Estaba ya bastante avanzada la tarde cuando regresaron a Pud End para tomar el té. Encontraron a Timothy Bright tumbado frente al televisor. Sobre la mesa de la cocina aparecían aún desparramados los restos de su almuerzo y era evidente que había dado cuenta de una lata de caviar Beluga auténtico que encontró en la despensa. Su actitud, sin embargo, no era agradecida ni exculpatoria.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó en un tono casi truculento—. Llevo todo el día aquí solo.
Henry intervino antes de que su tío estallara.
—En realidad, nos hemos escapado a dar un largo paseo —dijo—. Por los acantilados.
Timothy no captó la indirecta.
—Podríais haberme despertado —se quejó—. No me hubiera sentado mal un paseo.
—Lo habría hecho, pero cuando he entrado a verte esta mañana estabas totalmente fuera del mundo —replicó Henry—. Además, no te hubiera gustado mucho: soplaba demasiado viento, a ráfagas.
Victor estaba poniendo orden en la cocina.
—Te agradezco tu tacto —dijo al ver entrar a Henry—. Me ha salvado casi con seguridad de una acusación de asesinato. Sé que estoy en la edad en que uno comienza a quejarse de lo mucho que han empeorado las cosas y todo eso, pero este muchacho tiene la virtud de convencerme de que ya nada es como antes. ¡Qué bien le sentarían unos cuantos meses o, mejor aún, unos años de pasarlas canutas! O, más exactamente, ¡qué bueno sería eso para todo el mundo!
—No me sorprendería en absoluto que se encontrara con algo así, tío Victor —dijo Henry tranquilamente poniéndose a lavar los platos—. Porque para mí que está metido en algo turbio.
—¿De veras? —preguntó Victor con una nota de mayor optimismo en la voz—. ¿Puedo preguntarte cómo lo sabes?
—Anoche estuve un buen rato con ese idiota, escuchando sus cacareos de borracho. No me dijo de qué va la cosa, pero estuvo de lo más explícito acerca de que tenía, comillas, algo gordo, cerrar comillas, entre manos… Y sé por experiencia que eso significa casi siempre un chanchullo ilegal.
—¡Qué interesante! ¿Sabes…? Disfrutaría de lo lindo si la policía lo arrestara aquí. Tendría algo para disuadir al resto de la familia Bright de volver a visitarnos de nuevo.
—Y, por otra parte, le daría a tía Brenda una nueva ocasión de perdonarte —observó Henry. Victor torció el gesto.
—No es broma, muchacho; no tiene nada de divertido. Espero que tu mujer sea implacable por naturaleza; y lo espero por tu propio bien, entiéndeme. ¡No te imaginas lo tremendo que puede llegar a ser el perdón! Jamás olvidaré la vez que Brenda perdonó a Hilda Armstrong por…, bueno, por lo que fuera. Naturalmente lo hizo en público, en una junta de la Asociación de Mujeres…, o tal vez en una reunión del consejo parroquial. Fue de lo más embarazoso para todos. Debió de ser en el consejo parroquial, porque yo no asisto a las juntas de la Asociación de Mujeres… En cualquier caso significó el ostracismo para los Armstrong. Y cuando se vio que el viejo Bowen Armstrong no iba a divorciarse de ella, el hombre empezó a recibir cartas envenenadas y basura de ésa… Al final tuvieron que regresar a Rickmansworth, pretextando que la vida en el campo no le sentaba bien a Hilda. Pero lo cierto es que estaba como un tren…, sí… Bueno, lo saco a relucir para demostrarte que el perdón puede ser hasta mortal.
—A propósito, tío —dijo Henry cuando acabaron en la cocina—. Te aconsejo encarecidamente que no toques ese tabaco tuyo Perth especial… Sé que es tu favorito, pero Timothy ha estado fumándolo y… —dudó un instante.
—¿Y qué? —preguntó Victor.
—Que pudiera estar algo adulterado… Vamos, que… Pienso yo…
Pero Victor Gould no le dejó seguir.
—No me digas más. Creo y espero haberte entendido. Y no creas que te lo reprocho. Aunque, oye… ¿De dónde has sacado el cianuro?
Henry soltó una carcajada.
—No es tan malo como todo eso, te lo prometo. Se trata de algo que me dieron en Australia. No sé exactamente qué hace, porque yo no fumo esas cosas, pero tengo entendido que es una poderosa forma de… ¿Estás seguro de querer saberlo?
—Tal vez no —dijo Victor—. Y creo que me voy a ir al estudio a pensar un rato.
Cruzó el césped hasta el pabellón de verano y, una vez dentro, se sentó en su sillón favorito y pensó en lo estupendo que era contar con un sobrino amable e inteligente como Henry para ayudarle a sortear las crisis. Porque tener que vérselas con Timothy Bright era, ciertamente, una crisis. ¡Qué misteriosa la psicología humana! De una misma familia podían salir Brenda, quien, a pesar de todos sus defectos —entre los que debía contarse, en opinión de Victor, su santidad—, era inteligente y civilizada, y al propio tiempo engendros como Timothy… Aunque quizá estuviera enfocando mal el asunto y lo realmente digno de asombro fuera la singularidad de Brenda en el seno de una familia integrada en su totalidad por indolentes esnobs y mastuerzos pagados de sí mismos. El caso es que Victor se adormiló pensando que le tenía sin cuidado lo que hubiera puesto Henry en su tabaco. No podría ser malo si conseguía librarlo del pelma de Timothy.
Arrellanado frente al televisor, Timothy Bright se preguntaba qué tendrían de cena. Aún era temprano, sí, pero le apetecía una copa. Si Henry no hubiera estado con él en la habitación, habría ido hasta el aparador del rincón para servirse una; pero su presencia allí lo intimidaba un tanto. Así que, en vez de eso, alargó el brazo para alcanzar la lata de tabaco y se puso a llenar su pipa como para demostrar que podía hacer lo que quisiera si realmente era su deseo. Henry, sentado enfrente, trató de no mirarle. No tenía ni idea de la cantidad de «sapo» que podía poner y sólo una vaga noción de sus efectos: jamás había probado alucinógenos y, si había traído consigo aquellos polvos de Bufo sonora, fue sólo con la intención de dárselos a un amigo que investigaba sobre sustancias psicótropas. Lo único que le habían dicho en Brisbane era que el «sapo» resultaba la droga de tipo LSD más fuerte que se podía encontrar y que producía en quien la tomaba un viaje tremendo. Un viaje…: justo lo que se merecía Timothy Bright. Pero, por otra parte, Henry no tenía muchas ganas de quedarse allí sentado a observar qué ocurría. Definitivamente, no. Se levantó, pues, y estaba a punto de salir cuando Timothy encendió la pipa.
—¡Vaya! —masculló—. Para mí que este tabaco especial está un poco rancio, ¿no? ¡Huele que apesta!
—Es la mezcla especial del tío Victor —dijo Henry—. Puede que sepa algo diferente.
—¡Y que lo digas! Tiene un gusto raro también —asintió Timothy inhalando.
Fue un error mayúsculo. El tabaco era demasiado fuerte para aspirar el humo como si se tratara de un cigarrillo. Timothy se quedó con los ojos clavados al frente y una expresión extraña en la mirada; luego se quitó la pipa de la boca y se puso a contemplarla también. Era evidente que estaba sucediéndole algo que no comprendía del todo. Mejor dicho: lo de «del todo» sobra; no entendía nada de nada. Aspiró otra bocanada y se quedó reflexionando. Su primera impresión de estar inhalando humo de la chimenea de algún crematorio había desaparecido por completo. Y siguió fumando. Entraba en un extraño y nuevo mundo en el que nada era lo que parecía y los objetos familiares adoptaban formas y colores fantásticos y en continua mutación. Nada en él parecía imposible; las cosas se le venían encima y entonces, de repente, cambiaban de dirección alejándose o, por alguna asombrosa involución, se metían dentro de sí como un guante y volvían a su forma originaria. ¡Y los sonidos…! Jamás había oído nada igual. Las voces que salían del televisor resonaban en ignoradas cavernas de su mente y había instantes en que se veía a sí mismo, como una figurilla menuda, de pie bajo la bóveda de su propio cráneo. En el interior de aquella enorme bóveda de hueso había otras voces, que reverberaban como sordos truenos y que le ordenaban volar, moverse, escapar corriendo mientras pudiera hacerlo, antes de que se presentara el gran cerdo de la navaja barbera dispuesto a ejecutar en él su venganza. Y, obedeciendo las voces de sus propios impulsos, Timothy Bright salió de estampida: con los ojos abiertos como platos pasó por delante de Henry y atravesó corriendo el jardín hasta donde se hallaba su Suzuki. Al momento siguiente aquel objeto mágico había abandonado Pud End levantando un surtidor de gravilla y se precipitaba por el sendero hacia un destino indeterminado pero, en todo caso, lejos del tipo de la navaja. Atrás quedaron, de pie en la hierba del campo de croquet, Henry y su tío, observándolo con un temor reverencial.
—¡Santo Dios! —exclamó Victor cuando el rugido de la moto se apagó en lontananza—. ¿Fue mi imaginación o realmente llevaba alrededor como un aura?
—Yo no se la he visto —replicó Henry—, pero sé lo que quieres decir. E iba conduciendo sin luces, además.
—A increíble velocidad —asintió Victor, tratando de sofocar la lucecita de esperanza que empezaba a brotar en su espíritu. Luego se quedaron los dos mirando la luna llena y tras unos instantes de silencio Victor prosiguió—: Me imagino que esa porquería que le pusiste en el tabaco es responsable, en parte, de su forma de actuar. ¿De qué diablos está hecha?
—La sacan de una especie de sapo —explicó Henry—, pero no conozco a nadie que lo sepa con seguridad. Supongo que los científicos que trabajan con gases de guerra están perfectamente familiarizados con él; pero, por lo que yo sé, no es igual en todos los sapos. Tendré que preguntarle a mi amigo bioquímico.
—Bueno, supongo que nos hemos ganado una copa… —dijo Víctor—, para celebrarlo o para brindar a la salud del finado… Por lo uno y por lo otro, posiblemente. ¡Qué alivio no tenerlo rondando por aquí!
Entraron en la casa y apagaron el televisor.
—Me siento un poco culpable… —empezó a decir Henry, pero su tío no le dejó continuar.
—Mira, muchacho… Ese condenado loco ha tomado algo que no le pertenecía, y ya está. Sin duda, reaparecerá en un par de horas y volverá a ser la misma peste de antes.
Pero Timothy no reapareció. Estaba ya muy lejos, hacia el norte, viajando a todo meter por la autopista e ignorando como si no existieran las normas de la circulación. Y es que no existían en lo que le quedaba de mente: habían sido remplazadas por un sentido de lo posible y lo imposible que no tenía nada que ver con el común. Por no saber, ni siquiera sabía que estaba en una autopista. La escasa capacidad mental y de análisis que pudiera tener antes le había abandonado por completo. Iba como con el piloto automático: con la habilidad de conducir a velocidad vertiginosa una moto sin la menor conciencia de lo que estaba haciendo. En otras palabras: con el «sapo» galopando por sus venas y obrando maravillas en las sinapsis de sus neuronas, Timothy Bright había retornado a la capacidad mental de algún remoto ancestro prehumano, conservando empero las habilidades mecánicas de un moderno bebedor de cerveza. Hubiera sido inexacto decir que había perdido la razón, como pensaron dos agentes de tráfico cuando la Suzuki marcó en su radar los 280 km/h y decidieron no ir tras él, en la suposición de que sólo conseguirían verse envueltos en una horrible operación de rescate que requeriría incontables bolsas para restos humanos.
Pero Timothy Bright no pensaba ni por un instante en aquel probable final. Se veía en el mismísimo centro de una enorme discoteca, con llamas y sombras danzando a su alrededor y sus miedos enrollándose y desenrollándose en una intrincada pauta luminosa compuesta por sonidos y notas musicales que se transformaban en colores e inacabables rosarios de luces, antes de emerger de los reflectantes convertidos en los rostros del señor Markinkus y del señor B. Smith. Si, en esos instantes, la Suzuki hubiera podido correr más, Timothy se habría asegurado de sacarle la velocidad punta. Era presa de un pánico insensato, que alcanzaba un clímax casi insoportable para pasar a otro peor al instante siguiente. Por debajo pasaban inadvertidos kilómetros y kilómetros de asfalto. Los pilotos traseros de coches y camiones se precipitaban hacia él y eran evitados como imágenes de un juego de marcianitos, con una facilidad que aterraba a los otros conductores.
A las diez de la noche Timothy había dejado ya la autopista y circulaba por carreteras secundarias atravesando un paisaje ondulado en el que surgían de cuando en cuando pueblos y aldeas, valles frondosos y ríos cantarines. Aquí, gobernado siempre por su piloto automático, reducía para tomar las curvas, frenaba donde era imprescindible y surcaba como una exhalación colinas y páramos, en los que las ovejas cruzaban milagrosamente la carretera inmediatamente antes de pasar él o nada más hacerlo y donde apenas había signos de poblamiento humano. En algún lugar delante de él había una tierra paradisíaca de infinita felicidad. Las imágenes eran siempre cambiantes, pero en su carrera lo alentaba el mismo mensaje incitándolo a huir, bajo formas diversas.
Y así viajaba por un mundo que nunca había conocido en el pasado y que jamás sería capaz de volver a encontrar. Pero Timothy Bright se mantenía todo el tiempo ajeno a sus acciones y a cuanto lo rodeaba. Su mano aferrada al acelerador giraba en un sentido o en otro, disminuyendo el gas en las curvas y dándolo al máximo en las rectas. Pero no lo sabía. Lo dominaban sus experiencias íntimas. En algún momento de la noche sus sensaciones físicas se sumaron a las imágenes mentales para convencerlo de que estaba ardiendo y tenía que arrancarse la piel para evitar quemarse. Detuvo la moto en una zona arbolada, junto a un arroyo, y despojándose de todas sus ropas las arrojó por el terraplén antes de montar nuevamente en la Suzuki y proseguir su viaje interior completamente desnudo.
Quince kilómetros más allá llegó al cruce de Six Ways End, donde está el empalme con la carretera de Parson hacia el norte. Timothy Bright pasó el cruce como una exhalación y se metió por un camino privado propiedad de la Compañía de Aguas de Twixt y Tween. Fue magnífica su forma de lanzar la Suzuki monte arriba, indiferente a las desigualdades del firme. Las cercas metálicas para el ganado chirriaron brevemente a su paso y subió hacia Scabside Fell entre muretes de piedra seca y prados abiertos. Frente a él una gran presa de piedra retenía las aguas del embalse.
Fue allí donde acabó la carrera nocturna. Al acelerar en pos de lo que le pareció el cielo azul, muy azul, una oveja de respetable edad, que había estado durmiendo al calorcillo de la carretera, despertó vagamente consciente de un peligro lejano y se levantó sobre sus patas. Para Timothy Bright era una simple nubécula. Al momento siguiente, moto y oveja saltaron por los aires y fueron a parar a la parte más honda del embalse. Y en otra dirección salió disparado Timothy Bright, todavía sublimemente ajeno a todo, para aterrizar en la orilla opuesta en un soto de jóvenes abetos. Ningún temor lo atenazó cuando pasó desmayadamente entre ellos y fue a caer en la pinaza de debajo. Durante un rato permaneció tumbado en la oscuridad con el convencimiento de que los cochinillos había empezado a empujarlo para que se pusiera de pie y a sacarlo de entre los abetos. Ahora era un pájaro…, o lo hubiera sido si la tierra no se empeñara en reclamarlo. Tres veces se dio de narices en el asfalto, para añadir nuevos daños a los ya sufridos. Y a la cuarta se pilló un pie entre los barrotes de hierro de una reja que tomó por una almeja gigante. Pero ya para entonces había empezado a disiparse la total disociación producida por el «sapo». Tras librarse de la terrible presa de la almeja, notó una extraña sensación de frío.
Tenía que ir a casa, aunque la casa a la que tenía que ir carecía de identidad bien definida. Su casa estaba, simplemente, donde hubiera una casa, y frente a él podía ver la silueta de un edificio destacando sobre el horizonte. En aquel mundo mitad agitación mental y mitad percepción, empezó a caminar hacia allí hasta encontrarse frente a un muro de sólida piedra y unas puertas enrejadas. Era exactamente lo que buscaba. Probó a abrir, pero las encontró cerradas con llave. Al otro lado había algo oscuro, que tal vez estuviera observándolo. Pero no importaba. Nada era importante, salvo encontrar una cama caliente. Timothy Bright se aferró al hierro forjado y comenzó a trepar. Volaría desde lo alto. Dentro aguardaba ansioso un enorme rottweiler. Entrenado desde cachorro para matar, estaba esperando que se le presentara una oportunidad.
Encaramado en la parte superior de la reja, Timothy Bright dudó un instante. Volvía a ser un pájaro, y esta vez estaba firmemente dispuesto a volar. Ignorando las puntas metálicas a su alrededor, se mantuvo de pie un segundo con los brazos extendidos. Por un momento, brevísimo, estuvo entre el cielo y la tierra. Y, mientras Timothy se precipitaba en picado, el rottweiler, como la oveja de la presa, tuvo una vaga sensación de peligro, previa a desplomarse sobre él, desde una altura de 3 metros, 86 kilos de yuppie. Cuando las patas del perrazo cedieron bajo el peso y su aliento expectante salió bufando por sus diversos orificios, juntamente con porciones de su rancho, el pobre animal se dio cuenta de que había cometido un error: sus mandíbulas se cerraron de golpe, los colmillos se le encajaron unos con otros y estaba desesperadamente falto de resuello. Con un supremo esfuerzo para evitar la asfixia, trató de reunir sus patas; pero las tenía extendidas a ambos lados del cuerpo y no obedecían. Hasta que Timothy Bright rodó lateralmente y el rottweiler se las apañó para escurrirse y quedar libre. Pero era un animal apaleado. Con un quejido lastimero, cojeando, se escabulló por la esquina de la casa hacia la perrera. El otro permaneció un ratito más yaciendo en el patio empedrado de la casa. También se le había escapado el resuello, aunque no tanto como al rottweiler; pero la urgencia de meterse en una cama le apremiaba más que nunca. Se puso en pie tambaleándose y encontró la puerta delantera del edificio, iluminada por un farolillo vacilante. Movió el picaporte y la puerta se abrió. La luz del vestíbulo estaba encendida. Timothy avanzó hacia la escalera en sombras y subió los peldaños presa de un infinito cansancio. Frente a él había otra puerta; la empujó, se coló en el cuarto y encontró la cama. En el momento de tumbarse en ella, alguien que estaba en el otro lado del lecho se agitó diciendo:
—¡Cielos! ¡Apestas a perro! —Y volvió a dormirse.
Timothy Bright se durmió también.