es cómo llegó aquí.
—Lo ignora. Tenía una moto. Una moto muy potente. Quizá se estrelló con ella y…
—Y se quitó toda la ropa, vino hasta aquí, trepó por la ventana…
Marjorie no concluyó la frase. Acababa de recordar que, al marcharse aquel fin de semana, había pasado por dentro la cadena de la puerta de delante y que, al salir por ella hacía un rato, la puerta se había abierto sólo parcialmente, porque aún tenía puesta la cadena. Lo que la llevaba a concluir que el joven aquel no había podido entrar en la casa por su propio pie… Y que no se había echado a dormir debajo de la cama del mayor por iniciativa suya. Alguien tenía que haberlo traído, y ese alguien había pisado el arriate de flores para abrir la ventana. Alguien que sabía que ella había ido a pasar fuera el fin de semana. Sus pensamientos, mientras cascaba los huevos sobre el bol y empezaba a batirlos, se centraron en los moradores de The Middenhall. Nadie más que ellos sabía que había ido de excursión al estuario del Solway. Y, pensándolo bien, nadie en la casa grande estaba al tanto de que había vuelto. Marjorie Midden se puso a sacudir el batidor con renovado frenesí.
Los pensamientos de sir Arnold Gonders seguían un curso paralelo, aunque a lo que más se parecían, en realidad, era a los huevos frenéticamente batidos. El sueño había tenido efectos reparadores para él, pero sólo parciales. Su total agotamiento del día anterior, por lo menos, pudo amortiguar en cierta medida su percepción del peligro que estaba corriendo. Pero ahora le asaltaba con toda su fuerza. Podía haber cometido un asesinato…, aunque seguramente cabría alegar homicidio justificado. Pero no, no sería posible. No en su caso. Era el comisario jefe, el supremo guardián de la ley y el orden en Twixt y Tween, y los medios de comunicación lo pasarían en grande reduciéndolo a trizas. ¡Oh, sí!… Había tenido muchas atenciones con ellos en el pasado —con algunos, en todo caso— y con los tipos de las cadenas privadas de televisión, en particular, para que lo respaldaran contra los ataques de la BBC que se las hicieron pasar canutas a él y a sus muchachos a propósito de aquel violador asesino que había cumplido ya un buen trecho de su cadena perpetua cuando se descubrió que su esperma no coincidía con el encontrado en sus víctimas. Pero el comisario jefe tenía ya muchas horas de vuelo para saber que en los medios periodísticos no se conoce la palabra lealtad y que es una práctica muy habitual en ellos el apuñalamiento por la espalda. Pensó en todos los periódicos que se ensañarían con él también: el Guardian y el Independent, ¡Dios los confunda!, y luego el Daily Telegraph, con aquel maldito tarugo que tenía por director. Hasta el Times se sumaría a ellos. En cuanto a los sensacionalistas el Mirror y el Sun…, mejor no pensarlo.
Mientras se afeitaba, trataba de desayunar, arrastraba a Genscher —muerto de canguelo ahora— hasta el Land Rover y conducía a través de la presa hasta Six Lanes End y la autopista en dirección a Tween, los pensamientos se agolpaban en la mente del comisario jefe. Tendría que cambiar los neumáticos del Land Rover para asegurarse de que nadie pudiera encontrar en ellos ningún resto de barro del patio trasero de la señorita Midden. Además, a lo mejor había dejado huellas de su relieve en la antigua carretera de la cañada… ¡Santo Dios! ¿Por qué no habría pensado en todo ello anoche? En la trasera del vehículo, el rottweiler iba dando bandazos y botes, tratando de mantenerse apartado de las sábanas manchadas de sangre y del revoltijo de cinta adhesiva que su amo había metido en un rincón. Sir Arnold se libró de aquellos objetos acusadores arrojándolos, por separado, en dos cubos de desperdicios distantes entre sí varios kilómetros: la cinta adhesiva en el primero, y las comprometedoras sábanas en el segundo. Hecho lo cual se sintió algo mejor y empezó a pensar de manera más constructiva. Esperaría hasta el día siguiente para ir a su oficina. Tenía una excusa perfecta para no presentarse hoy: evitar a los periodistas que querrían entrevistarlo a propósito de la decisión de la Fiscalía, y que le habrían dado más dolores de cabeza que una resaca. Harry Hodge, su segundo, le serviría de tapadera. Y, entre tanto, empezaría su propia investigación para descubrir quién había intentado jugársela por medio de aquel marimacho de Bea. Se le había ocurrido que tenía que ser alguien que estaba al tanto de sus movimientos y que sabía que no pensaba ir a la Casa de la Presa esa noche. Era un punto de partida importante. El comisario jefe lo consideró, pero no pudo llegar a ninguna conclusión clara, salvo la de que su inesperado regreso debió de fastidiarles el plan, de la misma manera que el de la señorita Midden había estado a punto de torcer el suyo. E iba ya por la ruta de Parson cuando de pronto se le ocurrió una idea. Prosiguió hasta encontrar un teléfono situado al borde de la carretera, se aseguró de que no hubiera nadie cerca y marcó el número de la comisaría de policía de Stagstead. Cuando el agente de servicio respondió, el comisario jefe veló su boca con la mano y, procurando desfigurar la voz lo más posible, soltó su mensaje: un mensaje corto, preciso, que repitió sólo una vez antes de colgar el teléfono y alejarse de allí a escape. La señorita Midden iba a llevarse otra desagradable sorpresa.
En realidad era él mismo quien se hubiera sorprendido muy desagradablemente de haber podido oír la conversación mantenida por tía Bea y lady Vy en su casa de Sweep’s Place, en Tween, cuando llegaron allí aquella mañana poco antes de la hora del almuerzo.
—¡Si lo hubiera sabido, querida! —exclamó Bea—. De haber sabido el mal trago que te haría pasar, nunca lo hubiera permitido.
—No sabía qué hacer —explicó Vy entre sollozos—. ¡Me sentía tan sola! Me amenazó con que si se lo decía a alguien se encargaría de hacer llegar la historia a toda la maldita prensa amarilla. No podía afrontar la posibilidad de un escándalo. Y en realidad había un joven en mi cama. No podía negarlo.
Bea la miró de hito en hito.
—Oh, sí…, es un diablo muy astuto. De eso no cabe duda —asintió—. He de pagarle con la misma moneda. A ese juego pueden jugar dos y, después de todo, no ha sido demasiado sutil.
—No te sigo, querida. No veo adonde quieres ir a parar.
—Hazte una pregunta tan sólo. Había un joven en tu cama… De acuerdo. Pero… ¿dónde está ahora?
—No tengo ni idea —dijo lady Vy—. Cuando bajé a la bodega me encontré con que había desaparecido durante la noche.
—Exactamente. Arnold te obligó a que le ayudaras a atarlo y encerrarlo allí para implicarte más y hacerte asumir el papel de cómplice. ¿No es así?
—Supongo que sí —convino lady Vy—. No lo había pensado.
—¿Y dices que estaba bien atado? ¿Envuelto en unas sábanas?
—Con kilómetros de cinta adhesiva. No puedes hacerte idea de la cantidad de cinta de embalar con que lo enrolló.
—Y, sin embargo, el joven se esfuma… ¿No lo encuentras muy sospechoso?
Lady Vy trató de estrujarse su menudo cerebro. Era tranquilizador tener allí a Bea para interpretarle las cosas, aunque a veces no pudiera entender lo que le decía.
—Todo me pareció muy singular —asintió—. Quiero decir que jamás me había encontrado un joven así en la cama. Si no te fijabas en la sangre, daba gloria verlo.
Tía Bea tuvo cierta dificultad para controlar su genio.
—No, querida… Lo que quiero decir es que… Bueno…, si no te extrañó que se hubiera escapado con tanta facilidad después de haber ayudado tú a atarlo como un fardo.
—Sí, supongo que sí —respondió lady Vy—. Y, además, Arnold le había drogado para que se estuviera quieto.
—¡Oh, sí, seguro…! Arnold te dijo que le había drogado. Arnold te contó qué sé yo cuántas cosas… Pero lo único que sabes con certeza es que le ayudaste a atarlo y que, cuando fuiste a verlo al día siguiente, se había escapado. ¡Qué milagro!, ¿verdad? Lo sería, en efecto, si tu marido no lo hubiera desatado después y le hubiera ayudado a escapar.
—¿Por qué iba a hacer eso? —preguntó Vy, titubeante todavía en su intento de sondear el misterio.
—Pues porque, queridísima, todo era un plan urdido para asegurarse de que no le abandonarías y de que en el futuro nunca podrías ponerle las cosas difíciles al bueno de Arnold.
—Pero… ¿por qué habría yo de…? —empezó Vy antes de sacar su propia conclusión—. ¡Oh, Bea…! ¿De verdad crees que…?
La pregunta era perfectamente superflua. Tía Bea se devanaba los sesos a conciencia. Ya había elaborado una explicación racional para toda aquella serie de misteriosos sucesos. Todos apuntaban a idéntica conclusión: la de que debía alejar a Vy de la influencia maligna de su marido. Si hubiera albergado alguna duda al respecto antes de aquel fin de semana, que no la tenía, ahora sabía con certeza que estaba salvando a Vy de un hombre dispuesto a cometer cualquier tipo de crimen para lograr sus sucios propósitos. El hecho de haber sido mordida en la ingle por sir Arnold no la había inclinado precisamente a sentir por él una pizca más de simpatía, y ahora tenía la prueba que necesitaba para destrozarlo. Así protegería a la querida Vy, además. Se puso en pie y le tomó la mano.
—Mira, querida… Quiero que subas ahora mismo arriba y hagas el equipaje. No es el momento de discutir conmigo ahora. Me encargaré de todo. Haz simplemente lo que yo te diga.
—Pero Bea, cariño… Yo no puedo abandonar sin más…
—No abandonas a nadie, querida. Sólo te vienes hoy a Londres conmigo. No discutas. Iremos a ver a tu padre.
Y con esta perspectiva dudosamente tranquilizadora —porque, en circunstancias normales, ver a sir Edward Gillmott-Gwyre no era algo que la apeteciera demasiado—, lady Vy subió al dormitorio y se puso a hacer la maleta.
«Aun así, tengo que dejarle a Arnold una nota», pensó, y redactó unas líneas diciéndole que había tenido que ir a Londres a ver a papá, que andaba pachucho, y estaría de vuelta dentro de unos días.
—Vamos ya, Vy, cariño —la llamó tía Bea.
Lady Vy se apresuró a obedecer y, al salir, dejó la nota en la mesita del recibidor. Pero Bea la vio allí, abrió el sobre, la leyó y, sin decir palabra, se la guardó en el bolso. ¡Que sir Arnold estuviera en ascuas! Además, Vy no iba a volver, así que no hacía ninguna falta mentirle. Hecha esta última reflexión moral, se encaminó al Mercedes y ahora estaban ya las dos viajando en dirección sur. Para cuando el comisario jefe aparcó el Land Rover en el garaje, se hallaban a mitad de camino de Londres.