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Al principio el cambio había sido casi imperceptible, hasta el punto de que algunos Midden —como Lawrence Midden, director de una sucursal bancaria en Tween— sostenían que con la muerte de su reprobable tío las cosas habían vuelto a discurrir por sus cauces normales.

—Queda, naturalmente, ese indestructible palazzo —admitía dando rienda suelta a la vez a sus sentimientos sobre los extranjeros, el arte y la extravagancia—. Pero el fideicomiso se ocupa de su mantenimiento y tengo entendido que cuenta con un gran capital.

—En Liechtenstein —replicó Herbert amargamente—. Y ¿quiénes lo administran? ¿Sabemos algo acerca de ellos? Nada. Lo único que tenemos es su dirección…, y no me sorprendería que se tratara de un apartado postal. O lista de correos, tan sólo.

Así era. Los activos del «Negro» Midden habían sido colocados tan discretamente en cuentas numeradas y opacas dispersas por todo el mundo que, aunque los Midden hubieran tratado de calcular su monto total y logrado derribar el muro de silencio erigido en Liechtenstein, jamás habrían llegado a conocerlo. Pero los pagos trimestrales llegaban puntualmente y durante algunos años había sido posible mantener en su estado original los jardines y el lago artificial con su isleta. La mansión propiamente dicha no necesitaba mantenimiento: era de una solidez demasiado falta de elegancia para eso. Todo lo que parecía necesitar era un barrido, un fregado y que le quitaran el polvo de cuando en cuando, y de esto ya se encargaban los sirvientes. Pero el cambio, aunque inaparente, se produjo; y llegó por sus pasos, tal como lo describía con morbosa delectación el patólogo de la familia, Frederick Midden.

—El proceso de extinción vital viene marcado por cierto número de condiciones corporales fascinantes. Partimos de la persona sana, cuyo estado fisiológico llamamos normal. Y luego tenemos el comienzo de la enfermedad, que puede adoptar múltiples formas. De ahí pasamos al proceso de la muerte, susceptible de prolongarse largo tiempo. En él hay partes del cuerpo que permanecen intactas, mientras degeneran los órganos vitales hasta el punto de que, en ocasiones, se inicia una putrefacción premortal, como en el caso de la gangrena gaseosa. Con relación a este interesantísimo proceso se dice que el paciente está muriéndose. Pero en realidad, paradójicamente, llega a haber más vida en él que cuanta tuvo en su anterior existencia. Moscas, gusanos…

—¡Por amor de Dios, calla de una vez! —gritó Herbert—. ¿No ves cómo se ha impresionado tía Mildred?

Frederick Midden volvió sus inexpresivos ojos a la tía Mildred y tuvo que reconocer que la pobre no parecía estar muy bien.

—¿Por qué no toma su caldito? —preguntó—. Está muy rico y, en su estado, aunque no vaya a dar mi opinión profesional para no herir sus sentimientos…

—No lo hagas —le cortó Herbert—. Cierra el pico.

—Sólo trataba de explicaros que los cambios se producen de muchas e imprevisibles formas.

El tiempo le dio la razón. Ninguno de los Midden había previsto el estallido de la guerra en 1939 y los cambios que trajo. The Middenhall fue requisado temporalmente por el Ministerio de Defensa. Herbert Midden murió en una incursión aérea alemana sobre Tween y su heredero en el usufructo de la finca fue el padre de Marjorie, Bernard. Pero puesto que éste había sido capturado en Singapur por los japoneses cuando contaba sólo dieciocho años y se pasó el resto de la contienda como prisionero de guerra, en el entretanto la propiedad fue confiada a Lawrence, ahora un octogenario, quien hizo lo que pudo para que la casa recibiera el mayor daño posible por parte de las distintas unidades militares que la ocuparon. En las mentes de todos alentaba la tácita esperanza de que los alemanes aportarían su granito de arena a la herencia arquitectónica de Inglaterra lanzando sobre el edificio sus mayores bombas. Pero el destino no lo quiso, y The Middenhall permaneció inviolado. Cierto que en los terrenos proliferaron los barracones, que se construyó un campo de tiro entre las tapias del jardín, que la finca entera quedó rodeada por una alambrada y que el pabellón de la entrada, que dominaba la avenida de acceso, fue transformado en un cuerpo de guardia.

Con todo eso, nadie supo jamás lo que estaba ocurriendo allí dentro. Se habló de que era un centro de entrenamiento para espías y saboteadores antes de ser lanzados en paracaídas en la Europa ocupada; de que gran parte de los planes para la invasión del Día D se cocieron en su salón de billar; de que en algún lugar de la finca habían excavado un profundo refugio con vistas a cobijar a los combatientes de la Resistencia en el caso de que los alemanes consiguieran ocupar Gran Bretaña… Pero los dos únicos hechos ciertos eran que los canadienses habían empleado la casa como hospital y que, hacia el final de la guerra, algunos generales y oficiales de alta graduación alemanes fueron confinados allí para interrogarlos, en la esperanza de que la confusión mental que provocaría en ellos la demencial arquitectura de The Middenhall los persuadiera a colaborar.

La guerra tuvo otras consecuencias. Las cuentas secretas del «Negro» Midden, según los fideicomisarios de Licchtenstein, sufrieron un gran golpe con la caída de Hong Kong en poder de los japoneses, y todavía corrieron peor suerte sus inversiones en ciertas industrias alemanas, borradas literalmente del mapa por millares de bombardeos aéreos de nuestros Lancasters. Para rematar esta serie de catástrofes financieras, cierto número de lingotes de oro que el viejo había puesto a buen recaudo en un banco de Madrid se habían evaporado juntamente con los directivos del banco. Aquellas nuevas, junto con la sospecha de que los fideicomisarios mentían, confirmaron a Lawrence Midden en su aborrecimiento por todo lo extranjero y, particularmente, por los banqueros foráneos.

—¡Esto jamás habría ocurrido en Inglaterra! —musitó en su lecho de muerte dos semanas más tarde.

Pero el cambio seguía. A la par que el Reino Unido fue retirándose de su Imperio, declinó la fortuna del «Negro» Midden y, con ella, los cheques trimestrales. Y, simultáneamente, empezaron a aparecer individuos llegados de todos los países de Asia y África que, alegando ser de la familia, reclamaban también su derecho a ser alojados y mantenidos a pan y cuchillo en The Middenhall. Traían consigo sus prejuicios coloniales y una exigente arrogancia pareja a su pobreza.

La casa se convirtió en una olla de descontento y acaloradas discusiones. En las noches de verano, del mirador salían voces como: «¡Eh, muchacho, sírveme otra ginebra!», o «¡Cuánto mejor era el servicio de nuestros cafres en Kampala! ¡En este maldito país no hay quien pegue sello!». Lo cual, habida cuenta de que el «muchacho» en cuestión era una joven de Twixt que ayudaba a su madre en las tareas de la cocina, no contribuía a mejorar la calidad de los almuerzos y cenas, y muy bien pudo ser la explicación de que, cierta noche particularmente movida, apareciera una babosa flotando en la salsa del coq au vin.

Al padre de la señorita Midden, un hombre apacible que desde la guerra había pasado la mayor parte de su vida trabajando en una oficina de Stagstead y cuidando diversas dolencias digestivas, recuerdo de los años de ocupación forzosa en los ferrocarriles birmanos, aquella situación le resultaba intolerable. Continuamente tenía que estar apaciguando a la cocinera y a los demás componentes del servicio…, o buscándoles sustitutos. Y por la noche permanecía insomne en el lecho, preguntándose si no sería mejor partir peras con su familia y esfumarse a algún remanso de paz como pudiera ser Belfast. Sólo se lo impedía su sentido del deber. Eso y el pensamiento de que aquellos malditos coloniales, como los llamaba, estaban abocados a diñarla en un plazo más bien breve, ya fuera en circunstancias naturales o, como parecía de lo más probable, a resultas de un envenenamiento masivo obra de alguna cocinera sobrada de razones para perder el juicio. Aun así, se había trasladado a la vieja granja, donde trataba de olvidar The Middenhall escapándose algunas horas de la tarde y las noches a sentarse al amor de la vieja cocina económica y leer a su querido Samuel Pepys. Pero la casa había podido con él y, al final, completamente desarbolado, su mala salud lo obligó a retirarse a un apartamento alquilado, con vistas al mar, en Scarborough. Atrás quedó Marjorie para gobernar «aquella maldita covacha».

Y se había desenvuelto bastante bien. Era de una pasta mucho menos blandengue que la de su padre y la mortificaba la forma como habían tratado a éste los mismos por quienes él había hecho supuestamente la guerra. «Aquellos malditos coloniales», aquellos Midden que habían salido a escape del Lejano Oriente y de la India, de Kenya y de Rhodesia en cuanto vieron en peligro su comodidad y que se habían librado de la guerra, iban a aprender buenos modales. O largarse de The Middenhall y dejar sitio para otros que se lo merecieran más.

El caso es que a los pocos meses de haberse convertido en «la castellana de The Middenhall», como empezaron llamándola por guasa y despectivamente, había conseguido meterlos en cintura. O doblegar su carácter. No es que tuvieran gran cosa que doblegar aquellas criaturas empapadas de ginebra que se habían erigido en señores de unas poblaciones nativas a las que calificaban de salvajes sin haber hecho nada por educarlas o civilizarlas. A la señorita Midden le bastó, pues, actuar con premeditación y malicia, calculadamente, y elegir como blanco a Edgar Cunningham Midden. El tal EC, como le gustaba que se dirigieran a él, tras haber ido por la vida tiranizando y pisoteando a todo el mundo para medrar en una remota provincia del África Oriental portuguesa donde consiguió crear un vasto imperio comercial, se había atrevido en cierta ocasión a amenazar con molerlo a palos a un estudiante negro de la Universidad de Hull que cometió el error de aceptar un trabajo de verano en The Middenhall y que, al servir la mesa, le derramó un bol de sopa en los pantalones. La señorita Midden no había malgastado palabras con aquel bestia: aprovechando una ola de frío, inutilizó, simple y deliberadamente, el mando del radiador de calefacción de su cuarto, le negó la posibilidad de instalar una estufa eléctrica y, para más incomodidad, se valió de su conocimiento del intrincado sistema de fontanería de la casa para conseguir que el agua caliente no llegara a su cuarto de baño. Las quejas de EC habían recibido por respuesta la de que ya no estaba en África. Y cuando exigió una nueva habitación de inmediato —«y no pierda el tiempo. Haga que los criados trasladen mis cosas…»— antes de bajar a deshora a reclamar su desayuno, Marjorie Midden se apresuró a complacerlo. Y así, al regreso de su paseo matinal, Edgar Cunningham Midden se encontró aposentado en otra diminuta inmediatamente encima de la cocina, donde dormía en otros tiempos el sirviente que se encargaba de la caldera de la calefacción central y la alimentaba de combustible durante la noche. Carecía de cuarto de baño, y el paisaje que se veía desde la ventana era el poco grato del patio trasero y los cubos de basura. EC había montado en cólera ante la perspectiva, no ya sólo la de la ventana, sino la de tener que recorrer un largo pasillo para hallar un cuarto de baño, y pidió que le fuera devuelta su antigua habitación. A lo que replicó la señorita Midden que ya se la había asignado a la señora Devizes y que ésta estaba en pleno traslado.

—No le gustaba su cuarto, así que le he dado el suyo —le explicó—. Si desea usted recuperarlo, tendrá que pedírselo.

Era lo último que se le ocurriría hacer a EC. Porque detestaba a la señora Devizes, Midden por matrimonio, y en alguna ocasión se había referido abiertamente a ella como «esa ralea inferior». Por eso, en vez de pedirle nada, propuso trasladarse a la habitación que la señora Devizes dejaba vacía, pero se le informó que no podía ser porque iban a pintarla. Al cabo de una semana, durante la cual le resultó imposible dormir por el ruido procedente de la cocina —Marjorie había pedido al mayor Mac-Phee que pasara las noches allí y que a cada cuarto de hora dejara caer al suelo varios cacharros de respetable capacidad—, el viejo gruñón abandonó The Middenhall en un tronado taxi. La señorita Midden, de pie y con los brazos sobre el pecho, observó su partida desde el mirador. Luego se había vuelto a los restantes huéspedes preguntando si alguien más quería marcharse, porque, de ser así, era el mejor momento para hacerlo.

—No estoy dispuesta a consentir que el servicio sea tratado con descortesía —anunció, sacudiendo sus pantalones de montar con la fusta.

El mensaje fue entendido fielmente. Y desde entonces los huéspedes Midden habían demostrado suma corrección con la cocinera y con las doncellas, guardando sus peleas para ellos mismos. Aún habría necesidad de arrancar alguna mala hierba pero, en conjunto, Marjorie Midden estaba satisfecha.

Ahora, sin embargo, volvía a la casa de un humor de perros. Sus planes para el fin de semana se habían venido abajo por culpa de su propio y patético sentimentalismo. Así le parecía a ella, por lo menos. Había sentido lástima de aquel infeliz desde el instante en que se conocieron en la estación de autobuses de Tween, cuando el mayor se presentó en respuesta a un anuncio publicado por ella en The Lady solicitando un hombre mañoso. Viéndolo allí de pie, con sus zapatos relucientes, con la corbata de su regimiento y una vieja gabardina doblada en el brazo, le pareció tan evidente que el recién llegado no era ni mañoso ni demasiado hombre, que a punto estuvo de decirle que se volviera por donde había venido. Pero, en vez de hacerlo, agarró una de sus viejas maletas y la metió en la parte trasera del Humber, invitándole a subir al coche. Fue un impulso que jamás había sido capaz de explicarse. Al mayor lo habían rechazado tantas veces, que su temor a un nuevo desaire era casi palpable. En otras circunstancias, Marjorie se habría dejado guiar por su buen juicio; pero la estación de autobuses de Tween era un lugar demasiado inhóspito para obedecer al sentido común. Además, le agradaba sorprender a la gente y era obvio que el mayor necesitaba desesperadamente unas cuantas sorpresas gratas en su vida. Iba a ser fácil dominarlo, y la señorita Midden intuyó también en él la necesidad de sentirse dominado.

«Tendrás que servir», pensó aquel primer día mientras iban camino de The Middenhall. Por más que no era previsible para qué podría servir alguien como el mayor. Probablemente para estropear cuanto tocara. Y echarle a perder un fin de semana cinco años después.

—Cualquier día de éstos…, cualquier día de éstos… —repitió en voz alta para despertarlo cuando llegaron al patio trasero de la vieja granja.

Era la manifestación de una esperanza, cada vez más cargada de resolución. Cualquier día de éstos aprovecharía la primera oportunidad que se le presentara para escapar de aquel círculo infernal de parientes, de tareas domésticas, de gobernar las vidas de otros, para encontrar… Bueno…, no la felicidad. No estaba tan loca como para perseguir esa quimera, ni se le había ocurrido pensar nunca que el matrimonio y unos hijos fueran la respuesta. Había vivido demasiado tiempo en familia para imaginarlo…, y para ignorar que en la mayoría de los asesinatos el criminal es un familiar de la víctima. Por otra parte, Marjorie Midden tampoco se hacía ilusiones acerca de sí misma. No era guapa, e incluso demasiado alta y musculosa para ser considerada atractiva. Salvo para cierto tipo de hombres. Precisamente uno de los pensamientos más repulsivos que la asaltaban ocasionalmente cuando la atmósfera se cargaba con los miasmas de las fantasías sexuales del mayor MacPhee era el de tener tal vez alguna parte inexpresable en ellas… Pero no… Lo que esperaba, lo que realmente quería era recuperar alguna vez la sensación de lanzarse a la aventura que había experimentado de niña cuando jugaba entre los matorrales y la herrumbrosa maquinaria de la mina abandonada de Folly Down Fell. Allí había vivido momentos de éxtasis llenos de promesas, y el lugar conservaba su magia para ella. Pero ahora, al salir del viejo Humber, sus sentimientos eran cualquier cosa menos extáticos.

—Si te queda un resto de sentido común, harás bien en alejarte de mi vista mañana —le espetó al mayor antes de dejarlo subir, cojeando y descalzo, los escalones de la puerta de la cocina.

Y a los cinco minutos estaba ya durmiendo en su habitación del piso de arriba.