Marjorie Midden había despertado de su siestecilla bajo el cielo azul y se había puesto resueltamente en pie con la energía de su decisión renovada. No iba a seguir llevando aquella vida. Ya no más fines de semana echados a perder por un maldito gorrón como MacPhee. Porque eso es lo que era: un gorrón que abusaba de su hospitalidad y su buen carácter. Estaba harta de él. Pero sus sentimientos eran más profundos aún: estaba harta de ocuparse de The Middenhall y de los gorrones que vivían bajo su techo. Porque eso es lo que eran también todos tilos: arrogantes, egoístas…, unos zánganos consentidos que siempre habían tenido criados para ahorrarles el más mínimo esfuerzo y que, de no ser porque ella tenía carácter, la habrían reducido asimismo al papel de sirvienta.
MacPhee… —no estaba dispuesta a seguir dándole su falsa graduación; era MacPhee, sin más, suponiendo que el nombre no fuera también falso, que ya era mucho suponer—, MacPhee le había sido útil para lidiar con aquella patulea. La persona siempre a mano para ser el cuarto jugador en una partida de bridge, el oyente benévolo de sus repetidas historias sobre África y la buena vida que habían disfrutado allí, gustoso de suscribir sus críticas sobre lo mucho que habían empeorado las cosas en todas partes… Un papel, en suma, que ella no hubiera podido hacer nunca. ¡Los buenos tiempos…! Los buenos tiempos de toda aquella gente habían sido tiempos nefastos para otros, con larguísimas jornadas de trabajo por un salario de miseria y el brutal sobrentendido de que las clases inferiores, blancas o negras, tenían que ser ignoradas y dejadas de lado.
Y todavía refunfuñaban… ¡Dios, qué manera de quejarse la suya! De todo y por todo, y en especial del Servicio Nacional de Salud, al que no habían contribuido ni con un penique durante sus mimadas y distantes vidas. El viejo Lionel Midden se había subido a la parra porque lo habían puesto en una lista de espera para una intervención quirúrgica de cadera, y luego había vuelto del Hospital General de Tween echando pestes de la comida y de que las enfermeras se hubieran permitido la descortesía de dirigirse a él sin llamarle invariablemente «señor». ¡A él, que había llegado a ocupar el puesto de encargado de selección de personal en una empresa minera de Zambia, país que seguía terne en denominar una y otra vez Rhodesia del Norte…! La señora Consuelo McKoy, que había vivido treinta y cinco años en California hasta que, al morir su marido, descubrió que no le había dejado ni un centavo en su testamento y que, de hecho, en sus últimos años de vida había dilapidado toda su fortuna en el juego, según ella para fastidiarla, siempre estaba perorando sobre lo mucho mejor que iban las cosas en Estados Unidos: «¡Somos tan hospitalarios y amables allí…! En este país, en cambio, la amabilidad brilla por su ausencia».
A Marjorie la irritaba especialmente aquel «somos»: daba a entender que la señora McKoy era norteamericana, cuando lo cierto era que había nacido en Londres, concretamente en Hendon, donde su difunto padre tenía una tienda de comestibles. Se casó durante la guerra con el cabo McKoy, de las fuerzas aéreas estadounidenses, y ya había dado muestras de una actitud altanera con la familia con ocasión de un breve viaje a Europa: Marjorie recordaba aún cuando se presentó allí en el enorme Lincoln Continental que le había prestado a Bob McKoy un socio suyo londinense (al terminar la guerra se había dedicado al negocio de maquinaria eléctrica). Ahora, cada vez que quería ir de compras a Stagstead, exigía que la llevara en el viejo Humber de la casa, insistiendo en sentarse detrás mientras la señorita Midden le hacía de chófer.
Todos estaban cortados por el mismo patrón. O casi todos. Porque también estaban Laura Midden Rayter, que cuando se casó, allá en 1956, había insistido en conservar su apellido de soltera, y Arthur Midden. Laura era distinta: pasaba el aspirador por su cuarto, ayudaba con el fregoteo, y hacía cuanto podía para mostrarse útil. Y Arthur, que había ejercido de dentista en Hastings y sufría de vez en cuando accesos de depresión en los que dibujaba al carboncillo, como terapia, curiosos dibujos de bocas abiertas, le abonaba una cantidad por el alojamiento y la comida.
—No me agrada imponerle mi presencia, querida —le dijo la primera vez que se presentó en The Middenhall—, pero aquí hay mucha paz y necesito compañía desde que murió Annie. Un dentista no hace muchas amistades, y Hastings ya no es lo que era, con tantos jóvenes inyectándose qué sé yo qué. A mí nunca me ha gustado poner inyecciones y la vista de una aguja hipodérmica todavía me desasosiega.
No, no todos eran gorrones o quejicas, pero la inmensa mayoría sí. Y, aparte de eso, a Marjorie jamás le había gustado The Middenhall, ni cuando era niña. Encontraba el edificio intimidante y feo, y compartía la aversión de su padre por él. En realidad, si había aceptado encargarse de la casa fue sólo para que su padre pudiera dejarlo y trasladarse a una residencia para jubilados, porque The Middenhall y sus moradores habían minado su salud. Con lo cual Marjorie pudo procurarle unos pocos años de tranquilidad en Scarborough, que pasó leyendo en su cuarto y cuidando sus achaques. Pero, aun así, no podía olvidar los malos ratos que le habían dado a su padre los miembros de su sedicente familia.
Ahora, mientras cruzaba los pastizales evitando cuidadosamente pisar los lugares húmedos en que crecían las juncias, sabía que había llegado el momento de librarse de todo aquello. Iría a ver a su primo Lennox, que había sucedido a su padre, el tío Leonard, como abogado de la familia, para decirle que ya no podía seguir responsabilizándose de la casa. Él tendría que buscar quien la relevara. Se quedaría con la granja, sí, para alquilarla más que nada a veraneantes y sacar algún dinerillo, pero no viviría allí. Marcharía a otra parte y buscaría algún trabajo, lo que fuera. Tenía algún dinero ahorrado, poca cosa: no podría vivir de él, pero sería suficiente para darle tiempo a encontrar un nuevo medio de vida.
Animada por esta resolución, y decidida a ponerla en práctica, entró en el patio de la granja y fue derecha en busca de MacPhee para reiterarle sus órdenes de marcha. Pero al entrar en la cocina y verlo allí, supo en seguida que lo aquejaba algo mucho peor que una simple resaca. Él se quedó mirándola con expresión de terror, temblando de arriba abajo como un azogado. Por un instante pensó que pudiera estar en las últimas: jamás había visto en nadie un terror tan palpable. Aquel hombre había dejado de existir como tal, e incluso como animal viviente, para trasformarse en una masa amorfa, delicuescente, convulsionada por el miedo. Aquella imagen la hizo guardar silencio unos segundos. Luego estalló:
—¿Se puede saber qué te pasa?
MacPhee buscó apoyo en la mesa de la cocina y abrió la boca. Pero le temblaban los labios, la mandíbula se le movía como si fuera a desencajarse, farfullaba sonidos incomprensibles… Marjorie le acercó una silla y lo hundió en el asiento.
—Te he preguntado qué te ocurre —dijo con aspereza—. ¡Responde, por amor de Dios!
El mayor levantó la vista, con la angustia reflejada en sus ojos.
—Está en mi habitación —balbució entrecortadamente.
—¿Qué es lo que está en tu habitación? —Ahora estaba casi segura de que sufría un ataque de delirium tremens—. Dime…, ¿de qué me hablas?
—Un hombre… Lo han asesinado. Hay sangre por todas partes… En mi cama, en el edredón, en mi ropa…
—¡Tonterías! —replicó Marjorie—. Has tenido alucinaciones…, por toda esa cantidad de whisky que has bebido.
El mayor sacudió la cabeza…, o tal vez se le fue de un lado para otro incontrolablemente. Imposible saberlo.
—¡Es verdad, es verdad! Me lo encontré debajo de mi cama y tenía la cara llena de sangre. Estaba desnudo, además.
—Sandeces. Lo que ocurre es que estás alcoholizado hasta los tuétanos. ¿Un hombre desnudo y con la cara llena de sangre debajo de tu cama? ¡Qué majadería!
—Te juro que es verdad. Estaba allí.
—Pero ahora ya no está…, ¿eh? ¡Pues claro que no! Porque no estuvo nunca.
—Te juro que…
Pero Marjorie ya estaba hasta las narices de tanto terror.
—Anda, levántate —le ordenó—. Sube y muéstramelo.
—No, no puedo.
—¡Arriba! Levanta de esa silla. Ahora mismo vas a mostrarme dónde está ese hombre.
El mayor trató de ponerse en pie, pero volvió a desplomarse. Marjorie lo agarró por el cuello de la chaqueta y tiró hacia arriba de él. MacPhee seguía temblando y gimoteando.
—¡De verdad que me pones enferma! —Al soltarlo, cayó pesadamente en la silla—. Está bien… Iré yo misma a verlo.
Iba a salir ya de la cocina cuando el mayor logró recuperar el habla para prevenirla:
—¡Por Dios, ten cuidado! Te estoy diciendo la verdad. Está en el cuarto de baño. Puede ser peligroso.
Marjorie se volvió a mirarlo con una expresión de infinito desprecio y salió al pasillo. Cruzó el comedor hasta la puerta del dormitorio del mayor y la abrió. Se detuvo en seco. Sangre. Había sangre en la cama, cantidad de sangre. Y en las ropas del suelo, junto a la silla volcada.
La señorita Midden, horrorizada, sintió entonces su propio temor. Pero no por mucho tiempo. Retrocedió por el comedor y entró en el despachito donde guardaba su escopeta del doce. Fuera lo que fuese lo ocurrido en el dormitorio, y hubiera quien hubiese en el baño —que, según todos los indicios, tenía que tratarse de más de una persona—, iba a tener que verse encañonado por una escopeta cargada. Introdujo dos cartuchos en la recámara y amartilló el arma. Luego regresó.
Al entrar en el comedor vio la ventana abierta y, alerta ya a la presencia de un intruso, notó huellas de barro en el piso, debajo mismo del alféizar. Se acercó a la puerta del dormitorio y, antes de entrar, lo registró bien con la mirada, manteniendo la escopeta apuntada al cuarto de baño. Dio unos pasos en su dirección y se detuvo.
—Está bien —dijo en voz alta y sorprendentemente firme—. Salgan de ahí. ¡Vamos! Les estoy apuntando con una escopeta del doce, así que abran esa puerta y salgan despacio.
No ocurrió nada. La señorita Midden dudó un instante y aguzó el oído. Silencio absoluto. Volvió a salir al comedor caminando de espaldas y, una vez allí, corrió hasta la cocina.
—Ven conmigo —le ordenó a MacPhee, y ahora sí logró que se levantara. Parecía haberle contagiado algo de su valor, aparte de la eficacia persuasiva que tenía la visión del arma. El caso es que la acompañó hasta la puerta del dormitorio, donde ella lo obligó a pasar por delante.
—¿Qué quieres que haga? —le preguntó él en un susurro, con la voz todavía quebrada. Marjorie le señaló la puerta del cuarto de baño.
—Ábrela. Y luego hazte a un lado en seguida.
—Pero…, pero… Supon que… —empezó a objetar el mayor.
—No supongas nada. Limítate a abrir esa maldita puerta y quítate de en medio después. Si son tan locos como para intentar algún truco, van a quedar como un colador. —Esta frase la pronunció en voz alta. Luego susurró—: Vamos, hazlo.
El mayor MacPhee se aproximó a la puerta, hizo girar la manecilla y empujó. La hoja se abrió de par en par y él corrió hasta el rincón más próximo del dormitorio donde se quedó inmóvil y tapándose las orejas con las manos. La señorita Midden, con la culata del arma apoyada en el hombro, avanzaba cautelosamente hacia el baño. Era un cuartito diminuto y ahora podía ver desde fuera unos pies sucios asomando por el borde de la ducha. Dio unos pasos más y, siempre sin bajar la escopeta, miró al interior.
En la taza de plástico de la ducha, con la cortina hecha un lío junto a él, había un joven acurrucado. Tenía el rostro cubierto de sangre reseca, lo mismo que el pecho, y el agua que goteaba de la ducha había limpiado en él un trozo de piel blanca y formado un reguero a partir del ombligo. Pero estaba vivo. Lo supo nada más ver sus ojos contemplándola extraviados desde detrás de la máscara sanguinolenta. Vivo y aterrado, casi tan aterrado como el mayor. Todos los hombres son espantadizos. Pero éste estaba herido y su temor era comprensible.
—¿Quién es usted? —inquirió la señorita Midden al tiempo que bajaba el arma. La pregunta pareció infundir cierta tranquilidad al joven. Incluso podría decirse tal vez que brilló en sus ojos un destello de esperanza—. ¿Quién es usted?, repito. ¿Cómo se llama?
—Timothy.
—¿Puede ponerse en pie? Si no, quédese como está y llamaré para pedir una ambulancia.
El temor había vuelto a los ojos de Timothy Bright, pero consiguió incorporarse y se quedó de pie dentro de la ducha.
—Salga de ahí dentro ahora —dijo Marjorie—. Venga y siéntese en la cama.
Timothy Bright salió de la ducha e hizo lo que se le pedía. A la luz que entraba por la ventana del dormitorio, la señorita Midden pudo examinarlo mejor. Era un chico joven y bien plantado. Dejó la escopeta apoyada contra la estantería del mayor. No sentía ningún temor de aquel hombre que decía llamarse Timothy.
—¿Cómo lo han puesto en este estado? —le preguntó, separándole un poco el pelo para ver la herida de la cabeza.
—No lo sé.
—¿Le ha dado alguien una paliza? Tiene que ser eso. —La herida, en realidad, no parecía de cuidado, y ya sabía que los cortés en el cuero cabelludo sangran siempre copiosamente.
—No lo sé —repitió Timothy.
—Está bien. Túmbese y deje que le mire los ojos. —Le examinó una tras otra las pupilas, haciéndole girar la cabeza hacia la ventana—. ¿Y dice que ignora lo que le ha ocurrido?
—No recuerdo nada.
—Ha sufrido una conmoción cerebral. Pediré una ambulancia.
Debe ser internado en el hospital. Y llamaré a la policía también.
Lo tapó con el edredón, e iba ya a dirigirse al vestíbulo, donde estaba el teléfono, cuando Timothy la detuvo. Acababa de recordar de repente lo que le había dicho el individuo de la navaja y los cochinillos:
«Hay una cosa más que no debe olvidar. Si se le ocurre acercarse a la policía, incluso pasar por delante de una comisaría o hacerles una llamada desde su teléfono móvil, no confíe en correr la suerte de esos gorrinos. Para empezar, ya puede despedirse de volver a joder una vez más. Y de las pelotas, y de su condenada polla. Eso…, de entrada. Lo de los gorrinos vendrá luego. Despacio. Muy despacio. Métase bien esta idea en su jodida mollera, desde ahora».
Y Timothy Bright se la había metido en la mollera. Incluso ahora, sin la menor idea de lo que le había pasado, ni de dónde estaba, ni de quién era aquella mujer que le había obligado a salir del cuartito de baño a punta de escopeta de doble cañón y que le decía que quizá hubiera sufrido una conmoción cerebral y debían llevarlo a un hospital…, incluso ahora la terrible amenaza resonaba en sus oídos tan viva y real como si acabara de ser pronunciada. Y la navaja seguía temblando en el lugar donde el hombre del pelo negro engominado la había lanzado con tanta destreza.
—No, no, por favor —balbució—. No llame a la policía…, ni pida una ambulancia. Estoy bien. De veras que sí. Perfectamente.
Marjorie Midden volvió sobre sus pasos y se acercó a la cama. Lo miró fijamente.
—¿Que no llame a la policía? ¿Me está diciendo que no llame a la policía, que se encuentra bien? Eso no se lo cree ni usted. ¿Qué pasa? ¿Es un fugitivo o algo así?
Ahora no había la menor nota de simpatía en su voz. Timothy Bright sacudió la cabeza.
Desde su rincón, el mayor no le quitaba ojo de encima. Era todo un experto en bajos fondos, y conocía perfectamente los temores de los delincuentes de poca monta. Pero éste no pertenecía a aquel mundillo. Era un esnob. Cerveza de calidad, con cuerpo…, no ese aguachirle que uno bebe a diario. El muchacho aquel tenía clase. Incluso en cueros y sucio como estaba, mostraba una seguridad en sí mismo que el mayor jamás había logrado obtener. La envidia aguzaba su intuición, esa intuición social que había sido la mejor arma del mayor en la batalla por mantenerse a flote en el tempestuoso vórtice del desprecio sentido por sí mismo. Aquel chico no encajaba, aunque el mayor no supiera explicar el porqué. Tampoco era un marica; eso lo hubiera descubierto en seguida… Y, sin embargo, estaba claro que alguna cosa no cuadraba en él.
La señorita Midden se acercó a la cama no sin antes recoger, de paso, la escopeta que había dejado apoyada en la estantería. E inclinándose sobre el muchacho, le amenazó:
—¿De qué va todo esto? Más vale que me lo cuentes de pe a pa porque, si no, telefoneo ahora mismo a la policía. Desembucha, pipiólo. ¿En qué lío estás metido?
Timothy Bright trataba desesperadamente de encontrar una explicación plausible. No sabía en qué lío estaba metido. Tal vez sí hubiera sufrido una conmoción cerebral… No era capaz de dar coherencia a sus recuerdos. Al de algo acerca de un viaje a España. Al de algo relacionado con el tío Benderby… Se veía de repente montado en su moto.
—Iba en moto —dijo, tratando de centrar aquella imagen.
—Adelante. Ibas en una moto. ¿Qué ha sido de ella?
Timothy no tenía ni idea.
—Veamos… —prosiguió la señorita Midden—. ¿Cómo llegaste aquí?
Pero tampoco obtuvo respuesta.
—Puede que no lo sepas, pero yo lo averiguaré. Yo o la policía. Decide tú mismo.
Timothy Bright escondió la cabeza en la almohada gimoteando.
—¡Hombres! —murmuró la señorita Midden—. ¡Qué patéticos!
Dio media vuelta y salió del dormitorio. En el comedor observó el barro del piso y luego la ventana abierta. Fue a la puerta de delante, salió y caminó por la gravilla para examinar el arriate de flores de debajo de la ventana: había huellas de pisadas y algunas de las petunias blancas que el mayor había plantado aparecían aplastadas por los pies de alguien. Marjorie Midden regresó al interior de la casa y pasó a la salita situada al otro lado del vestíbulo. No había nada que indicara la presencia de algún extraño en ella. Como tampoco en el recibidor. Luego subió al piso y miró una por una en todas las habitaciones: en ninguna habían tocado el más mínimo objeto. No logró encontrar ninguna prenda de vestir que pudiera pertenecer al herido. Su despachito estaba como ella lo había dejado. La cocina, igual. Y ni rastro de ropas.
Salió al patio trasero y rodeó despacio el edificio; buscó incluso en el establo y en el cobertizo, sin descubrir unos pantalones, unos zapatos, una camisa siquiera… No habían movido nada en absoluto. Un tanto desconcertada por aquella búsqueda infructuosa, regresó a la casa. Estaba a punto de entrar en el comedor cuando oyó voces. Se paró a escuchar. El mayor estaba haciendo algunas preguntas al muchacho. Marjorie Midden se acercó sigilosamente a la puerta del dormitorio para seguir la conversación.