7

El primero era volver al dormitorio y aclarar las cosas con Vy. Ella era la culpable de todo. Cualquier marido razonable que, al llegar a casa, encontrara a su mujer en la cama con un jovenzuelo, un asqueroso gigoló, habría reaccionado con la misma violencia. Su actitud debía tomarse, en cierto modo, como una demostración de afecto, puesto que demostraba un nivel adecuado de celos. No tenía que haber hecho uso del revólver de una manera tan irracional. Pudo haberlo matado y, en tal caso…, ¿qué hubiera sido de ella? Ahora bien, ni por asomo iba a entrar en el dormitorio hasta que le prometiera no volver a hacer nada que entrañara peligro. Así que, al llegar junto a la puerta, se detuvo.

—Cariño, cariñito… —llamó con suavidad—. Soy yo. Ya sabes… Yo. Papá Oso y Ricitos de Oro, y…

Dentro del dormitorio, lady Vy había encontrado sus lentillas y el quid de su error.

—¡Oh, por amor de Dios! Ahora no, Arnold. No con…

Sir Arnold se precipitó dentro. Tenía que impedir que siguiera hablando, con revólver o sin revólver.

—¡Calla! —gritó en lo que quiso ser un susurro. Y después, más para que le oyeran las dos mujeres que seguían en el piso de abajo que por la propia lady Vy—: Vamos, querida, no debes culparte. Todos cometemos errores…

—¿Culparme? ¿Culparme yo? Me despierto y te encuentro apaleando a alguien con la lámpara de la mesita, y…

—No, cariño, no… No ha sido exactamente como dices —dijo en un susurro que resultó prácticamente un bramido. Y luego, sotto voce—. ¡Que las paredes oyen, por Dios!

Lady Vy le miró con los ojos extraviados.

—¿Que las paredes oyen? ¿Te presentas aquí en porreta para decirme con una especie de horrendo mugido que las paredes oyen? ¿Has perdido el juicio?

Sir Arnold hizo frenéticas señas apuntando a la puerta.

—No necesitamos testigos —dijo en un tono más normal.

—Tú puede que no —replicó lady Vy—. Más bien estoy segura de que no te conviene tenerlos, pero en cuanto a mí…

Sir Arnold se acercó a la cama y retiró la sábana que cubría el cuerpo desnudo de Timothy Bright.

—¡Calla la boca y escucha! —susurró—. Llego a casa y te encuentro amartelada con éste… Con un cochino gigoló con el que has estado follando en mi propia cama, y el tipo tiene la jeta de quedarse dormido aquí y roncar como…

Se interrumpió mirando las desolladuras de las rodillas, las manos y los brazos de Timothy, por no mencionar un fuerte hematoma en el pecho y el rostro arañado, y revisó el concepto que tenía de Vy. Si la pasión amorosa era aquello que habían estado haciendo el pobre diablo y Vy, podía considerarse muy afortunado de no haber conseguido excitar nunca su sexualidad a tan extraordinarias cotas. Durante una fracción de segundo se le ocurrió que su mujer había estado viendo últimamente demasiadas películas de Drácula. O de caníbales, tal vez. Prefirió no fijarse en la cabeza de aquel bestia. La herida sangraba aún, manchando la almohada. En cualquier caso, quien le interesaba ahora era Vy.

—¿Qué has querido sugerir con eso de «gigoló» y de «follar», vil criatura? —le escupió ésta con una altivez casi auténtica—. ¿Piensas que se me pasaría por la imaginación acostarme con un…, un jovenzuelo…, con un simple crío?

Sir Arnold volvió a mirar al tipo de la cama. Jamás se le hubiera ocurrido que su mujer pudiera considerar un crío a alguien que ya debía de estar cerca de los treinta. O un jovenzuelo. No lo encontraba muy natural. Trató, empero, de volver a lo que importaba.

—¿Qué esperas que piense? Si llegaras a casa inesperadamente, a altas horas de la madrugada, y me encontraras en la cama con una chica desnuda, ¿qué creerías?

—Pensaría, a buen seguro, que no habías tenido con ella una relación sexual normal —le espetó—. Supongo que la felación puede servirte de algo, pero conmigo no cuentes. Ya no tengo edad para ese tipo de cosas.

Sir Arnold hizo caso omiso de aquella obvia tentativa de salirse por la tangente.

—Muy bien —preguntó—. ¿Quién es? Dime sólo quién es.

—¿Quién es?

—Creo que tengo derecho a saber eso al menos.

—¿Y me lo preguntas a mí…? No lo sé.

—¡No lo sabes! Tienes que saberlo. Quiero decir… —La miró con los ojos casi saliéndosele de las órbitas—. Quiero decir que uno no se mete en la cama con un tenorio de vía estrecha sin haber averiguado antes quién es. Eso es algo…, algo…

—Bien…, si te he de dar explicaciones, pensé que eras tú —respondió lady Vy con renovada altanería.

Al comisario jefe el asombro lo dejó boquiabierto.

—¿Yo? Me decías hace un instante que no se me pone dura si no es con un buen trabajo bucal, y ahora resulta que soy el tipo que te folló hasta dejarte patitiesa.

Por un instante pareció que lady Vy se disponía a esgrimir el revólver de nuevo.

—Te lo repito una vez más —gritó—. Nadie me hizo nada. Ni siquiera sabía que estaba aquí.

—Tuviste que enterarte. La gente no se mete en tu cama sin que te des cuenta.

—De acuerdo… Supongo que fui vagamente consciente de que alguien se metía en la cama, pero, como es lógico, pensé que eras tú. Quiero decir, que apestaba a alcohol y a perro. ¿Cómo demonios iba yo a pensar que no se trataba de ti?

Sir Arnold se engalló.

—Yo no huelo a perro ni a alcohol cuando me acuesto.

—Pudo confundirme —dijo lady Vy—. Y ahora que lo pienso, me confundió. —Buscó a tientas al lado de la cama la botella de ginebra. Sir Arnold se le adelantó y bebió un trago—. Y ahora —prosiguió una vez que su marido se la hubo devuelto—… ahora vienes tú y lo asesinas.

—Asesinato no, ¡por Dios! —protestó él—. Homicidio involuntario. Es completamente distinto. En los casos de homicidio involuntario, los jueces suelen…

Lady Vy sonrió con sarcasmo.

—Mira, Arnie… —observó con un grado de malicia que llevaba años fermentando—. No parece caberte en eso que llamas tu cerebro que ya estás acabado, finito, kaput, para los restos. Es el final de tu carrera. Esos cargos directivos con sueldos de fábula por favores prestados, todos los chollos que iban a proporcionarte tus amigos de toda la vida como Fred Bloads por haberles montado el servicio de protección que llamas tu comisaría, se han ido al traste. Estás hundido en la mierda por encima de la línea de flotación, como solía decir papá. Y no importa lo que decida algún juez chocho, untado por la Fiscalía para evitarte la cárcel… Te has ido a pique, nene.

Sir Arnold Gonders prestó sólo una atención subliminal a sus palabras; en cualquier caso, no le respondió. Había delitos que ni siquiera un comisario jefe podía cometer y quedar más o menos impune, y uno de ellos era el de apalear a un joven en la propia cama con un instrumento romo hasta dejarlo muerto. Para colmo de males, no podía contar con la ayuda de la ex primera ministra, que ya no estaba en el poder.

Tomó la muñeca de Timothy Bright y le buscó el pulso. Consideradas las circunstancias, latía con sorprendente fuerza. Al momento siguiente revolvió el armario buscando una linterna.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó lady Vy al ver que dirigía la luz a uno de los globos oculares de Timothy y le examinaba la pupila.

—Colocado —dijo al fin—. Está atiborrado de drogas hasta el cogote.

—Tal vez —admitió lady Vy, que empezaba a hacer pucheros—. Pero mira lo que le has hecho en el cogote.

Sir Arnold prefirió no mirarlo.

—Si le tomaran una muestra de orina, agujerearía el frasco —insistió.

—¿Estás seguro? Me parece tan inverosímil…

El comisario jefe dejó la linterna y se volvió a su mujer.

—¿Inverosímil? ¿Dices que es inverosímil? ¿Hay algo que lo sea más que llegar a casa y encontrar…? No importa. Mírale las rodillas, las manos… ¿Qué te muestran?

—Me parece… bastante bien plantado, ahora que lo dices.

—¡Deja en paz su maldita estampa! —gruñó el comisario jefe—. Tiene desolladuras en la piel. Han debido arrastrarlo por tierra. Y… ¿dónde están sus ropas?

Echó un vistazo por el cuarto y luego, tras ponerse un batín, fue al piso de abajo. Tampoco encontró ropas allí. Cuando regresó al dormitorio al cabo de un rato, el comisario jefe tenía una idea bastante clara de lo sucedido y estaba tratando de afrontar lo que se le venía encima.

—Es un montaje… Esto es lo que es. Me han tendido una trampa. En unos minutos se presentarán aquí esos bastardos de la prensa y…

—¡Oh! ¡Y a las doce tenemos invitados! —le interrumpió lady Vy, para quien sus obligaciones sociales eran prioritarias—. Tú estás muy a bien con el diputado local… ¿Crees que…?

El comisario jefe sintió abrirse a sus pies otro abismo.

—Tenemos que actuar con rapidez —dijo—. Este hijoputa no debe estar aquí cuando lleguen. Hay que bajarlo al cuarto de la caldera.

Esta vez le tocó a lady Vy contemplar una perspectiva infernal.

—Pero es de gasóleo… No podrás quemarlo en la caldera. ¿Cómo se te ha ocurrido semejante cosa?

—¡Por Dios, Vy, que no es eso! No pienso quemarlo. Más bien voy a ponerlo al fresco hasta que la cosa deje de estar al rojo vivo…, eso es todo.

Y dejando a su mujer en un mar de perplejidades, sir Arnold bajó de nuevo apresuradamente por las escaleras. Cuando volvió traía un rollo de cinta adhesiva ancha y dos bolsas de basura de plástico.

—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó lady Vy. Sir Arnold salió otra vez del dormitorio, y entró en el cuarto de baño a buscar algo. Regresó con un trozo de esparadrapo—. Pero…, pero…, ¿qué pretendes…? —insistió, mirándolo con los ojos desorbitados.

—¡Calla de una vez y haz algo útil! —le soltó su marido—. Vamos a atar a conciencia a este piojoso y a asegurarnos de que no sepa dónde demonios ha estado.

—Pero, Arnold, cariño… ¿De verdad crees que voy a ayudarte en este horrible plan?

El comisario jefe interrumpió sus tentativas de meter las piernas de Timothy en una de las bolsas de basura y se puso tieso.

—Escúchame bien, Vy —dijo, recalcando con terrible intensidad sus palabras—. No quiero oír ni una vez más esos falsos «Arnold, cariño…» tuyos dándote aires de superioridad. Y será mejor que lo entiendas bien: si por esto me enfango socialmente, no pienses que tú quedarás limpia, porque no lo estás. Esta vez vas a tener que ensuciarte las manos.

Lady Vy trató de aparentar altivez.

—¡Pues vaya! Cualquiera pensaría que yo he tenido algo que ver con que este tipo estuviera aquí.

—Parece una suposición muy razonable. Y permíteme que te la amplíe. Tú y tu tía Bea estáis un poco salidas. Lo recogéis en cualquier sitio (parece como si acabara de salir de la cárcel), y tú le pones una inyección intravenosa de crack, o la buena de tita Bea le pincha en la columna una dosis de «nieve» colombiana con su jeringuilla hipodérmica; hecho lo cual os lo traéis aquí para correros una juerga con él. ¿Captas el cuadro?

Lady Vy estaba empezando a captarlo.

—Jamás te atreverías. No serías capaz de hacer nada… Quiero decir que papá…

—Ponme a prueba. Búscame las cosquillas. Y te aseguro que a tu papaíto le encantará ver su fotografía en la jodida portada del Sun, bajo el titular: «HIJA DE UN LORD EN UNA ORGÍA LÉSBICA», con todo lujo de detalles acerca de ti y de esa marimacho lesbiana heroinómana, y…

—Pero tía Bea es aromatoterapeuta y consultora psíquica. Es…

—Un filón para el Sun y el News of The World, eso es lo que es. Y el aroma que va a despedir, a menos que empieces a echarme una mano, va a hacer que esta peste a perro parezca Chanel n.° 5. ¡Manten abierta esta maldita bolsa para que pueda meterle las piernas dentro!

Pero era evidente que las piernas de Timothy Bright no cabían en la bolsa por largas y faltas de flexibilidad. Así que, al final, echaron mano de las sábanas de la cama y lo envolvieron en ellas. Sir Arnold tomó el rollo de cinta adhesiva y se puso a trabajar tan concienzudamente que el objeto que minutos después arrastraron entre los dos con enorme dificultad hacia la bodega parecía una momia con agujeros a la altura de la nariz para respirar. Descargaron a Timothy en el rincón más oscuro de la bodega, detrás de los antiguos anaqueles de piedra para las botellas.

—Así se estará quieto un buen rato —dijo sir Arnold…, para ver inmediatamente frustradas sus esperanzas, pues Timothy Bright se movió en el suelo gimiendo. El comisario jefe titubeó un segundo, pero en seguida tendió la linterna a lady Vy y fue hacia la escalera—. ¡Vigila que no se mueva! —le encomendó a su mujer regresando apresuradamente a la cocina.

Volvió a los pocos momentos con una jeringa de cocina de plástico, un vaso medidor y una botella de whisky.

—¡Dios santo! ¿Qué vas a hacer ahora?

—¡Cierra el pico! Y sostén la linterna sin moverla. No quiero equivocarme con las medidas.

—¿Para qué quieres la jeringa?

—¿A ti qué te parece? No es para rociar de jugo un asado… Me servirá para administrarle a este sinvergüenza algo que lo mantenga quieto: dos dedos de whisky cada dos horas, con un par de tus pastillas de valium y unas cuantas de esas píldoras de color rosa que tomas al acostarte, y no sabrá dónde está, ni dónde ha estado, ni qué hora del día o de la noche es.

Lady Vy contempló el fardo depositado en el suelo de la bodega, preguntándose si de veras era necesario el whisky. Porque, ciertamente, los otros sedantes no lo eran.

—Dale esas píldoras y jamás volverá a saber nada —objetó—. Y tampoco creo que debas empapuzarlo con la jeringa. Lo más probable es que lo mates de asfixia.

—No pienso inyectárselo a presión. Voy a hacerle una especie de gota a gota, ¿estamos?

Lady Vy lo miró con ojos de asombro.

—Tú deliras. Estás rematadamente loco. ¿Te propones meterle gota a gota todo ese whisky mezclado con valium…? ¡Dios mío!

—No estoy loco —replicó con firmeza el comisario jefe—. Y de ahora en adelante no quiero oírtelo decir. Anda, agarra la jeringa… —le ordenó tendiéndosela.

—No pienso agarrar nada —dijo lady Vy con la misma firmeza—. Puedes hacer lo que te venga en gana, pero no voy a ser cómplice de un crimen.

—¡Oh, sí, lo eres ya! —le espetó el comisario jefe con una expresión terrible en el rostro.

Así que lady Vy le aguantó el instrumento de cocina. Cinco minutos más tarde, Timothy Bright había recibido con éxito su primera dosis de valium y whisky. Al final no pareció necesario añadir las píldoras antidepresivas de lady Vy a aquel brebaje letal.

—Con esto deberíamos estar seguros de que no se despertará en un buen rato —comentó sir Arnold mientras subían la escalera del sótano—. Que lo tendrá inconsciente hasta que se me ocurra algo.

Cerró con llave la puerta de la bodega. Durante el resto de la noche trató de dormir en el sofá de su estudio, mientras lady Vy ponía sábanas limpias en la cama y se tomaba otra de sus píldoras. Entre breves paréntesis de sueño y terribles ratos de insomnio, sir Arnold rebuscó en su memoria en busca de algún delincuente especialmente vengativo que pudiera haber ideado aquella trampa. Pero había demasiados criminales que se la tenían jurada. ¿Y cómo era que no se habían presentado los sinvergüenzas de la prensa? Probablemente porque había hecho regresar a la Brigada de Acción Rápida. La presencia de la brigada hubiera brindado la excusa para una invasión masiva de los periodistas. Aparte de que necesitaban a los muchachos de la BAR para guiarlos hasta la Casa de la Presa. Sir Arnold dio gracias de que estuviera tan aislada. Aun así, todo aquello era francamente extraño. Telefonearía por la mañana para ver si alguien había dado el soplo de que se preparaba un suceso espectacular. Pero no, no lo haría. El silencio, un silencio absoluto, pleno, sepulcral, era siempre la mejor respuesta. Con el silencio y con la ayuda de Dios hallaría la forma de salir de la pesadilla. A condición de que a aquel malnacido no se le ocurriera morirse…

Arriba, en el dormitorio, lady Vy maldecía su insensatez. El agua del calentador agujereado salía por debajo de la puerta del baño y se extendía por el suelo empapando la alfombra. Tendría que haber escuchado a papá desde el principio. Él siempre dijo que había que ser un sádico y un cretino para triunfar en la policía, y daba en el clavo.