En el salón de convenciones del Hotel The Underview de Tween, el comisario jefe sir Arnold Gonders presidía una cena en honor de la Brigada de Represión de Delitos Mayores de Twixt y Tween. Ostensiblemente, la cena se celebraba con ocasión de jubilarse el detective inspector Holdell, que había pertenecido a la brigada desde que se fundó. Pero, de hecho, la auténtica fiesta tenía que ver con la decisión adoptada por el director de la Fiscalía Pública de Londres de no llevar adelante el proceso contra veintiún miembros de la brigada por falsificar pruebas, fabricar confesiones, aceptar sobornos, uso injustificado de violencia y perjurio al por mayor, delitos que habían enviado a la cárcel, con condenas de hasta dieciocho años de prisión, a varias docenas de individuos totalmente inocentes, permitiendo en cambio que otros tantos delincuentes culpables durmieran cómodamente en sus casas y soñaran con cometer nuevos y terribles crímenes. Aquella salida era particularmente grata para el comisario jefe. Había pasado el día en Londres y mantenido una reunión privada con el ministro de Interior y el director de la Fiscalía para ser informado de ella. Como explicó más tarde a su segundo, Harry Hodge:
—Se lo puse bien claro. La moral de la fuerza es prioritaria. «Prioridad máxima», les dije. «Y si lo que quieren es minar esa moral, no tienen más que seguir adelante y arrastrar a mis muchachos a los tribunales. Si lo hacen, no cuenten conmigo como comisario jefe, así que… ustedes mismos». Bueno…, lo cierto es que captaron el mensaje y se evitó una metedura de pata.
No era exactamente lo que había ocurrido.
La decisión estaba tomada desde hacía un par de semanas y requirió ya entonces los argumentos más sólidos por parte del director de la Fiscalía para convencer al ministro de Interior de que un juicio iría en detrimento del interés público. Le explicó los problemas durante un almuerzo en el club Carlton.
—Comprendo… Empiece a abrir ese bote concreto de jodidos gusanos y dejará chiquito el asunto de la caja de Pandora —había asentido el ministro de Interior tras rumiarlo sobre un filete de hígado de cordero—. La verdad es que no se me había ocurrido considerarlo así —dijo finalmente, pasándose la mano por su pelo grasiento—. Imagino que tienen que hacerlo.
—¿A qué se refiere? —preguntó el director.
—A lo de joder. Que es su deber, supongo. Es lógico.
—Pero… ¿a quién? —insistió el director de la Fiscalía, que empezaba a temer que se estaba aludiendo a su propia debilidad por las prostitutas. Aunque, por más que se esforzaba, no podía recordar a ninguna llamada Pandora.
—A otros gusanos —dijo el ministro de Interior—. Sean del mismo sexo o de ambos, gusanos al fin y al cabo. Supongo que es a eso a lo que se refieren cuando hablan de duplicidad.
El director de la Fiscalía trató de ordenar sus ideas. No lograba entender todo aquello de unos gusanos duplicándose.
—Bien, sí… Pero, volviendo a la Brigada de Represión de Delitos Mayores de Twixt y Tween —dijo—, el caso es que tenemos allí a sir Arnold Gonders y que, aunque no puedo decir que sea santo de mi devoción, tiene cierto peso en la oficina central. Lo nombró la Thatcher y es algo así como su favorito.
—¿De veras? —preguntó el ministro de Interior, pensando para sí que, en tal caso, sir Arnold Gonders debía de ser un individuo de lo más corrupto—. ¿Hizo bien su papel en la huelga de los mineros contra aquella mierda de Scargill, supongo?
—A conciencia. No se arrugó ni por un momento. Era partidario de emplear fuerzas blindadas de caballería contra los piquetes, y cosas así. Y cañones de agua mezclada con una especie de tinte corrosivo… Por lo visto, como aquel otro lunático, recibe sus instrucciones directamente de Dios. Aunque, si quiere saberlo, no hay cosa más jodida que esas interpretaciones suyas de Dios.
El ministro de Interior se lo miró dubitativamente. Con los tiempos que corren, nunca se sabe qué pensar de un director de Fiscalía.
—Tiene usted cierta manía a eso de joder, ¿verdad? —le preguntó—. ¿Ha pensado alguna vez en otras posibilidades?
El director de la Fiscalía Pública sonrió tristemente. Tampoco él las tenía todas consigo a propósito del ministro de Interior. De hecho habían corrido ciertos rumores de travestismo que… En fin, que no fue aquél precisamente un almuerzo agradable, pero que al final consiguió que el ministro se mostrara de acuerdo en dejar en paz a la Brigada de Represión de Delitos Mayores de Twixt y Tween, atendiendo a poderosas razones políticas relacionadas con los intereses del partido. Estas razones tenían que ver con cierta compañía de promoción inmobiliaria radicada en Tweentagel, sobre la que sir Arnold se había mostrado demasiado bien informado en las conversaciones telefónicas que los dos habían mantenido privadamente. Jamás se le habría ocurrido pensar al director de la Fiscalía Pública que la familia de la ex primera ministra estuviera tan involucrada en aquellos tejemanejes de negocios. La encubierta amenaza de sir Arnold le hizo dar gracias por no haberse metido en semejante berenjenal. Dicho en pocas palabras, sir Arnold Gonders sabía demasiado para que no se tuvieran ciertas consideraciones con él.
Y ahora, contemplando desde la mesa de la presidencia a sus muchachos, el comisario jefe daba su propia versión de los hechos, quitándole hierro. Una versión más coherente con la imagen de sí que le agradaba fomentar en su propia mente: la de un padre bondadoso para con sus hombres, dispuesto a sacrificar su carrera para que ellos conservaran la fe en sí mismos como guardianes de la ley. Ni que decir tiene que Dios intervenía en este cuadro: jamás en la vida hubiera ido a alguna parte en la vida sin tener a Dios de su lado. Bueno, casi a ninguna parte.
Como le había dicho en cierta ocasión a su segundo: «Deberías interesarte por la religión, Harry. De verdad que deberías hacerlo. Pásate por el club de Rotarios cualquier día de la semana. Quiero decir que eso da sentido a la vida…, y sé de qué te hablo. Con Dios a tu lado, sabes que vas bien. Mi tarjeta de golf mejoró cuatro golpes desde que me di a la religión: llevaba estancado en los veintidós sobre par casi otros tantos años, y de pronto estoy en dieciocho. Para mí ya es suficiente prueba».
En cualquier caso, estaba resultando una excelente fiesta, sin duda. Había media docena de cajas de brandy donadas por el principal distribuidor de la zona, y champán en abundancia, birlado de la bodega de un conocido experto en vinos de calidad, de una marca famosa. Y se había presentado también una chica-telegrama, desnuda salvo por las rayas de uniforme de presidiario pintadas en el cuerpo, enviada por el hijo de la ex primera ministra con el mensaje: «Para el querido y viejo amigo Bill. ¡Adelante, muchachos, y descabezad a esos bastardos!». Fue un detalle muy apreciado, por más que sir Arnold, que, tras haber empezado la velada con ginebra y agua tónica, se había pasado al whisky y dejado persuadir por algunos de sus detectives para trasegar en su compañía algo así como un litro de cerveza negra de Newcastle, antes de proceder a través del champán a la cata de un tinto provenzal especialmente virulento y, por último, al brandy…, aunque sir Arnold, digo, no estaba muy seguro de la conveniencia de tener en la fiesta mujeres desnudas a rayas contoneándose por el salón y dándose aire con sus abanicos.
—Cuando yo era joven no se hacían estas cosas… —le dijo a Hodge—. Pero, bueno… Es una simple diversión y ayuda a mantener alta la moral.
—Yo diría que levanta también otras cosas —replicó su segundo, pero el comisario jefe prefirió no oírlo. Se preguntaba si tendría su propia cosa a punto para metérsela a Glenda, o no. Probablemente no. Mientras tanto, el inspector jefe Rascombe estaba pronunciando un discurso. Sir Arnold encendió otro Montecristo n.° 1 y se retrepó satisfecho en su silla dispuesto a escuchar.
«No cabe esperar que un buen detective como Rascombe vaya a ser también un gran orador», le había dicho a Hodge antes de la cena. Y Rascombe estaba dándole la razón. Sólo cuando llegaba ya al término de los diez minutos estipulados para su intervención dejó entrever a los reunidos la chicha de su parlamento. Hasta entonces el inspector se había referido al excelente trabajo realizado por la brigada y, en particular, por el inspector detective Holdell, ahora a punto de jubilarse, y a los crímenes que habían «resuelto». Pero ahora cambió de registro y empezó a hablar con sorprendente elocuencia de la desenfrenada campaña de vilipendio que dirigían los medios de comunicación contra el mejor cuerpo de hombres y mujeres que jamás hubiera tenido el privilegio de ocuparse de la defensa de la ley y el orden.
—Lo que la gente tiene que entender —decía a manera de conclusión— y lo que esos puñeteros mojigatos van a acabar aprendiendo a la fuerza, es que nosotros somos la Ley [vivas]; que el Orden significa eso precisamente y que, si no les gusta, ¡que se meen en su propio tiesto o no se metan donde no los llaman!
Los aplausos que acogieron aquella descripción del papel de la policía en la sociedad complacieron tanto al comisario jefe que se sirvió otro brandy y se puso en pie con el corazón ensanchado de felicidad. En su propio discurso alabó a Holdell por su dedicación a hacer de Tween una ciudad más segura, lo cual, teniendo en cuenta que ocupaba el segundo puesto en la liga de delitos violentos protagonizada por todas las ciudades de provincias, difícilmente hubiera tranquilizado a un auditorio más sobrio y menos parcial. A uno de los camareros jóvenes le dio, de hecho, un ataque de tos. Pero el comisario jefe siguió y siguió impertérrito, hasta concluir recordando a todos vosotros, oficiales de policía aquí presentes, que esta isla que es nuestra nación se enfrenta al riesgo inminente de una nueva y terrible invasión, organizada esta vez por el crimen internacional. Ya los criminales, y todos sabemos quiénes son, están tratando de subvertir nuestras grandes tradiciones de justicia y juego limpio, minando los mismísimos cimientos de la moralidad que radican como es notorio en la familia. La llamada familia uniparental…, incongruencia mayúscula donde las haya, porque no puede haber madre sin padre, y viceversa…, esta sedicente familia unisexual, es el cáncer de todo cuanto defendemos los británicos de pura cepa. Y yo, al menos, puedo deciros que no voy a permitir que mujeres con el pelo a lo chico, hombres con vete tú a saber qué y cuatro pelagatos forasteros —en este punto fingió mirar precavidamente por todo el comedor— metan las narices en la forma como siempre hemos hecho las cosas en este país.
Concluyó con su habitual plegaria a «Dios Todopoderoso, Padre de todas las Cosas», pidiéndole su ayuda —… en nuestra lucha contra los Poderes del Mal y contra los impuros de corazón que no cesan de poner trabas a las Brigadas de Represión de Delitos Mayores en su dedicación a que se haga tu Voluntad en todas partes.
Volvió a sentarse entre la salva de aplausos que esperaba y con un punto de vista más favorable sobre las chicas-telegrama.
Mucho más favorable, en verdad. ¡Oh, sí!… Era excelente para la moral contar con la asistencia de jóvenes adecuadamente sexuadas en fiestas como aquélla.
Habían retirado las mesas para despejar un espacio en el centro y estaba claro que iba a haber baile. Bien…, eso estaba bien para la gente joven, pero el comisario jefe tenía mejores cosas que hacer. En concreto, pensaba ir a pasar el resto de la noche con Glenda, a ver si ella le enseñaba algunos truquillos nuevos. Era una de las ventajas de vivir en la vieja Casa Flotante de la Presa que tanto le gustaba a su mujer: le brindaba la posibilidad de verse con Glenda en la ciudad. Había adquirido aquella casa a un precio sumamente atractivo cuando la Compañía de Aguas de Twixt y Tween fue privatizada, aunque se tuvo que gastar un dineral en restaurarla y modernizarla. La veía entonces como su pequeño y delicioso refugio, pero desde que a lady Vy, su mujer, le había dado por apropiársela, él procuraba ir por allí lo menos posible. Y aquel fin de semana tenía especiales motivos para permanecer alejado. Vy había ido a Harrogate a recoger a su tita Bea, como la llamaba, y ahora estarían las dos en la Casa de la Presa, ocupadas en Dios sabe qué.
A estas alturas ya no le importaba gran cosa… Glenda era una buena chica y sabía cómo complacer a un hombre. Sí, se acercaría hasta su piso y… Estaba deleitándose con aquella feliz perspectiva cuando se le acercó el sargento Filder y se agachó para decirle algo al oído.
—Temo que ahí fuera está ese tipo del Echo, ese tal Bob Lazlett, señor. Quiere una declaración —le dijo.
—¿A estas horas de la noche? ¿Qué clase de declaración?
—Dice que se ha enterado de que la Fiscalía no llevará adelante el caso, y…
El comisario jefe apagó, furioso, la colilla de su cigarro en los restos del Camembert.
—¿Cómo diablos se ha enterado ese cabrón? Yo no he hecho ninguna declaración y en Londres me dijeron que no soltarían prenda hasta el lunes, para evitar que la noticia aparezca en los periódicos del domingo.
—No sabría decirle, señor, pero fuera hay una manada de ellos, incluyendo los del Canal 4 y la BBC. Les he dicho que se trataba sólo de una cena de despedida al inspector Holdell, pero no han querido tragárselo.
Sir Arnold Gonders echó hacia atrás la silla y se puso en pie lívido.
—Harry —le espetó a su segundo—. Haz que esas malditas chicas se vistan a toda prisa, y procura que los chicos no se pasen armando jolgorio. No…, mejor aún: que se ocupe de eso Rascombe. Tú y yo nos largamos inmediatamente de aquí. No estoy para fotos este fin de semana. ¡Ahí se pudran! Nos iremos por la puerta de atrás.
Y salió a la antesala mientras el subcomisario jefe hablaba con el inspector Rascombe. Un vistazo desde la galería al vestíbulo de abajo le reveló a sir Arnold que las cosas eran mucho más graves de lo que había imaginado. Los periodistas lo habían tomado por asalto, y sólo la presencia de algunos policías uniformados impedía que se precipitaran en tropel escaleras arriba. Sir Arnold volvió a entrar en el salón de convenciones.
—¿Dónde está la salida trasera? —le preguntó al sargento Filder.
—Hay también algunos de ellos apostados allí —respondió éste.
Sir Arnold se sirvió otro buen trago de brandy y tendió luego la botella a Hodge. Estaba muerto de cansancio…, y bien jodido si tenía que enfrentarse a una horda de reporteros y busca escándalos en semejante estado. Aquellos hijos de puta publicarían en primera plana que estaba como una cuba.
—Está bien, Filder. Vaya a ver al director y consíganos habitaciones a Hodge y a mí para pasar la noche en el hotel. Que se pasen estos tíos de mierda ocho horas o más en la calle. Para todo el mundo, ni Hodge ni yo hemos estado aquí esta noche.
—No estoy seguro de que sea una buena idea, señor —intervino Hodge—. Me dicen que han untado a uno de los camareros y que éste les ha hablado de las chicas-telegrama.
La mirada de sir Arnold se abismó, desolada, en un infierno de publicidad casi igual al sufrido por algunas de las víctimas de la Brigada de Represión del Delito. Sabía de sobras lo que podía hacer la prensa con la reputación de un hombre. A menudo se había servido de ello. Apuró su brandy de un trago.
—Tendremos que negarlo todo —dijo, e indicó a Rascombe que se acercara—. Nosotros no hemos venido aquí esta noche, ¿de acuerdo? Hodge y yo no estábamos. Usted organizó esto en honor de Holdell y, que usted sepa, yo sigo en Londres. Sí, sí…, ya sé que saben que estamos aquí. Pero no podrán probarlo si todos nosotros mantenemos la boca cerrada. ¿De acuerdo?
—Perfectamente —respondió el inspector Rascombe, que conocía bien el paño.
—Nada de entrevistas. Ni declaraciones. Mutis. Silencio total. Hodge y yo no hemos dado señales de vida y, si el puñetero director de este hotel quiere conservar su licencia para expender bebidas alcohólicas, hará bien en corroborar la historia. Asegúrese de que sepa de qué lado del pan está untada la mantequilla. Y ahora, Filder, haga venir un coche sin distintivos y que aguarde a punto en Blight Street.
—Puedo llevarle en el mío —dijo el sargento—. Lo tengo ahí detrás, en el aparcamiento.
El subcomisario jefe Hodge parecía preocupado.
—Pero… ¿cómo vamos a salir del hotel? —preguntó.
—Bueno… —replicó el inspector—, existen eso que llaman maniobras de diversión. Un par de cámaras rotas, el tipo ese, Lazlett, que pierde un par de dientes… No estaría mal.
—Sería un desastre —cortó sir Arnold—. Nada me gustaría tanto como partirle el cuello a ese mamarracho, pero no vamos a hacerle el favor. Hoy no, por lo menos. Que se meta en algún callejón oscuro y sin nadie alrededor, y las cosas podrían ser muy distintas.
Veinte minutos más tarde, con la obsequiosa complicidad del director del hotel, un amplio furgón se aproximó a la entrada de servicio. Bajaron la parte trasera de la caja y las cintas transportadoras empezaron a descargar los suministros matinales del establecimiento. Al acabar de hacerlo, sir Arnold y Harry Hodge, enfundados en unas batas blancas de trabajo, se encaramaron a la caja y desaparecieron en el interior del furgón.
—¡Menudo jaleo! —exclamó el comisario jefe con voz aguardentosa. La botella de brandy estaba ya vacía—. ¡Maldito si voy a ir ahora a mi casa! Estos cabrones la tendrán rodeada.
—Siempre puede venir a la mía —dijo Hodge. Pero sir Arnold no estaba de humor para comparecer ante la cáustica mirada de la señora Hodge, ni soñarlo. Y lo de Glenda, por supuesto, había que descartarlo dadas las circunstancias. Que se olieran siquiera la existencia de aquel pisito, y la mierda haría volar hasta las tapas de las alcantarillas.
—Haré que Filder me lleve a la Casa de la Presa. Y si esos bastardos asoman la nariz por allí, azuzo al perro contra ellos.
Eran cerca de las tres de la madrugada cuando el comisario jefe saltó finalmente del furgón, se dejó caer, agotado, en un Rover de la policía y partió en dirección al embalse de Scabside.