9

Para cuando sir Arnold pudo comprobar que todos sus invitados se habían ido, estaba prácticamente exhausto. Sólo el terror lo mantenía en pie. El terror y el café. Pero a primera hora de la tarde entró en escena un nuevo estimulante. Le vino con el pensamiento de que quienquiera que hubiese convencido a aquel individuo para que se colara en su casa y en su cama debía haber tenido un cómplice dentro. Todos los indicios, en la medida en que podía ordenarlos, apuntaban a esa conclusión incontrovertible. Y, en su penoso estado actual, sir Arnold no estaba ciertamente en condiciones de ponerla en duda. Se aferraba, más bien, a unos pocos hechos, el primero de los cuales era que alguno… no importaba quién fuera pero, eso sí, alguien rastrero a más no poder… había abierto la verja de hierro para franquear la entrada al que ahora estaba en la bodega y a otros miserables más, y que, cuando éstos se marcharon, la cerró nuevamente. No existía otra forma de que hubieran entrado. Las paredes y las ventanas con postigos de hierro por el lado del embalse hacían imposible cualquier otro acceso a la casa. En lo referente a medidas de seguridad, el comisario jefe no reparaba en gastos.

Ése era, pues, el primer dato, confirmado por otro más: el estado del pobre rottweiler. Porque, si sir Arnold se sentía terriblemente mal, que se sentía, el perro estaba peor aún. Cierto que sus patas habían recuperado el movimiento y podía andar —o cojear, al menos—, pero por lo demás tenía todo el aspecto de un animal que hubiera cometido el error de medirse con un canónigo especialmente malhumorado. Lo peor eran sus quijadas: cuando, en un par de ocasiones, intentó ladrar o emitir alguna especie de sonora protesta, no logró más que remedar un bostezo. De su recia garganta no salía ningún sonido aunque sus vacilantes andares iban acompañados de jadeos. En otras circunstancias más favorables, sir Arnold habría hecho que su mujer llamara al veterinario, pero ahora no cabía pensar en ello. Las circunstancias eran las peores que hubiera vivido nunca, y no tenía la menor intención de permitir que un maldito veterinario asomara por allí las narices. Menos aún de dejar que lady Vy o aquel mal bicho de Bea fueran a ninguna parte. Genscher tendría que sufrir en silencio. Por otra parte el perro le ofrecía nuevos indicios de que Bea había sido quien ayudó al otro cochino intruso a meter en su cama a aquel tipo. El perro la conocía y, por lo visto, había llegado a simpatizar con ella cuando, en su opinión, debería haberla despedazado la primera vez que se presentó allí. En lugar de hacerlo, le tomó confianza. Sir Arnold no se condolería ahora por él: era el único responsable de su actual estado. Probablemente aquella mala pécora le administró un estacazo con una barra de hierro.

Siguiendo esta misma línea de razonamiento, el comisario jefe se preguntaba qué le habría administrado a lady Vy la muy condenada. Quizá una dosis casi letal de antidepresivos, como el doble de su dosis normal. Y eso encima de su ración habitual de ginebra. En fin…, que a aquel juego podían jugar dos y que no iba a permitir que nadie interfiriera en sus planes para deshacerse del fulano envuelto en las sábanas.

Había ido a parar de esta forma al problema práctico de cómo sacar de la bodega aquel fardo y depositarlo en alguna otra parte. Una vez conseguido, habría logrado desbaratar cualquier intento de hacerle chantaje. Y la condenada tía Bea no podría decir ni pío: se le habría escapado su oportunidad. Era una idea alentadora, por lo que sir Arnold puso su mente a trabajar en la solución del problema. En principio, el lugar adonde llevarlo tendría que estar suficientemente cerca para poder ir y volver en cosa de una hora. El momento ideal sería entre las dos y las tres de la madrugada. Y esta vez habría de ser tía Bea la única que recibiera alguna ayudita para dormir…, como 80 miligramos de valium, por ejemplo, disueltos en su tónica. Con eso bastaría, sin duda. ¿O mejor en la ginebra? No, no…, sería preferible en la tónica; bebería más. Fue a la sala, tomó una botella de tónica y preparó la mezcla. No vendría mal que Vy tomara también unos sorbos. Prefería que no se entrometiera en su plan, y mejor que lo ignorara. Conocía de sobras a su mujer. Tenía una capacidad infinita de olvidar los hechos desagradables de su experiencia y concentrarse sólo en los placenteros. Con la ayuda de un poco de ginebra, podía olvidar cualquier tipo de crimen. No, no iba a preocuparse por Vy.

Así las cosas, sus pensamientos regresaban una y otra vez a The Middenhall. Si pudiera estar absolutamente seguro de que la señorita Midden se hallaba fuera y que no había nadie en la vieja granja, ésta sería el mejor sitio para desprenderse de aquel maldito bastardo. Estaba lo suficientemente cerca para poder ir y venir en poco tiempo, pero a la vez lo bastante lejos como para alejar cualquier sospecha de la Casa de la Presa. Lo mejor de todo era la proximidad de toda aquella patulea de excéntricos miembros de la familia Midden que se alojaba en la mansión. En cierto modo sería más fácil descargarlo en el jardín, pero siempre había el peligro de que pudiera morirse abandonado al relente de la noche. No: tenía que dejarlo a cubierto, y preferiblemente dentro de una casa donde con toda seguridad lo encontraran en seguida. Y la granja sí estaba lo bastante cerca de The Middenhall como para atraer las sospechas sobre sus singulares habitantes. Que llegara Marjorie Midden y que hallara en su cama el regalito… Sería interesante ver su reacción. A pesar del cansancio, esta idea casi hizo sonreír al comisario jefe.

Volvió a llamar a la granja sin que nadie descolgara el teléfono. Marcó luego el número de The Middenhall y preguntó por el mayor.

—Me temo que ha ido a pasar fuera el fin de semana —le respondió una mujer.

Sir Arnold se armó de valor:

—Entonces tal vez pueda hablar con la señorita Midden —dijo.

—Tampoco está. No regresarán hasta el lunes o el martes.

—Oh, bien… No es nada urgente —contestó el comisario jefe, y antes de que la mujer le preguntara quién llamaba, ya había colgado el aparato.

Lo que quedaba por hacer ahora era llevar el Land Rover hasta el antiguo establo, de manera que no pudieran oírlo desde la casa cuando lo pusiera en marcha.

Hecho esto, sir Arnold se retrepó en un sillón para descansar un rato. En realidad no tuvo que aguardar hasta las dos de la madrugada para iniciar su siguiente movimiento. A eso de las diez, tía Bea había dicho que estaba cansadísima y se había ido a dormir; lady Vy había marchado tras ella, con el rostro curiosamente enrojecido. Sir Arnold esperaba no haberse pasado con la dosis de valium en la tónica pero, en cualquier caso, no era momento de lamentaciones. Bajó, pues, a la bodega y dio a su indeseado visitante un lingotazo final de whisky antes de intentar subir el cuerpo al piso. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía que vérselas con un peso muerto en el sentido metafórico de la expresión. Había sido bastante fácil bajarlo al sótano: Vy le había ayudado, y era cuesta abajo. Pero remontar la escalera con él era harina de otro costal. Sir Arnold logró arrastrar a Timothy hasta mitad de la escalera, pero por dos veces tuvo que dejar caer su carga para evitar sufrir un ataque de corazón. Después de lo cual cambió de idea acerca de la ruta a seguir. Porque, si lo dejaba caer otra vez, podía matarlo, y si intentaba volver a subirlo por allí, se mataba a sí mismo casi con toda seguridad. Así que cuando su pulso galopante recuperó un ritmo casi normal, sir Arnold se puso en pie y fue hasta la trampilla del sótano. Por allí, en otro tiempo, habían hecho rodar los barriles de cerveza para bajarlos a la bodega, y se usó también como carbonera. Tendría que utilizarla ahora para sacar por ella a aquel tipo. Sir Arnold tiró de las cuerdas y descorrió los cerrojos que la atrancaban por dentro; luego subió al piso, salió al patio, rodeó la casa y abrió la trampilla desde arriba. Junto a él Genscher jadeaba extrañamente y no dejaba de husmear el aire. El pobre bicho estaba muy fastidiado aún, pero sir Arnold no tenía tiempo para preocuparse por los problemas del rottweiler: debía enfrentarse a los propios, mucho más importantes. Fue a buscar una soga al garaje y dejó caer uno de sus extremos por la trampilla al interior del sótano. Luego regresó a éste y, tras arrastrar el cuerpo hasta dejarlo junto a la rampa para los barriles bajo la trampilla, ató la soga a la cintura de su víctima. Hasta aquí todo bien. Estaba a punto de volver a subir cuando, para su espanto, oyó ruido de pasos sobre su cabeza. Apagó en seguida la luz y se escondió en la oscuridad, sudando. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Era imposible que la maldita tía Bea estuviera rondando por la casa a esas horas. No podía ser. La había visto trasegar tres ginebras con tónica, y con toda aquella cantidad de valium en la botella de tónica… La mujer debía de tener la proverbial constitución de un buey para poder seguir en pie con semejante cóctel dentro. O quizá la muy zorra se había dado cuenta de que la bebida tenía algo dentro y había tomado cualquier cosa para contrarrestar sus efectos. Obviamente era mucho más lista de lo que él suponía. Y la puerta de la bodega estaba abierta. Lo descubriría por fuerza.

Arriba, tía Bea daba vueltas a ciegas por la cocina buscando el bote de bicarbonato…, o de lo que fuera, con tal de conseguir que la cabeza dejara de darle vueltas. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan borracha; y lo más singular del caso era que sólo había bebido tres gintónic, alargados con una generosa cantidad de tónica. A este paso tendría que dejar de beber por completo. Algo malo le ocurría a su hígado, sin duda. Caminó tanteando la mesa de la cocina, se agarró al respaldo de una silla y finalmente se dejó caer en ella: era una mujer extremadamente desconcertada. Y más desconcertada aún porque advertía dentro de sí unas ganas irreprimibles de ponerse a cantar. Siglos hacía que no la había asaltado un impulso así, que cuando mucho le venía en la intimidad de su piso y su cuarto de baño. Porque estaba satisfecha de ser una mujer enérgica y masculina en muchos aspectos, pero no tanto de tener una voz de soprano y, por añadidura, espantosamente mala. Ahora, sin embargo, por alguna razón desconocida, le apetecía cantar «Si tú fueras la única chica del mundo y yo el único chico…». Cuando aquellos sonidos llegaron a oídos del comisario jefe en la bodega, éste los interpretó como una invitación. Se le ocurrió, en efecto, la espantosa idea de que aquella mujer estaba haciéndole una repugnante proposición, que sir Arnold rechazó en seguida. Era evidente que sabía que él se encontraba en la bodega… Pero si pensaba que iba a convencerlo para que hiciera el rol de chica, asumiendo ella el masculino, apañada estaba. Y no podía ser que dirigiera su serenata musical a ninguna otra persona de la casa. La señora Thouless era sorda como una tapia y Vy, sin duda, había perdido todo contacto con el mundo de los vivos. Como para confirmarlo en aquella loca idea de estar siendo cortejado por una desvergonzada lesbiana (y que conste que, de tratarse de alguien diferente, el normalmente pasivo sir Arnold quizá hubiera visto con buenos ojos la experiencia), la tía Bea se puso en pie, se acercó a la puerta de la bodega y asomó la cabeza por la escalera.

—Si hay alguien abajo —susurró—, que suba a donde está tita Bea y suelte la lengüita.

Al comisario jefe se le heló la sangre en su escondrijo. Tenía muchas fantasías en la vida, pero ciertamente ésa no era una de ellas.

—¡Todos a bordo del Tita Bea! ¡No va más! ¡A callar tocan! —Y, tras pronunciar estas amenazadoras palabras, cerró la puerta de la bodega y le echó la llave.

En la oscuridad, sir Arnold Gonders oyó alejarse sus pisadas y maldijo el día en que su esposa había hecho que aquel monstruo entrara en su vida. O le había estado tomando el pelo, o había perdido la chaveta. Pero, en cualquiera de los dos casos, lo primero que él tenía que hacer era salir de la condenada bodega, y lo segundo sacar de allí a aquel tipo enfajado en las sábanas. El único camino ahora era subiendo por los tablones de la rampa para barriles. Con la luz de la luna brillando a intervalos entre la sucesión de nubes, trató de trepar por las maderas aferrándose al borde con las manos y moviendo los pies a la vez. A mitad de camino resbaló y se quedó agarrado a la plancha como un sapo apareándose. Se dejó ir hacia abajo poniendo extremo cuidado para evitar las astillas y volvió a estudiar el problema. Lo que necesitaba, en realidad, eran unas suelas antideslizantes o, puesto que no las tenía, algo que pudiera adherir a los tablones y que no resbalara. Durante un minuto pensó en utilizar a Timothy Bright como escalera provisional, y había llegado hasta el punto de adosarlo a la plancha, cuando decidió que no era una idea muy inteligente.

A menos que atara al fulano y… Sir Arnold desechó el proyecto y volvió a buscar con su linterna algo a lo que subirse. Lo encontró en el fondo de uno de los anaqueles de piedra de la bodega, en forma de una tronada maleta que contenía viejos ejemplares de La Vie Parisienne, que en su día pertenecieron a algún empleado de la Compañía de Aguas, quien por lo visto entretenía sus ocios contemplando fotografías de mujeres francesas desnudas de los años treinta. Sir Arnold las había guardado para su propio entretenimiento, pero ahora la maleta iba a servir para otro fin más útil. Cinco minutos después salía al fresco aire nocturno y agarraba el extremo de la soga atada al cuerpo que aún aguardaba ser izado en el sótano. El comisario jefe se paró a considerar la tarea pendiente. Era sorprendente cómo los trabajos más simples se tornaban problemáticos en el momento de ejecutarlos. Lo que ciertamente no iba a hacer era dejar que su extremo de la soga se le escapara por la trampilla si por casualidad lo soltaba. Así que, cruzando el patio empedrado, fue a atarlo a la pata del banco de carpintero del taller. Luego, incorporándose, empezó a darse cuenta de que tirar hacia arriba del cuerpo no iba a ser nada fácil. Ojalá no hubiera dejado en la bodega la botella de whisky… Un traguito le daría fuerzas para el gran tirón. Rodeó la casa, fue hacia las vidrieras y dio gracias de que a tía Bea no se le hubiera ocurrido cerrarlas también. Ya en el interior de su estudio, se sirvió un generoso Chivas Regal y lo apuró de un trago. Sí, aquello hacía que uno se sintiera mucho mejor.

De nuevo en el patio, asió la soga y empezó a tirar. Lentamente el cuerpo inició su subida por los tablones, y sir Arnold estaba ya pensando que había conseguido su propósito cuando le resbalaron los pies en los adoquines y, con un tremendo costalazo, Timothy Bright volvió a caer al suelo del sótano. Mientras el comisario jefe se esforzaba en recobrar el aliento, Genscher soltó un gañido a su lado. Sir Arnold midió con la vista al gigantesco perrazo y tuvo una inspiración: había encontrado el método perfecto para aupar a aquel sinvergüenza. Fue al taller y encontró varios rollos de cinta aislante.

—Genscher, muchacho… Ven aquí a ayudarme —llamó quedamente—. Vas a ser mi colaborador silencioso.

Y a los cinco minutos el rottweiler lo era. Con veinte metros de cinta aislante enrollada fuertemente a sus quijadas y la parte posterior de la cabeza, estaba totalmente imposibilitado para emitir ningún ladrido, aunque su respiración se había transformado en un jadeo más potente aún.

—¡Buen chico! Sólo una cosa más —dijo sir Arnold, y ató el extremo de la soga al collar del perro. Luego retrocedió un paso e inspiró profundamente antes de descargar toda su ira contra el cúmulo de circunstancias que se habían confabulado para atormentarlo desde que fuera acosado por la prensa en la fiesta de la Brigada de Represión de Delitos Mayores. Y al atizar un tremendo puntapié en el hasta entonces ileso escroto de Genscher, el animal salió disparado de un brinco, tratando desesperadamente de comprender el motivo de tan espantoso castigo y del cambio de actitud en un amo que hasta entonces le había dispensado un trato casi amable. En el sótano, felizmente ajeno al destino que le aguardaba, Timothy ascendió vertiginosamente por la rampa, irrumpió por la trampilla en el patio empedrado y recorrió éste arrastrado por el infeliz can. Y mientras Genscher huía de sus propias pelotas, Timothy lo siguió y fue arrastrado hasta el taller, donde colisionó con la pata del banco, rebotó y quedó finalmente encajado bajo la rueda delantera izquierda del Mercedes de lady Vy.

Fuera, sir Arnold trataba de desatar la soga. El Chivas Regal lo ponía torpón ahora y, por otra parte, estaba claro que la mascota de la familia ya no se fiaba de él.

—Ya ha pasado todo, Genscher, viejo amigo —le susurró roncamente, pero sin resultado.

El rottweiler no era un animal muy listo y tampoco muy ágil, pero sabía lo suficiente y tenía la habilidad necesaria para escabullirse de amos que inmovilizaban el hocico de un perro con un bozal de un kilómetro de cinta aislante y luego le atizaban en las pelotas. Así que, cuando el comisario jefe avanzó por el patio en su persecución, Genscher se dirigió al único refugio que pudo encontrar y se metió por la trampilla. La soga se tensó detrás de él, y por un momento dio la impresión de ir a arrastrar consigo el cuerpo envuelto en las sábanas. Pero Timothy Bright estaba sólidamente encajado debajo del Mercedes y la soga se había enrollado a uno de los pilares del garaje. Mientras el rottweiler, colgado de la cuerda a media caída, comenzaba a asfixiarse, sir Arnold actuó con rapidez; pasara lo que pasara, no iba a perder a aquel tipo. Buscó a tientas entre las herramientas del banco, encontró un formón y, de rodillas en el suelo, asestó una serie de cuchilladas a la soga. Marró la mayoría de ellas, pero al final la soga se partió y el golpetazo sordo que vino del sótano indicó que el perro había recorrido el metro y medio que le faltaba para llegar al suelo. Sir Arnold, entonces, se incorporó y se puso a sacar el cuerpo de debajo del Mercedes. Después de lo cual agarró una carretilla, tiró encima a Timothy y lo trasladó despacio hasta el Land Rover estacionado junto al establo. Por dos veces se le cayó y tuvo que volver a cargarlo, pero al final consiguió introducirlo en la trasera del vehículo. Consultó su reloj: era casi la una de la madrugada. ¿O las dos ya? No importaba. Lo de menos era ya la hora, con tal de que aquella bruja, la señorita Midden, estuviera realmente bien lejos de la granja.

El comisario jefe estaba trompa perdido y mentalmente hecho unos zorros: sólo lo mantenía en pie su sentido de autoconservación. No perdería el tiempo allí sacando al fulano aquel de su embalaje: lo haría cuando lo descargara donde los Midden. Ocupó, pues, el asiento del conductor y quitó el freno de mano. El Land Rover rodó despacio colina abajo, alejándose de la Casa de la Presa y del embalse. Una vez lejos de la casa, levantó el pie del embrague y arrancó.

Veinticinco minutos después, que se le hicieron eternos, y circulando siempre sin luces, giró en dirección a la granja de los Midden; tuvo que bajar del vehículo para abrir la verja del camino particular que llevaba a la granja. Dudó un momento entonces. Aún estaba a tiempo de depositarlo en cualquier otro sitio. Una vez cruzada esa verja, ya no podría volverse atrás. Siguiendo el camino, a su derecha, se alzaba The Middenhall: la entrada estaba a menos de quinientos metros. Desde aquel lugar, sir Arnold podía ver las hayas que indicaban el límite de la finca. No, incluso a aquella hora tan intempestiva corría el riesgo de tropezarse con alguno de aquellos locos paseándose por los prados. Tenía que ser en la granja o no ser. Abrió, pues, de par en par la verja y condujo el Land Rover hasta el patio trasero y luego, bajo un gran arco, hasta la fachada del edificio. Allí se quedó parado unos instantes, con el motor en marcha, pero en el interior no se encendió ninguna luz. Frente a él había otra verja y, más allá, la pista que antaño fue la cañada para conducir los rebaños a los pastos del sur. Era de tierra y discurría por el páramo, pero sería una buena ruta para alejarse de la granja en cuanto hubiera concluido su tarea. El comisario jefe apagó el motor, saltó del vehículo y escuchó. Aparte de un zumbido en su oído derecho, que atribuyó al exceso de whisky, la noche estaba en completo silencio.

Rodeó el Land Rover, sacó de detrás un par de guantes de goma y se los puso. Luego, moviéndose con lo que le pareció ser sumo sigilo, se acercó a la puerta de la casa e iluminó la cerradura con su linterna. No era, por fortuna, una cerradura de seguridad y ni siquiera una de tipo Yale complicada: sería bastante fácil forzarla. De hecho no iba a ser necesario, porque la puerta no estaba cerrada con llave. «Típico de una mujer», pensó el comisario jefe antes de darse cuenta de que, aun estando abierta, tenía echada por dentro una cadena que le impedía entrar. Entonces le asaltó el pensamiento de que tal vez la señorita Midden estuviera en la casa; que era posible que hubiera cambiado de idea respecto a pasar fuera el fin de semana. Debería haberlo pensado antes… Se apartó, pues, de la puerta y cruzó por debajo de la arcada para ir al patio trasero. Era allí donde la señorita Midden guardaba su coche. Miró el viejo granero y, al encontrarlo vacío, se le escapó un suspiro de alivio. Después de eso probó con la puerta trasera, pero ésta sí estaba bien cerrada y provista de una cerradura de seguridad. No había la más mínima posibilidad de entrar por allí. Fue de ventana en ventana, comprobándolas todas; eran antiguas, de guillotina, y una de ellas tenía roto el pestillo. Sir Arnold deslizó hacia arriba la hoja, se encaramó al hueco y se introdujo de rondón en la casa. A la luz de la linterna pudo ver que se hallaba en el comedor: una gran mesa de caoba rodeada de sillas, con un centro de flores secas, y un viejo aparador coronado por un espejo; a la izquierda, una puerta. La atravesó y se encontró en un cuarto amueblado con una cama, una mesa escritorio, un sillón y una librería; un par de zapatos de caballero, unas zapatillas y un batín: era, a todas luces, la habitación del mayor MacPhee. El lugar ideal. Con renovada confianza, abrió la ventana del dormitorio, salió por ella y regresó al Land Rover. Diez minutos más tarde, Timothy Bright estaba ya libre de su sudario y el comisario jefe había conseguido, no sin dificultad, pasarlo por la ventana y depositarlo en el dormitorio del mayor. Fue en ese momento cuando vio la luz de unos faros que remontaba la pendiente de la carretera. No esperaría a averiguar quién llegaba de Stagstead a aquellas horas de la noche. Con una rapidez sorprendente en un hombre ebrio y agotado, hizo rodar el cuerpo para meterlo debajo de la cama, saltó por la ventana y la cerró. Luego corrió al Land Rover, abrió la verja que daba a la cañada, la cruzó y volvió a cerrarla antes de darse cuenta de que había dejado sin bajar la ventana del pestillo roto. Dudó un instante en regresar, pero los faros estaban ya mucho más cerca. Cuando los vio girar hacia la granja, sir Arnold arrancó y condujo despacio y sin luces a través del páramo, guiado por los viejos majuelos doblados por el viento que se alineaban en uno de los bordes de la pista. Sólo al desembocar en la carretera de Parson, fuera ya de la vista de los Midden, encendió sus faros y condujo normalmente de vuelta a la Casa de la Presa. Atrás quedó una ventana abierta, cuya cortina ondulaba el viento nocturno.