Tampoco sir Arnold Gonders había pasado un buen día. Ni una buena noche. Eran casi las cuatro de la madrugada cuando dejó el Land Rover junto al establo y se encaminó hacia la casa. Había luz en la ventana de tía Bea, y aquello lo alarmó.
—¡Maldita arpía! —murmuró amargamente, preguntándose qué más haría falta, además de una dosis masiva de valium en la ginebra, para mantenerla dormida toda la noche. Evitó la puerta principal y rodeó furtivamente la casa para alcanzar las ventanas del estudio y colarse por una de ellas. Luego subió al piso procurando no hacer ruido y a los pocos momentos dormía ya profundamente. Había hecho todo cuanto estaba en su mano. El resto lo pondría el destino.
Quien lo puso, en realidad, por lo menos en buena medida, fue el pobre Genscher. El rottweiler había pasado una noche espantosa en el sótano, tratando desesperadamente de librarse del bozal de cinta aislante. En su brutal intento de arrebatar al can su ejercicio del derecho a ladrar o el aún más legítimo y peligroso de morder a quien le pateaba el escroto, sir Arnold, que jamás fuera un hombre valiente, casi le había privado también de la posibilidad de respirar, por lo que Genscher tuvo que luchar denodadamente durante horas para arrancarse con las uñas la cruel mordaza antes de convencerse de que, de seguir haciéndolo, lo más probable era que se arrancara también el hocico. Incapaz de gañir ni de hacer nada constructivo, puesto que en sus ulteriores esfuerzos por librarse de aquel bozal sólo consiguió golpearse su ya magullado lomo contra la pared, se había precipitado escalera arriba para pedir ayuda por el expeditivo sistema de lanzarse de cabeza contra la puerta del sótano. Y así, hacia las seis de aquella mañana, la casa entera retumbaba bajo el estrépito de los sesenta y siete kilos de enloquecido rottweiler estampándose contra la puerta cada pocos segundos.
Hasta la señora Thouless, mujer de sueño profundo y cuya sordera la libraba de las tabarras domésticas, despertó con la sensación de que algo semejante a un bombardeo aéreo estaba ocurriendo en los aledaños. Criada en Little Kineburn durante la guerra, a la sombra de la gran presa, cuando vivían todos en el temor de que los alemanes la destruyeran y las aguas del embalse arrasaran la aldea, la señora Thouless tenía especial susceptibilidad por las incursiones aéreas. Así, a las seis y veinte saltó de la cama y bajó a la cocina en bata con idea de buscar refugio en la bodega.
Para entonces Genscher había cejado un poco en sus esfuerzos por atraer la atención, pero la puerta seguía estremeciéndose cada vez que el perro la embestía. La señora Thouless observó la puerta. No las tenía todas consigo. Luego, con suma precaución giró la llave y levantó el pestillo. Al momento siguiente supo con absoluta certeza que no corría peligro de ahogarse ni de ser bombardeada en la cama: algo mucho más horroroso la derribó al suelo, en forma de enorme y enloquecido rottweiler con veinte metros de cinta aislante enrollados a la cabeza formando un nudo grotesco. Para la señora Thouless, habitualmente poco amante de los chuchos y recelosa en particular de los perrazos alemanes, aquella súbita experiencia fue tan excesiva que la hizo perder su compostura y discreción famulares…, y chilló. Si se necesitaba algo más para que Genscher fuera presa del pánico, los chillidos pusieron el resto. Puesto que no estaba a salvo en ningún lugar de la casa, tenía que escapar a toda costa. Sin dudarlo, pues, se lanzó contra la puerta trasera y, de rebote, derribó los palos de golf de sir Arnold, que se desparramaron ruidosamente por el suelo. Un nuevo estrépito, mezclado con los alaridos escoceses de la señora Thouless, se produjo cuando el animal, con la cabeza gacha por el peso de tanta cinta aislante, tomó la puerta del aparador galés por una salida más fácil y embistió contra ella.
Pero allí acabó la carrera de Genscher. Entre una catarata de fuentes y platos, el rottweiler, notablemente falto de resuello y jadeando estentóreamente por su ensangrentado hocico, saltó sobre el cuerpo yacente de la señora Thouless y volvió a precipitarse en la oscuridad del sótano.
Arriba, en el piso, el estruendo procedente de la cocina había sacado al comisario jefe de su profundo y deseado sueño. Lo primero que vio al incorporarse fue a lady Vy, que se había puesto el salto de cama y se encaminaba a la puerta empuñando su Scott & Webley calibre 38, con el antifaz negro alzado sobre la frente en gesto amenazador.
—¿Qué diablos ocurre? —preguntó con voz ronca sir Arnold.
—Otra estupidez tuya, sin duda —respondió su mujer a la vez que empujaba la puerta del dormitorio con el pie.
Abajo arreciaban los alaridos de la señora Thouless, y el estrépito de la loza golpeando el entarimado del suelo sugería que algo estaba reduciendo la cocina a escombros. Fue esto, mucho más que los chillidos del ama de llaves, lo que enfureció a lady Vy.
—¡Mi vajilla! —exclamó, y se precipitó escaleras abajo.
Nada más pasar ella asomó por la puerta de su habitación tía Bea. Su facha era horrenda, pues en la errónea creencia de que el repugnante sir Arnold le estaba zurrando a su querida Vy, se había apresurado a ponerse una falda de cuero negro encima de su camisón transparente para acudir al rescate.
—¡Suéltala! —gritó entrando en el dormitorio del matrimonio y abotonándose aún a las caderas el faldamento protector—. ¡Déjala, sinvergüenza! ¿No le has hecho ya suficiente daño con tus sucias maniobras?
Sir Arnold, que se hallaba en pleno proceso de búsqueda de sus zapatillas para ponérselas y a tal fin tenía el cuerpo agachado al borde de la cama, fue incapaz de proferir ninguna respuesta adecuada antes de sentirse envuelto en cuero negro al arrojársele ella encima. Por espacio de medio minuto estuvieron los dos forcejeando en la cama antes de que tía Bea lo tumbara de espaldas y, al advertir su error, empezara a preguntarse qué hacer. Lo que podía ver de sir Arnold, que asomaba aviesamente un ojo por el borde de la falda mientras que con el otro estaría solazándose con los encantos que vislumbraba por debajo, no la incitaba a abandonar la presa con que lo tenía inmovilizado. Y, como reforzando su ya abrumadora ventaja, se le ocurrió que jamás volvería a encontrarse en situación de escarmentarlo con su propia medicina. Complacida de su perversa malicia, lo miró provocativamente y al instante, con un manotazo, le obligó a meter la cabeza entera debajo de la falda. Fue un gesto imprudente. Porque, aunque sir Arnold estaba realmente debilitado por la incomprensible sucesión de horrores de aquel fin de semana, aún le quedaban fuerzas para resistirse a la espantosa perspectiva de practicar el sexo oral con la amante lesbiana de su mujer, que era lo que ésta parecía buscar. Entre los pliegues de aquel cuero negro era difícil pensar con lógica, y la alternativa de que tratara de asfixiarlo con su maniobra era todavía peor. El comisario jefe no tenía opción. Y, por ello, haciendo acopio de cuantas fuerzas puede dar la desesperación a un hombre aprisionado en la entrepierna de una mujer maciza, sir Arnold Gonders respiró hondamente y se lanzó hacia arriba. Fue una experiencia abominable, pero por un instante logró atisbar la luz del día: su calva cabeza asomó por la cinturilla de la falda…, aunque sólo para volver a sumirse de inmediato en la oscuridad cuando tía Bea, que por primera vez en su vida experimentaba la clase de placer que puede dar un hombre, no importa cuan aterrado y frenético, le obligó a meterla de nuevo.
La pugna prosiguió por espacio de algunos minutos, en un juego que a cada erupción del espantado sir Arnold le proporcionaba a ella el placer de una demostración de dominio y a él la experiencia de horrores indecibles. Cuando al final cedió él dentro, agotado, en manifiesta confesión de derrota, ella, insensata, se levantó la falda y sonrió observando el rostro enrojecido y sudoroso de su antagonista. El comisario jefe, mirando más allá de sus partes pudendas, sorprendió aquella sonrisa y, en una afirmación suprema de su maltrecho ego —y de todo cuanto ya en él estaba para el arrastre—, echó hacia un lado la cabeza y le hundió los dientes en la ingle. El que no fuera en verdad su dentadura y que el mordisco tampoco alcanzara con exactitud el lugar pretendido no fueron circunstancias de consideración para el comisario jefe. Pero tita Bea se irguió como un resorte profiriendo un alarido terrible; dio la impresión de ir a desplomarse de dolor sobre la almohada, pero volvió a aplastar con todo el peso de su cuerpo a sir Arnold. Esta vez no cabía duda de su propósito: iba a asesinar a aquel cerdo.
Justo en ese momento regresó lady Vy al dormitorio con el revólver humeante en la mano. Lo que menos esperaba era encontrarse a su marido haciéndole el amor, de forma tan peculiar, a su tita Bea. Y muchísimo menos aún que ella, a juzgar por la expresión de su cara, hallara en tales maniobras semejante éxtasis de pasión ardiente que tuviera la lengua fuera y diera rienda suelta a gemidos y gritos de placer. Aquella visión, a renglón seguido de descubrir a la señora Thouless tendida cuan larga era en la cocina junto a la puerta de la bodega, con las ropas revueltas y gimoteando incoherencias acerca de una fiera bestial, fue demasiado para lady Vy. Había vuelto para decirle a sir Arnold que aquel maldito sujeto encerrado en la bodega se las había arreglado para escapar de allí después de haber enrollado metros de cinta aislante a la cabeza de la mascota familiar. Con un valor nacido de la convicción, alentada durante muchos años, de ser moralmente superior a cualquier sirviente, y consciente de que debía demostrarlo ante una crisis, en particular si tenía un arma cargada, lady Vy había pasado por encima de la señora Thouless y, sin dudarlo, había disparado al interior del sótano.
Esta vez Genscher comprendió el motivo de que le hubieran puesto aquel bozal horrendo. Aunque, en realidad, no había leído nada acerca de la suerte corrida por el zar y su familia, se daba cuenta de que la bodega era el lugar ideal para un crimen: su amo, y ahora su ama, tras fracasar en su intento de colgarlo cuando tuvieron la oportunidad, se habían decidido por darle muerte a tiros. Cuando la bala rebotó por las paredes, Genscher dejó escapar un sordo gemido y fue a buscar refugio en una de las estanterías de botellas de vino. Lady Vy dio la luz y bajó luego la escalera despacio, sosteniendo el revólver con ambas manos delante de ella.
—Sal con las manos en alto —gritó—. Sé que estás aquí. Sal o disparo.
Pero el rottweiler era demasiado juicioso para asomar. Se acurrucó en el fondo del estante de piedra y aguardó allí la muerte. Pero, sorprendentemente, pasó por su lado y al momento siguiente lady Vy subía la escalera corriendo. Ahora, al entrar en el dormitorio, el espectáculo que veía la dejó demasiado atónita para expresar lo que había venido a decir.
—¡Oh, Bea, querida…! ¿Cómo has podido…? —preguntó patéticamente, abanicándose la cara con el cañón del arma.
Tía Bea volvió el rostro desencajado para mirar a su amiga.
—Aún no he terminado —gruñó, malinterpretando el reproche—. Pero en cuanto esté…
—¡No lo hagas! —chilló lady Vy—. No permitiré que te rebajes de este modo. ¡Con él menos que con nadie!
—¿Con él? ¿Por qué no? No se me ocurre ningún otro al que quiera…
—No puedo soportarlo, Bea… ¡Calla, calla! No quiero escuchar.
Aprovechando este diálogo, sir Arnold consiguió tragar una bocanada de aire y gimió con un hilillo de voz:
—¡Socorro, socorro!
Pero tía Bea cargó todo su peso sobre él.
—¡Muere, monstruo, muere! —gritó, y apretó fuertemente la falda contra su cara ya congestionada.
Lady Vy se dejó caer al suelo junto al lecho.
—¡Oh no, querida…! A él no…, Bea… ¡A mí! —sollozó.
Tía Bea trató de comprender aquella petición tan singular. Sabía que Vy era una mujer sumisa, pero jamás le habían pedido que diera muerte a una amiga del alma. Semejante ocurrencia la sorprendió: era, francamente, una perversión de escasísimo gusto.
No le hubiera parecido así al comisario jefe. Debatiéndose contra la muerte por asfixia entre los pliegues de cuero negro, de buena gana habría cedido aquel puesto a su mujer o a cualquier otro que se sintiera inclinado a morir de manera tan espantosa. Y en cuanto a lo de ser una experiencia carente de gusto, tampoco la habría calificado así. Si acaso, lo contrario…, aunque no era cosa que le llamara la atención en aquellos momentos. Abismado en aquel negro infierno que era el concepto de tía Bea acerca de la lencería íntima, lo asaltó la terrible idea de lo que se diría en su inminente necrológica. Sonaría como una de aquellas descripciones propias de las revistas pornográficas depositadas en el almacén de objetos confiscados por la brigada antivicio…, que una voz divina lo instaba siempre a no hojear luego a escondidas. Pero, por muchas vueltas que le diera, no imaginaba cómo podrían encontrar los redactores del Sun y del News of The World palabras suficientemente ambiguas para satisfacer, por un lado, al comité de deontología periodística y, por otro, los lujuriosos apetitos de la mayoría de sus lectores. Cierto que aquel interés en su reputación post mortem era superficial. Estaba a punto de sufrir una terrible muerte a piernas, ya que no a manos, de una mujer a la que tenía sobradas razones para aborrecer.
Estaba ya perdiendo la conciencia cuando desde muy lejos le llegó vagamente la voz de lady Vy.
—¡Me habías jurado que odiabas a los hombres, Bea! —exclamaba en un histérico arrebato de celos—. Me prometiste que jamás, jamás, tocarías a un hombre. Y ahora…, ¡mira qué estás haciendo!
—Ya miro —replicó tía Bea, gritando también y forcejeando con la falda—. Pero aún no está muerto del todo.
—¿Que aún no está muerto? —repitió lady Vy, pero con una voz tan inexpresiva que el comisario jefe ni siquiera tuvo la certeza de haberla oído en realidad. Pero… ¿qué se había creído aquella maldita mujer? ¿Que estaba disfrutando como un cosaco? Finalmente se abrió paso en el cerebro de lady Vy la idea de que tal vez la situación era distinta de lo que había supuesto.
—¡Oh, Dios mío, no! ¡No lo hagas, querida! —farfulló atropelladamente—. ¿No comprendes lo que puede pasarnos?
—¡Me tiene sin cuidado lo que nos pase! —respondió a voces tía Bea—. Acabar con él es lo único que me importa. ¡Tendrías que ver lo que me ha hecho este monstruo!
Aquella invitación implícita fue irresistible para la enloquecida lady Vy.
—¡Déjame, déjame ver, querida! —pidió, y se echó encima del que el comisario jefe había empezado a considerar su lecho de muerte, con el resultado de que, mientras ayudaba a tía Bea a quitarse su curiosa falda, la cabeza de éste emergió de debajo casi tan negra como la propia prenda. Sir Arnold pudo llenar sus pulmones con aire relativamente fresco y contempló con los ojos desorbitados e inyectados en sangre el rostro alelado de su mujer.
Por primera vez en veintidós años le encantó verlo, y más aún lo que estaba haciendo, porque lady Vy estaba sacándole a Bea la falda por las piernas. Por un instante dio la impresión de ir a sacarlo también a él de allí, pero tía Bea se había desentendido de él y ahora estaba menos interesada en matar a su asaltante que en que Vy le dijera si corría el riesgo de morir desangrada por efecto del mordisco. Se dejó caer de espaldas sobre la cama. Mientras el comisario jefe y lady Vy comprobaban los daños in situ, se escuchó un ruido en la puerta del dormitorio.
—He subido a decirle que me despido, señora —anunció el ama de llaves en voz alta—. No puedo seguir en una casa donde suceden cosas tan extrañas. Le pido disculpas por interrumpirla, señora, pero ese monstruo del sótano ha salido otra vez y no es algo que una mujer decente pueda soportar ver nada más despertar por la mañana.
Con una despreocupación nacida de muchos años de enfrentarse a situaciones embarazosas y a sirvientes torpes, lady Vy saltó de la cama y se acercó a la pobre señora Thouless.
—¿Cómo se atreve a entrar sin llamar? —le espetó.
Para el comisario jefe, que la observaba por encima de las rodillas de tía Bea con el desbordante entusiasmo de quien se ha salvado momentáneamente de una muerte cierta y le importa ya un bledo su reputación pública, la intervención de la señora Thouless había sido la de un ángel enviado por Dios. Pero, por otra parte, la actitud altanera y prepotente de lady Vy podía hacer que la condenada ama de llaves se despidiera de inmediato, lo cual era una perspectiva poco asumible.
—Señora Thouless —la llamó—. No nos deje usted, se lo ruego.
Desde el umbral de la puerta del dormitorio, el ama de llaves se dio cuenta entonces de la dudosísima naturaleza del tinglado marital que se traían sus señores. Sus ojos miopes fueron de la cabeza de sir Arnold a tía Bea, y finalmente los alzó para mirar con incredulidad a lady Vy.
—¡Ay, señora! —exclamó, perdida toda huella de su acento escocés—. ¡Ahora sí que no sé cómo…!
Lady Vy no la dejó seguir.
—Tranquilícese, señora Thouless —le dijo—. Sé que ha sido una mañana muy dura y que ha pasado usted un fin de semana agotador. Pero no hay que dramatizar. Baje usted a la cocina y prepare un buen té para todos…, ande.
—Sí, señora… Como usted diga, señora —respondió la pobre ama de llaves, y se dirigió al descansillo boquiabierta y con una expresión de pasmo total.
Lady Vy volvió ahora su atención a asuntos más urgentes, empuñando de nuevo el revólver.
—Francamente… —dijo cambiando de tono, como quien hace una confidencia de carácter social—. Esto de que el servicio entre en las habitaciones sin llamar es inconcebible… No sé adonde vamos a parar.
Desde la cama, tía Bea se sumó a aquella apelación a las buenas costumbres.
—¡Ay, querida! He tenido exactamente el mismo problema en Washam. Es casi imposible conseguir que el servicio se quede. ¡Y te exigen salarios exorbitantes y librar dos noches por semana!
Un zurriagazo obsceno con su falda fue, finalmente, su forma de indicarle al comisario jefe que quedaba libre. Sir Arnold salió gateando de la cama y fue corriendo al cuarto de baño. Una vez allí, procedió a lavarse la boca con el cepillo de dientes y agua fría, porque no disponía de agua caliente: aún no les había dado tiempo de hacer que repararan el calentador del agua. Estaba contemplándose en el espejo del cuarto de baño, preguntándose qué mensaje había querido enviarle Dios a través de una prueba tan espantosa, cuando cayó en la cuenta de que la señora Thouless había dicho algo importante. ¿Qué era?… «… ese monstruo del sótano ha salido otra vez…». ¿Qué monstruo? Y… ¿por qué aquella observación de que era algo que una mujer decente no podía ver? Por primera vez en la mañana, el comisario jefe vio de pronto las cosas con una perspectiva temporal más amplia que los últimos cinco minutos: alguien había bajado a la bodega y descubierto que el sinvergüenza aquel ya no estaba allí. ¡Naturalmente! Eso lo explicaba todo…, y en particular el criminal atentado que acababa de sufrir a manos de la maldita tía Bea: habría advertido la desaparición de su cómplice y subido a asesinarlo en venganza. O algo así. La prolongada vela del comisario jefe y los horrores de aquel fin de semana habían mermado su capacidad de razonar. Todo lo que sabía de cierto era que se encontraba en una casa aislada con tres mujeres: una que lo odiaba, otra que se limitaba a despreciarlo y una tercera que a la sazón se ocupaba de preparar el té en la cocina. De las tres, tan sólo la señora Thouless tenía algunas cualidades que él pudiera apreciar mínimamente, y eran de orden práctico. Estaba a punto de escapar a toda prisa del cuarto de baño para ganar el relativo refugio de la cocina, cuando recordó el tiro. Y a Vy, que había bajado antes con el condenado revólver… ¿A qué demonios habría disparado? Incapaz de pensar con claridad, sir Arnold regresó tambaleándose al dormitorio…, para encontrarse a su mujer refrotando con agua de colonia la entrepierna de tía Bea y considerando la conveniencia de administrarle una inyección antitetánica.
—O la antirrábica —añadió, dirigiendo una mirada asesina a su marido.
Sir Arnold renunció a preguntarle nada. Y, en vez de ello, bajó a la cocina para averiguar por sí mismo lo sucedido allí. Halló plenamente recuperada a la señora Thouless, que había asumido nuevamente su condición de ama de llaves para liberar al desmoralizado rottweiler de su bozal de cinta aislante. Mientras sir Arnold bebía a sorbos su taza de té, maldijo al perro, a su mujer, a la criminal amante de su mujer y, por encima de todos, al cerdo aquel que había tenido la ocurrencia de depositar a un fulano drogado en su cama.