Henry Gould se despertó en Pud End con la horrible sensación de haber hecho algo espantoso. Tardó un instante o dos en recordar qué era y, cuando lo hizo, se sintió realmente inquieto.
—¡Señor! —musitó levantándose apresuradamente—. ¡Qué broma tan estúpida!
Luego, al bajar, se encontró a su tío desayunando en la cocina de la vieja granja, con la radio al lado. Estaba muy animado para tratarse de un hombre que casi con toda seguridad acababa de perder a un sobrino. Porque Henry no tenía ninguna duda de ello. La sobria luz de la mañana le hacía ver que su primo debía de haberse matado. Nadie atiborrado de Bufo sonora hasta el tuétano podía conducir una potentísima moto la distancia que fuera y seguir vivo. El «sapo» era una droga más potente aún.
—No tienes que poner esa cara de pena —le dijo Víctor—. Llevo oyendo la emisora local desde las seis y no han mencionado ningún accidente de moto. Lo hacen siempre para animar a otros. Timothy estará probablemente durmiéndola junto a algún seto. Los tipos como él siempre tienen al diablo de su parte.
—Eso espero. Sólo Dios sabe los efectos del «sapo». Por la forma como actuó, me sorprendió que pudiera subirse a la moto y mucho más aún conducirla.
Más tarde, aquella misma mañana, cuando Victor Gould subió a ventilar la habitación de invitados, se dio cuenta de que Timothy Bright se había dejado un paquete envuelto en papel de estraza y una cartera grande. Llevó ambas cosas al armario de debajo de la escalera y las depositó allí pensando que Timothy volvería sin duda por ellas. Era una perspectiva temible pero, al menos, estaba temporalmente ausente.
Timothy Bright habría compartido su consternación de estar en condiciones de compartir nada. Lo cierto es que dormía en la feliz inconsciencia de su situación y con los restos de «sapo» obrando nuevos prodigios en sus neuronas ahora que habían sido reavivados con el valium y el whisky. Por fortuna, ignoraba que se hallaba envuelto y enfajado en dos sábanas manchadas de sangre y una funda de almohada, y que, con todo eso, lo habían depositado en el rincón más escondido de la bodega de la vieja Casa de la Presa, como si fuera uno de los sacos de carbón que en otro tiempo amontonaban allí.
Por encima de su cabeza y en el jardín, los invitados a tomar el aperitivo de los Gonders iban de un lado para otro con los vasos llenos de un vino blanco un punto ácido que Ernest Lamming le había vendido a sir Arnold como «un Vouvray de primera», lo cual era una descripción bastante aproximada a la realidad, por más que el comisario jefe deseara ahora no haber comprado tantas botellas. En particular porque no estaba de humor para beber nada personalmente. Había dormido tres horas, a intervalos, y se había despertado con la sensación no sólo de haberse ido a la cama mucho más borracho de la cuenta, sino también de haber sufrido alucinaciones durante la noche. Porque lo que parecía haber sucedido, esto es, que probablemente se había cargado a un bastardo que encontró durmiendo con Vy, no podía ser realidad. De hecho, todos los acontecimientos de la pasada noche tenían tal carácter de pesadilla, que por su gusto se hubiera estado todo el día a solas tratando de averiguar qué demonios ocurría. Pero, en vez de ello, se veía forzado a adoptar una actitud campechana que no sentía en absoluto. Lo cierto es que no pensaba hacer los honores a aquel Vouvray picado: se abonaría al vodka con tónica con la esperanza de que despejara las brumas de su cabeza.
El hecho de que los invitados al aperitivo compusieran un grupo tan perfectamente homogéneo era un claro indicio de los notables cambios sociales producidos en la década de los ochenta. En otros tiempos se habría visto con suspicacia que un comisario jefe tuviera tantas amistades en los mundillos financiero y de la promoción inmobiliaria, y tan pocas entre quienes antaño se denominaban la gente bien. Esto era particularmente cierto en Twixt y Tween. El condado había tenido fama por las grandes industrias y astilleros de Tween y por los cotos de urogallos y las inmensas fincas de los terratenientes de Twixt. Pero al cóctel de los Gonders no asistía ninguno de los antiguos capitanes de la industria pesada, y las únicas empresas representadas eran las de servicios. Tampoco los terratenientes se habrían sentido cómodos entre los invitados a la Casa de la Presa. Y, por supuesto, no había ningún sindicalista. Sir Arnold Gonders había aprendido muy bien el catecismo político del thatcherismo: sólo importaba el dinero y, preferiblemente, el dinero reciente, que únicamente sabía hablar de dinero y no se preocupaba por nada más. Había, sí, mucha gente de la televisión y del negocio del espectáculo. «La comunicación es el verdadero arte de un comisario jefe —había pontificado sir Arnold cierta vez—. Tenemos que mantener a la gente de nuestra parte».
Era un comentario revelador, que venía a sugerir que la sociedad estaba irremediablemente dividida. Y si los habitantes de la zona correspondiente al comisariado de Twixt y Tween no hubieran sabido de sobras de qué parte estaba sir Arnold Gonders, un vistazo a la lista de sus invitados les habría dado una pista. Len Bload, de Bload y Babshott, Relaciones Públicas y Asesores Financieros del Consejo Municipal, había venido acompañado de su esposa Mercia, ex modelo y ex masajista promovida a un puesto directivo en la B & B. Len Bload siempre se dirigía al comisario jefe llamándole «muchacho», y era evidente que consideraba a sir Arnold un miembro activo de su equipo.
—Tenemos que mirar unos por otros; así lo veo yo, muchacho. ¿Quién lo hará, si no? Dime —había dicho ya más veces Len Bload de las que lady Vy podía recordar sin hastío. La disgustaban también las mujeres que hablaban del sexo manual tan abiertamente como lo hacía Mercia Bload. Y luego estaban los Service. Si los Bload le caían mal, a los Service los detestaba positivamente. Harry Service se dedicaba a la venta.
—No me preguntes de qué. De todo. Dilo, y lo tengo. En algún lugar, seguro. ¿Conoces mi lema? «Te lo serviré». Lo tengo. Lo tendré… Servido. Un gran eslogan que le saqué a Lennie, y gratis. ¿Sabes por qué? —Lady Vy no quería saberlo, pero noblesse oblige, o se supone—. Porque le expliqué que cuando estoy follando a Cielito tengo que pensar en Mercia para conseguir que se me levante. ¿No es así, Cielito? —La señora Service sonrió agriamente asintiendo—. Jodo mucho mejor con esa foto de Mercia en bikini sobre la almohada, ¿verdad?
Una sombra de algo parecido al dolor se extendió por el rostro de Olga Service. Lady Vy la habría compadecido —la desgracia de verse llamada «Cielito» por un hombre tan grosero como Harry Service hubiera destrozado a una mujer más débil—, si no fuera porque en cierta ocasión había oído a la señora Service describirla como «esa vieja vaca Gonders. Tan esnob y sin un penique. Que se caiga muerta es lo que le deseo». En su momento lady Vy se había quejado a sir Arnold de aquella observación tan cruel; pero todo lo que él le dijo fue: «Hay que tener cuidado con los locales, ya sabes». Lo cual tenía chispa, considerando que el viejo Service decía haber huido de Polonia para luchar con el Ejército Polaco Libre. Y una vez alguien había descrito acertadamente a Olga diciendo que tenía el aspecto de guardia de campo de concentración merecedor de ser colgado por crímenes contra la humanidad.
Por otra parte, en el condado había también muchos que habían asistido sólo una vez a las fiestas del comisario jefe…, y habían encontrado motivos para no volver a ninguna otra. Sir Percival Knottland, el lord gobernador, era uno de esos ausentes. Aún no había podido sobreponerse al recuerdo de haber conocido en una de las fiestas de los Gonders a cierto individuo que le recomendó invertir en cierta cadena de pizzerías, «porque en este asunto hay mucho más que queso y anchoas; usted ya me entiende».
El lord gobernador creyó haberlo entendido, y se quejó al comisario jefe; pero sir Arnold le aseguró confidencialmente que el tipo aquel tenía razón.
—Si le he de ser sincero, es uno de nuestros mejores confidentes. No podría hacer nada sin él. Hay que tenerlo a buenas.
—Pero me aconsejó invertir en Pizzerías Pietissima —dijo el lord gobernador—, y añadió algo sobre «escarchar» la masa. ¿Lo he entendido bien? Porque me pareció muy sospechoso. ¿No debería usted investigar a fondo esa empresa?
El comisario jefe lo había tomado del brazo para decirle confidencialmente:
—Entre nosotros…, ya lo he hecho. Y, hasta donde puedo decirle, es una inversión sólida. Yo mismo he puesto diez mil libras. Podría doblar su dinero en seis meses.
—¿Y no cree usted que estas Pizzerías Pietissima pueden estar empleándose como tapadera para distribuir drogas? —inquirió el lord gobernador.
—¡Dios bendito, espero que no! Claro que no puedo garantizárselo… Hoy todo el mundo está metido en ese juego. Les preguntaré a mis chicos de narcóticos, pero no creo que deba inquietarse. Después de todo, el dinero es dinero.
El lord gobernador se había quedado tan traspuesto, que había escrito a la primera ministra, sin otro resultado que recibir de ella una respuesta sumamente brusca: le decía que se limitara a ejercer su papel de lord gobernador, un papel que —se desprendía de la carta— era superfluo y meramente ceremonial, y que dejara las funciones de protección de la comunidad a los profesionales como sir Arnold Gonders, que estaba realizando un excelente trabajo, etcétera. El lord gobernador había seguido el consejo y procurado desde entonces evitar al comisario jefe.
Otro tanto había hecho el juez Julius Foment, cuya fe en la policía británica se había visto sacudida al descubrir que venía apoyándose en las pruebas que le facilitaban los detectives de Twixt y Tween para sentenciar a individuos absolutamente inocentes a largas condenas de prisión por delitos que la policía sabía muy bien que no podían haber cometido. El juez, que en su infancia había vivido como refugiado de la persecución nazi, estaba horrorizado por el cambio de la policía británica. Incluso pensó en vender su casa, edificada en el otro extremo del embalse, cuando los Gonders se instalaron en la Casa de la Presa. No lo hizo, pero ni siquiera acusaba recibo de sus invitaciones.
Había otras personas que se mantenían a distancia. Como, por ejemplo, los auténticos «locales»: granjeros y gente corriente de los pueblos de los alrededores, que no importaban gran cosa a los Gonders o a sus invitados, pero que entroncaban con una tradición más antigua e indígena. De éstos, los más hostiles al muestrario humano que llenaba el jardín de los Gonders aquella mañana de domingo eran, sin duda, los Midden: Marjorie Midden, de The Middenhall, y su hermano Christopher, que llevaba una granja a cincuenta kilómetros de allí, en Strutton. Desde el primer momento sir Arnold había tenido roces con la señorita Midden. Vivía ésta en una antigua granja detrás de la extravagante mansión victoriana conocida como The Middenhall, que tenía alquilada. Se había opuesto a él en la cuestión del vallado de las tierras comunales de Folly Moss, aduciendo que desde hacía un millar de años brindaban pastos libres para los habitantes de Great Pockrington. El argumento de sir Arnold, exponiendo que en la actualidad sólo vivía una familia en Pockrington y que su hombre trabajaba en las tejerías de Torthal y no tenía el menor interés en apacentar nada en Folly Moss, fue rebatido por la señorita Midden con la observación de que en otro tiempo habitaban en Pockrington doscientas familias y que, siendo cual era la situación del mundo actual, nadie podía afirmar que en el futuro no fueran a vivir allí otras tantas.
—Jimmy Hall puede significar muy poco para el comisario jefe —había dicho en una reunión pública—, pero representa los derechos del hombre común a la tierra comunal. Derechos por los que hay que luchar y que no van a ser ignorados mientras yo viva.
Sir Arnold había alegado que sólo pretendía levantar una cerca de alambre de púas para evitar que entraran a pastar las ovejas de otros, y que Jimmy Hall podría usar aquellas tierras si lo deseaba. Pero no coló. La señorita Midden replicó que el alambre de púas definía con demasiada frecuencia los límites de la libertad e imponía restricciones injustificadas al libre movimiento de las personas. Así que las tierras comunales permanecieron sin vallar.
Hubo otros motivos de queja. Uno de sus coches patrulla había perseguido a un vehículo conducido obviamente por un borracho, metiéndose, en la persecución, por la carretera de acceso a The Middenhall. Y al encontrar allí a un individuo de avanzada edad que cruzaba el prado tambaleándose, lo obligaron a tumbarse en el suelo y lo esposaron. En cualquier otra parte de la zona de Twixt y Tween, aquel tipo de acción policial no habría suscitado ningún comentario. Cierto que en algunas urbanizaciones de los alrededores de Tween podría haber dado una excusa a los jóvenes del lugar para liarse a golpes con los policías…, pero eso era algo previsible. Lo que sacó de sus casillas al comisario jefe fue que un supuesto infractor de la ley, perteneciente a la clase media, se valiera de la ley para burlarse de dos de sus agentes ante el tribunal, cuando todo podía haberse evitado con sólo una simple conversación con él.
Pero la señorita Midden no había querido tenerla. En lugar de ello, tramó una vendetta de lo más irrazonable. Porque, después de todo, los agentes se habían limitado a trasladar al supuesto conductor a la comisaría de Stagstead, una vez que se hubiera negado a soplar por el alcoholímetro y les hubiera agredido a los dos mientras actuaban en cumplimiento de su deber; y en Stagstead el médico de la policía le había tomado una muestra de sangre, que demostró claramente que el nivel de alcohol en la sangre del detenido rebasaba ampliamente el límite. De resultas de todo lo cual, el detenido, un tal señor Armitage Midden, un viejo cazador retirado llegado recientemente de Kenya, donde era conocido como «Búfalo» Midden, pariente lejano de los Midden, había sido acusado de conducción peligrosa, circular en un coche con una luz trasera averiada, agresión a dos agentes de policía y conducir bajo los efectos del alcohol. La libertad provisional bajo fianza se le concedió al día siguiente, después de que el citado señor Midden pasara una noche aleccionantemente incómoda, cuando se presentó la señorita Midden en persona para llevarlo de vuelta a The Middenhall. Marjorie Midden estuvo muy desagradable con los agentes de la comisaría de Stagstead, pero sólo cuando el caso fue visto ante el tribunal, la policía se enteró por ella de que el acusado: a) carecía de permiso de conducir, b) tenía tal aversión a los vehículos a motor que en cierta ocasión había viajado a pie desde Ciudad del Cabo a El Cairo; y, finalmente, c) que se había ganado su formidable reputación de cazador certero gracias a haber sido toda su vida un abstemio total. En suma, que fue un episodio tremendamente embarazoso para el comisario jefe, para los dos agentes que protagonizaron el arresto y para el médico de la policía, que no contribuyó en absoluto a mejorar la reputación de la comisaría de Twixt y Tween. Marjorie había recurrido a su primo, Lennox, encargándole que contratara a un experto abogado londinense, extremadamente mordaz. Y fue obvio que le había dado instrucciones de exponer la conducta de la policía a la luz más desfavorable posible.
El contrainterrogatorio de los testigos de la policía por parte de aquel abogado había sido especialmente penoso para el comisario jefe, quien cometió la imprudencia de acceder a testificar a favor de sus hombres y de la comisaría de Twixt y Tween. Rememorando lo ocurrido, sir Arnold consideraba que lo habían engatusado deliberadamente para hacerlo aparecer y presentarse como un idiota o algo peor aún. Había prestado ya testimonio acerca de la absoluta probidad del médico de la policía cuando el juez ordenó el sobreseimiento de la causa. Y, para colmo, salió a relucir la brillante hoja de servicios de «Búfalo» Midden en la guerra, condecorado con la Orden de Servicios Distinguidos y la Cruz Militar por el valor demostrado en Birmania.
En la galería del público, la señorita Midden había gozado con su triunfo. El comisario jefe tuvo la precaución de no mirarla, pero podía imaginar sus sentimientos…, que tenían que ser diametralmente opuestos a los suyos.
Pero ahora, en mitad del aperitivo, no le preocupaba la arrogancia de la señorita Midden: sus pensamientos iban y volvían al tipo aquel de la bodega. Y se irritó y alarmó especialmente cuando Ernest Lamming empezó a alabar la espléndida selección de vinos que le había servido, insistiendo en que quería ver si los guardaba en las debidas condiciones.
—Lo que quiero decir es que no vendo vino peleón. Sólo calidad, y que aquí tienes algunos caldos magníficos, como ese Bergerac del 56 y el Fitou del 47. Valdrán lo suyo ahora si los has conservado adecuadamente. Me gustaría ver si tienes puestas las botellas de lado y todo eso. Porque, si las guardas derechas, los corchos se resecarán y será como si hubieras tirado tu inversión por un desagüe.
—El caso es que me los he llevado a mi casa de Sweep’s Place —respondió sir Arnold—. No me gustaba dejar aquí unos vinos tan valiosos, con la casa vacía toda la semana.
—¡Pero si allí ni siquiera tienes bodega! —replicó Lamming—. El lugar más idóneo era éste. La bodega fue construida especialmente para guardar el champán y los vinos que bebían los ricachones de la Compañía de Aguas cuando venían aquí de juerga a finales del siglo pasado.
A sir Arnold lo salvó precisamente la intervención de uno de los nuevos ricachones de la Compañía de Aguas, Ralph Pullborough, cuyo sueldo había aumentado un noventa y ocho por ciento mientras los recibos del agua lo hacían en un cincuenta.
—Mira, Ernest…, tengamos la fiesta en paz. No quiero oír más observaciones rastreras acerca de las tarifas del agua y todo eso —dijo—. Y no me gusta que me llamen un ricachón del agua. Yo ya era millonario mucho antes de meterme en el negocio del agua, y lo sabes. Si quieres eficacia, has de pagarla. Es la ley del mercado. Lo mismo que con el aguachirle que vendes.
—Yo no vendo aguachirle —protestó airadamente Lamming—. No encontrarás de aquí a Berlín una botella mejor de Blue Nun que las mías. En cuanto a la calidad de tu agua, no es nada del otro mundo. Precisamente al venir hacia aquí por la presa he visto flotando una oveja muerta. La que sale por el grifo es tan mala que hemos tenido que instalar un diafragma de osmosis inversa en el baño de Ruby.
—¡Vaya, un diafragma de osmosis inversa! —exclamó burlonamente Pullborough—. Lo encuentro muy adecuado para ella. ¿Le dolió mucho al principio? Tengo que preguntárselo.
Sir Arnold se apresuró a alejarse y fue en busca de Sammy Bathon, el presentador y productor de televisión, quien recientemente había creado una cadena de oficinas de apuestas con ayuda del Plan Gubernamental de Apoyo a la Industria. Sammy Bathon era un individuo que vivía con la oreja pegada al suelo: si había corrido algún rumor a propósito de un golpe periodístico fallido la pasada noche, él tenía que saberlo por fuerza. Lo encontró debatiendo con el reverendo Herbert Bentwhistle las ventajas de la hibernación:
—No, no, padre… Yo no me estoy cargando la Biblia, pero indíqueme un solo pasaje en el que diga que hay que dejar las cosas al azar… Ya sé que, si me porto como un buen chico, puedo conseguir la vida eterna sin necesidad de que me congelen en nitrógeno líquido… Pero prefiero mi sistema. Porque mis probabilidades son tal vez mayores así.
Le hizo un guiño a sir Arnold, pero su mirada no sugirió que poseyera alguna información secreta acerca del intruso. Lo que más interesó al comisario jefe fue una observación captada al pasar junto al corrillo formado alrededor de Egeworth, el diputado por la circunscripción de West Twixt:
—Es un maldito engorro esa señorita Midden —estaba diciendo Egeworth—. Se pasa la vida oponiéndose a iniciativas que serían muy útiles para la comunidad. ¡Ojalá haya alguien que le tape la boca!
—¿Se refiere a que ha estado metiendo las narices en su proyecto de urbanización de Ablethorpe? —preguntó alguien—. Por salvar unos cuantos árboles, te quedas sin la posibilidad de obtener un permiso de edificación. ¿Qué sentido tiene?
—Es el problema que existe con todas esas familias que se dicen de rancio abolengo. Parece que sólo saben pensar en el pasado; nunca en el futuro.
Sir Arnold entró en su estudio y cerró la puerta. Estaba cansado y tenía que pensar en su propio futuro. El vodka le había prestado una ayuda meramente temporal. ¿Por qué no se marchaban todos de una vez para que pudiera echar una cabezada después de haberle administrado al tipo aquel su siguiente dosis de whisky y demás? Se sentó y se puso a pensar en Marjorie Midden… En ella y en el mayor MacPhee. ¡Si pudiera averiguar si aquél era uno de tantos fines de semana que dedicaban a salir de excursión para observar las aves o visitar parques…! Porque la bodega de los Midden sería el lugar ideal para depositar el fardo. Los moradores de The Middenhall eran unos bichos raros y, aunque sir Arnold no estaba dispuesto a correr el riesgo de conducir su coche hasta la propia mansión, la granja en que vivía aquella vieja vaca con el mayor MacPhee quedaba oportunamente aislada. Sería estupendo cargarle el muerto en ese asunto del gigoló. Era una idea de lo más tentadora. De momento, descolgó el teléfono y marcó el número de Marjorie Midden. Nadie respondió. Volvería a llamar más tarde para asegurarse de que estuviera realmente fuera. Al pasar luego junto a la puerta de la cocina oyó que tía Bea le decía a la señora Thouless, el ama de llaves:
—La verdad es que no comprendo por qué ha dicho Arnold que ha trasladado el vino a Sweep’s Place, cuando a la vista está que no es cierto. ¡Un Fitou del 47! ¿Se imagina qué forma de echarlo a perder?
Afortunadamente el ama de llaves era sorda. Estaba rezongando acerca de los vidrios y las manchas de sangre que había encontrado en la alfombra del dormitorio, y del espejo roto, y de aquel escape de agua… Sir Arnold corrió al cuarto para comprobar que no hubiera manchas de sangre en la pared junto a la cama. No halló ninguna, y las de la alfombra eran del corte que él se hiciera en el pie.
Le alegró ver que Vy había subido a echarse y estaba dormida. Llevaba toda la mañana bebiendo ginebra y Appletiser como si fuera champán. Pero de nada le había servido. La ginebra había acabado venciéndola.