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Al cabo de un rato concentró sus pensamientos en la búsqueda de algún medio para desquitarse. Podía subir a enfrentarse a las claras con aquella zorra lesbiana y exigir que le confesara qué demonios esperaba lograr atrayendo a aquel tipo a la Casa de la Presa. Pero no…, no tenía sentido. Lo cierto era que había intentado matarle y que a punto estuvo de lograrlo. Que se habría salido con la suya de no ser porque Vy, por una vez, se presentó en el momento justo. Es decir, que aquella jodida mujer tenía que estar loca. Desquiciada, ida, fuera de sus cabales, como un cencerro y, a mayor abundamiento, aquejada de una demencia homocida. (Así mismo. El comisario jefe no equivocaba el término: «homocida» era la palabra exacta). Y, para colmo, tenía un cómplice. Tampoco cabía duda de eso. Porque no resultaba verosímil que ella sola hubiera ido con el coche a alguna parte para localizar a aquel infeliz, lo drogara, lo trajera consigo de vuelta y lo subiera finalmente por las escaleras hasta el dormitorio. ¡Ni pensarlo! Ella y Vy habían pasado juntas la velada anterior, tomando unas copas. Eso le había contado su mujer, y sin duda era cierto. Podría poner la mano en el fuego a que Vy se había sorprendido tanto como él al encontrarse en la cama con aquel bastardo. Por lo que el cómplice tenía que ser alguien de fuera… Al llegar a este punto, la mente del comisario jefe, jamás muy lejos de la paranoia, estalló de ira. Y de temor también. Habían incubado una conspiración para hundirlo. ¿Incubado?… No, la palabra no era lo suficientemente fuerte y, además, evocaba huevos, gallinas y cosas de lo más naturales. Mientras que ¿había algo más contra natura que atiborrar de drogas a un prójimo, dejarlo en cueros y depositarlo en el lecho conyugal de un respetable comisario jefe? Aquél había sido un acto de diabólica naturaleza, de pura maldad y premeditada malicia. No podían haberlo incubado. Semejante vileza era forzosamente un plan urdido, maquinado y tramado para destruir su reputación. Si hubieran encontrado allí a aquel tipejo, él estaba acabado. Y aún corría ese riesgo si salía a la luz. Porque, bien mirado, su posición era mucho peor ahora. ¿Acaso no le había golpeado en la cabeza, y retenido atado en la bodega durante veinticuatro horas? Hasta podía ser que lo hubiera matado… Era más que probable que el muchacho la hubiera diñado y que a esas horas estuviera iniciándose el rigor mortis bajo aquella estrecha cama de los Midden.

Un sudor frío brotó en la frente del comisario jefe y lo obligó a encaminarse a su estudio para tratar de ordenar sus ideas. Allí, acodado en su mesa y sintiendo una angustia de muerte, empezó a exprimirse la mollera buscando un motivo. El chantaje era el primero que se le ocurrió, y el más obvio de todos. Pero… ¿por qué iba a querer chantajearlo aquella mala pécora? Falta no le hacía ninguna. Y tenía una buena posición económica…, por lo menos así se lo había dado a entender siempre Vy. En lo cual era digna de todo crédito: puede que tuviera el cerebro de una pavipolla retrasada mental, pero su olfato para las rentas era extraordinario: una de sus virtudes de alta sociedad. No…, el motivo de tía Bea tenía que ser otro. ¿Simple odio hacia él? Que lo sentía era evidente. A carretadas. Pero eso le importaba muy poco al comisario jefe. Mucha gente le odiaba. Ya estaba acostumbrado a ello. En realidad, hasta le resultaba agradable: le inspiraba una sensación de poder…, de autoridad. En su fuero interno, el odio iba siempre acompañado de respeto y temor. Y verse temido y respetado le hacía sentirse importante: le aseguraba que era alguien.

Aunque, por otra parte…, ¡maldito si le veía algún sentido a todo aquello! Tenía que haber algún otro motivo más siniestro. Nadie se tomaría tanto trabajo por el simple placer de hundirlo. No… Tía Bea tenía que ser meramente un peón servicial, un cómplice capaz de abrir las puertas desde dentro y hacer que Genscher se estuviera quieto. Con toda probabilidad la habrían chantajeado, o persuadido al menos, para actuar como quinta columna. Tampoco habrían tenido que apretarle mucho las tuercas para convencerla… Sí, eso era mucho más verosímil. Tenía que haber sido alguien de fuera, alguien que… Y aquí el horizonte del comisario jefe se ensanchaba para incluir a todo mal bicho de Twixt y Tween que pudiera haber tramado deliberadamente aquel plan para acabar con él. O, lo que parecía una explicación mucho más racional, tenerlo a su merced con la amenaza de descubrirlo todo. Mucho más probable, en efecto. Bueno…, pues tendría que tomar sus medidas. A menos que…, a menos que el muchacho en cuestión hubiera muerto, en cuyo caso el asunto pintaba realmente mal.

De nuevo el sudor perló su pálida frente. El comisario jefe renunció a seguir haciendo cábalas. Estaba demasiado exhausto. Tras comprobar que Vy y Bea desayunaban ya en la cocina, subió a su habitación y se tendió en la cama. Necesitaba dormir. Pero no le dejaron. A la media hora irrumpió en el dormitorio su mujer y lo sacó del sueño. Estaba de un humor de perros.

—Me das asco —le dijo—. ¿No puedes dejar a nadie en paz?

—¿Dejar en paz? Ni siquiera me acerqué a ese mal bicho. Fue ella quien me atacó.

—¿Esperas que me lo crea? Bea tiene aversión a los hombres. Los encuentra repulsivos.

—El sentimiento es mutuo —replicó sir Arnold—. Me importa poco lo que le repugne, pero no tiene ninguna justificación para ir por ahí tratando de matar a la gente.

—Debes de haberla provocado de algún modo. Es una persona encantadora, sumamente apacible.

Sir Arnold la miró con ojos incrédulos, inyectados en sangre.

—¿Apacible? —gruñó—. ¿Apacible dices? ¿Esa mujer? Tienes un concepto muy singular de la paz… Yo estaba buscando mis zapatillas. Eso es lo que hacía. Tratar de encontrar mis zapatillas debajo de la cama. Y se lanzó sobre mí sin mediar palabra.

—No me lo creo. De todas formas, no he venido a discutir contigo. Bea y yo nos vamos. Nos marchamos a Tween. Ya vendrás cuando estés en condiciones.

«Igual nunca», pensó sir Arnold, pero no lo dijo.

—Y, a propósito —prosiguió lady Vy—, supongo que ya sabrás que ese joven se ha escapado del sótano. Ató un rollo de cinta aislante al morro de Genscher y se largó.

—¡No me digas! —exclamó sir Arnold pensando a toda prisa en cómo sacar provecho de aquella nueva interpretación de los hechos—. ¿Que el fulano ese escapó después de amordazar con cinta aislante al pobre Genscher? ¡Qué ocurrencia!

—Salió por la trampilla. Seguramente no lo ataste bien y, por suerte, el whisky y el valium no lo mataron.

—Es muy extraño… ¿No crees que tal vez los que lo trajeron se habrán dado cuenta de su error y se lo habrán llevado al lugar donde querían dejarlo inicialmente?

—¿Cómo demonios voy a saber yo lo que pretenden? —preguntó lady Vy mirando suspicazmente a su marido—. Por cierto… Tienes cara de no haber dormido. Deberías mirarte en el espejo. Tu aspecto es horroroso.

—No me encuentro bien —asintió el comisario jefe—. Tampoco lo estarías tú si hubieras estado a punto de morir ahogada por esa salvaje. Y, ¡por amor de Dios!, no se te ocurra decirle a Bea ni una palabra acerca del tipo ese del sótano.

—¿Piensas que no lo sabe ya? Tú estás loco, sinceramente. ¿Con todo el jaleo que armaste? No ha dicho nada porque tiene muchísimo tacto. Creyó, simplemente, que habías estado pegándome. Y la señora Thouless también vio la sangre…

El comisario jefe se sentó en el lecho, mortalmente cansado. Aquella clase de noticias era lo último que deseaba oír.

—¿Te lo ha dicho ella misma? —tartamudeó.

—No con tantas palabras, pero me ha preguntado qué debía hacer con la alfombra de tu estudio, que estaba manchada de sangre. Y, por supuesto, tú te habías dejado encima del escritorio la lámpara de la mesita de noche ensangrentada.

—¡Santo Dios! —exclamó el comisario jefe—. Es un milagro que no haya vendido ya toda la historia al Sun

—Como no había visto nada más, no podía saber con seguridad lo ocurrido.

—No es la única —dijo sir Arnold, y se escondió cobardemente entre las sábanas. Se sentía hundido en la miseria, como muerto.

Lo mismo que Timothy Bright. Tras permanecer un buen rato debajo de la cama tratando de escuchar ruidos de movimiento en la casa, al no oír ya nada, salió de allí arrastrándose torpe y lentamente, y trató de ponerse en pie. Por poco lo consigue. Estaba ya a media altura cuando se desplomó otra vez y se golpeó la cabeza contra el borde de la silla en que el mayor había dejado dobladas sus ropas. La silla se volcó y el cuero cabelludo de Timothy volvió a sangrar abundantemente, esta vez sobre la chaqueta de tweed del mayor y su elegante chalequillo. Permaneció otro rato tumbado, tratando de recordar dónde estaba o cómo había llegado a encontrarse en cueros, aterido y hambriento, con un sabor de boca que parecía… No, no conseguía identificar aquel sabor de boca. Trató nuevamente de incorporarse asiéndose a la cama y por fin pudo dejarse caer y tumbarse en ella. Estaba recuperando la facultad de pensar. Para entrar en calor se echó el edredón por encima; aquello hizo que se sintiera un poquito mejor. Un poquito sólo.

La terrible sed que sentía lo obligó a hacer un nuevo intento de sostenerse sobre sus pies. Lo logró esta vez y permaneció unos instantes inmóvil, tambaleándose, escuchando. La casa estaba en silencio. Nada se movía. El sol entraba por la ventana y fuera podía ver un pequeño huerto con algunas plantas ya crecidas de judías y una fila de cañas para guisantes. Más allá, un cobertizo de madera, un bosquecillo de altos árboles y un murete de piedra seca con más árboles detrás. No había señales de vida, aparte de un zorzal que picoteaba la concha de un caracol en el sendero enrasado con cemento. Apareció un gato por entre las plantitas de guisantes, y se detuvo con los ojos fijos en el zorzal. Luego se volvió para rodear las anchas matas de las judías y avanzó en el más absoluto sigilo.

Durante un momento Timothy Bright se sintió casi sobrecogido por el inminente drama, pero el zorzal salió volando y el gato se relajó. Sólo entonces se dio cuenta de la sangre que manchaba la almohada y el edredón. Era reciente. ¡Estaba desangrándose! ¡Tenía que hacer algo! La puerta del baño estaba abierta… Fue hasta allí, agarró una toalla y se frotó el pelo con ella. Al bajarla la vio profusamente manchada de sangre y cuando se miró en el espejo del lavabo apenas pudo reconocerse: tenía el rostro cubierto por grandes cuajarones de sangre, los cabellos apelmazados con ella y el pecho lleno de arañazos y moretones horribles. Por un instante volvió a cruzar su mente la visión fugaz de un cerdo desollado y se estremeció dando un paso atrás. El cuarto de baño del mayor no era amplio; de hecho se trataba de una simple ducha con una repisa bajo el espejo en la que guardaba su frasco de Colonia Imperial Rusa (por lo menos, el envase era auténtico —se lo había birlado a un amigo rico—, pero el contenido lo había agotado hacía mucho tiempo, y lo rellenaba con colonia barata). Timothy, al retroceder, se enredó con la cortina de la ducha —una tela de plástico vulgar a la que el mayor había cosido limpiamente un retal de estampado de flores de Laura Ashley, primoroso— y, al dar un traspié, se agarró al estante. El frasco de Colonia Imperial Rusa cayó al lavabo y se rompió. Lo siguieron en la caída la brocha y la navaja de afeitar del mayor, que éste manejaba diestramente para recortarse los cabellos antes de teñirlos, así como el cepillo de dientes y las tijeras que empleaba en el arreglo del bigote. Pero fue la navaja lo que produjo una impresión vivísima en Timothy Bright. Le trajo a la memoria una escena de pesadilla, de aquella pesadilla que se había convertido en el eje de su existencia: la de un hombre de pelo negro reluciente, en la habitación trasera de un bar, que se rebanaba la punta de la nariz y hablaba de cochinillos asados y de lo que le ocurriría a Timothy Bright si no accedía a hacer algo terrible. Y le hizo evocar aquella aterradora fotografía del cerdo. En algún rincón de su mente, todavía más recóndito, tal vez evocó incluso el olvidado horror de la imagen de Posy, el hurón del viejo Og, con el hocico manchado de sangre después de matar al conejo doméstico. Pero lo cierto es que en su reacción de pánico cayó de espaldas dentro de la ducha arrastrando consigo la cortina, y se quedó sentado allí mientras la sangre corría por la cortina y la pared. Allí permaneció llorando lágrimas mezcladas con sangre que surcaban su rostro. Un llanto sin ruido. En la casa volvía a reinar el silencio.

Estuvo así durante el mediodía y hasta primera hora de la larde. Sólo entonces se levantó el mayor MacPhee de entre los restos de su vomitona, caminando a gatas hasta el vestíbulo. Agradecía también aquel silencio: parecía indicar que la señorita Midden se había ido a la casa grande, lo que le daba la oportunidad de subir a asearse al cuarto de baño de arriba sin tener que pasar por su habitación, donde estaba aquel cuerpo debajo de la cama. Aunque no era un hombre muy limpio, salvo en la medida que se lo imponían las ordenanzas militares, sentía ahora la necesidad imperiosa de lavarse por lo menos la cara y el cuello antes de vestirse. Estaba ya en el cuarto de baño y había abierto el grifo cuando se dio cuenta de que tenía todas sus prendas en su dormitorio y que por fuerza tendría que entrar allí a buscarlas. Se apoyó con las manos en el borde del lavabo y, evitando juiciosamente mirarse al espejo, inclinó la cabeza sobre el agua templada y, con suavidad, sumergió varias veces la cara en ella. Los puntos de sutura que tenía encima del párpado le daban punzadas. Se lavó con jabón las manos y parte del cuello, vació el lavabo, volvió a llenarlo de agua limpia para aclararse el rostro enjabonado y empleó un pañito para acabar de limpiarlo cuidadosamente. Todas estas maniobras requerían su tiempo y debían hacerse despacio, con deliberación. Como lo exigía también su propio estado físico. Porque se sentía fatal…, peor que en cualquier otro momento de su vida que recordara, incluida una experiencia singularmente espantosa vivida años atrás en Rotterdam con un sádico marinero lituano que, tras amenazarlo de muerte, empezó a acuchillarlo muy despacio haciéndole un tajo de lado a lado del pecho. Pero esta vez lo peor de todo era su estado mental. Tenía que librarse de aquel cuerpo antes de que la señorita Midden lo descubriera y avisara a la policía. Tenía que limpiar el estropicio que había hecho en el comedor. Y ella podía regresar en cualquier momento…

Sacó una toalla del armario para secarse y, con ella al cuello, bajó por la escalera asiéndose con tiento a la barandilla. Pero en cuanto llegó a la puerta de su dormitorio volvió a ser presa del terror; sólo la imagen de Marjorie llamando a la policía lo movió a abrir la puerta y mirar dentro. Lo que vio tuvo la virtud de paralizarlo. Sus ropas estaban en el suelo junto a la silla volcada y había sangre en ellas. También había manchas de sangre en el edredón y, sobre todo, en la almohada, brillantes aún. El mayor no pudo reprimir un gemido y escudriñó frenéticamente todo el dormitorio. Al final se decidió a entrar y fue hacia la cómoda en busca de una camisa, sin quitar ojo ni un instante a la puerta de su cuartito de baño. Porque, evidentemente, el hombre estaba allí. Había extraído ya la camisa y abierto el armario para sacar unos pantalones y una chaqueta limpios cuando oyó un ruido procedente del cuarto de baño; un sonido horrible, compuesto por sollozos y quejumbrosos gruñidos. El mayor echó mano de las prendas que necesitaba, agarró también un par de zapatos y salió a toda prisa al comedor para terminar de vestirse. La situación casi era peor ahora que cuando suponía que el joven aquel estaba muerto: antes hubiera podido librarse del cadáver, sacarlo de allí y ocultarlo en cualquier parte mientras trazaba un plan de acción. Pero, si estaba vivo, esa salida era imposible. Para librarse por unos instantes de aquella obsesión, fue a la cocina en calcetines, vertió agua en una palangana en el fregadero y, con una bayeta, limpió la vomitona del suelo y volvió a poner la garrafa vacía en el aparador, diciéndose que ya la rellenaría luego con whisky. Marjorie rara vez bebía y era poco probable que advirtiera en seguida la pérdida. Acababa de completar todas estas operaciones y se hallaba de nuevo en la cocina cuando oyó ruido de pasos en el patio. La señorita Midden había vuelto.