12

El mayor MacPhee se sentó al borde de su cama, sumido en profundos sentimientos de autocompasión. Tenía dolor de cabeza, le dolían los puntos que le habían dado encima del ojo, notaba tumefactos sus labios y flojo uno de los dientes, llevaba las manos vendadas… Y, lo peor de todo, había perdido un par de caros zapatos. No es que hubiera perdido los dos, pero un par de zapatos debía ser eso, un par, y a él le había volado uno. Sus zapatos le hacían sentir un orgullo como jamás experimentaría de sí mismo estando sobrio. Eran, probablemente, su posesión más importante para enmascarar la miseria en que vivía. Aquellos zapatones especialmente. Los había comprado en Jermyn Street, en Trickers, y los había cepillado asiduamente cada noche, sentado como ahora en el borde de la cama, antes de acostarse. Y ahora los había perdido y, además, la señorita Midden estaba furiosa con él. Ya lo había estado otras veces, pero en esta ocasión su enfado era distinto: menos grosero e insultante y mucho más frío de lo que hubiera sido nunca.

El mayor era experto conocedor de los sentimientos de ira. A lo largo de su vida, mucha gente se había enfadado con él despreciativa, airadamente, pero jamás con odio. No había nada que odiar en él. Era tan sólo necio y débil, y nunca había tenido el valor de hacer nada. Siempre fue igual; él no hacía las cosas: le pasaban. «¡Maldito mocoso! —era la forma habitual de interpelarle su padre—. ¿Es que no sabes valerte por ti mismo?». Y con su madre no le había ido mucho mejor. Cariñosa, sí, pero regañándole siempre, obligándole a lavarse la cara y las manos o, más a menudo, lavándoselas ella. Lo cierto es que había crecido en la costumbre de que otros le hicieran las cosas a él y para él. Una y otra vez había tratado de escapar de su propia dependencia, pero en cada ocasión lo derrotaron sus temores y su pasividad. Y tras cada derrota fue aborreciéndose un poquito más. Al final, tomó la determinación de hacerse marino. Bueno…, ni siquiera eso. Se dejó llevar al mar como pinche de cocina de un petrolero que realizaba cortos viajes desde Rotterdam a los pequeños puertos de la costa.

Aquel trabajo no le duró mucho, pero le enseñó a buscar trabajo en los barcos y le valió para ser contratado como camarero en un transatlántico. Fue allí donde observó la forma como se comportaban los pasajeros maduros y adinerados. Y fue en su tercer viaje cuando un oficial jubilado del ejército, cuyo camarote atendía, le cobró afición. Tenía también la graduación de mayor, y había ahorrado para aquel crucero con la debilísima esperanza de conocer a alguna viuda rica, no demasiado repulsiva, con la que casarse. En lugar de viuda, conoció al joven Willy MacPhee y lo pilló por su cuenta. No era la primera vez. Ya le había ocurrido antes en los barcos y en los puertos. Estaba acostumbrado, acostumbrado a que le sacudieran y le obligaran a ponerse de rodillas. Pero con el mayor fue diferente. Éste, aunque no tuviera un penique, era auténtico y sabía vestirse. MacPhee podía decirlo por las etiquetas cosidas en el interior de sus prendas y por la calidad de los tejidos. Pero, en particular, por sus zapatos. Procedían también de Trickers y la piel resplandecía con el betún. Tenía cinco pares, tres de ellos marrones, todos deportivos, y lustrárselos era lo único que no estaba dispuesto a permitir que hiciera por él el mozo MacPhee.

—Es lo primero que hago siempre antes de acostarme. Tuve que acostumbrarme cuando entré en el ejército y desde entonces se ha convertido en un hábito. Así que no vea yo que me los toca. ¿Entendido, mozo?

—Sí, señor —respondió MacPhee tratando de asumir también él un porte militar—. Entendido, señor.

Pero, de hecho, los tocó y, cuando el mayor murió de un ataque al corazón en Barbados, provocado por el inesperado vigor y la indeseada pericia sexual de cierta acaudalada dama de Sunningdale, los heredó. O los robó. Como robó también varios trajes que escondió en su taquilla. Y en aquel momento MacPhee decidió cuál sería su carrera futura: se alistaría en el ejército y tendría sus propios trajes a medida y zapatos comprados en Trickers. En cuanto el barco atracó en Southampton, saltó a tierra por última vez y buscó una oficina de reclutamiento. La única que pudo encontrar era de la Real Infantería de Marina. Pero el sargento lo rechazó.

—Puedes pasar el reconocimiento médico si quieres, muchacho. Pero yo no me molestaría en hacerlo. No das la talla. No para la Infantería de Marina, por lo menos. Prueba en el ejército —le había dicho con amable condescendencia.

Fue el primero de muchos rechazos. Al final consiguió emplearse como sirviente en el hogar de un militar en Aldershot y pasó allí tres años estudiando la forma como hablaban y se comportaban los oficiales. Captó perfectamente su jerga y oyó relatar anécdotas que después sería capaz de repetir como si fueran propias. La necesidad de convertirse en un oficial, aunque no fuera más que mentalmente, se transformó en verdadera obsesión para él. Y aunque su actitud externa era más bien servil, por dentro no hacía sino ensayar la seguridad en si mismo y la arrogancia típicas del militar. En sus tardes libres iba a los pubs y aprendía las tradiciones de los chusqueros y de la tropa, de cuya falta de respeto hacia la mayoría de los oficiales aprendió mucho más aún. Y se acostumbró en particular a evitar a los de las graduaciones inferiores, más perspicaces para descubrir su simulación y plantearle embarazosas preguntas. Con los mandos no pasaba eso. Te tomaban por lo que aparentabas, y si un capitán o un segundo teniente les decía tímidamente que servía, por ejemplo, en el cuerpo de Intendencia, no había más que hablar. El cuerpo de Servicios era otra tapadera útil. El peligro estaba en los mejores regimientos, cuyos oficiales eran objeto de especial deferencia. MacPhee tenía suficiente astucia para saber que jamás debía asumir una graduación demasiado alta, la de mayor ya estaba bien, y que su vida social había de discurrir entre personas maduras de buena posición, que tuvieran el buen sentido de no mostrarse demasiado curiosas. Observó todo esto en el hogar del coronel, donde ocasionalmente algún viejo sirviente del ejército de la India llamaba memsahib a la señora Longstead y a los oficiales más jóvenes no se les daba pie para que expresaran sus opiniones con desenvoltura. Y durante todo este tiempo el real Willy MacPhee se moría de envidia y sólo muy de cuando en cuando se dejaba caer, tanto en los sentidos metafóricos como en el literal, por Londres o Portsmouth. Pero había llovido mucho desde entonces. Años en que vagó por el país, yendo de una población militar a otra y fue adquiriendo poco a poco la pátina del hombre que le hubiera gustado ser. Hasta que al final encontró a la señorita Midden y fue aceptado por ella. Aquel puesto le iba como anillo al dedo. The Middenhall estaba lejos de cualquier ciudad grande y los Midden llegados de ultramar eran demasiado viejos o egocéntricos y, como él mismo, demasiado dependientes de la señorita Midden para permitirse manifestar una curiosidad más que superficial por el pasado del «mayon». Y hasta el presente fin de semana la propia señorita Midden lo había aceptado sin darle a entender de una manera en exceso hiriente que estaba al cabo de la calle de su impostura.

Ahora, sin embargo, la situación había dado un brusco giro, y lo intranquilizaba. Se desnudó dificultosamente, se puso el pijama, y se metió en su estrecha cama preguntándose qué podría hacer para complacerla. También se preguntaba, aunque sin prestarle importancia, dónde se le habría pegado aquel tufo a mierda de perro. Y en ello estaba cuando se durmió. Veinte centímetros por debajo de él, la causa del olor dormía también. El valium y el whisky seguían actuando, juntamente con el «sapo» residual, para mantener inconsciente a Timothy Bright. Pero, con las primeras luces del alba, se movió y soltó unos breves ronquidos. El mayor MacPhee, despertado por la cantaleta, vio en ello un indicio de haber sufrido daños de mayor cuantía: el incidente no sólo le había producido alarmantes lesiones corporales, sino que, evidentemente, había afectado también a su oído. Se tranquilizó diciéndose que tal vez fuera cosa de su imaginación o que le habían despertado sus propios ronquidos. Así que se volvió con cuidado en la cama y siguió durmiendo.

Eran ya las siete cuando se despertó de nuevo, pero esta vez porque notaba llena la vejiga. Saltó de la cama y se dirigió cojeando a su cuartito de baño. Al regresar y tumbarse pesadamente en el lecho, pensó por un instante que algo raro le pasaba al colchón: no era muy grueso, pero jamás había mostrado un bulto así. En el segundo que siguió estuvo absolutamente seguro de que, como sugiriera la señorita Midden, su cerebro había sufrido alguna lesión. Oyó un quejido y el bulto —correspondía al hombro de Timothy Bright— empezó a desplazarse por el lecho. El mayor MacPhee se quedó paralizado, salvo sus galopantes palpitaciones, y escuchó con terror por si se oía algún sonido más. Pero en la habitación reinaba el silencio. A menos que…, a menos que aquello fuera la respiración de algún otro. Y lo era. Había alguien debajo de la cama, alguien que roncaba y se quejaba. Atenazado por el pánico, intentó pensar. Pero sólo consiguió hacerlo de una forma primitiva, rudimentaria. Era presa de un miedo infantil.

Durante diez minutos permaneció quieto, atento a aquella respiración terrorífica, tratando de hacer acopio de valor para incorporarse, encender la luz y mirar debajo de la cama. Era una tarea casi imposible, pero al final se las arregló para acometerla. Lenta, muy lentamente, descorrió un poco las cortinas —no iba a encender la luz— y después, inclinándose, atisbo en las sombras de debajo del lecho. Al momento siguiente se erguía de un salto y alcanzaba cojeando la puerta. El rostro que acababa de ver colmaba sus peores temores: ceniciento, ensangrentado… Debajo de su cama había un hombre asesinado… Tal vez no asesinado del todo, pero moribundo. Y tal como su madre lo trajo al mundo. El mayor se precipitó al comedor de la casa, y estaba a punto de atravesar el vestíbulo y llamar a la señorita Midden cuando se detuvo en seco pensando en cuál podría ser su reacción. Le había dicho que se mantuviera lejos de ella por la mañana, y no era persona que se desdijera. ¡Pero él tenía un fiambre en su dormitorio, un sujeto desnudo, asesinado! El mayor MacPhee se vino abajo. Su fachada se desmoronó dejando al descubierto un desvalimiento infantil más acentuado que nunca. Todo cuanto sabía ver era que aquel suceso significaba un puntillazo, el colmo de sus desgracias. Palideció también y su rostro tumefacto y suturado se contrajo. No tenía recursos de los que echar mano. Y, apoyando la espalda en la pared, empezó a temblar sin poder controlarse. Estuvo así, temblando, por espacio de veinte minutos antes de recobrar el suficiente dominio de su cuerpo para poder sentarse. Ni aun entonces era capaz de pensar con claridad. Los sentimientos de culpabilidad brotaban de algún lugar oculto en lo más hondo de su mente y la arrasaban una y otra vez. Jamás había logrado superarlos y ahora se desbordaban por todo su ser colmando el terror. Al final consiguió ponerse en pie y acercarse al aparador, donde había una garrafa de whisky. Tenía que tomar un trago. Tenía que hacerlo. El mayor MacPhee se sentó, pues, a la mesa del comedor y empezó a beber. Aún seguía allí cuando bajó Marjorie a las nueve. La garrafa estaba ya vacía y el mayor, mareado, yacía en el suelo sobre su vomitona, con el estupor del borracho fijado en su rostro.

—¡Maldito cochino, repugnante cuentista…! —le gritó, sin que el mayor pudiera oírla—. Esto es la gota que colma el vaso. Quiero verte fuera de esta casa antes de la noche. ¡Vaya que sí!

A continuación dio media vuelta y pasó a la cocina, echando chispas, para preparar un té bien cargado. El mayor seguía sin oírla. Estaba perdido en un mundo demasiado horroroso para ser consciente de él. Pero, desde debajo de la cama, Timothy Bright sí escuchó aquellos gritos y se estremeció. Tenía frío, un sabor asqueroso en la boca, le dolía terriblemente la cabeza y cruzaban su mente fugaces visiones de un cerdo en el trance de ser despellejado. Frente a él se perfilaban amenazadoramente un par de zapatillas, y le costó algún tiempo darse cuenta de que no contenían ningún pie ni había piernas por encima de ellas. Aun así, había algo tremendamente ominoso en la visión. No le pertenecían. Él no usaba zapatillas baratas de fieltro; las suyas eran de piel, forradas de lana. Y al apartar lentamente los ojos de aquellos dos objetos, distinguió las patas de una silla de madera, la rendija inferior de una puerta, un zócalo, la parte baja de un armario ropero con luna, el empapelado de la pared con flores estampadas rosas y un brillante rayo de la luz del sol que lo cruzaba y comenzaba a extenderse por el piso. Ninguna de aquellas cosas tenía sentido para él. Jamás las había visto antes y su presente ángulo de visión las hacía más irreconocibles y carentes de significado. No le decían nada. No aportaban ningún elemento de comprensión, sino que eran un dato más del espanto enfermizo que empezaba a invadirlo por dentro. Pero las palabras gritadas por la señorita Midden en el comedor al derrumbado MacPhee no le resultaron tan enigmáticas.

—¡Maldito cochino, repugnante cuentista…! —la oyó decir, y luego—: Esto es la gota que colma el vaso. Quiero verte fuera de esta casa antes de la noche. ¡Vaya que sí!

Eso sí que lo comprendió Timothy Bright. Pero siguió debajo de la cama, tratando de hacerse cargo de su situación. Le costó algún tiempo, una hora más, durante la cual escuchó ruido de pasos en el corredor y un portazo que retumbó en su cabeza. Hasta que finalmente, después de algunas amenazas más musitadas en la habitación contigua —la enfurecida señorita Midden había echado un último vistazo al mayor, tentada de despertarlo a puntapiés—, oyó cerrarse la puerta de la casa y unas pisadas que se alejaban y hacían crujir la gravilla.

Marjorie Midden, en efecto, enferma de asco y repugnancia por haber tenido alguna vez la malhadada ocurrencia de cobijar bajo su techo a aquel miserable MacPhee, había salido de la casa y, tras cruzar la estrecha verja del muro de jardín, se encaminaba a grandes zancadas a campo través en dirección a Carryclogs House. Las ovejas se sobresaltaban y dispersaban a su paso, pero ella apenas las veía: iba demasiado absorta en un mundo privado en el que sólo había pensamientos de frustración y de ira. Lamentaba casi que el mayor estuviera aún con vida…, porque había visto que respiraba. No podía explicarse la actitud de aquel tipejo. Cierto que su comportamiento dejaba mucho que desear a menudo en aquellas juergas suyas en Glasgow… Pero en la casa…, en su casa, siempre se había mantenido sobrio y correcto hasta la exageración. ¡Y ahora le salía con ésas! La única explicación posible era que debía de haberse vuelto loco…, loco de atar. Aunque eso no iba a servirle de excusa. Demasiados problemas tenía ya con la patulea de The Middenhall para pechar ahora con un dipsomaniaco. En cuanto estuviera en condiciones de moverse, lo pondría de patitas en la calle, aunque tuviera que hacerlo a punta de escopeta. Esa noche no la pasaba allí…, ¡ni hablar!

Al llegar a la vista de Carryclogs House, Marjorie se desvió. No tenía intención de descubrirle a Phoebe Turnbird lo ocurrido ni sus sentimientos al respecto. Estaba muy afectada y no iba a darle a Phoebe la satisfacción de compadecerla. Y de refocilarse en ella. Era ya mediodía cuando se sentó en un saliente rocoso que dominaba el embalse y se comió unos bocadillos que había traído consigo. Luego fue a tumbarse en la hierba, contemplando el cielo sin nubes. Por lo menos allá arriba todo era limpio, azul. Con este pensamiento se adormiló, agotada por la prolongada vigilia de la noche anterior y su agitación íntima.